31. Voorburg-diciembre de 1666

Mi querido Bento:

Simon promete entregar esta carta dentro de una semana y, salvo que tú me indiques otra cosa, te visitaré en Voorburg al final de la mañana del 20 de diciembre. Tengo mucho que compartir contigo y mucho que aprender de tu vida. ¡Cómo te he echado de menos! Me he visto sometido a una vigilancia tan agobiante que no me he atrevido siquiera a visitar a Simon para darle una carta. No dudes, por favor, de que aunque no nos hayamos visto en todos estos años has estado cerca de mi corazón. No pasa un día en que no vea en mi mente tu rostro radiante y no oiga tu voz.

Lo más probable es que sepas que Rabí Morteira murió no mucho después de la última vez que nos vimos y que tu cuñado, Rabí Samuel Casseres, que pronunció la oración fúnebre, murió pocas semanas después. Tu hermana Rebeca vive con su hijo Daniel, que tiene ya dieciséis años y está destinado al rabinato. Tu hermano Gabriel, al que se conoce ahora como Abraham, se ha convertido en un próspero comerciante y viaja a menudo a Barbados por negocios.

¡Y yo soy ahora un rabino! ¡Sí, un rabino! Y hasta fecha reciente fui el ayudante de Rabí Aboab, que es ahora el rabino jefe. Ámsterdam está en estos momentos enloquecida y nadie habla de otra cosa que de la llegada del Mesías, Sabbatai Zevi. Extrañamente, y ya te explicaré más tarde, es esta locura provocada por él lo que me permite visitarte. Aunque Rabí Aboab sigue vigilando todos mis movimientos, no importa ya. Te abrazo y pronto lo sabrás todo.

FRANCO (también conocido como«Rabí Benítez»)

Bento leyó la carta de Franco por segunda vez y luego por tercera. Frunció el ceño ante la aciaga frase «no importa ya»… ¿qué significaba eso? Volvió a hacerlo ante la mención del nuevo Mesías. Sabbatai Zevi estaba presente en todas partes. Sólo un día antes había recibido una carta sobre la llegada del Mesías de uno de sus corresponsales regulares, Henry Oldenburg, secretario correspondiente de la Sociedad Real Británica de la Ciencia. Bento sacó la carta de Oldenburg y releyó el pasaje:

Se ha propagado aquí el rumor de que los israelitas, que han permanecido dispersos durante más de dos mil años, están volviendo a su patria. Pocos lo creen aquí, pero muchos lo desean… Tengo muchas ganas de saber qué saben los judíos de Ámsterdam de este asunto y cómo les afecta una noticia tan trascendental.

Bento paseaba mientras reflexionaba. Su actual habitación, con el suelo de mosaico, era más espaciosa que la de Rijnsburg. Sus dos librerías, llenas ahora con sesenta grandes volúmenes, ocupaban una de sus cuatro paredes; su abrigo acuchillado colgaba junto a las dos pequeñas ventanas de una segunda pared; y las dos paredes restantes estaban adornadas con zócalos de molinos de viento de cerámica de Delft y una docena de excelentes paisajes de pintores holandeses pertenecientes a Daniel Tydeman, su casero, comerciante y admirador de su filosofía. Había sido por insistencia de Daniel por lo que Bento había dejado Rijnsburg tres años atrás para alquilar una habitación en su casa de Voorburg, una aldea encantadora, a poco más de tres kilómetros de la sede del gobierno, en La Haya. Además, Voorburg era también el hogar de un apreciado conocido, Christiaan Huygens, el eminente astrónomo, que solía alabar las lentes de Bento.

Bento se dio una palmada en la frente mientras murmuraba: «¡Sabbatai Zevi! ¡La llegada del Mesías! ¡Qué locura! ¿Llegará algún día el final de esta necia credulidad?». Pocas cosas irritaban más a Bento que las irracionales creencias numerológicas, y 1666 estaba plagado de predicciones fantásticas. Muchos cristianos supersticiosos llevaban tiempo afirmando que el diluvio universal había ocurrido 1656 años después de la Creación y que en 1656 iba a producirse un segundo advenimiento o algún otro acontecimiento capaz de cambiar el mundo. Cuando pasó ese año sin que se produjera ningún acontecimiento, se limitaron a transferir las expectativas a 1666, un año al que se dotaba de significación por una afirmación del Apocalipsis en que se decía que el número de la bestia era el 666 («seiscientos sesenta y seis», Apocalipsis 13, 18). Así que muchos habían predicho la llegada del Anticristo en el 666. Al fracasar esa predicción, profetas posteriores habían situado la fecha amenazadora un milenio más tarde, en el 1666… una creencia a la que aportó una mayor credibilidad el gran incendio de Londres de sólo tres meses antes.

Los judíos no eran menos crédulos. Los mesianistas, y especialmente entre los marranos, estaban esperando la llegada inminente del Mesías, que reuniría a todos los judíos dispersos y los llevaría de nuevo a la Tierra Santa. Para muchos la llegada de Sabbatai Zevi era la respuesta a sus oraciones.

El viernes, la fecha elegida para la llegada de Franco, Bento estaba insólitamente distraído por los sonidos de la bulliciosa plaza del mercado de Voorburg, a sólo treinta metros de su habitación. Era algo extraño en él (normalmente se concentraba en su trabajo intelectual a pesar de todos los ruidos y sucesos exteriores) pero la cara de Franco bailaba sin cesar por su mente. Tras media hora de releer la misma página de Epicteto, renunció, cerró el libro y lo devolvió a la estantería. Aquella mañana se permitió ensoñar.

Ordenó la habitación, colocó bien los cojines y alisó las mantas de la cama de cuatro postes. Retrocedió para admirar su obra y pensó: «Algún día moriré en esa cama». Ansiaba la llegada de Franco y se preguntó si la habitación estaría lo suficientemente templada. Aunque él era indiferente a la temperatura, supuso que Franco estaría helado después de su viaje. Así que fue a coger dos brazadas de leña de la que había apilada detrás de la casa, pero tropezó cuando entraba de nuevo, esparciendo la leña por el suelo. La recogió, la llevó a su habitación y se inclinó para encender un fuego en la chimenea. Daniel Tydeman, que había oído el ruido de la leña al caer, llamó suavemente a la puerta.

—Buenos días. ¿Vas a encender la chimenea? ¿No te encuentras bien?

—No la enciendo por mí, Daniel. Estoy esperando una visita de Ámsterdam.

—¿De Ámsterdam? Tendrá hambre. Le diré a la huishoudster que prepare café y algo de comida extra.

Bento pasó gran parte de la mañana mirando por la ventana. A mediodía, al localizar a Franco, corrió gozoso a abrazarlo y lo condujo a su habitación. Una vez dentro, retrocedió para admirarlo: ahora vestía como cualquier ciudadano holandés, con un sombrero alto de ala ancha, abrigo largo, una chaqueta abotonada hasta arriba, con cuello blanco cuadrado, y calzón corto y medias. Llevaba el pelo cepillado y la barba pulcramente recortada. Se sentaron los dos en silencio en la cama de Bento. Se miraron radiantes uno a otro.

—Qué silencio hoy… —dijo Bento en el portugués familiar de años atrás—, pero esta vez sé por qué. Es sólo que hay demasiado que decir.

—Y también que a menudo la mucha alegría paraliza las palabras —añadió Franco.

Rompió el dulce silencio un breve ataque de tos de Bento. La flema que escupió en el pañuelo estaba salpicada de marrón y amarillo.

—Otra vez esa tos, Bento. ¿Estás enfermo?

Él hizo gesto con la mano, desechando la preocupación de su amigo.

—La tos y el constipado se han instalado en mi pecho y nunca se alejan demasiado de la que ahora es su casa. Pero, por lo demás, llevo una buena vida. El exilio me sienta bien y, salvo hoy, por supuesto, agradezco mi soledad. Y tú, Franco, o debería decir «Rabí Franco Benítez», pareces tan distinto, tan peinado… tan… tan holandés.

—Sí, Rabí Aboab, por muy entregado que esté a la cábala y a la otra vida, quiere sin embargo que yo me vista como un holandés e incluso insiste en que me recorte la barba. Creo que lo que quiere es ser el único judío con barba completa de la comunidad.

—¿Y cómo has podido arreglártelas para llegar aquí, tan temprano, desde Ámsterdam?

—Llegué ayer en el trekschuit que va de Ámsterdam a La Haya y pasé la noche allí con una familia judía.

—¿Tienes sed? ¿Quieres café?

—Quizá más tarde, pero ahora estoy hambriento sólo de otra cosa: de conversar contigo. Quiero saber de tus nuevos escritos y tus nuevas ideas.

—Conversaré más fácilmente si primero me tranquilizo. Hay una cosa en tu carta que me preocupó mucho. —Bento se acercó al escritorio, cogió la carta de Franco y la miró—. Aquí está: «Aunque Rabí Aboab sigue pendiente de todos mis movimientos, ahora ya no importa». ¿Qué ha pasado, Franco?

—Pasó lo que necesariamente tenía que pasar… y hago un uso correcto del término «necesariamente», porque las cosas no habrían podido suceder de otro modo.

—Pero ¿qué cosas?

—No te alarmes, Bento. Por una vez no hay prisa. Tengo hasta las dos de la tarde, en que debo coger el trekschuit hasta Leiden, donde visitaré a algunas familias judías. Tenemos tiempo de sobra para repasar la historia de mi vida y de la tuya. Se explicará todo, y todo irá bien, pero las historias es mejor contarlas desde el principio en vez desde el final. Ya ves que aún me encantan las historias e insisto en mi campaña de aumentar tu respeto por ellas.

—Sí. Recuerdo tu extraña idea de que a mí, en el fondo, me gustan las historias. En fin, no encontrarás muchas allí. —Bento señaló con la mano sus libros.

Franco se acercó para echar un vistazo a la biblioteca de Bento y examinó los títulos de las cuatro estanterías de libros.

—Oh, son magníficos, Bento. Ojalá pudiese yo pasar meses aquí leyendo tus libros y hablando sobre ellos. ¡Pero qué es esto! —Franco señaló una estantería—. ¿Qué es lo que ven mis ojos? ¿Ovidio, Homero, Virgilio? Los oigo, me susurran. —Franco inclinó el oído hacia ellos—. Están suplicando: «Por favor, por favor léenos… tenemos sabiduría, pero nuestro serio amo nos ignora».

Bento rompió a reír, se levantó y abrazó a su amigo.

—Ay, Franco, cuánto te echo de menos. Sólo tú hablas conmigo así. Todos los demás son tan respetuosos con el Sabio de Voorburg…

—Oh, sí. Y, Bento, tú y yo sabemos que el sabio no tiene absolutamente nada que ver con esa actitud respetuosa con que lo tratan.

Otra gran carcajada de Bento.

—¿Cómo te atreves a hacer esperar al sabio? Cuenta tu historia.

Franco tomó asiento al lado de Bento y empezó:

—Cuando nos vimos por última vez en casa de Simon, yo estaba empezando mi estudio del Talmud y la Torá, y entusiasmado con el proceso de mi educación.

—«Gozoso estudio» fueron las palabras que usaste.

Franco sonrió.

—Exactamente la frase que utilicé… pero no esperaba menos de ti. Hace tres años, pedí al viejo encargado de la sinagoga, Abrihim, que estaba enfermo y próximo a la muerte, que me contase los recuerdos que tenía de ti, y él contestó: «Baruch de Spinoza no olvida nada. Tiene una retención total». Sí, era muy gozoso para mí aprender, y mi apetito y mis aptitudes eran tan evidentes que Rabí Aboab pronto me consideró su mejor alumno y aumentó mi estipendio para que pudiese continuar con los estudios rabínicos. Te escribí sobre eso. ¿Recibiste mi carta?

Bento asintió.

—La recibí pero estaba desconcertado. En realidad, asombrado. No por tu amor al estudio, eso lo entiendo, es algo que compartimos. Pero, teniendo en cuenta la fuerza de tus sentimientos respecto a los peligros, las restricciones, la irracionalidad de la religión, ¿por qué elegiste convertirte en un rabino? ¿Por qué unirse a los enemigos de la razón?

—Me uní a ellos por la misma razón que tú los dejaste.

Bento enarcó las cejas y luego sonrió levemente, indicando comprensión.

—Creo que entiendes, Bento. Tú y yo queremos cambiar el judaísmo: ¡tú desde fuera y yo desde dentro!

—No, no, tengo que discrepar. Mi objetivo no es cambiar el judaísmo. Mi objetivo de un universalismo radical erradicaría todas las religiones e instituiría una religión universal en la que todos los hombres buscasen alcanzar la beatitud a través de la plena comprensión de la Naturaleza. Pero volveremos a esto más tarde. Explorar demasiados temas impedirá que expliques por qué la vigilancia de Rabí Aboab ya no importa.

—Bien, después de mis estudios —continuó Franco—, Rabí Aboab me ordenó y me bendijo, y me nombró ayudante suyo. Las cosas fueron bien durante los tres primeros años. Participé a su lado en todos los servicios diarios y alivié su carga sustituyéndolo en muchas ceremonias de matrimonio y de bar mitsvás. Pronto tuvo tanta fe en mí que empezó a enviarme más y más miembros de la congregación que solicitaban orientación y consejo. Pero la época dorada, la época en que entrábamos cogidos del brazo en la sinagoga, como padre e hijo, se acababa. Aparecieron en el horizonte nubes obscuras.

—¿Por la llegada de Sabbatai Zevi? Recuerdo que Rabí Aboab era un mesianista fervoroso.

—Aún más que eso. Las cosas empezaron a ponerse feas cuando Rabí Aboab empezó a instruirme en la cábala.

—Ah sí, por supuesto. Y supongo que fue entonces cuando dejaste de ser un estudiante gozoso.

—Exactamente. Me esforcé todo lo que pude, pero mi credulidad se vio forzada hasta el punto de la ruptura. Intenté convencerme de que el texto era un documento histórico importante, que yo debería estudiar cuidadosamente. ¿No debería un intelectual conocer la mitología de su propia cultura? Pero, Bento, tu voz, clara como el cristal, y tu método incisivo de crítica de la Torá resonaban en mis oídos y percibía por ello detalladamente las incoherencias, las premisas sin una base sustancial sobre las que se apoyaba la cábala. Y por supuesto Rabí Aboab insistía en que no estaba enseñándome mitología, estaba enseñándome historia, hechos, la verdad viviente, la palabra de Dios. Por mucho que me esforzase en disimular, mi falta de entusiasmo resultaba manifiesta. Lentamente, día a día, fue desapareciendo su sonrisa amorosa; ya no me cogía del brazo cuando íbamos caminando; se distanció de mí, le decepcionaba. Luego, cuando uno de los estudiantes le informó de que yo había utilizado el término «metáfora» para referirme a la descripción de Luria de la creación cósmica cabalística, me reprendió públicamente y redujo mis tareas. Creo que luego introdujo espías en todas mis clases y reclutó observadores que le informasen de todas mis actividades.

—Ahora comprendo por qué no podías establecer contacto con Simon para mantener correspondencia conmigo.

—Sí, aunque recientemente mi mujer recogió una traducción al holandés de doce páginas de Simon de algunos pensamientos tuyos sobre el dominio de las pasiones.

—¿Tu mujer? Creí que no podías compartir con ella…

—Pon un marcador en ese asunto. Paciencia. Volveremos a ello en breve, pero, continuando con mi cronología personal, mis problemas con la cábala fueron bastante fastidiosos, pero la verdadera crisis con Rabí Aboab se debió al supuesto Mesías, Sabbatai Zevi.

—¿Qué puedes contarme de él?

—Supongo que hace mucho tiempo ya que leíste el Zohar, pero recordarás sin duda las predicciones sobre la venida del Mesías.

—Sí, recuerdo mi última charla con Rabí Morteira, que creía que los textos sagrados predecían la llegada del Mesías cuando los judíos estuviesen en su punto más bajo. Tuvimos una discusión desagradable sobre eso cuando yo le pregunté: «Si somos realmente los elegidos, ¿por qué es necesario que estemos hundidos en la mayor desesperación antes de que llegue el Mesías?». Cuando sugerí que parecía probable que la idea de un Mesías fuese ideada por los hombres para combatir su desesperanza, se ofendió por mi osadía al dudar de la palabra divina.

—Bento, ¿puedes creer que yo eché de menos en realidad los buenos tiempos de Rabí Morteira? Rabí Aboab es tan extremado en sus creencias mesiánicas que Rabí Morteira parece un ilustrado en comparación. Además, algunas coincidencias han incrementado el fervor de Rabí Aboab. ¿Recuerdas la predicción del Zohar de la fecha de nacimiento del Mesías?

—El noveno día del quinto mes…

—Y, fíjate, se dice que Sabbatai Zevi nació el 9 de Av en Esmirna, en Turquía, en 1626, y el año pasado un cabalista de Gaza, Natán, que se ha convertido en su patrocinador, proclamó que era el Mesías. Abundan rumores de milagros. Se dice que Zevi es carismático, alto como un cedro, bello, piadoso y ascético. Se dice que ayuna durante largos periodos mientras canta salmos con una voz melodiosa durante toda la noche. Parece esforzarse en ofender y amenazar a las autoridades rabínicas establecidas en todas partes por las que viaja. Los rabinos de Esmirna le expulsaron por osar pronunciar el nombre de Dios desde la bimá de la sinagoga y los rabinos de Salónica por celebrar una ceremonia de matrimonio entre él como novio y la Torá como esposa. Pero parece que no le preocupó gran cosa que se enfadasen los rabinos, y continuó vagando por Tierra Santa, consiguiendo un número cada vez mayor de seguidores. La noticia de la llegada del Mesías pronto barrió como un huracán todo el mundo judío. Vi con mis propios ojos a los judíos de Ámsterdam bailar en la calle cuando llegó la noticia y muchos han vendido o cedido todos sus bienes terrenales y han zarpado para unirse a él en Tierra Santa. Y no sólo han caído bajo su hechizo los ignorantes sino muchos de nuestros ciudadanos eminentes… hasta el siempre cauto Isaac Pereira se ha deshecho de toda su fortuna y ha ido a unirse con él. Y en vez de restaurar la cordura, Rabí Aboab celebra y estimula el entusiasmo por ese hombre de un modo febril. Esto a pesar del hecho de que muchos rabinos de Tierra Santa amenazaron a Sabbatai Zevi con un hérem.

Bento, con los ojos cerrados, se llevó las manos a la cabeza y gimió:

—Qué necios, qué necios.

—Espera. Ahora viene lo peor. Hace unas tres semanas llegó un viajero de Oriente e informó de que el sultán otomano estaba tan disgustado por las hordas de judíos que llegaban a Oriente para unirse al Mesías que llamó a Sabbatai Zevi a su palacio y le dio a elegir entre el martirio o la conversión al islamismo. ¿La decisión de Sabbatai Zevi? ¡El mesías eligió hacerse musulmán!

—¡Se convirtió al islamismo! ¿Cómo es posible? —La cara de Bento reflejaba sorpresa—. Así, sin más. Entonces, ¿la locura del Mesías se acabó?

—¡Eso pensaría uno! Uno pensaría que todos los seguidores del Mesías comprenderían que les habían engañado. Pero nada de eso… Natán y otros han convencido a sus seguidores de que la conversión forma parte del plan divino, y centenares, quizá miles, de judíos lo han seguido y se han convertido al islamismo.

—¿Y qué pasó entonces entre Rabí Aboab y tú?

—Yo no pude contenerme más e insté públicamente a la congregación a recuperar el sentido, a dejar de vender sus casas y sus posesiones y a esperar, a esperar por lo menos un año, antes de emigrar a Tierra Santa. Rabí Aboab se enfureció y ahora me ha suspendido y me amenaza con un hérem.

—¿Un hérem?, ¿Un hérem? Franco, he de hacer una observación franca… algo que aprendí de ti.

—¿Y cuál es? —Franco miró a Bento con gran interés.

—Tus palabras y tu melodía no concuerdan.

—¿Mis palabras y mi melodía?

—Describes acontecimientos verdaderamente aciagos: Rabí Aboab reprendiéndote públicamente, retirándote su estima, enviando observadores, limitando tu libertad, y ahora un hérem. Y sin embargo, aunque estabas horrorizado presenciando mi hérem, no veo ninguna desesperación en tu rostro, ningún miedo en tus palabras. De hecho pareces… ¿qué? Casi feliz. ¿De dónde viene tu optimismo?

—Eres un agudo observador, Bento, sin embargo, si hubiésemos hablado hace un mes, no habría estado yo tan optimista. Pero hace muy poco se me ocurrió una solución. ¡He decidido emigrar! Al menos veinticinco familias judías que creen en mi forma de ser judío zarparán conmigo, en el plazo de tres semanas, hacia el Nuevo Mundo, hacia la isla holandesa de Curazao, donde instalaremos nuestra propia sinagoga y nuestra propia forma de vida religiosa. Ayer visité a dos familias de La Haya que habían abandonado la congregación de Rabí Aboab hace dos años y que muy probablemente se unan también a nosotros. Esta noche tengo la esperanza de alistar a otras dos familias.

—¿Curazao? ¿A medio mundo de distancia?

—Créeme, Bento, aunque estoy lleno de esperanza sobre nuestro futuro en el Nuevo Mundo, estoy también muy triste al pensar que tú y yo tal vez no volvamos a vernos. Ayer, en el viaje en el trekschuit, tuve un ensueño en el que, y no es la primera vez, tú venías a visitarnos al Nuevo Mundo y luego decidías quedarte con nosotros como nuestro sabio y maestro. Pero sé que es un sueño. Tu tos y tu catarro me dicen que no puedes hacer el viaje, y tu satisfacción con la vida que llevas me dice que no lo harás.

Bento se levantó y paseó por la habitación.

—Estoy demasiado afligido hasta para quedarme sentado ahí. Aunque nuestros encuentros sean por fuerza infrecuentes, su presencia en mi vida es vital para mí. La idea de un adiós definitivo es una conmoción tal, una pérdida tal, que no puedo encontrar palabras para hablar de ella. Y al mismo tiempo mi amor por ti provoca otros pensamientos. ¡Los peligros! ¿Cómo vivirás? ¿No hay ya judíos y una sinagoga en Curazao? ¿Cómo te recibirán?

—El peligro siempre está presente para los judíos. Siempre hemos sido oprimidos… si no por los cristianos o los musulmanes, por nuestros propios ancianos. Ámsterdam es el único lugar del Viejo Mundo que nos ofrece cierto grado de libertad, pero muchos prevén el final de esa libertad. Hay muchos enemigos que están fortaleciéndose: la guerra con los ingleses ha cesado pero lo más probable es que sólo brevemente, Luis XIV nos amenaza y nuestro propio gobierno liberal puede que no sea capaz de contener durante mucho tiempo a los orangistas, que quieren crear una monarquía. ¿No compartes tú esas preocupaciones, Bento?

—¡Sí! Hasta tal punto que he dejado a un lado mi trabajo sobre la Ética y estoy escribiendo un libro sobre mis ideas teológicas y políticas. Las autoridades religiosas tienen influencia sobre los órganos de gobierno y están inmiscuyéndose ahora tanto en la política que es necesario pararles. Debemos mantener separadas la religión y la política.

—Háblame más sobre tu nuevo proyecto, Bento.

—Mucho de él es un viejo proyecto. ¿Recuerdas la crítica bíblica que os expuse a Jacob y a ti?

—Palabra por palabra.

—Estoy poniendo sobre el papel todos aquellos argumentos y muchísimo más de manera que cualquier persona razonable vendrá a dudar de las fuentes divinas de las Escrituras y acabará en último término aceptando que todo sucede de acuerdo con las leyes universales de la Naturaleza.

—¿Así que vas a publicar las mismas ideas que provocaron tu hérem?

—Discutamos eso más tarde. De momento, Franco, volvamos a tus planes. Eso es más urgente.

—Nuestro grupo ha ido convenciéndose cada vez más de que nuestra única esperanza está en el Nuevo Mundo. Uno de nuestros miembros, que es comerciante, ha visitado ya y seleccionado una tierra que hemos comprado a la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Y sí, tienes razón: hay ya una comunidad judía establecida en Curazao. Pero nosotros estaremos en el lado opuesto de la isla, en una tierra propiedad muestra, aprenderemos a cultivar la tierra y a crear un tipo diferente de comunidad judía.

—¿Y tu familia? ¿Cómo ven ese traslado?

—Mi mujer, Sara, está de acuerdo en ir pero sólo con ciertas condiciones.

—¿Ciertas condiciones? ¿Puede una esposa judía establecer condiciones? ¿Qué condiciones?

—Sara es una mujer de carácter fuerte. Está de acuerdo en ir sólo si yo acepto en serio sus ideas de modificar la forma que tiene el judaísmo de considerar y tratar a las mujeres.

—No puedo creer lo que oigo. ¿Cómo consideramos a las mujeres? Nunca he oído un disparate igual.

—Ella misma me pidió que discutiese contigo precisamente este asunto.

—¿Le hablaste de mí? Creí que tenías que mantener en secreto tu contacto conmigo incluso con ella.

—Ella ha cambiado. Hemos cambiado los dos. No tenemos secretos el uno para el otro. ¿Puedo transmitirte sus palabras?

Bento asiente receloso.

Franco carraspeó y habló alzando un poco la voz:

—Señor Spinoza, ¿está usted de acuerdo en que es justo tratar a las mujeres como criaturas inferiores en todos los sentidos? En la sinagoga debemos sentarnos separadas de los hombres y en unos asientos más pobres y…

—Sara —interrumpió Bento, asumiendo inmediatamente el papel—, por supuesto que vosotras, las mujeres, y vuestras miradas curiosas debéis estar separadas. ¿Es justo que se distraiga a los hombres apartándolos de Dios?

—Conozco exactamente su respuesta —dijo Franco y continuó—: Lo que quieres decir es que los hombres son como animales continuamente en celo a los que aparta de sus mentes racionales la mera presencia de una mujer… esa misma mujer que duerme a su lado todas las noches. Y la mera visión de nuestras caras ahuyenta a su amor a Dios. ¿Puede imaginarse cómo nos hace sentirnos eso?

—Oh mujer necia… ¡por supuesto que debéis estar apartadas de nuestra vista! La presencia de vuestros ojos tentadores y vuestros abanicos aleteantes y vuestros comentarios superficiales es enemiga de la contemplación religiosa.

—¿Así que, porque los hombres son débiles y no pueden mantener la atención centrada, es culpa de las mujeres, no de ellos? Mi marido me cuenta que usted ha dicho que nada es bueno o malo sino que es la mente lo que lo hace así. ¿No es cierto?

Bento asintió a regañadientes.

—Así que tal vez sea la mente del hombre la que necesita educarse. ¡Tal vez los hombres deberían llevar anteojeras en vez de exigir a las mujeres que lleven velos! ¿Está claro, o debo continuar?

Bento empezó a contestar detalladamente pero se detuvo y, moviendo la cabeza, dijo:

—Continúa.

—A nosotras, las mujeres, se nos mantiene prisioneras en la casa y no se nos enseña nunca holandés, por lo que nos vemos limitadas para comprar y para conversar con los demás. Llevamos la carga de una cuantía desigual de trabajo en la familia, mientras los hombres se sientan durante gran parte del día y debaten cuestiones del Talmud. Los rabinos se oponen abiertamente a educarnos porque dicen que somos de una inteligencia inferior y que si nos enseñasen la Torá, sería una tarea inútil, porque nosotras, las mujeres, no podríamos nunca entender su complejidad.

—En este único caso estoy de acuerdo con el rabino. ¿Tú crees realmente que las mujeres y los hombres tienen una inteligencia igual?

—Pregunte a mi marido. Está justo a su lado. Pregúntele si no aprendo tan deprisa y no comprendo tan profundamente como él.

Bento alzó la barbilla en un gesto a Franco, que sonrió y dijo:

—Ella dice la verdad, Bento. Aprende y comprende tan rápido, quizá más rápido, que yo. Y tú conociste una mujer como ella. ¿Recuerdas aquella joven que te enseñó latín, de la que tú mismo decías que era un prodigio? Sara cree incluso que las mujeres deberían ser contadas lo mismo que los hombres en el minián y que se las debería llamar para leer desde la bimá e incluso deberían poder ser rabinas.

—¿Leer desde la bimá? ¿Convertirse en rabinas? ¡Eso es increíble! Si las mujeres fuesen capaces de compartir el poder, podríamos encontrar casos en la historia que lo demostrasen. Pero no se puede encontrar ninguno, no hay ningún caso de mujeres que gobernasen igual que los hombres, y ningún caso de mujeres que gobernasen a hombres. La única conclusión que podemos extraer es que las mujeres tienen una debilidad intrínseca.

Franco negó con la cabeza.

—Sara diría, y en esto yo estaría de acuerdo con ella, que tu prueba no es ninguna prueba. La razón de que no haya ningún poder compartido es…

Una llamada a la puerta interrumpió su discusión y entró la casera, con una bandeja llena de comida.

—Señor Spinoza, ¿puedo servirles?

Bento asintió y ella empezó a colocar platos con comida humeante en la mesa de Bento. Él se volvió hacia Franco.

—Pregunta si nos apetece comer algo. Podemos comer aquí.

Franco, sorprendido, miró a Bento y contestó en portugués:

—Bento, ¿cómo puedes pensar que yo voy a poder comer esa comida contigo? ¿Es que lo has olvidado? ¡Soy un rabino!