15. Ámsterdam-julio de 1656
Dos días después, cuando Bento y Gabriel estaban abriendo la tienda, corrió hasta ellos un muchacho que llevaba una kipá en la cabeza. El muchacho, tras una pausa para tomar aliento, dijo:
—Bento, el rabino quiere hablar contigo. Ahora mismo. Está esperándote en la sinagoga.
Bento no se sorprendió: había estado esperando aquel llamamiento. Se tomó su tiempo para poner la escoba en su sitio y beber el último sorbo de café que quedaba en la taza. Luego dijo adiós a Gabriel con un cabeceo y siguió silenciosamente al muchacho hacia la sinagoga. Gabriel, con una expresión de grave preocupación en la cara, salió de la tienda y se quedó mirando cómo se alejaban los dos.
Rabí Saúl Leví Morteira, en su estudio del segundo piso de la sinagoga, vestido al estilo de un próspero burgués holandés, con pantalones y chaqueta de pelo de camello, y zapatos de cuero con hebillas de plata, golpeteaba con la pluma en el escritorio, irritado, aguardando a Baruch Spinoza. Alto e imponente, de sesenta años, nariz afilada como una cuchilla, ojos que daban miedo, labios duros y una perilla gris bien recortada, Saúl Morteira era muchas cosas, erudito reputado, autor prolífico, valeroso defensor de la santidad de la Torá. Pero no era un hombre paciente. Hacia ya casi treinta minutos que había mandado ir a buscar a aquel díscolo antiguo alumno suyo a su mensajero, un muchacho que se preparaba para el bar mitsvá.
Saúl Morteira llevaba treinta y siete años presidiendo mayestáticamente la comunidad judía de Ámsterdam. Había sido nombrado en 1619 para su primer puesto como rabino de Beth Jacob, una de las tres pequeñas sinagogas sefardíes de la ciudad. Cuando se fundió su congregación con Neve Shalom y Beth Israel en 1639, fue el elegido para ocupar el cargo de rabino de la nueva sinagoga de Talmud Torá. Poderoso bastión de la ley judía tradicional, había protegido durante décadas a su comunidad del escepticismo y el secularismo de la ola de emigrantes portugueses, muchos de los cuales habían sido obligados a convertirse al cristianismo, y pocos de ellos habían tenido una formación judía tradicional. Rabí Morteira estaba cansado: adoctrinar a los adultos a la manera antigua era un trabajo duro. Comprendía demasiado bien la lección que todos los maestros religiosos acababan comprendiendo: que es esencial captar a los alumnos cuando son muy jóvenes.
Educador incansable, elaboró un programa general, contrató a muchos maestros, impartió personalmente a diario clases de hebreo, de la Torá y del Talmud a los estudiantes mayores y mantuvo un duelo interminable con otros rabinos, en defensa de su interpretación de las normas de la Torá. Uno de sus combates más encarnizados había tenido lugar catorce años atrás con su ayudante y rival, Rabí Isaac Aboab de Fonseca, por la cuestión de si los pecadores judíos impenitentes, incluso los obligados bajo pena de muerte por la Inquisición a convertirse al cristianismo, vivirían eternamente en la otra vida. Rabí Aboab, que, como muchos miembros de la congregación, tenía parientes conversos que seguían en Portugal, sostenía que un judío siempre seguía siéndolo y que todos los judíos alcanzarían finalmente la bienaventuranza en la otra vida. La sangre judía seguía estando presente, insistía, y nada podía borrarla, aunque uno se convirtiese a otra religión. Paradójicamente, apoyaba su afirmación con una cita de la reina Isabel de España, la gran enemiga de los judíos, que había reconocido el carácter indeleble de la sangre judía cuando había instituido los Estatutos de limpieza de sangre, que impedían a los «cristianos nuevos» (es decir, los judíos conversos) desempeñar cargos civiles y militares importantes.
Esta posición tan rigurosa de Rabí Morteira se correspondía con su físico (inquebrantable, inflexible, combativo). Él insistía en que todos los judíos impenitentes que quebrantaban la ley judía tendrían prohibido para siempre el acceso al mundo de bienaventuranza del más allá y se enfrentarían en vez de eso a la condenación eterna. La ley era la ley, y no había excepciones posibles, ni siquiera para aquellos judíos que cediesen ante la amenaza de morir a manos de la Inquisición española y la portuguesa. Todos los judíos que no estuviesen circuncidados o que quebrantasen las leyes judías sobre los alimentos o no observasen el sabbat o cualesquiera de los miles de normas religiosas, estaban condenados por toda la eternidad.
Esta proclamación implacable de Morteira enfureció a los judíos de Ámsterdam que tenían parientes conversos viviendo aún en Portugal y en España, pero él no se conmovió por ello. Tan encarnizado y conflictivo fue el debate que siguió que los ancianos de la sinagoga pidieron al rabinato de Venecia que interviniese y aportase una interpretación definitiva de la ley. Los rabinos venecianos accedieron a regañadientes y escucharon los argumentos de los delegados de cada parte de la enredada controversia, expuestos a menudo con voces estridentes. Ponderaron durante dos horas su respuesta. La cena se retrasaba, los estómagos protestaban, así que finalmente tomaron la decisión unánime de no decidir: no querían participar en aquella espinosa controversia y dictaminaron que el problema lo debía resolver la propia congregación de Ámsterdam.
Pero la comunidad de Ámsterdam no conseguía llegar a ninguna resolución y, para impedir que se produjese un cisma irreparable, envió una segunda delegación de emergencia a Venecia, solicitando más encarecidamente aún su intervención. Por fin el rabinato veneciano adoptó una decisión y fue la de apoyar la posición de Saúl Morteira (que había estudiado en la yeshivá de Venecia). La delegación que llevaba la decisión rabínica regresó rápidamente a Ámsterdam y cuatro semanas después muchos miembros de la congregación acudían con tristeza a despedir al abatido Rabí Aboab y a su familia, cuyas pertenencias se cargaban en un barco que zarpaba para Brasil, donde asumiría deberes rabínicos en la lejana ciudad costera de Recife. A partir de entonces ningún rabino de Ámsterdam volvería nunca a desafiar a Rabí Morteira.
Aquel día Saúl Morteira se enfrentaba a una crisis personalmente mucho más dolorosa. Los parnassim de la sinagoga se habían reunido la noche anterior, habían tomado una decisión sobre el problema de Spinoza, y habían dado instrucciones al rabino de que informase a Baruch de su excomunión… que habría de tener lugar en la sinagoga de Talmud Torá en el plazo de dos días. Miguel Spinoza, el padre de Baruch, había sido durante cuarenta años uno de los amigos más íntimos de Saúl Morteira y partidario suyo. Su nombre había figurado en la escritura de compra de Beth Jacob, y había contribuido generosamente al fondo de la sinagoga (que pagaba el salario del rabino) durante décadas, así como a otras caridades de la sinagoga. Durante ese periodo Miguel raras veces se perdía una reunión de la Corona de la Ley, el grupo de estudios para adultos de Rabí Morteira que se reunía en la casa de éste, y, más veces de las que él podía contar, Miguel, en ocasiones acompañado por su prodigio de hijo, Baruch, había cenado en su mesa, junto con hasta cuarenta comensales más. Amén de eso, Miguel, y también su hermano mayor, Abraham, habían sido a menudo parnassim, es decir miembros del consejo rector, la máxima autoridad del gobierno de la sinagoga.
Pero ahora el rabino cavilaba, absorto. Aquel día, de un momento a otro… ¿por qué no llegaba Baruch de una vez?… Tendría que comunicarle al hijo de su querido amigo la calamidad que le aguardaba. Saúl Morteira había rezado las oraciones en la circuncisión de Baruch, había supervisado su impecable bar mitsvá y había presenciado su evolución a lo largo de los años. ¡Qué prodigiosas dotes poseía aquel muchacho, no había otro comparable! Absorbía la información como una esponja. Cada curso al que asistía parecía tan elemental para él que los maestros le asignaban textos más avanzados mientras el resto de la clase se debatía con el programa establecido. A veces Rabí Morteira pensaba preocupado que la envidia de los otros estudiantes le crearía enemistades a Baruch. Nunca sucedió eso. Sus dotes eran tan notorias, tan inalcanzables, que los otros alumnos le estimaban mucho y le profesaban amistad, consultándole a menudo, en vez de consultar a los maestros, para aclarar algún problema complicado de traducción o de interpretación. Rabí Morteira recordaba que también a él le dejaba asombrado Baruch y que pidió muchas veces a Miguel que le llevase a cenar con la finalidad de deleitar a algún invitado distinguido. Pero, se lamentó Saúl Morteira, la época dorada de Baruch, de los cuatro a los catorce años, había quedado atrás hacia ya mucho y el niño había cambiado, había seguido un camino erróneo. Ahora toda la comunidad se enfrentaba al peligro de que el prodigio se convirtiese en un monstruo que la devorase.
Sonaron pisadas en las escaleras. Llegaba ya Baruch. Rabí Morteira permaneció sentado, y cuando apareció Baruch en la puerta, no se giró para recibirlo sino que en vez de eso señaló un asiento bajo e incómodo que había junto a su mesa y dijo con aspereza:
—Siéntate ahí. Tengo noticias catastróficas que darte, noticias que modificarán tu vida para siempre.
Hablaba un portugués un poco vacilante pero aceptable. Rabí Morteira, aunque asquenazí de origen, no sefardí, y aunque nacido y educado en Italia, se había casado con una marrana y había aprendido a hablar portugués lo suficientemente bien para pronunciar centenares de sermones de sabbath ante una congregación que era primordialmente de origen portugués.
Baruch contestó en un tono mesurado:
—Me imagino que lo que ha sucedido es que los parnassim han decidido excomulgarme y ordenarle que oficie el hérem en una ceremonia pública en la sinagoga casi inmediatamente…
—Tan insolente como siempre, ya veo. Debería estar ya acostumbrado a ello, pero sigue asombrándome la transformación de un niño sabio en un adulto estúpido. Aciertas en tus suposiciones Baruch… ésa es exactamente la misión que me han encomendado. Mañana quedarás sometido a un hérem y serás expulsado para siempre de esta comunidad. Pero rechazo el torpe uso de la expresión «lo que ha sucedido». No te dejes llevar por el sentimiento de que el hérem es sólo algo que te ha sucedido. Porque eres tú, con tus propias acciones, el que has provocado que el hérem recaiga sobre ti.
Baruch abrió la boca para contestar, pero el rabino continuó rápidamente:
—Pero es posible que aún no esté todo perdido. Soy un hombre leal y mi larga amistad con tu bendito padre me manda que haga todo lo que esté en mi mano para ofrecerte protección y guía. Lo que quiero ahora es que tú, en este momento, simplemente permanezcas sentado y escuches. Te he instruido desde que tenías cinco años, y no eres demasiado viejo para una instrucción adicional. Quiero darte una lección histórica especial.
»Volvamos —prosiguió Saúl Morteira adoptando su tono más rabínico— a la antigua España, la tierra de tus antepasados. Tú sabes que los judíos llegaron a España hace unos mil años, y vivieron en paz con los moros y los cristianos durante siglos, pese al hecho de que se les recibía con hostilidad en todos los demás sitios.
Baruch asintió cansinamente, poniendo los ojos en blanco.
Rabí Morteira percibió el gesto pero no hizo caso.
—En los siglos XIII y XIV, fuimos expulsados de un país tras otro, primero de Inglaterra, la cuna de ese maldito libelo que nos acusó de hacer matzo con la sangre de niños gentiles. Luego nos expulsó Francia, luego las ciudades de Alemania, Italia y Sicilia (toda Europa occidental, en realidad) salvo España, donde persistió la convivencia entre los judíos, los cristianos y los moros, que vivían juntos amistosamente. Pero la gradual reconquista cristiana de España significó el final de esa época dorada. ¿Y sabes cuál fue el final de esa convivencia en 1391?
—Sí, sé lo de las expulsiones y lo de las matanzas de 1391 en Castilla y Aragón. Sé todo eso. Y ya sabe que lo sé. ¿Por qué me lo cuenta ahora?
—Sé que crees que lo sabes. Pero una cosa es saber y otra saber de verdad, saber con el corazón, y tú no has alcanzado esa etapa. Lo único que pido ahora es que escuches. Nada más. Todo se aclarará a su debido tiempo.
»Lo que fue verdaderamente distinto en 1391 —siguió el rabino— fue que, después de la matanza, los judíos, por primerísima vez en la historia, empezaron a convertirse al cristianismo… y a convertirse a miles, a decenas de miles. Los judíos españoles cedieron. Eran débiles. Decidieron que nuestra Torá (la palabra directa de Dios) y nuestra tradición de tres mil años no merecían el precio del acoso constante.
»Esas conversiones masivas de judíos tuvieron una significación mundial estremecedora; era la primera vez en la historia que los judíos renunciábamos a nuestra fe. Compara eso con la reacción de los judíos en 1096. ¿Conoces esa fecha? ¿Sabes a lo que me refiero, Baruch?
—Se refiere sin duda a las matanzas de judíos que tuvieron lugar durante las cruzadas…, la de 1096 en Mainz…
—En Mainz y en muchas partes más de Renania. Sí, muertos, ¿y sabes quiénes dirigieron las matanzas? ¡Los frailes! Siempre que se mataba a los judíos, los hombres de la cruz encabezaban la jauría. Sí, aquellos excelentes judíos de Mainz, aquellos mártires magníficos, prefirieron morir a convertirse… muchos ofrecieron sus cuellos a los asesinos y muchos otros mataron a sus propias familias antes de dejar que las espadas de los gentiles las profanaran. Prefirieron morir a convertirse.
Baruch le miraba con incredulidad.
—¿Y aplaude eso? Considera que es digno de alabanza poner fin a tu propia existencia y además, matar a tus hijos para que…
—Baruch, aún tienes mucho que aprender si piensas que no hay ninguna causa digna de que renuncies por ella a tu propia vida insignificante, pero hay muy poco tiempo para instruirte ahora sobre esas cuestiones. No estás aquí hoy para hacer exhibición de tu insolencia. Ya habrá tiempo suficiente, más tarde, para eso. Lo percibas o no, estás ante la gran encrucijada de tu vida, y yo estoy intentando ayudarte a elegir tu camino. Quiero que escuches atentamente y en silencio mi crónica de cómo toda nuestra civilización judía está ahora en peligro.
Bento mantenía la cabeza alta, respiraba sosegadamente, y se daba cuenta de lo poco que la fiera voz del rabino, que en otros tiempos le aterraba, le impresionaba ahora.
Rabí Morteira hizo una profunda inspiración y continuó.
—En el siglo XV siguió habiendo decenas de miles de conversiones en España, incluyo entre ellas las de miembros de tu propia familia. Pero el apetito de sangre de la Iglesia católica aún no se dio por satisfecho. Proclamaban que los conversos no eran lo suficientemente cristianos, que algunos conservaban aún sentimientos judíos y decidieron enviar a los inquisidores a rebuscar todo lo que quedase de judío. Preguntaban: «¿Qué hiciste el viernes, el sábado?». «¿Enciendes velas?», «¿Qué día cambias las sábanas?», «¿Cómo haces la sopa?». Y si los inquisidores hallaban algún rastro de costumbres judías o de cocina judía, aquellos bondadosos sacerdotes los quemaban vivos en la hoguera. Ni siquiera entonces quedaron convencidos de la limpieza de los conversos. Todo rastro de lo judío tenía que eliminarse. No querían que los ojos de los conversos se posaran en un judío practicante auténtico por miedo a que las viejas costumbres despertasen, y por eso, en 1492, expulsaron a todos los judíos, a todos ellos, de España. Muchos, incluidos tus propios antepasados, se fueron a Portugal pero sólo disfrutaron allí de un breve respiro. Cinco años después el rey de Portugal exigió que todos los judíos eligiesen entre la conversión o la expulsión. Y, una vez más, decenas de miles eligieron la conversión y quedaron perdidos para nuestra fe. Ése fue el punto más bajo del judaísmo en la historia, tan bajo que muchos, y yo entre ellos, creen que es inminente la llegada del Mesías. ¿Recuerdas que te presté la gran trilogía mesiánica en tres volúmenes de Isaac Abrabanel que postula eso mismo?
—Recuerdo que Abrabanel no da ninguna explicación racional de por qué los judíos tienen que estar en su punto más bajo para que tenga lugar ese acontecimiento mítico. Ni tampoco da explicación alguna de por qué un Dios omnipotente es incapaz de proteger a su pueblo elegido y permite que llegue a ese punto, ni por qué…
—Cállate. Hoy limítate a escuchar, Baruch —le gritó el rabino—. Por una vez, tal vez por última vez, haz exactamente lo que yo te digo. Cuando yo haga una pregunta, limítate a responder sí o no. Sólo tengo unas cuantas cosas más que decirte. Estaba hablando del punto más bajo en la historia judía. ¿Donde podían los judíos de finales del siglo XV y del siglo XVI buscar cobijo? ¿Dónde, en el mundo entero, había un refugio seguro? Algunos se dirigieron hacia el este, al Imperio otomano o a Livorno, en Italia, que los toleró a causa de su valiosa red comercial internacional. Y luego, después de 1579, cuando las provincias del norte de los Países Bajos proclamaron su independencia de la España católica, algunos judíos se encaminaron aquí, a Ámsterdam.
»¿Cómo nos recibieron los holandeses? Como ningún otro pueblo del mundo. Fueron absolutamente tolerantes en cuanto a la religión. Nadie nos pidió cuentas de nuestras creencias religiosas. Ellos eran calvinistas, pero otorgaban a todos el derecho a rendir culto a su propia manera… salvo a los católicos. Con ellos no había mucha tolerancia. Pero eso no es asunto nuestro. Aquí no sólo no nos acosaron sino que nos dieron la bienvenida, porque los holandeses querían convertirse en un centro comercial importante y sabían que los comerciantes marranos podían ayudar a organizar ese comercio. Pronto llegaron más y más inmigrantes de Portugal, disfrutando de una tolerancia nunca vista desde hacía siglos en otras partes. Y también vinieron otros judíos. Llegaron también oleadas de judíos asquenazíes pobres de Alemania y de la Europa Oriental, huyendo de la violencia desatada contra ellos. Por supuesto, estos judíos asquenazíes carecían de la cultura de los judíos sefardíes. No tenían ninguna educación ni oficios, y la mayoría se convirtieron en vendedores ambulantes, comerciantes de ropa vieja y tenderos, pero aun así nosotros les dimos la bienvenida y les ofrecimos caridad. ¿Sabías que tu padre hacía donaciones regulares y generosas al fondo de caridad asquenazí de nuestra sinagoga?
Baruch asintió, sin decir palabra.
—Y luego —continuó Rabí Morteira—, al cabo de unos cuantos años, las autoridades de Ámsterdam, tras consultar con el gran jurista Grocio, reconocieron oficialmente nuestro derecho a vivir en Ámsterdam. Al principio nos mostramos dóciles y seguimos nuestros viejos hábitos de procurar pasar inadvertidos. Evitamos señalar con signos exteriores nuestras sinagogas, manteniendo nuestros servicios de culto en edificios que parecían viviendas privadas. Sólo tras pasar muchos años libres de acoso llegamos a convencernos de verdad que podíamos practicar nuestra fe abiertamente, seguros de que el Estado protegería nuestra vida y nuestras propiedades. Nosotros, los judíos de Ámsterdam, hemos tenido la extraordinaria buena suerte de vivir en el único lugar de todo el mundo en que los judíos podían ser libres. ¿Te das cuenta plena de eso… el único lugar de todo el mundo?
Baruch se agitó incómodo en su asiento de madera y asintió protocolariamente.
—Paciencia, paciencia, Baruch. Escucha sólo un poco más… estoy acercándome ya mucho a las cuestiones que son de importancia urgente para ti. Nuestra notable libertad va acompañada de ciertas obligaciones que el Consejo Municipal de Ámsterdam ha formulado explícitamente. ¿Sabrás cuáles son esas obligaciones?
—Que no difamemos a la fe cristiana y que no intentemos convertir a cristianos o contraer matrimonio con ellos —contestó Baruch.
—Hay más. Tu memoria es prodigiosa, pero no recuerdas las otras obligaciones. ¿Por qué? Tal vez porque te resultan molestas. Déjame recordártelas. Grocio decretó también que todos los judíos mayores de catorce años de edad debían declarar su fe en Dios, Moisés, los profetas, la otra vida, y que nuestras autoridades religiosas y civiles debían garantizar, a riesgo de perder nuestra libertad, que ningún miembro de nuestra congregación dijese o hiciese algo que desafiase o socavase cualquier aspecto del dogma religioso cristiano.
Rabí Morteira hizo una pausa, agitó el dedo índice y pasó luego a hablar lenta y enfáticamente.
—Déjame que subraye este último punto para ti, Baruch… es crucial que lo entiendas bien. El ateísmo o el desprecio a la autoridad y la ley religiosa (tanto judía como cristiana) está expresamente prohibido. Si las autoridades civiles holandesas ven que no somos capaces de gobernarnos, perderemos nuestra valiosa libertad y volveremos a estar sometidos al control de las autoridades cristianas.
Rabí Morteira hizo una nueva pausa.
—He acabado mi lección de historia. Mi mayor esperanza es que entiendas que aún somos un pueblo aparte, que aunque tengamos cierta libertad limitada hoy, nunca podemos ser completamente autónomos. Ni siquiera nos es fácil hoy mantenernos como hombres libres por las muchas profesiones que nos están vedadas. Ten en cuenta eso, Baruch, cuando pienses en vivir sin esta comunidad. Puede ser que estés eligiendo morirte de hambre.
Baruch empezó a contestar, pero el rabino lo silenció blandiendo el índice de su mano derecha.
—Hay otra cosa que quiero subrayar. Hoy, el fundamento mismo de nuestra cultura religiosa sufre un ataque. Las oleadas de inmigrantes que siguen llegando de Portugal son judíos sin ninguna educación en la ley mosaica. Se les prohibió aprender hebreo; se les obligó a aprender el dogma católico y a practicar como católicos. Están entre dos mundos, con una fe vacilante tanto en el dogma católico como en las creencias judías. Mi misión es recuperarlos, traerlos de nuevo a casa, hacerles volver a sus raíces judías. Nuestra comunidad prospera y evoluciona: está dando ya sabios, poetas, dramaturgos, cabalistas, médicos e impresores. Estamos al borde de un gran renacimiento, y hay un lugar para ti, aquí. Tu cultura, tu mente ágil y tus dotes como maestro serían de una gran ayuda. Si enseñases a mi lado, si asumieses mi tarea cuando yo ya no esté aquí, se harían realidad los sueños de tu padre… y también los míos.
Baruch miró al rabino a los ojos, asombrado.
—¿Quiere decir «trabajar con usted»? Sus palabras me desconciertan. Recuerde que soy un tendero, y que estoy bajo hérem.
—El hérem está pendiente. No será realidad hasta que yo lo haya proclamado públicamente en la sinagoga. Sí, los parnassim ostentan la máxima autoridad, pero yo tengo gran influencia sobre ellos. Dos marranos recién llegados, Franco Benítez y Jacob Mendoza, prestaron testimonio, un testimonio sumamente grave, ayer ante los parnassim. Informaron de que tú crees que Dios no es más que la Naturaleza y que no hay otra vida. Sí, eso fue grave, pero entre tú y yo, desconfío de su testimonio y sé que ellos tergiversaron tus palabras. Son sobrinos de Duarte Rodríguez, que sigue ofendido contigo por recurrir al tribunal holandés para eludir tu deuda con él, y estoy convencido de que él les ha ordenado mentir. Y, confía en mí, yo no soy el único que cree eso.
—Ellos no mienten, Rabí.
—Baruch, reflexiona. Te conozco desde el día que naciste, y sé que, de cuando en cuando, tú, como cualquier otro, puedes albergar pensamientos necios. Te lo ruego: estudia conmigo. Déjame purificar tu pensamiento. Ahora escúchame. Te haré una oferta que no te haría nadie más en este mundo. Estoy seguro de que puedo garantizarte una pensión vitalicia que te librará para siempre de trabajar en la tienda y te permitirá llevar una vida de estudio. ¿Has oído eso? Te ofrezco el regalo de una vida de investigación, una vida de leer y pensar. Hasta puedes tener pensamientos prohibidos mientras busques las pruebas confirmatorias o condenatorias en los eruditos rabínicos. Piensa en esa oferta: una vida de total libertad. Acompañada de una sola estipulación: silencio. Debes comprometerte a no revelar los pensamientos que sean ofensivos para nuestro pueblo.
Baruch pareció quedarse inmovilizado pensando. Tras un largo silencio, el rabino dijo:
—¿Qué dices, Baruch? Ahora, cuando te llega el momento de hablar, te quedas callado.
—Mi padre me habló, más veces de las que soy capaz de recordar —contestó Baruch con voz tranquila— de su amistad con usted y de lo mucho que le consideraba. Me habló también de la elevada opinión que usted tenía sobre mi inteligencia… «una inteligencia ilimitada» fueron las palabras que le atribuyó. ¿Fueron realmente ésas sus palabras? ¿Lo citó correctamente?
—Ésas fueron mis palabras.
—Yo creo que el mundo, y todo en él, opera de acuerdo con la ley natural y que yo puedo utilizar mi inteligencia, siempre que la utilice de un modo racional, para descubrir la naturaleza de Dios y de la realidad, y el camino hacia una vida santa. Le he dicho esto antes, ¿no?
Rabí Morteira apoyó la cabeza en las manos y asintió.
—Y sin embargo hoy me sugiere que dedique mi vida a confirmar o negar mis ideas consultando la erudición rabínica. Ése no es mi camino y nunca lo será. La autoridad rabínica no está basada en la pureza de la verdad. Sólo se apoya en las opiniones expresadas por generaciones de eruditos supersticiosos, que creían que la Tierra era plana, que el Sol giraba alrededor de ella y que un hombre llamado Adán apareció de pronto y fue el padre de la raza humana.
—¿Niegas la divinidad del Génesis?
—¿Niega usted las pruebas que demuestran que hubo civilizaciones que precedieron con mucho a los israelitas? En China, Egipto…
—Qué blasfemia. ¿Te das cuenta de cómo pones en peligro tu acceso al otro mundo?
—No hay ninguna prueba racional de que exista otro mundo.
Rabí Morteira parecía sobrecogido.
—Eso es exactamente lo que declararon los sobrinos de Duarte Rodríguez que dijiste. Yo había creído que estaban mintiendo por orden de su tío.
—Creo que no me oyó usted, o que no me quiso oír antes, cuando dije: «Ellos no mintieron, Rabí».
—¿Y las otras acusaciones que hicieron? ¿Que negabas el origen divino de la Torá, que Moisés no escribió la Torá, que Dios existe sólo filosóficamente y que la ley ceremonial no es sagrada?
—Los sobrinos de Duarte Rodríguez no mintieron, Rabí.
Rabí Morteira miró furioso a Baruch, su angustia ya convertida en cólera.
—Cualquiera de esas acusaciones es causa de hérem; juntas merecen el hérem más duro que se haya decretado jamás.
—Usted fue mi profesor de hebreo, y me enseñó bien. Permítame que corresponda redactándole el hérem. En una ocasión me mostró usted los ejemplos más brutales de hérem emitidos por la comunidad veneciana, y los recuerdo palabra por palabra.
—Te dije antes que ya tendrías tiempo suficiente para la insolencia. Veo que ya te entregas a ella. —Rabí Morteira hizo una pausa para recobrar la compostura—. Quieres matarme. Quieres destruir por completo mi obra. Sabes que la obra de mi vida ha sido destacar la importancia decisiva de la otra vida en la cultura y el pensamiento judíos. Conoces mi libro La supervivencia del alma, que yo mismo puse en tus manos en tu bar mitsvá. ¿Conoces mi gran debate con Rabí Aboab sobre ese tema y mi victoria?
—Sí, por supuesto.
—Y desdeñas eso alegremente. ¿Tienes idea de lo que eso implica? Si yo hubiese perdido ese debate, si se hubiese decretado que todos los judíos tienen la misma condición en el otro mundo y que la virtud no sería recompensada y la transgresión no sería castigada, ¿te haces cargo de las repercusiones que eso tendría en la comunidad? Si tuvieses asegurado un puesto en el otro mundo, ¿qué incentivo habría para convertirse de nuevo al judaísmo? Si no hubiese ningún castigo por obrar mal, ¿te imaginas cómo nos mirarían los calvinistas holandeses? ¿Cuánto duraría nuestra libertad? ¿Crees que yo estaba jugando un juego de niños? Piensa en las consecuencias.
—Sí, aquel gran debate… sus palabras acaban de demostrar que no fue un debate sobre la verdad espiritual. Ésa es la razón sin duda por la que el rabinato veneciano se sentía confuso. Se defendían dos versiones diferentes de la otra vida por razones que no tenían nada que ver con la realidad de la otra vida. Usted intentaba controlar al pueblo a través del poder del miedo y la esperanza, los garrotes tradicionales de los dirigentes religiosos a lo largo de la historia. Las autoridades rabínicas de todas partes, proclamáis tener las llaves de la otra vida, y utilizáis esas llaves para el control político. Rabí Aboab, por su parte, asumió la tarea de aliviar la angustia de su congregación, que quería ofrecer ayuda a sus familias conversas. No se trataba de una discrepancia espiritual. Era un debate político disfrazado de debate religioso. Ninguno de los dos aportó prueba alguna de la existencia del otro mundo, ni basada en la razón ni basada siquiera en las palabras de la Torá. Le aseguro que eso es algo que no se puede encontrar en la Torá, y usted lo sabe muy bien.
—Es evidente que no has asimilado lo que he estado diciéndote sobre mi responsabilidad ante Dios y ante la supervivencia de nuestro pueblo —dijo Rabí Morteira.
—Mucho de lo que los dirigentes religiosos hacen tiene poco que ver con Dios —replicó Baruch—. El año pasado emitió usted un hérem contra un hombre que compró carne a un carnicero asquenazí en vez de a un carnicero sefardí. ¿Cree que eso era importante para Dios?
—Fue un hérem breve sumamente instructivo sobre la importancia de la cohesión de la comunidad.
—Y el mes pasado me enteré de que le dijo a una mujer que venía de una aldea en la que no había panadero judío que podía comprar pan a un panadero gentil siempre que echase una viruta de madera en su horno para participar así en su elaboración.
—Acudió a mí angustiada y abandonó mi presencia aliviada y convertida en una mujer feliz.
—Se fue como una mujer con el entendimiento aún más encogido que antes, como una mujer menos capaz aún de pensar por sí misma y de desarrollar sus facultades racionales. Eso es exactamente lo que pienso: las autoridades religiosas de todas las tendencias procuran impedir que se desarrollen nuestras facultades racionales.
—Si crees que nuestro pueblo puede sobrevivir sin control y autoridad, eres un necio.
—Yo creo que los dirigentes religiosos pierden su propia dirección espiritual al inmiscuirse en cuestiones políticas. Su autoridad o consejo debería limitarse a un asesoramiento sobre la piedad interior.
—¿Cuestiones políticas? ¿Es que no has entendido lo que sucedió en España y Portugal?
—Ésa es precisamente la cuestión: eran Estados religiosos. La religión y el Estado deben separarse. El mejor soberano imaginable sería un dirigente libremente elegido limitado en sus poderes por un consejo elegido independientemente y que actuase de acuerdo con la paz y la seguridad públicas y el bienestar social.
—Baruch, has conseguido ya convencerme de que vivirás una vida solitaria y que tu futuro incluirá no sólo la blasfemia si no además la traición. Vete.
Mientras escuchaba las pisadas de Baruch que resonaban escaleras abajo, Rabí Morteira murmuró, alzando la vista:
—Miguel, amigo mío, he hecho lo que he podido por tu hijo. Tengo demasiadas almas más por las que velar.