13. Ámsterdam-1656
Hacia las diez de la mañana siguiente los hermanos Spinoza estaban trabajando en su tienda, Bento barriendo y Gabriel abriendo un cajón recién llegado de higos secos. Los interrumpió la aparición en la puerta de Franco y Jacob, que se pararon allí, vacilantes, hasta que Franco dijo:
—Si tu oferta aún sigue en pie, nos gustaría continuar nuestra discusión, por favor. Estamos disponibles en cualquier momento que sea oportuno para ti.
—Continuaré la discusión con mucho gusto —dijo Bento, pero dirigiéndose a Jacob, preguntó—: ¿Tú lo deseas también, Jacob?
—Yo sólo deseo lo que sea mejor para Franco.
Bento consideró esa respuesta unos instantes y contestó:
—Esperad un momento, por favor. —Y luego, tras hablar en susurros con su hermano en la parte de atrás de la tienda, añadió—: Puedo estar a vuestra disposición ya. ¿Nos acercamos a mi casa y continuamos nuestro estudio de las Escrituras?
La enorme Biblia estaba en la mesa y las sillas en su sitio, como si Bento hubiese estado esperándolos.
—¿Por dónde empezamos? La última vez abordamos muchas cuestiones.
—Tú ibas a hablarnos sobre lo de que Moisés no había escrito la Torá —dijo Jacob en un tono más suave, más conciliatorio, que el día anterior.
—He estudiado esa cuestión muchos años y creo que una lectura cuidadosa y atenta de los libros de Moisés proporciona muchas pruebas internas de que él no pudo ser el autor.
—¿Pruebas internas? Explícame eso —dijo Franco.
—Hay incoherencias en la historia de Moisés. Unas partes de la Torá se contradicen con otras, y muchos pasajes no se resisten a la simple lógica. Daré ejemplos y empezaré con uno obvio que han señalado otros antes que yo.
»La Torá no sólo describe cómo murió Moisés y cómo se le enterró, y los treinta días de duelo de los hebreos, sino que le compara además con todos los profetas que llegaron después de él, y afirma que los superó a todos. Es evidente que un hombre no puede escribir sobre lo que pasa después de su muerte, ni puede compararse con otros profetas que aún no han nacido. Así que es seguro que esa parte de la Torá no pudo haberla escrito él. ¿No es cierto?
Franco asintió. Jacob se encogió de hombros.
—O mirad aquí. —Bento abrió la Biblia por una página marcada con un hilo y señaló un pasaje del Génesis—. Aquí se llama al monte de Moriá «el monte de Dios». Y los historiadores nos informan de que adquirió ese nombre después de la construcción del Templo, muchos siglos después de la muerte de Moisés. Mira este pasaje, Jacob. Moisés dice claramente que Dios elegirá en algún momento del futuro un lugar al que se le dará ese nombre. Así que, primero dice una cosa, y más tarde la contraria. ¿Ves la contradicción interna, Franco?
Tanto Franco como Jacob asintieron.
—¿Puedo presentar otro ejemplo? —preguntó Bento, preocupado aún por los arrebatos de furia de Jacob en su encuentro anterior.
Los enfrentamientos le resultaban siempre incómodos, pero al mismo tiempo estaba emocionado por poder compartir finalmente sus pensamientos con un público. Se serenó. Sabía lo que tenía que hacer: una exposición comedida y una selección de pruebas innegables.
—Los hebreos en la época de Moisés sabían indiscutiblemente qué territorios pertenecían a la tribu de Judá pero no los conocían en absoluto bajo el nombre de Argov o la Tierra de los Gigantes, como se citan en la Biblia. Es decir, la Torá utiliza nombres que no empezaron a existir hasta varios siglos después de Moisés.
Viendo que ambos asentían, Bento continuó:
—Sucede lo mismo en el Génesis. Consideremos este pasaje. —Bento pasó a otra página marcada con un hilo rojo y leyó el pasaje en hebreo para Jacob—: «y estaban entonces en el país los cananeos». Pero ese pasaje no pudo haberlo escrito Moisés porque los cananeos fueron expulsados después de la muerte de Moisés. Tuvo que haberlo escrito alguien que mirase hacia atrás, hacia aquella época, alguien que supiese que los cananeos habían sido expulsados.
Tras asentimientos de su público, Bento continuó:
—Aquí hay otro problema evidente. Se supone que Moisés es el autor y sin embargo el texto no sólo habla de él en tercera persona sino que da testimonio, además, de muchos datos relacionados con él. Por ejemplo: «Moisés habló con Dios»; «Moisés era el más humilde de los hombres»; y ese pasaje que cité ayer: «El Señor habló con Moisés cara a cara».
»Esto es lo que quiero decir con lo de incoherencias internas. La Torá está tan plagada de ellas que resulta más claro que el sol de mediodía que los libros de Moisés no pudo escribirlos Moisés, y es irracional seguir proclamando que el autor fue el propio Moisés. ¿Comprendéis mi argumento?
Franco y Jacob asintieron de nuevo.
—Lo mismo puede decirse del libro de los Jueces. Nadie puede creer que cada juez escribió el libro que lleva su nombre. El que los diversos libros estén relacionados entre sí indica que todos tienen el mismo autor.
—Entonces, si es así ¿quién lo escribió y cuándo? —preguntó Jacob.
—Ayudan a establecer la fecha afirmaciones como ésta. —Pasó a una página de Reyes para que Jacob leyese—. «En aquellos tiempos no había ningún rey». ¿Te das cuenta de cómo está redactado, Jacob? Eso significa que este pasaje tuvo que escribirse después de que se introdujera la monarquía. Yo me inclino a creer que un escritor-compilador importante del libro de los Reyes fue Ibn Esdras.
—¿Quién es? —preguntó Jacob.
—Un escriba sacerdotal que vivió en el siglo V a. C. Fue el que condujo a cinco mil hebreos desterrados en Babilonia de vuelta a su ciudad ancestral de Jerusalén.
—Y ¿cuándo se compiló toda la Biblia? —preguntó Franco.
—Yo creo que podemos decir con seguridad que antes de la época de los macabeos, es decir, hacia el 200 a. C., no había ninguna colección oficial de libros sagrados que se llamase la Biblia. Parece haber sido compilada a partir de una multitud de documentos por los fariseos en la época de la restauración del Templo. Así que, por favor, recordad que lo que es santo y lo que no lo es, son sólo las opiniones recogidas de algunos escribas y rabinos muy humanos, algunos de los cuales eran hombres muy respetables y santos, mientras que otros, tal vez, estuviesen luchando por su propio estatus personal, por ascender en su propia congregación, tal vez sintiesen las punzadas del hambre, pensasen en la cena y estuviesen preocupados por sus esposas y sus hijos. La Biblia la compusieron manos humanas. No hay ninguna otra explicación posible para las muchas incoherencias. Ninguna persona racional podría concebir que un autor divino omnisciente escribiese deliberadamente con el propósito de contradecirse él mismo.
Jacob, que parecía confundido, intentó defenderse:
—No necesariamente. ¿Acaso no hay cabalistas instruidos que dicen que la Torá contiene errores deliberados que encierran muchos secretos ocultos y que Dios ha preservado cada una de sus palabras de la corrupción, cada letra de la Biblia?
Bento asintió.
—Yo he estudiado a los cabalistas y creo que quieren dar por sentado que sólo ellos poseen los secretos de Dios. Yo no encuentro nada en sus escritos que dé la impresión de ser un secreto divino. Lo único que encuentro en ellos son elucubraciones infantiles. Yo quiero que examinemos las palabras de la propia Torá, no las interpretaciones de gente frívola.
Luego, tras un breve silencio preguntó:
—¿Os he dejado claro ya lo que pienso sobre la autoría de las Escrituras?
—Lo has hecho, sí —dijo Jacob—. Tal vez deberíamos pasar a otros temas. Por ejemplo, responde, por favor, a las cuestiones que plantea Franco sobre los milagros. Él preguntaba por qué la Biblia está repleta de ellos y sin embargo no se ve ninguno desde entonces. Explícanos cuáles son tus ideas sobre los milagros.
—Los milagros sólo existen por la ignorancia del hombre. En los tiempos antiguos cualquier suceso que no se pudiese explicar por causas naturales se consideraba un milagro, y cuanto mayor es la ignorancia de la gente sobre el funcionamiento de la naturaleza, mayor el número de milagros.
—Pero hay milagros que fueron presenciados por multitudes: cuando se abrió el mar Rojo para Moisés, cuando se paró el Sol para Josué…
—Lo de que lo vieron multitudes no es más que una forma de hablar, un modo de intentar proclamar la veracidad de acontecimientos increíbles. En el caso de los milagros yo soy de la opinión de que, cuanto mayor es la multitud que afirmó haberlo visto, menos digno de crédito es el acontecimiento.
—Entonces, ¿cómo puedes explicar esos acontecimientos insólitos que suceden precisamente en el momento justo, cuando el pueblo judío estaba en peligro?
—Empezaré recordando los millones de momentos justos y adecuados en que no ocurren milagros, en que individuos sumamente piadosos y justos se hallan en grave peligro, piden ayuda a gritos y sólo les contesta el silencio. Franco, tú hablaste de eso la primera vez que nos vimos, cuando preguntaste donde estaban los milagros cuando quemaron a tu padre en la hoguera. ¿No?
—Sí —confirmó Franco suavemente, mirando a Jacob—. Dije eso y lo digo de nuevo: ¿dónde estaban los milagros cuando los judíos portugueses corrían peligro? ¿Por qué estaba callado Dios?
—Se deberían poder plantear esas preguntas —comentó Bento—. Permitidme que exponga unas cuantas ideas más sobre los milagros. Hemos de tener en cuenta que hay siempre circunstancias naturales que los acompañan y que se omiten al informar sobre ellos. Por ejemplo, el Éxodo cuenta: «Moisés extendió su mano y el mar recuperó su fuerza…» pero luego en el canto de Moisés en el Éxodo, leemos: «Tú golpeaste con el viento y el mar los cubrió». Es decir, algunas descripciones omiten las causas naturales, los vientos. Vemos así que las Escrituras los narran de la manera más adecuada para promover la devoción entre los hombres, sobre todo entre los ignorantes.
—¿Y el Sol se paró para otorgar su gran victoria a Josué? ¿También eso fue ficción? —preguntó Jacob, esforzándose por mantener la calma.
—Ese milagro es el que menos se sostiene. Primero, recuerda que los antiguos creían que el que se movía era el Sol y que la Tierra permanecía inmóvil. Ahora sabemos que es la Tierra la que gira alrededor de él. Ese mismo error es prueba de que la Biblia la escribieron manos humanas. Más aún, la forma concreta que se dio al milagro se debió a motivaciones políticas. ¿No adoraban al dios Sol los enemigos de Josué? Por tanto, el milagro es un mensaje que proclama que el dios de los hebreos fue más poderoso que el dios de los gentiles.
—Lo has explicado maravillosamente —dijo Franco.
—No creas nada de lo que le oyes decir, Franco —dijo Jacob—. Entonces, Bento —añadió—, ¿ésa es toda la explicación que tú das al milagro de Josué?
—Eso es sólo una parte. El resto de la explicación se halla en los modismos de la época. Muchos supuestos milagros son sólo formas de expresión. Es el modo que tenían de hablar y de describir en aquella época. Lo que el autor del libro de Josué quiso decir, probablemente, con lo de que el Sol se paró, fue sólo que el día de la batalla pareció muy largo. Cuando la Biblia afirma que Dios endureció el corazón del faraón, sólo significa que el faraón se obstinó en su propósito. Cuando dice que Dios hirió la piedra para los hebreos y brotó agua, quiere decir sólo que los hebreos encontraron fuentes y saciaron su sed. En las Escrituras casi todo lo que es excepcional se atribuye a un acto de Dios. Incluso a los árboles de tamaño excepcional se les llama «árboles de Dios».
—Y —preguntó Jacob— ¿qué me dices del milagro de que los judíos sobreviviesen y las otras naciones no?
—No veo en eso nada milagroso, nada que no se puede explicar por causas naturales. Los judíos han sobrevivido desde la Diáspora porque se han negado siempre a mezclarse con otras culturas. Se han mantenido separados en virtud de sus complejos ritos, sus normas alimentarias y la señal de la circuncisión, que observan escrupulosamente. Así sobreviven, pero pagan un precio: su obstinada voluntad de mantenerse separados de los demás ha provocado un odio universal hacia ellos.
Bento hizo una pausa y, ante la visible turbación y el desconcierto tanto de Franco como de Jacob, dijo:
—¿Os he provocado acaso un empacho al serviros muchas cosas demasiado difíciles para que las traguéis todas hoy?
—No te preocupes por mí, Bento Spinoza —dijo Jacob—. Como debes saber, sin duda, escuchar no es lo mismo que tragar.
—Tal vez me equivoque, pero creo que asentiste tres veces por lo menos a mis palabras. ¿No es cierto?
—La mayoría de lo que he oído es arrogancia. Crees que sabes más que innumerables generaciones de rabinos, más que Rashi, Gersonides, más que Maimónides.
—Pero tú asentías.
—Cuando mostrabas pruebas, cuando mostrabas dos afirmaciones del Génesis que se contradecían entre sí. Eso no puedo negarlo. Pero, aun así, estoy seguro de que hay explicaciones que tú no conoces para eso. Estoy seguro que el que estás equivocado eres tú, no la Torá.
—¿No hay ninguna contradicción en tus palabras? Por una parte respetas las pruebas y al mismo tiempo sigues estando seguro de algo de lo que no hay ninguna prueba. —Bento se giró hacia Franco—. ¿Y tú? Tú te has mantenido extrañamente silencioso. ¿Te has empachado?
—No, no tengo ningún empacho, Baruch… ¿te importa que te llame por tu nombre hebreo en vez de por tu hombre portugués? Lo prefiero. No sé por qué. Quizá sea porque eres diferente a todos los portugueses que he conocido. Nada de empacho… todo lo contrario. ¿Cómo lo diría? Me has proporcionado una sensación reconfortante, creo. Que conforta el estómago. Que conforta también el alma.
—Recuerdo lo asustado que estabas durante nuestra primera charla. Te arriesgaste mucho compartiendo tu opinión sobre los rituales en la sinagoga y en la iglesia. Te referiste a ellas como una locura. ¿Te acuerdas?
—¿Cómo podría olvidarlo? Pero saber que no estoy solo, saber que hay otros, tú especialmente, que comparten eso… es un don que preserva mi cordura.
»Franco, tu respuesta me da fuerzas para continuar y enseñarte más sobre los ritos. He llegado a la conclusión de que los ritos de nuestra comunidad no tienen nada que ver con la ley divina, nada que ver con la bienaventuranza ni la virtud ni el amor, con lo único que tienen que ver es con la tranquilidad cívica y la perpetuación de la autoridad rabínica…
—Vas demasiado lejos una vez más —le interrumpió Jacob, levantando la voz—. ¿Es que tu arrogancia no tiene límites? Hasta un escolar sabe que las Escrituras enseñan que la observancia de los ritos es ley de Dios.
—Discrepamos. De nuevo no te pido que me creas, Jacob. Apelo a tu corazón y sólo te pido que mires las palabras de la sagrada Biblia con tus propios ojos. Hay muchos lugares de la Torá que nos dicen que sigamos el impulso del corazón y no tomemos demasiado en serio los ritos. Vayamos a Isaías, que es el que enseña con más claridad que la ley divina significa una forma auténtica de vida, no una vida de ceremoniales. Isaías nos dice claramente que prescindamos de sacrificios y festividades, y resume toda la ley divina en estas sencillas palabras. —Bento abrió la Biblia por una señal en Isaías y leyó—: «Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Buscad lo justo, restituid al agraviado».
—¿Así que estás diciendo que la ley rabínica no es la ley de la Torá? —preguntó Franco.
—Lo que yo estoy diciendo es que la Torá contiene dos clases de ley: hay una ley moral y hay unas leyes destinadas a mantener unido Israel como una teocracia separada de sus vecinos. Desgraciadamente los fariseos, en su ignorancia, no comprendieron la diferencia y pensaron que la observancia de las leyes del Estado era la suma total de la moralidad, por cuanto tales leyes estaban destinadas simplemente a asegurar el bienestar de la comunidad. No pretendían instruir a los judíos sino mantenerlos controlados. Hay una diferencia fundamental en el objetivo de cada uno de los dos tipos de leyes: la observancia de la ley ceremonial sólo conduce a la tranquilidad cívica, mientras que la observancia de la ley divina o moral conduce a la beatitud.
—Veamos si entiendo lo que quieres decir —respondió Jacob—. ¿Aconsejas a Franco que no respete la ley ceremonial? ¿Que no asista a la sinagoga, que no rece, que no observe las normas judías de los alimentos?
—Me malinterpretas —dijo Bento, aprovechando su conocimiento recientemente adquirido de las ideas de Epicuro—. Yo no niego la importancia de la paz cívica, sino que la diferencio de la santidad auténtica. —Luego añadió dirigiéndose a Franco—: Si amas a tu comunidad, si deseas formar parte de ella, si deseas tener una familia, si deseas vivir entre los tuyos, entonces debes participar de buen grado en las actividades de la comunidad, incluidas las ceremonias religiosas.
Luego, volviéndose a Jacob, preguntó:
—¿Puedo ser más claro?
—Lo que tú dices es que sólo deberíamos seguir los ritos por las apariencias, y que en realidad eso no cuenta mucho porque lo único que importa es esa otra ley divina, que aún no has definido —dijo Jacob.
—Entiendo por ley divina el más alto bien, el conocimiento verdadero de Dios y el amor.
—Eso es una respuesta vaga. ¿Qué es «el conocimiento verdadero»?
—El conocimiento verdadero es el perfeccionamiento de nuestra inteligencia que nos permite conocer más plenamente a Dios. Las comunidades judías aplican penas por no seguir la ley ritual: crítica pública por la congregación y el rabino o, en casos extremos, destierro o hérem. ¿Hay alguna pena por no cumplir la ley divina? Sí, pero no es un castigo determinado; es la ausencia del bien. Yo amo las palabras de Salomón, que dice: «Cuando la sabiduría entre en tu corazón y la ciencia te endulce la vida, la prudencia velará por ti y la inteligencia te protegerá, y entenderás qué es lo recto, lo juicioso y lo equitativo, sí, cuál es el buen camino».
Jacob negó con un gesto.
—Esas frases altisonantes no ocultan el hecho de que estás desafiando la ley judía básica. El propio Maimónides nos enseña que los que siguen los mandamientos de la Torá son recompensados por Dios con la bienaventuranza y la felicidad en el otro mundo. He oído con mis propios oídos a Rabí Morteira proclamar enfáticamente que aquel que niegue la divinidad de la Torá será apartado de la vida inmortal con Dios.
—Y yo digo que sus frases «la otra vida» y «vida inmortal con Dios» son palabras humanas, no palabras divinas. Además, esas palabras no se encuentran en la Torá. Son frases de los rabinos que escriben comentarios sobre comentarios.
—Así pues —insistió Jacob—, entiendo que niegas la existencia del otro mundo.
—El otro mundo, la vida inmortal, la bienaventuranza después de la muerte… repito, todas esas frases son invenciones de los rabinos.
—¿Niegas entonces —insistió Jacob— que el justo alcanzará el gozo eterno y la comunión con Dios, y que el malvado será denigrado y condenado al castigo eterno?
—Va contra la razón pensar que nosotros, tal como somos hoy, sigamos existiendo después de la muerte. El cuerpo y la mente son dos aspectos de la misma persona. La mente no puede perdurar después de morir el cuerpo.
—Pero —Jacob elevó el tono de voz, visiblemente agitado— nosotros sabemos que el cuerpo resucitará. Todos nuestros rabinos nos enseñan eso. Maimónides lo afirmó claramente. Es uno de los trece artículos de la fe judía. Es la base de nuestra fe.
—Jacob, debo ser un mal guía. Creí que había explicado claramente la imposibilidad de esas cosas, pero ahora tú vagas una vez más por la tierra de los milagros. Te recuerdo de nuevo que esas opiniones son todas humanas; no tienen nada que ver con las leyes de Naturaleza y nada puede ocurrir que sea contrario a las leyes fijadas de la Naturaleza. La Naturaleza, que es infinita y eterna, y que abarca toda la sustancia del universo, actúa de acuerdo con leyes ordenadas que no se pueden eludir por medios sobrenaturales. Un cuerpo descompuesto, que ha vuelto al polvo, no se puede recomponer. El Génesis nos lo dice con toda claridad: «Comeréis vuestro pan hasta que volváis a la tierra, de la que salisteis, porque tierra sois y a la tierra volveréis».
—¿Significa eso que nunca me reuniré con mi padre martirizado? —preguntó Franco.
—Yo, como tú, anhelo ver a mi bendito padre de nuevo. Pero las leyes de la Naturaleza son las que son. Franco, comparto tu anhelo, y cuando era niño, también yo creía que se acabaría el mundo y nos reuniríamos algún día después de la muerte… que me reuniría con mi padre y mi madre, aunque era tan pequeño cuando ella murió que apenas puedo recordarla. Y por supuesto, creía que ellos se reunirían con sus padres y sus padres con los suyos, ad infinítum.
»Pero ahora —continuó Bento en un tono suave y profesoral— he abandonado esas esperanzas infantiles y las he sustituido por el conocimiento seguro de que llevo a mi padre dentro de mí (su rostro, su amor, su sabiduría) y de este modo estoy ya unido a él. Esa bendita reunión debe producirse en esta vida porque esta vida es lo único que tenemos todos. No hay ninguna bienaventuranza eterna en el otro mundo porque no hay ningún otro mundo. Nuestra tarea, y creo que la Torá nos enseña esto, es alcanzar la bienaventuranza en esta vida, ahora, viviendo una vida de amor y de aprender a conocer a Dios. La verdadera piedad consiste en justicia, caridad y amor al prójimo.
Jacob se levantó y empujó a un lado hoscamente su silla.
—¡Basta! Ya he oído suficientes herejías por hoy. Suficientes para toda la vida. Nos vamos. Vámonos, Franco.
Cuando Jacob cogió a Franco por el brazo, Bento dijo:
—No, aún no. Jacob, queda una cuestión importante que me sorprende que se te haya olvidado preguntar.
Jacob soltó el brazo de Franco y miró con recelo a Bento.
—¿Qué cuestión?
—Os he dicho que la Naturaleza es eterna, infinita y que abarca toda sustancia.
—¿Y? —Jacob había fruncido el ceño, curioso—. ¿Qué cuestión?
—¿No os he dicho que Dios es eterno, infinito y que abarca toda sustancia?
Jacob asintió, completamente desconcertado.
—Dices que has estado escuchando, dices que has oído suficiente, pero aún no me has planteado la cuestión más fundamental.
—¿Qué cuestión fundamental?
—Sí Dios y la Naturaleza tienen propiedades idénticas, ¿cuál es entonces la diferencia entre Dios y la Naturaleza?
—Está bien —dijo Jacob—. Te lo pregunto: ¿cuál es la diferencia entre Dios y la Naturaleza?
—Y yo te daré la respuesta que tú ya sabes: no hay ninguna diferencia. Dios es la Naturaleza. La Naturaleza es Dios.
Tanto Jacob como Franco miraron fijamente a Bento y, sin pronunciar una palabra más, Jacob hizo ponerse a Franco de pie y lo arrastró a la calle.
Cuando Bento ya no podía verles, Jacob rodeó con un brazo los hombros de Franco y le dio un apretón.
—Bien, bien, Franco, hemos conseguido exactamente lo que necesitábamos de él. ¿Y tú lo considerabas un sabio? ¡Menudo imbécil es!
Franco se libro de un tirón del abrazo de Jacob.
—Las cosas no son siempre lo que parecen ser. Puede que el imbécil seas tú por considerarle un imbécil a él.