CAPÍTULO 7

Quiero quererte mil años

Al principio, todo resultó fácil. Los ecos de esta Era del Jazz resonaban sin cesar por todo Londres. Nos quedaban pocos años para seguir quemando la mecha de la diversión hasta que nos explotara el cohete en la cara, en 1929. Eso significaba que Londres ofrecía mucho entretenimiento a dos personas que habían atravesado su peor momento, se habían encontrado y se habían rescatado la una a la otra. Además, Gina decía que la Catedral de San Pablo londinense era como si el Panthéon de París se mirara en un espejo, y por eso no se sentía tan lejos de casa.

Era muy fácil mezclarse con seres de este nuevo mundo que rugía, desperezándose de las agonías de la escasez. Ahora solo importaban las frivolidades. De acuerdo: además del esparcimiento, señoras y señoritas se reunían en sus salones y discutían sobre la igualdad entre los sexos y se arremangaban en pos de la emancipación de la mujer, ¡por fin! Y luego salían con sus pancartas y carteles a reclamar su derecho al voto, sin miedo a represalias ni a burlas amargas. Ya hacía muchos años que habían demostrado que podían trabajar fuera del hogar y hacer prosperar esa sociedad inmóvil en sus formalismos, así que no había marcha atrás.

Gina veía cada día en las calles de Londres a la mujer en la que siempre soñó convertirse: la que decide si se casa o no se casa, la que monta en bicicleta, la que juega al tenis, asiste a partidos de fútbol y rugby, practica deportes y va a la playa ignorando el qué dirán. Un paso más allá lo representaba el grupo de las que leían la prensa sensacionalista, bebían, fumaban y hablaban de sexo en público. Las chicas flappers, cuyos ídolos eran actrices bellas, sexy y carismáticas como Clara Bow, Gloria Stuart, Louise Brooks y Marie Prevost, equivalentes a las garçonnes como Antoinette y Valérie, mostraban sus bobs, su piel bronceada, depilada y perfumada, su maquillaje y sus pestañas postizas —que en tiempos de sus madres solo lucían las prostitutas— en el teatro, las carreras de caballos, eventos sociales de todo tipo y, en especial, en los bailes. Oh, sí.

Cada noche era fundamental bailar. Caer rendido. Morir con la música y amanecer habiendo movido todos los tendones. Los clubes se abrieron con la misma hospitalidad y familiaridad que se abre el jardín de casa para una barbacoa entre amigos. Todo se transformó en material bailable: piezas de música clásica, operetas, canciones populares. La locura, para que os hagáis una idea, podría compararse con el florecimiento de las discotecas y la música disco en la década de 1970. Yo misma participé en numerosos concursos de baile; algunos consistían en resistir hasta que toda la pista se rindiera al cansancio, al humo o a la embriaguez. Aprendí claqué, charlestón, foxtrot y tango americano. Reí sin parar cada madrugada. Me emborraché y besé a descuidados hombres y a mujeres de labios jugosos. Un momento, pero no estamos hablando de mí, sino de la pareja de prófugos. Lo que había prometido contar sobre mis bailes aquí lo dejo, por decoro.

Bien, mi nivel de acidez a principios de siglo todavía me permitía creer completamente en eso que llaman romance, y que es muy útil para cultivar el buen gusto, las fantasías estéticas y las historias mentirosas. Así que me afané en que Londres acogiera a los amantes y elevara su amor. De paso, contuve un poco mi ego y mis salidas nocturnas, pues estaba ocupada en guiar a Dominique y a Gina. Los amigos son aquellos que hacen que nos olvidemos de ser el centro del Universo. Menos mal.

Les conseguí alojamiento en el barrio de Bloomsbury, al oeste del centro de Londres. Era una zona de casas grises del periodo georgiano, dispuestas en largas hileras por calles rectas, rodeadas de placetas, pubs y restaurantes donde se tomaban sus pintas y sus pudding los editores y libreros de los establecimientos cercanos al British Museum. Pero era mucho más que eso. El distrito bautizó a un selecto grupo de intelectuales que retaron con sus ideas y espíritu al arte y a la sociedad de ese momento, y que cambiaría la cultura y los modales de los británicos. Nunca tomo decisiones al azar, y en ningún otro lugar y atmósfera quería que mis dos recién llegados desplegaran sus alas. No diré nombres, por supuesto, pero otro elemento determinante para adoptar Bloomsbury como base de operaciones fue la fraternidad. Muchos de los allí reunidos formaban parte de nuestra casta, hecho que simplificaba mucho nuestra supervivencia; algunas noches hasta salíamos a cazar juntos pequeñas alimañas que colmaban nuestro apetito y nos evitaban cometer sangrías humanas. De las personas solo nos servía su vileza: los zafios, que siempre han abundado por doquier, eran un buen menú diurno que nos contentaba con su energía deleznable.

Dominique se acostumbró a estas cenas improvisadas mientras Gina dormía. Charlábamos e ironizábamos como en los viejos tiempos, y nada parecía incordiarnos ni preocuparnos. Al fin mi caballero sensible y vampiro aprendiz, después de un siglo largo de andanzas, se dejaba ayudar, se dejaba querer.

Respirábamos comodidad y confianza entre amigos que compartían una misma voz, la pasión por la inteligencia, por lo bello y por lo auténtico, con narcisismo y una actitud autosuficiente. Lo que nos rodeaba solo aceptaba lo moderno, lo experimental, desde el comentario político y filosófico al sexo. Maravillosa ambigüedad, en la que podíamos deleitarnos con todos los placeres que un hombre y una mujer pueden compartir, sin hacer caso de los convencionalismos. Por descontado que Dominique no se mezclaba en estos conceptos de familia sexual —qué vampiro más reacio a su instinto—, mientras que sus dos acólitas y yo nos rendíamos a seres encantadores y admirables. Ellos, economistas; ellas, escritoras y pintoras. Yacíamos y consumábamos el sexo, nos enamorábamos durante unos días e intercambiábamos celos y promesas, quizá para sentirnos más emotivos o pasionales a pesar de no tener un corazón que nos recordara esas sensaciones. Primaba la carne y el intelecto, tal y como prima y primará para mí y los míos.

Gina, sin embargo, todavía creía en el matrimonio. El placer carnal estaba reservado al compromiso romántico, aunque Dominique sufriera conteniéndose en un beso. La inocencia de Gina nos chocaba y nos excitaba por igual a todos. Los amantes castos sí que eran una novedad, como jurarse amor para toda la eternidad.

Los Woolf, Leonard y Virginia, habían fundado en la planta baja de su casa en Tavistock Square el negocio que definía su verdadero amor, la editorial Hogarth Press. Gina había conseguido un ejemplar de la novela que había publicado la dueña del lugar un año antes, La señora Dalloway, y deseaba conocerla más que otra cosa en el mundo, excluyendo su amor por Dominique, claro. Concertaron una cita en un día lluvioso para tomar el té entre galeradas.

—Buenas tardes, usted debe de ser Leonard. Me presento: soy Dominique Désir y ella es Gina Mann, mi prometida.

—Pasen, por favor. Son muy bienvenidos —respondió Leonard respetando la tradicional amabilidad inglesa. ¡Politeness, me hechiza, me desbanca, me gusta y me causa escalofríos, la politeness!—. ¿Desean tomar una taza de té? Llamaré a Virginia. Está escribiendo en el estudio de arriba.

Gina dio una vuelta sobre sí misma y levantó los brazos como si rogara a dios.

—No puedo creer que esté en medio de tanto arte. Nunca me acostumbraré a conocer a tantas personas excepcionales.

Dominique la miró, completamente enamorado.

—Recuerda que tú eres una de ellas. —La joven se aproximó y le robó un beso, miró el anillo que él le había regalado y le dedicó una sonrisa ensimismada.

Gina continuó con el reconocimiento del lugar y se fijó en un espacio en la estantería donde se apilaban libros polvorientos y manoseados. Las tapas de cuero desgastado olían a humedad y algunos se cerraban con el nudo de un lazo que cuidaba de que las hojas gruesas y sueltas no se desparramaran.

—Echo tanto de menos mi pequeña biblioteca, Dominique. Fíjate, estos títulos están ordenados por temática, igual que yo hacía cuando vivía en Praga.

—Déjame ver —se interesó Dominique—. El vampiro, de John William Polidori, La muerta enamorada, de Théophile Gautier, Carmilla, de Sheridan Le Fanu, El destino de madame Cabanel, de Eliza Lynn Linton. ¿Te gustan las novelas de terror, querida mía? —susurró en tono burlón. Cuán divertido es que los humanos se pirren por nuestro carácter misterioso y temible.

—Buenas tardes. —Una voz femenina eclipsó la respuesta de Gina. Virginia saludó a la pareja.

—Es un placer inmenso conocerla. He leído algunas de sus novelas y tengo que confesarle mi devoción —dijo una entregada Gina.

—Por favor, no tolero que alguien a quien seguramente doblo la edad me trate como una señora el doble de vieja —contestó muy seca la escritora.

Gina se sintió avergonzada y confundida. Tal vez habían importunado el retiro de la literata y habían amenazado su inspiración.

—Tomaremos todos té —recomendó Leonard.

—¿Son ustedes escritores? —prosiguió Virginia.

Mientras Gina permanecía callada y enfurruñada debido a la bienvenida extraña de la anfitriona (Dominique adivinó en su mente un «esta señora, al fin y al cabo, no es tan excepcional si se comporta como una caprichosa»), los hombres de la escena dulcificaron el ambiente y el té. Virginia observó a su admiradora. La conexión fue inmediata. El enfado de Gina, su actitud altiva y desinteresada, agradaron a la escritora y, aunque no bajó la guardia durante largos minutos, dando muestras de estar ausente con la conversación masculina como rumor de fondo, de nuevo alzó la voz.

—Gina, me gustaría enseñarte mi estudio. Gina y Dominique, ¿os apetece uniros a nuestro encuentro de la Noche de Walpurgis?

Gina no dudó, despertando de su ofensa.

—Eso deseo. Lo deseamos, ¿verdad, amor mío?