Apoyado en la parte trasera de la ambulancia, con una manta térmica sobre los hombros y un café en vaso de plástico entre mis temblorosas manos, trataba de asimilar lo presenciado dentro de la casa. Llevaba más de veinte años como policía y jamás asistí a un espectáculo tan estremecedor. 

Habíamos salido para despejar la espeluznante escena del crimen y que los especialistas del departamento de investigación forense escrutaran cada centímetro del edificio en busca de posibles pruebas. Cuatro cadáveres se hallaban repartidos por el inmueble; uno de ellos, el de mi compañero Lucas, el único que conservaba la cabeza adosada a los hombros.

Llegamos demasiado tarde. Aunque no pudimos evitar el triple asesinato, estuvimos cerca de atrapar al asesino. Desgraciadamente, sólo cerca, a unos metros de impedir su huida y a unos segundos de que Lucas hubiera podido salvar la vida. Él fue el único que pudo verlo, y pagó la factura más elevada posible con un disparo entre las cejas. Murió en el acto y yo rumiaba la doble frustración de no poder hacer nada por él ni evitar la huida del indeseable capaz de poner su rúbrica a la máxima expresión de crueldad que jamás había visto.

Acudimos a la casa de Neguri en respuesta al aviso de los vecinos que escucharon varios gritos y pensaron que se trataba de un robo. Lucas y yo patrullábamos por la cercana playa de Ereaga, por eso fuimos los primeros en llegar. Como en otras ocasiones, nos repartimos las entradas; en esta ocasión, él tuvo la fatal fortuna de que le tocara la puerta trasera, la que utilizaba en ese momento el agresor para escapar.

 

El café ya estaba frío y yo prácticamente me había olvidado de él. La inspectora rescató mi perdida mirada y volví a relatar los hechos por tercera vez. Las lágrimas volvieron a surcar mis mejillas, al recordar el cuerpo inerte de Lucas, y las náuseas reaparecieron en mi garganta al tener que describir una vez más el terrible destino que había seguido la familia Apraiz.

Yo accedí por la entrada principal y en cuanto oí el disparo me dirigí de inmediato hacia la parte de atrás, donde ya encontré muerto a mi compañero. La expresión de sorpresa seguía impresa en su rostro y tardé unos segundos en reaccionar. Al ver que no podía hacer nada por él, me incorporé y miré hacia el exterior por si aún tenía alguna posibilidad de alcanzar al asesino. Como en la magia, no había nada por allí ni nada por allá. 

Decidí entonces regresar al interior y tardé poco en encontrar el primer cuerpo de la familia Apraiz. Era la madre, en la cocina; bueno, la mayor parte de ella estaba en la cocina, porque su cabeza había rodado hasta ingresar en la dependencia colindante, un amplio salón de estilo neoclásico en el que yacía el marido.

Si la primera visión me había resultado atroz, la siguiente fue casi imposible de digerir para mi cerebro. Las náuseas llevaban siendo mis compañeras de viaje desde que entré en el caserón, pero en esta ocasión mi mano tuvo que ejercer como freno a una cantidad ingente de bilis que pugnaba por salir de mis entrañas. Me lo encontré de frente, sentado en un sillón de lectura frente al enorme televisor de 80 pulgadas que parecía dominar la orientación de la estancia. Igualmente, era sólo una parte de su todo y aparecía hierática, como si nunca se hubiera enterado de lo que le estaba ocurriendo. Pensé entonces que el asesino había comenzado por el salón y a traición, porque la mujer parecía haber intentado, si no defenderse, sí al menos huir. No vi en un principio la testa del señor Apraiz; me costó dar con ella porque al parecer el asesino, quizá incluso con una patada despectiva, la había encajado en la chimenea, donde no quedaban más que restos de ascuas correspondientes al invierno anterior. 

Por fortuna para mí, no veía su expresión, dado que había acabado boca abajo. De lo que no pude librarme fue de la cantidad de sangre repartida tanto por la cocina como por el salón. Al margen de los desagradables salpicones de las paredes, el suelo era en algunos tramos un reguero de gotas y en otros un charco descomunal. Incluso el oso disecado de la alfombra parecía haberse dado un reciente festín, a juzgar por el color de su hocico. La cabeza me daba vueltas sin parar, pero no era capaz de sentarme en ningún rincón. Por un lado, sabía que debía contaminar lo menos posible el escenario del crimen; y por otro, era incapaz de seguir inhalando la muerte que allí se respiraba. Salí hasta el porche y llamé enseguida a la jefatura para dar un primer parte de lo ocurrido.

Reparé entonces en que debería reconocer también la parte de arriba, por posibles signos de robo en las habitaciones. No contaba con que todavía no había presenciado el más horrible de los asesinatos.

La habitación principal estaba revuelta, los cajones y armarios abiertos, las lámparas de las mesillas arrancadas de la corriente eléctrica y abundante ropa y papeles desperdigados por el suelo. Lo más llamativo, sin embargo, era el cuadro torcido que dejaba al descubierto una caja fuerte abierta y casi vacía. Concluí que, efectivamente, además de un crimen horrendo, se había cometido también un robo.

El baño también había sido registrado y las jabonetas y frascos de perfume acabaron entre la bañera y las baldosas. Quedaba otra habitación por comprobar. Tenía el vello erizado, como si presintiera que al atravesar el umbral me fuera a encontrar con otra escena dantesca. No me equivoqué, en el dormitorio se encontraba la hija del matrimonio, también con su cabeza cercenada. Las ganas de vomitar regresaron cuando vi el cuerpo apoyado con la espalda en el cabezal de la cama y, a metro y medio, su larga cabellera rubia incrustada en la parte estrecha de una guitarra que descansaba contra la pared. El grotesco espectáculo estuvo cerca de nublarme la vista; a punto del desmayo, corrí hacia el exterior.

 

Cuando llegó la ambulancia, los sanitarios no tuvieron demasiado trabajo dentro y centraron sus esfuerzos en que yo me recuperara. Según me relataron ellos mismos, me encontraba deambulando desorientado y pasaron bastantes minutos hasta que reaccioné como para poder ejercitar con coherencia el habla. No era para menos, había perdido a un amigo y había sido testigo de algo que superaba el límite de los sentidos humanos, al menos el de la vista. 

Todavía tuve que revivir la tragedia a la hora de redactar el informe en comisaría. Mi jefe me reunió después en su despacho con la inspectora jefe para comprobar personalmente mi estado físico y, sobre todo, anímico. Tras el lógico diagnóstico, me recetó dos semanas de vacaciones y una serie de obligadas visitas a la psicóloga de la Ertzaintza. 

No podía desligarme a las primeras de cambio del caso. Se lo debía a Lucas y también a su familia, con la que me unía un gran afecto y el gusto por las barbacoas en su casa de veraneo en Castro Urdiales. Así se lo hice saber a mis dos superiores, les concedí que me apartaran del caso, porque lo ocurrido me afectaba demasiado; pero les rogué que me mantuvieran informado y que me dejaran trabajar por mi cuenta, garantizándoles que nunca entorpecería la investigación.

Al final, se mostraron comprensivos y me salí con la mía, aunque fuera a regañadientes y de forma oficiosa. Ellos entendían mi dolor y lo compartían, también conocían bien a Lucas y estaba considerado uno de los mejores agentes del cuerpo. Mientras que no fuera un obstáculo, estimaban que, cuantos más efectivos, mejor para dar caza al desalmado autor de tan truculento crimen. 

 

Pasé una noche atroz. Ni siquiera sufrí pesadillas, porque conciliar el sueño fue poco menos que un eufemismo. Apenas pude dormitar unas decenas de minutos seguidos y tuve que padecer el rebote mental de un sinfín de imágenes inefables. Aun así, me levanté con la suficiente energía como para asistir al sepelio de mi compañero. 

Se celebró con grandes fastos, enorme asistencia de compañeros de la Ertzaintza, diversas personalidades del Gobierno Vasco y también de la política. Una ikurriña de grandes proporciones cubrió el féretro y se dispararon varias salvas al aire en homenaje a Lucas. Sin embargo, lo que más me preocupaba era el estado anímico de su mujer, Paula. Ella había sido la animadora en incontables celebraciones en su casa y el alma de la fiesta siempre que nos habíamos reunido en torno a una mesa de su jardín.

Contemplé su rostro destrozado por el dolor y me vine abajo al comprobar que no era capaz de proporcionarle un mínimo de consuelo. Verlos a ellos felices era algo que me congratulaba, y en ocasiones me mortificaba por no haber sido capaz de construir una relación así con ninguna de las mujeres de mi vida. Yo también estuve casado, pero mi aventura matrimonial fracasó a los pocos meses y naufragó a los pocos años. Pese a que nuestro trabajo era un lastre importante, Lucas y Paula demostraban que era realmente posible la conciliación familiar y profesional. Muestra de ello era la adorable hija adolescente que tenían, y que también era un mar de lágrimas en el funeral. 

Compartí unos minutos con ellas y, con palabras entrecortadas, sólo acerté a decirles que su muerte no quedaría impune y que iba a dejarme hasta el último aliento en atrapar y dejar en manos de la Justicia al responsable de la muerte de Lucas.

Me dio tiempo a tomar una cerveza solidaria con varios compañeros del cuerpo, aunque el momento estuvo muy lejos de parecerse a los que solíamos disfrutar al otro lado de la barra del bar colindante a la comisaría. La rabia y el dolor sustituyeron a las bromas y carcajadas, en las que precisamente Lucas acostumbraba a dejar su propio sello de humor negro.

—Si no fuera por estos ratos y otros más guarros —solía decir después de que finalizara el eco del último comentario sarcástico.

 

Sin nada en mi agenda profesional, sin horario que cumplir y sin un gato que rescatar de ningún árbol, opté por matar mi ansiedad en el gimnasio. Al margen de una estancia pequeña de musculación y de máquinas para mantener la forma en la comisaría, los ertzainas teníamos un convenio con uno de los más selectos gimnasios de Bilbao, donde decidí tratar de poner mis ideas en claro. Ya tenía una edad y mis visitas al gimnasio habían evolucionado a peor; sin embargo, ese día mi motivación estaba por las nubes, me sobraban ganas de castigar mi cuerpo. Corrí en la cinta, participé en la clase de spinning y hasta me hice unos largos en la piscina, pero mi cabeza seguía instalada donde tres personas la habían perdido. Entre gotas de sudor y salpicones de agua clorada, comencé a pensar en cuáles eran los pasos para vengar la muerte de mi compañero y resolver el asesinato de toda la familia Apraiz.

Sabía por dónde arrancaría la investigación oficial y me ofrecí para acompañar a los colegas que iban a interrogar a los vecinos de los Apraiz. Por pura lógica, habían previsto visitar primero a la familia Otxoa, la que avisó a la Ertzaintza al oír los gritos, que poseía un palacete a la derecha de la casa asaltada; y también al propietario de la casa del otro lado, propiedad del empresario Jorge Etxebeste.

Los Otxoa eran la típica familia adinerada de la margen derecha, con varias generaciones de presencia en la influyente oligarquía vizcaína. La esposa recibió a la comitiva policial y admitió que fue ella la que decidió llamar al número de Emergencias en cuanto escuchó unos gritos de socorro en la casa de al lado. Añadió que conocía muy bien a sus vecinos, que compartían muchas cosas con ellos y que no se merecían lo que les había ocurrido.

El padre de familia había abandonado sus compromisos profesionales matinales para estar presente en la visita y apoyar así a su mujer. No aportó demasiado, puesto que él apenas escuchó nada desde su despacho. Los gemelos ni siquiera se encontraban allí, estaban en casa de un amigo, en teoría para completar un trabajo universitario pendiente.

Todos se mostraban un poco alterados pensando que lo sucedido podía haber tenido como escenario su domicilio, pero realmente no pudieron contribuir como ellos deseaban al avance de la investigación. La Policía seguía sin saber si fue uno o fueron varios los asaltantes, y si el móvil era sólo un robo perpetrado con desmesurada violencia. Los Otxoa sí deslizaron que les constaba que Antón Apraiz era un amante del arte antiguo y que presumía de poseer ciertas piezas únicas de valor incalculable; si bien desconocían cuáles eran, porque no habían visto nada más allá de algún jarrón chino o algún cuadro de autor medianamente conocido.

El único dato destacable que pudieron sacar los investigadores fue el que refrendaba el orden de las muertes de los miembros de la familia Apraiz. Sólo se escucharon alaridos femeninos y pudieron discernir que los primeros fueron de la madre y los últimos los de la hija. La Ertzaintza confirmó que el primero en morir fue el padre, que no se enteró de nada; con posterioridad la madre, que pudo darse cuenta de lo que se le venía encima, y finalmente el de la joven, que escuchó a su madre y, pese a que intentó parapetarse en su habitación, no pudo hacer nada por evitar la tragedia completa.

La congoja no desapareció de mi interior mientras escuchaba los testimonios de los vecinos; pero mi estado de ánimo fue mejorando mientras salíamos en dirección a la casona del otro lado, donde Jorge Etxebeste nos aguardaba en el porche.

Serio, pero muy cordial, el empresario nos condujo hasta su salón, donde pudimos comprobar que todo estaba decorado con exquisito gusto. El estilo clásico imperaba en toda la amplia estancia, con espacio para que todos nos repartiéramos entre los numerosos sofás de cuero que rodeaban una enorme mesa de la mejor madera de cedro. La chica de servicio, latina a tenor del acento con el que nos preguntó por nuestros gustos, repartió las bebidas utilizando un fino juego de café y se retiró a la cocina justo en el momento en el que Etxebeste comenzó a señalar lo impactado que se encontraba por lo ocurrido. 

—Todo el barrio está consternado y también preocupado porque ésta era hasta ahora una zona muy segura —dijo el empresario, y añadió que él no escuchó nada porque, aunque a esa hora se encontraba en casa, acostumbraba a trabajar en el sótano, donde tenía habilitado un estudio dotado con la última tecnología en imagen y sonido.

Etxebeste mencionó su amistad con los Apraiz, en especial con Antón, con el que había llegado a compartir varios viajes de negocios. El empresario agregó que no vio nada raro por los alrededores en los últimos días, si bien matizó que por su trabajo viajaba mucho al extranjero y que había pasado un par de semanas mostrando el catálogo de su empresa por distintos países.

—Esta crisis nos está matando a todos y no nos queda más salida que la internacionalización —expresó segundos antes de que la conversación llegara a su fin. 

Oficialmente fuera de la investigación, yo era oyente y dejé a mis compañeros que realizaran las preguntas y decidieran cuándo se daba por terminada la entrevista. Apuramos el café y nos despedimos de Etxebeste, que no perdió la ocasión para transmitirnos sus condolencias por la muerte de Lucas.

Poco más había que rascar en el vecindario. Decidí regresar al lugar de los hechos por si lograba ver alguna cosa que se me hubiera escapado la víspera a causa del impacto de lo ocurrido. Saludé al vigilante, traspasé el precinto y me puse a pensar qué buscaba el asesino y qué podía ser tan importante para segar tres vidas de manera tan despiadada. No contaba la cuarta, la de Lucas, porque ésa lamentablemente fue circunstancial; estábamos cerca y, al no dar tiempo al indeseable para que terminara tranquilo su trabajo, tuvo que apresurarse a huir sumando otra a su ya considerable lista de víctimas.

Estaba pendiente de que los familiares más cercanos de los Apraiz pudieran hacer en la medida de sus posibilidades un inventario de lo que faltaba, aunque ya habían avanzado que desconocían por completo lo que podían esconder en la caja fuerte. El abogado y gestor personal de Antón Apraiz sabía algo más, puesto que, conocedor de su testamento, habló de una serie de piezas artísticas de gran valor, que no sabía si habían sido localizadas en su totalidad. 

El móvil del robo ganaba enteros; pero mi mente, aún algo desorientada, seguía incapaz de comprender cómo un objeto material valía tanto como tres vidas. Ésa podía ser la clave, aunque no se podía descartar ninguna hipótesis todavía. Lo cierto es que en la cercana zona de Uribe Kosta, concretamente en los municipios de Plentzia y Urduliz, se habían dado varios casos de robos con fuerza en caseríos y se sospechaba de una banda organizada de Europa del Este. Pensé que no eran pocas las películas en las que mafias rusas, ucranianas, rumanas o albano-kosovares realizaban todo un alarde de crueldad para alcanzar sus objetivos.

Decidí investigar esos casos y también el dosier de sucesos similares en otras zonas como la Costa del Sol o Levante. La comunicación de la Ertzaintza con otros cuerpos policiales había mejorado mucho en los últimos meses, sobre todo después de que cesara la actividad terrorista de ETA, y contaba con que, a pesar de que oficialmente estaba fuera de la investigación, un amigo malagueño me devolviera el favor que me debía. 

Realicé la llamada al regresar a Bilbao. Mientras Marcos recopilaba la documentación en su comisaría, me dispuse a realizar mi primera visita obligada a Amaia, la psicóloga. Había oído hablar de ella por algún que otro compañero que pasó por su diván; destacaban que era bastante rigurosa en su trabajo y, sobre todo, muy atractiva. En comisaría alguno se jactaba de haber prolongado su baja únicamente para poder seguir disfrutando de su belleza.

Su consulta estaba cerca de mi domicilio. Tras un breve paseo, me presenté puntual en la sala de espera. No tuve que esperar demasiado hasta que su secretaria me condujo a su despacho. Efectivamente, la psicóloga era una preciosidad. Amaia se levantó para saludarme y pude corroborar la perfección de sus formas, pese a esconderse tras una bata blanca. Lo mismo ocurría con su fino rostro, solapado por unas enormes gafas que no lograban desviar mi atención de unos almendrados ojos verdes. Curiosamente, no se me hacían del todo desconocidos, y no pude borrar esa sensación mientras comenzaba nuestra primera charla. Versó en torno a mis sentimientos, a mi estado de ánimo tras la pérdida de mi compañero, a mi relación personal con el sueño, a la medicación…, y me limité a responder escuetamente sus preguntas sin poder romper un muro de profesionalidad que comenzaba a incomodarme. Entonces, decidí intercambiar los papeles y, dado que comenzaba a sospechar de qué conocía a Amaia, me atreví a lanzar yo las preguntas.

—Perdona, tengo la impresión de que te conozco de algo. ¿Eres de Bilbao?

—No, no soy bilbaína, soy de Bermeo; pero no estamos aquí para hablar de mí…

—Lo sabía, eres porteña y seguro que en tus tiempos de instituto pasabas los sábados en Gernika. ¿Tienes alguna amiga que se llame Ainhoa y que se casó con un tal Iker de Gernika?

—Pues sí, e intuyo que Iker era de tu cuadrilla y que tú estabas en ese grupo con el que solíamos coincidir a última hora en cierto pub. Encajas con alguien que recuerdo, pero han pasado más de veinte años.

Comenzamos a recordar anécdotas de viejos tiempos e incluso destrozamos el frío ambiente inicial con más de una carcajada. La sesión volvió a los derroteros psicológicos al final; de una forma mucho más distendida. De hecho, me obligó a prometer que la siguiente sesión sería mucho más estricta. 

Lo cierto es que la terapia, pese a que fuera por causas distintas a las habituales, me sentó muy bien y me marché con el objetivo de incrementar mi contacto con Amaia, fundamentalmente fuera de ese despacho. Aunque veinte años atrás no resultaba tan deslumbrante, quizá porque algunas amigas acaparaban mayor brillo; recordaba que sus ojos ya me habían encandilado en una época en la que yo no era tampoco un dechado de virtudes en el arte de la seducción. En mi grupo de amigos había de todo; la gran mayoría apostábamos por pasárnoslo bien, dejando en un segundo plano el ligoteo. Vamos, que éramos mucho más de estar apoyados en la barra que de pisar la pista de baile. Con los años, todo fue cambiando un poco. Mi amigo Iker tiene ahora dos hijos con la amiga de Amaia, fue el único que triunfó con aquella cuadrilla de bermeanas con las que poco a poco perdimos el contacto.

Debía esperar dos días para volver a ver a la psicóloga. Me marché de vuelta a casa con una sensación de ilusión, que al menos mitigaba la de venganza que tenía adherida al cerebro con grapas de acero. Saqué mi teléfono móvil de la chaqueta y conecté el sonido, silenciado para la consulta. Comprobé entonces que tenía un mensaje de Marcos. Mi colega malagueño ya había buceado entre los archivos de su comisaría y decía que me enviaba por correo electrónico la documentación hallada.

Vivía en el Casco Viejo de Bilbao y, como estaba de baja y con ánimo de desbloquear mi cabeza, aproveché que todos los días se convierte en un hervidero de gente que pasea, compra o alterna por los numerosos bares de la zona. Bajé andando por el puente del Arenal y me dirigí hacia la Plaza Unamuno, donde tenía previsto disfrutar de una cerveza fría en alguna de sus acogedoras terrazas.

Mientras apuraba mi bebida, telefoneé a mis compañeros para ver si se conocía alguna novedad, y me pasaron con la inspectora. Laura me recordó que aún era pronto para que el trabajo de la Policía Científica diera sus frutos. Añadió, sin embargo, que tras las primeras exploraciones en el escenario del crimen sí que había algunas cuestiones claras. Por un lado, las puertas no estaban forzadas y se podía barajar como hipótesis que el asesino conociera a la familia Apraiz. Por otro lado, el departamento de balística había determinado que la bala extraída de la cabeza de Lucas correspondía a una pistola pequeña, si bien no era ninguna pista determinante. No había huellas, pero todo indicaba que el crimen había sido cometido por una sola persona. Por último, Laura me comentó que, tras revisar exhaustivamente las heridas de las víctimas, los investigadores se habían mostrado sorprendidos por la limpieza de los cortes. Al parecer, o el asesino poseía una fortaleza casi sobrehumana o el arma utilizada estaba extremadamente afilada. De hecho, sopesaban la posibilidad de que la hoja fuera de un tipo de aleación especial, que les generaba dudas.

Di las gracias a la inspectora por su cortesía y me despedí de ella solicitándole el número de teléfono del abogado de Antón Apraiz, si bien ella me adelantó que no estaba dispuesto a conceder ningún tipo de información hasta que no reuniera a la familia para la lectura del testamento. Esa era otra línea de investigación, convenía analizar a quién beneficiaba la muerte de la familia. Descartada la hija por motivos obvios, suponía que sus bienes serían para los hermanos, aunque también quedaba por determinar cuáles eran concretamente esos bienes. Y, sobre todo, cuál o cuáles eran los que habían desaparecido tras el fatal día de autos.

Ya en casa, encendí mi ordenador y entre numerosos mensajes publicitarios hallé el de Marcos, que venía acompañado de varios archivos adjuntos. El policía andaluz esperaba que me sirviera su información, pero ya me adelantaba que no encajaba demasiado con lo que había podido seguir de lo ocurrido en Neguri a través de los medios de comunicación digitales.

Marcos me relataba que, aunque habían sufrido una larga oleada de robos, en ningún caso la violencia empleada por los ladrones se había acercado siquiera a la de nuestro caso. Me mandó perfiles de los 16 componentes de la banda, detenidos y liderados por un búlgaro, y un recorte de prensa que resumía la sucesión de los hechos: “La Guardia Civil ha desarticulado una sofisticada banda de delincuentes a los que imputa más de 500 robos en viviendas y hoteles de la Costa del Sol, y de la que sospecha que sólo en este año ha logrado hacerse con un patrimonio estimado de cinco millones de euros, entre efectos robados y bienes adquiridos con el dinero obtenido por sus actividades”. Seguí leyendo, pero enseguida asumí que era en vano. Aunque la operación seguía abierta, los cabecillas estaban encarcelados y en ninguno de los centenares de robos cometidos se había utilizado un arma. Como mucho, golpearon y amordazaron a alguno de los propietarios.

Marcos me daba cuenta de otro grupo organizado de Europa del Este, también desarticulado en la Costa del Sol, sin demasiada relación. Eran más violentos quizá, aunque se dedicaban principalmente a desvalijar comercios. En este caso, también habían detenido a los seis rumanos implicados, pero pensé que la conexión rumana bien podía tener más tentáculos en la zona vizcaína. Recordaba que en mi pueblo, en Gernika, los rumanos lideraban con holgura la estadística de inmigrantes y también la de delincuentes más violentos.

Sucesos de corte similar se describían en el resto de los archivos adjuntos, pero estaba claro que no era la línea que debía seguir. No había un patrón en Andalucía ni en la Comunidad Valenciana y decidí centrarme en los robos más cercanos. Recientemente había ocurrido uno en Urduliz, que sobresaltó a toda la sociedad vizcaína porque murió una anciana. Unos ladrones sin escrúpulos asaltaron el caserío y no sólo asfixiaron a la mujer de 83 años, sino que también hirieron de gravedad a su hermano de 71 años, que debido a los golpes sufrió traumatismos torácico y craneal, además de una severa hipotermia y deshidratación. En este caso, el botín eran joyas y dinero, y era cierto que se emplearon con extrema crueldad; pero habían elegido como objetivo un caserío aislado, con dos ancianos como única oposición, y no utilizaron armas.

Para mí, ésa era otra vía muerta. No perseguíamos a una banda organizada de ladrones, buscábamos a un asesino que sabía bien lo que quería; y era algo concreto, porque el joyero de la señora Apraiz apenas fue revuelto, como si más que a por el valor de las alhajas realmente fuera a por otra cosa, quizá la combinación de la caja fuerte. Los periódicos se habían hecho eco de la noticia, con titulares de gran tamaño. Era lógico, ya que no son habituales las muertes violentas, y menos de ese modo en Getxo. La información oficial sólo hablaba de robo con resultado de muertes, sin especificar más; pero las habituales filtraciones ya habían llevado las decapitaciones a un lugar privilegiado de las crónicas, y en consecuencia a un lugar privilegiado dentro de las conversaciones de calles y tabernas. A pesar de que también un policía había caído en acto de servicio, el estupor y el pánico se adueñaban del ciudadano medio. Ello suponía un plus de presión para la Ertzaintza, a la que exigían resultados inmediatos. Se hacía necesario calmar a la población con una detención rápida, y no había nada de lo que tirar por el momento. 

Pude pulsar el grado de preocupación de la gente sólo con pasarme un rato por uno de mis bares preferidos de Iturribide. El camarero y varios clientes conocían mi condición de policía y, aunque no sabían mi implicación directa en lo ocurrido, no perdieron la oportunidad de someterme a un tercer grado. Capeé el interrogatorio como pude, evitando dar más detalles escabrosos de los ya publicados, y preferí adentrarme en una zona del Casco Viejo donde pasara más desapercibido. En las cercanías de la Catedral de Santiago, comí algo y me dediqué a escuchar conversaciones ajenas, a través de las que pude comprobar que los más exaltados hablaban incluso de linchamiento o pena de muerte para el culpable del cuádruple asesinato.

Al regresar a casa, intenté distraerme con la cantidad de tareas domésticas aplazadas. Una vez cansado de limpiar, ordenar y prepararme una frugal cena a base de pan de molde e ingredientes de rápida preparación y consumo, me senté ante el televisor con ánimo de ir adormeciéndome sin más. Con un programa insulso de fondo, de un grupo de concursantes encerrados en una casa, seguí cavilando sobre lo que pudimos haber realizado de forma diferente para evitar el fatal desenlace.

No había muchas más vueltas que dar, seguimos el protocolo y fue el destino el que no tuvo piedad de Lucas. Fue imposible prever la cantidad de maldad colada en la casa, ni la intención del asesino de huir armado por la puerta de atrás. Apreté con rabia el botón rojo del mando a distancia y me dirigí al dormitorio para acostarme. Me acordé de Amaia según ingería un orfidal y poco a poco pude conciliar el sueño.

 

Al día siguiente, ya se había procedido a la lectura del testamento de los Apraiz y, previa conversación con la inspectora, me decidí a llamar al abogado, con el que concerté una cita para la tarde. Alberto Yoldi llevaba decenas de años trabajando para Apraiz, primero como simple asesor financiero y después como albacea y hombre de confianza en todos sus asuntos económicos. Dirigía un bufete más amplio y sus servicios se habían diversificado mucho, aunque el abogado delegaba las cuestiones del día a día y se dedicaba más a tratar con el máximo mimo a clientes importantes como Antón Apraiz. Más que la cuestión de la herencia, me interesaba principalmente conocer con exactitud lo robado. Tras superar la fase inicial de cortesía, Yoldi no tardó en ir al grano.

—Usted es el policía que acudió en primer lugar a la casa y que perdió a su compañero, ¿verdad? Estoy al corriente de que está al margen de la investigación oficial, pero entiendo que quiera conocer todos los detalles del caso.

—Así es. Hemos convenido que, como medida terapéutica para descargar mi ansiedad, pueda realizar por mi cuenta las indagaciones que crea oportunas y me sean permitidas.

—¿Qué quiere saber?

—Verá, no creo que en la propia familia, adinerada en su totalidad, haya intereses por acelerar la desaparición de los Apraiz, por lo que me inclino a pensar que el móvil es el robo de algo valiosísimo para la persona que no dudó en sembrar de cadáveres su camino.

—Puede estar usted en lo cierto, puesto que algunas joyas de valor incalculable quedaron en el cajón de la esposa, y entre los objetos de arte repartidos por la casa se alcanzarían varios millones de euros en cualquier casa de subastas, y siguen todos en su sitio.

—Entonces ¿qué fue lo que se llevó?, ¿qué falta en la caja fuerte?

—Como ya he comentado a sus compañeros, no lo sé con certeza; sí tengo alguna sospecha, avalada por lo que quedó dentro. Hace años que tengo constancia del gusto de Antón por las civilizaciones antiguas y por sus objetos de culto; y aunque él no me lo había confirmado, en alguna ocasión su mujer mencionó que estaba en posesión de un ídolo de oro macizo, que procede de alguna de las culturas precolombinas.

—¿Y guardaba la figura bajo llave; en lugar de exponerla, aunque fuera en una vitrina protegida?

—Parece ser que sí, quizá no le importara tanto su valor económico, ni lo quisiera utilizar para dar rienda suelta a su habitual exhibicionismo con las obras de arte, sino que le concediera cierto poder o lo quisiera como algo más íntimo. No hablo de adoración pagana ni mucho menos, pero sí de superstición o de contemplarlo como un talismán de su buena fortuna.

—Hombre, pues si es así, desde luego no se puede decir que le haya traído buena suerte…

—Recuerde que estoy hablando en términos hipotéticos.

—¿Sabe de qué ídolo se trata, o hay bibliografía al respecto?

—No, porque nadie de su entorno lo ha llegado a ver.

—Lo que está claro es que alguien sí sabía lo que era y también lo quería a costa de lo que fuera necesario.

—Eso parece, lo único que quedó dentro de la caja fuerte fueron dos fragmentos de lo que parece ser un mapa con una serie de jeroglíficos que yo, desde luego, no soy capaz de interpretar. Ya los tienen sus compañeros, por si quiere verlos.

—¿No faltaba nada más?

—De lo que yo como albacea conozco, que en teoría son el resto de sus bienes, no ha sido robado nada más, ni tampoco dinero en efectivo, que quedó intacto en uno de los cajones revueltos.

La conversación con el abogado finalizó con un saludo cordial y una actitud colaborativa para posibles contactos en el futuro. Salí revitalizado de su despacho. Por lo menos, disponía de algún hilo del que tirar. Tenía que volver a ver a Amaia, de camino llamé a la comisaría porque no podía quitarme de la cabeza el supuesto mapa incompleto hallado ni ese ídolo presuntamente sustraído.

Mis compañeros se mostraron solícitos y quedaron en enviarme por mail y al móvil las fotos del supuesto pergamino fragmentado del que faltaba una parte. Aparqué mis pesquisas particulares y me centré en el reflejo del cristal de un escaparate para comprobar mi aspecto antes de volver a entrevistarme con la psicóloga.

El hielo estaba roto y las siguientes sesiones con Amaia fueron evolucionando. Yo iba despojándome de los prejuicios con su profesión, y de mi nerviosismo inicial, y ella fue también mostrándose cada vez menos hermética conmigo. Paulatinamente, mi estado emocional mejoraba, pero incluso a un ritmo inferior de lo que lo hacía nuestra relación personal. Yo seguía obsesionado con el caso y ella era consciente de ello, aunque también percibía que no me estaba alejando de la realidad. De manera consensuada, decidimos prolongar mi baja laboral otro par de semanas para vernos más y, lógicamente, concertamos nuestra primera cita fuera de su despacho.

Amaia, con cierta deformación profesional, decidió que nuestra primera cita fuera al aire libre y en un entorno amable. Yo casi no daba crédito a mi flexibilidad con algunas cosas, porque yo renegaba abiertamente de una actividad que consideraba elitista como el golf y tuve que ponerme hasta calzado para salir al césped del campo de Artxanda.

Fuera de su despacho, la psicóloga apostaba por un plan relajado y divertido y acepté su proposición encantado, pese a mis notables reticencias. Siempre había sido muy deportista —llegué a estar federado en varios equipos de fútbol y hasta en uno de baloncesto—, pero prefería modalidades más dinámicas y también de esfuerzo colectivo. Hasta aquel día, aborrecía también una actividad trufada de anglicismos, terminología pajarera (birdie, eagle…) y un coste excesivo en la compra o alquiler de material. Sin embargo, en buena compañía hasta el café más amargo sabe mejor, y no puedo ocultar que disfruté de la jornada desde que salimos al tee. Ella llevaba ya un tiempo practicando y para mí era el estreno, por lo que la diferencia en los primeros hoyos fue abismal. De hecho, en el segundo, Amaia tuvo que correr a cubrir el descomunal agujero que había creado junto a mi bola en uno de mis incontables errores de cálculo.

—Veo que no te gusta mi swing —quise bromear antes de darme cuenta de su apuro.

—¿Qué quieres, que nos echen por destrozar el campo?

Cuando el rubor dejó de estar presente en sus mejillas sonrosadas, seguimos adelante y puse mucho más de mi parte para acertar con la bola y cerrar el hoyo, cada vez menos alejado del par del campo. La sonrisa permanente de Amaia, sus vanos intentos por corregir mi postura de golpeo y la simple visión de su cuerpo, lejos del plano medio de su despacho, merecían mucho la pena. No me importó nada que sus largas piernas estuvieran embutidas en unos ridículos pantalones de cuadros. Comenzaba a admitir que mi mirada no seguía sus golpeos con el hierro y se quedaba obnubilado por el movimiento de su melena al viento. En medio de la oscuridad de los últimos días, ella aparecía como una luz refulgente que me infundía la energía que necesitaba para seguir viviendo con lo ocurrido. No era su terapia lo que estaba obrando el milagro, sino que ella era mi terapia.

Después de la insólita jornada de golf, bajamos de nuevo al centro de Bilbao y alargamos la velada con una improvisada cena. Recordamos las mejores jugadas del partido; aunque más bien las peores, lo que nos permitió duplicar la ración de carcajadas. La consigna era no hablar del trabajo y, pese a suponer un esfuerzo en más de una ocasión, desviamos las conversaciones sobre gustos, historias del pasado en las noches gernikesas y asuntos de actualidad como la crisis galopante que asolaba al país o el crecimiento imparable de casos de corrupción política.

Sentí que ambos disfrutamos del día y me marché a casa convencido de que ella también querría repetirlo. La despedida fue un momento tenso, porque yo deseaba con todas mis fuerzas lanzarme a la conquista de sus labios y veía en sus ojos cierta predisposición por su parte. Sin embargo, mi timidez volvió a salir victoriosa y acabé por conformarme con dos besos en las mejillas.

A la pequeña frustración que me generaba el hecho de no haber sido capaz de intimar un poco más, le sobrepasaba con holgura la satisfacción por haber creado un lazo más importante y llegué a casa con la sonrisa aún grabada a fuego en mi rostro. De hecho, me acosté y, recordando los momentos más románticos, aunque sólo fueran pequeños roces y miradas de complicidad, logré dormirme sin ayuda de ninguna pastilla.

A la mañana siguiente, como si padeciera una resaca de felicidad, me asaltaba la sensación de que estaba descuidando mis obligaciones. El acercamiento a Amaia no tenía que implicar el alejamiento de Lucas y su familia. La psicóloga me había recomendado poner un poco de distancia con el caso y, aunque entendía mis deseos de venganza, me advirtió de que podían ser autodestructivos. Con mucha sutileza, Amaia había recurrido a Confucio y a su célebre frase: “Si vas a emprender el camino de la venganza, cava dos tumbas”; pero no contaba con que siempre había idolatrado la manera de pensar del maestro chino y supe contestarle con otro proverbio: “Si ya sabes lo que tienes que hacer y no lo haces, entonces estás peor que antes”. Mi cometido estaba claro, hacer que el culpable de los asesinatos pagara por ellos, y debía seguir manos a la obra.

Pasé la mañana buceando por Internet, tratando de hallar conexiones con algún suceso de similares características, sin demasiada suerte. Encontré el caso de una actriz inglesa cuyo cuerpo apareció flotando sin cabeza en un canal de las afueras de Londres, a la que también le faltaban las extremidades superiores. Quizá era un intento del asesino para que la víctima no fuera reconocida, no tenía nada que ver con los crímenes de Getxo.

Tampoco vi relación con lo siguiente que me encontré en la red, algo realmente desagradable, relacionado con cortes de cabeza. Primero pinché en una página que relataba con imágenes cómo una cuadrilla de neonazis atrapaba a dos inmigrantes y los mataba salvajemente, a uno decapitándolo y al otro de un disparo. Después, hallé otro enlace que daba cuenta del funcionamiento del narcotráfico en México y cómo las bandas no daban ningún valor a la vida humana. También había cortes de cabeza en algunos vídeos; los desalmados, que se escondían detrás de unas caretas de lo más tenebrosas, hasta hacían uso de la motosierra. 

Lo que estaba presenciando era realmente vomitivo, pero sirvió para que mi cerebro relacionara los mexicanos con los aztecas, a éstos con las culturas precolombinas, y ello me llevó a recordar que aún no había podido analizar los fragmentos del supuesto mapa que se guardaba con celo en casa de los Apraiz. Revisé el correo y en la bandeja de entrada estaba el mail enviado desde la comisaría con varios archivos adjuntos en formato JPG. Una serie de fotografías desde distintos ángulos del supuesto mapa, que no reflejaban nada reconocible. Tampoco me eran nada familiares los símbolos que conformaban una especie de jeroglífico al que, de todos modos, le faltaba una parte. Lo único que sí que me atrevía a aventurar, y más por películas como Apocalypto o Indiana Jones que por conocimiento real, es que se trataba de un dialecto maya, azteca, inca, olmeca o de alguno de esos pueblos de los que se perdió la pista hace ya muchos años.

La Ertzaintza ya se había puesto en contacto con varios profesores de la Universidad del País Vasco para recabar información; si bien aún no habían recibido ninguna respuesta de los arqueólogos, antropólogos, historiadores y demás posibles expertos, que siempre prefieren tomarse un tiempo antes de pronunciarse. Pensé que yo quizá también podía acudir a alguna fuente. Esperaba que no tuviera que ver con los mayas, porque había sido terrible el final del año 2012, hasta que quedó claro que las profecías del fin del mundo no habían dado en el clavo; al menos, no de una forma apocalíptica. Quizá estábamos en un mundo nuevo, desbordados por las nuevas tecnologías; pero la verdad es que el calendario famoso que se acababa dio para toneladas de páginas impresas y miles de programas de televisión.

Con esta cuestión específica yo había sido siempre muy escéptico, cualquiera sabe qué querían decir los mayas con un cambio de ciclo. Lo cierto es que en los últimos tiempos sí se dieron otra serie de acontecimientos, que cuanto menos me provocaban una pequeña reflexión sobre lo pequeños que somos los humanos en realidad y la cantidad de cuestiones que desconocemos.

Me resultó especialmente curioso el impacto causado por un meteorito en la región rusa de Cheliábinsk, en los montes Urales, que se saldó con cerca de un millar de personas heridas. Se habló esos días de que precisamente uno de considerable tamaño iba a pasar más cerca que nunca de la Tierra. Al final, lo hizo sin más y nadie había reparado en el que luego cayó en Rusia. Dos cosas me sobrecogían; por un lado, el hecho de que con toda la tecnología actual, y con la cantidad de expertos profesionales dedicados a la observación del firmamento, cayera un meteorito sin previo aviso para la ciudadanía. Y por el otro, las imágenes que pude presenciar de la caída a través de las grabaciones de videoaficionados.

Al ser un pedrusco de minúsculo tamaño, no ocasionó una catástrofe mayor; pero realmente la irrupción en el cielo, la estela, la velocidad y el contacto contra la tierra se produjeron de forma idéntica a como se había llevado al cine en películas del estilo de Armageddon o Deep impact. Me impresionó sobremanera el hecho de que, efectivamente, en ocasiones la realidad supera la ficción. Y más cuando, tan sólo unos días después del meteorito ruso, en Florida tuvo lugar otro suceso que nadie hubiera creído de antemano, ni siquiera los más fervientes creyentes de los fenómenos paranormales. Por mucho que finalmente lo ocurrido tuviera una explicación científica, nadie podía imaginarse que un tal Jeff Bush pudiera ser succionado literalmente por la tierra mientras se encontraba tranquilamente en la cama de su dormitorio. Fue su hermano el que, tras escuchar sus gritos, corrió a su habitación y se encontró con un enorme socavón de entre seis y nueve metros de diámetro por el que se había perdido la pista de Jeff, de su cama, de su televisor y de otros diversos enseres. Cuando lo escuché, no podía dar crédito a lo ocurrido, aunque se dijera horas más tarde que es un fenómeno habitual en la zona. Según explicaron, este tipo de agujeros se producen “debido al terreno de piedra caliza y otras rocas carbonatadas sobre el que se asienta, que se erosionan fácilmente con el agua subterránea creando sumideros que, en ocasiones, provocan el derrumbe de lo que tienen encima al nivel de la superficie”. Sin embargo, yo jamás había oído hablar de algo similar, salvo en la literatura de Stephen King o en películas de ciencia ficción.

Estos sucesos extremadamente extraños, pero reales como la vida misma, no habían hecho más que abrir mi mente en cierta medida, y me encontraba en disposición de ponerme a investigar cualquier superstición maya o azteca que pudiera tener relación con los asesinatos de Neguri. Era consciente de que la Policía había encargado sus averiguaciones en la Universidad; pero yo ya había conseguido unas copias digitales de los trozos del supuesto mapa, y sabía quién me podía echar una mano para interpretarlos.

Rober era periodista y nos conocimos hace un par de años en el Casco Viejo bilbaíno. Yo iba de paisano, leyendo el periódico en el bar de la Peña del Athletic, y él cenaba con unos amigos cuando entró un perturbado fibroso de más de 1.80 de estatura pegando gritos e insultando a diestro y siniestro. Lo cierto es que el sujeto, que llevaba ingeridas sustancias estupefacientes para hacer un amplio inventario, prácticamente secuestró el bar. Los camareros trataron de que entrara en razón, el cocinero salió también intentando rebajar la tensión y los clientes, a los que no dejaba salir del local amenazando con una silla como arma arrojadiza, le pidieron que se calmase, sin ningún éxito. La maniobra de distracción que Rober inició con buen criterio hablándole de mujeres fue la que yo necesité para sorprenderle por detrás y reducirle con la ayuda del propio periodista. 

Mis compañeros de la Policía Municipal ya habían sido avisados y se lo llevaron a comisaría. Rober y yo comenzamos, comentando las mejores jugadas del partido que acabábamos de compartir, una estrecha relación. Nos une, además del barrio, el Athletic, con el que yo simpatizo mucho y del que él es un auténtico forofo. Comenzó como periodista deportivo y después ha trabajado en política hasta que se ha quedado en paro. La crisis ha sido demoledora en los medios de comunicación y Rober se dedica ahora a otra de sus pasiones. Ha puesto en marcha un blog en el que da buena cuenta de sus investigaciones y opiniones sobre fenómenos paranormales, teorías conspiranoicas, leyendas urbanas y mitología en general.

Pensé que, con su experiencia, sus contactos y sus archivos, quizá pudiera arrojar algo de luz sobre el enigmático mapa troceado de Antón Apraiz, y quedamos en vernos en uno de nuestros bares preferidos del Casco Viejo. Llegó antes que yo y consumía en la barra una cerveza con aire distraído. Con su habitual indumentaria de color negro, su pelo desaliñado y su barba de varios días, me saludó con un alzamiento de cejas y una sonrisa.

—¿Qué pasa, freaky? ¿Ya vas digiriendo que esta temporada toca luchar por eludir el descenso?

—No pasa nada, policeman, no está en los escritos que el Athletic baje a Segunda División. Todavía queda Liga y no te extrañe que demos aún alguna sorpresa. Normalmente no me llamas para hablar de fútbol… Ya me he enterado que estabas en la carnicería de Neguri ¿No tendrá algo que ver con eso, no?

—No te voy a engañar, intuyo que puedes ayudarme con algo relacionado con el caso.

—No me asustes…

—Verás, resulta que aún es toda una incógnita la razón que indujo al asesino a semejante atrocidad, y la pista más sugerente que tengo son los pedazos de una especie de pergamino que quedaron en la caja fuerte del padre de familia, y que hasta el momento no han podido ser identificados ni interpretados.

—No te sigo, ¿de qué estás hablando?

—Al parecer, sólo ha sido robado un objeto que, en un lugar donde valiosas obras de arte se reparten por todo el inmueble, estaba custodiado en una caja fuerte acompañado por dos fragmentos de lo que parece ser un mapa; aunque los que hemos podido verlo no hallamos ninguna referencia reconocible.

—¿Puedo examinarlos?

—Te los puedo enseñar en unas fotografías, no sé si con eso podrás hacerte una idea de lo que puede significar.

—Muéstramelas y veremos.

—El albacea de los Apraiz me comentó que cree que lo que pudo ser robado fue un ídolo de oro de enorme valor económico y, por lo que sugirió después, de un superior valor de tipo supersticioso o esotérico. Por eso, he pensado que tu opinión puede ser de gran ayuda en mi investigación particular. Sabrás también que estoy de baja por la muerte de mi compañero y que esta consulta es completamente ajena a la investigación oficial.

—No te preocupes, esas cuestiones internas no me importan, me está pareciendo realmente interesante lo que me acabas de decir y ardo en deseos de ver lo que me quieres mostrar. Espero poder ayudarte en algo.

—Por lo que he visto yo, el estilo de los jeroglíficos que acompañan al mapa bien podría ser de una de esas civilizaciones que pobló Centroamérica antes de que los conquistadores españoles acabaran con ellos o ellos mismos desaparecieran.

—¿Te refieres a los mayas?

—No lo sé, la iconografía se asemeja bastante; también podría ser azteca o inca, olmeca o qué se yo. Me suena que entonces se llevaba mucho el sacrificio humano y en este caso, desde luego, el asesino no ha tenido ningún remilgo a la hora de sacrificar cuatro vidas. El último caso, el de Lucas, es distinto, fruto del azar y cometido de forma diferente: ¿crees que el hecho de que les cortaran la cabeza podría significar algo?

—Tendría que documentarme un poco y hacer algunas llamadas. Recuerda que los mayas ya tenían un peculiar juego de pelota, que en alguna ocasión se ha jugado con una cabeza o que en algunas culturas suponía arrebatar el alma o la energía vital al enemigo.

—Sí, ya hablamos una vez de los orígenes de la pelota o del baloncesto y comentamos ese curioso deporte maya.

—Efectivamente, hablamos de que nada tenía que ver con la pelota vasca y mucho con el baloncesto; e incluso, según diversas adaptaciones en distintos lugares, también con el voleibol y con el hockey hierba.

—Sí, y que a veces era a vida o muerte. ¿Y qué me puedes decir de lo de la cabeza?

—Bueno, como ya te he comentado, hay diversas variantes del denominado juego de pelota mesoamericano y el más extendido era el que jugaban dos equipos con una pelota de caucho de unos cuatro kilos que se pasaban entre ellos con intención de conseguir que atravesara por un aro vertical de piedra que sobresalía de una pared a cierta altura. El juego era brutal de por sí como actividad lúdica; pero también ha servido como parte de guerras tribales, como forma de establecimiento del poder y, sobre todo, asociada a los sacrificios humanos. De hecho, en muchas ocasiones se señala que el equipo perdedor podía pagar la derrota con su vida. Y a lo que íbamos, la decapitación también se asocia a este deporte y cabezas cortadas aparecen en varias muestras de arte relacionado al juego de pelota y reiteradamente en el Popol Vuh.

—Eso era una especie de Biblia Maya, ¿no?

—Sí, algo así, algo parecido a un libro de pinturas con jeroglíficos a través del que los sacerdotes instruían al pueblo para mantener viva la sabiduría y el origen y misterios de su religión. 

—¿Y qué se dice ahí del corte de cabezas?

—No soy un erudito en este tema, me suena que uno de los pasajes míticos del Popol Vuh se refiere al juego de pelota como símbolo de guerra y también de fertilidad, y recoge la historia de un tío y un sobrino que jugaban cerca del inframundo a la pelota y molestaron a los dioses, que aprovecharon su momento de descanso para capturarlos y sacrificarlos. La leyenda añade que el más joven fue decapitado y su cabeza colocada en un árbol frutal que después produjo la primera calabaza.

—Pues bonito y peculiar origen para el Halloween…

—La historia continúa, porque esa cabeza escupe desde el árbol al paso de una diosa que termina concibiendo a dos héroes gemelos, que encuentran el material de su padre y también se ponen a jugar a la pelota cerca de los dominios de los dioses del inframundo. De nuevo se molestan y de nuevo van a por ellos, aunque en esta ocasión son los murciélagos los que decapitan a uno de los gemelos. Su hermano sustituye la cabeza por una calabaza hasta poder recuperarla, mientras los dioses juegan con ella también a la pelota. Consiguen recuperar la testa y, en un episodio memorable, los gemelos logran derrotar en el juego a los dioses. Pero no pueden resucitar a su padre, que queda enterrado en el campo de pelota de Xibalbá, el mundo subterráneo cuya entrada dicen que está localizada en una caverna de la actual Guatemala.

—Impresionante relato, aunque no sé si se puede sacar alguna conclusión relacionada con el caso.

—Así, directamente, claro que no; me gustaría mucho ver esas fotografías de las que hablas.

—Hacemos una cosa; las tengo en el móvil, pero voy a pedir que me pasen otras de más calidad y a mayor tamaño, si es posible.

—Sí, en esas no se percibe demasiado bien. En cuanto las tengas, llámame y las vemos en mi ordenador, que dispongo de un par de programas piratas que nos pueden ayudar mucho.

 

Tras mi instructiva conversación con Rober, yo también me encontraba ansioso por poder ampliar y escrutar cada recoveco del supuesto mapa y poder reconocer a qué cultura correspondían esos extraños jeroglíficos. Llamé a comisaría para solicitar una mejor versión de las fotografías y hablé con Laura; que no tenía demasiadas novedades, pero me informó acerca de lo que podía ser otra pista. La inspectora me explicó que los analistas sospechaban que el arma homicida podría ser una katana, una de esas espadas orientales que se asocian con los japoneses y sus guerreros samuráis. Me despedí de ella. Intrigado por los secretos de las espadas, me dirigí directamente a casa para realizar una nueva consulta con mi aliado cibernético el tío Google. Me senté ante el ordenador y tecleé “katana” y “aleaciones”, y lo primero que comprobé fue cómo su fabricación había evolucionado desde el acero al carbono, el aluminio o el titanio.

Me llamó la atención la cantidad de entradas y supuse que eran muchos los aficionados a este tipo de arma blanca, bien como objeto decorativo o bien como arma. El caso es que vi que hasta se daba cuenta de una espada hallada en la antigüedad, fabricada con un material procedente de un meteorito. No leí demasiado más, habida cuenta de la cantidad de errores ortográficos que jalonaban el relato. No iba a aprender demasiado en una búsqueda tan poco rigurosa; al menos, el ejercicio de investigación me sirvió para poder visualizar varios vídeos realmente impactantes. En ellos, el encargado de desgranar las virtudes de la espada japonesa no sólo la exhibía, sino que mostraba varios ejemplos prácticos. Pude ver al sujeto partiendo varias frutas, juncos, piezas metálicas, incluso ladrillos. Lo que me resultó más estremecedor fue verlo cercenando piezas del costillar de un animal, y sobre todo cómo dejaba al descubierto el cerebro de un cerdo con un corte limpio en su cabeza.

Me fijé en la dirección y en alguno de los comentarios y descubrí que no era un japonés el que realizaba la exhibición, sino un peruano; con lo que, pese a no tener gran significado en relación con el caso que me ocupaba, reforzó mi sensación de que la solución al misterio de lo ocurrido en Neguri podía hallarse al otro lado del charco. 

El día se consumió entre más cavilaciones sin demasiado sentido, una visita al gimnasio y una llamada telefónica a Amaia, con la que tenía una nueva sesión al día siguiente. De nuevo en la discreción de su despacho, hablamos de lo humano y de lo divino, aunque mucho más de lo humano. Volvimos a citarnos fuera de su trabajo, esta vez sin palos de golf de por medio, y tan sólo convinimos en que, dado que se aproximaban las vacaciones de Semana Santa, mi regreso a la comisaría tendría lugar, como pronto, a su conclusión.

Salí de su oficina y di un paseo por la ría haciendo tiempo hasta las tres de la tarde, momento del cambio de turno en la comisaría. Había quedado con varios compañeros que salían entonces de trabajar para comer un menú del día e intercambiar impresiones sobre la investigación y sobre la dinámica de trabajo en general. Todos éramos buenos amigos de Lucas y la elección de su restaurante favorito fue nuestra forma de tenerle presente. El pequeño homenaje nos llevó al Café Iruña, donde tomamos un aperitivo mientras nos preparaban la mesa para cuatro. Jorge, Iban y Andoni llevaban también muchos años en el cuerpo y éramos de la misma onda. Mientras llegaban las ensaladas y los arroces, todavía no habíamos entrado en materia y ellos habían aprovechado para bromear con los rumores que ya comenzaban a extenderse acerca de lo bien que me estaba tratando la psicóloga.

Me escabullí como pude hablando de lo ridículos que me parecían los nuevos uniformes; sobre todo, la retirada de la tradicional txapela roja por una gorra que nos asemejaba demasiado a los gendarmes, y pasé a interrogarles sobre lo que les había llegado del caso. No fue complicado descubrir que el tema les incomodaba sobremanera, y para cuando llegaron los filetes y la lubina al horno ya admitieron que la presión social había desencadenado movimientos en las más altas esferas policiales.

—Al parecer —relató Andoni—, no sólo los medios de comunicación nos están metiendo caña, sino que nos consta que el Consejero de Interior y el Lehendakari se han reunido para que intensifiquemos el trabajo y han convocado a todos los mandos para transmitirlo.

—Es como si hasta ahora nos hubiéramos estado tocando los huevos —intervino Iban—; lo que pretenden es hacer ese paripé para tranquilizar a la gente de la calle, que es la que está preocupada e indignada. Se pensarán que la aparición de un psicópata es culpa nuestra…

—Ya ves —terció Jorge—, la cosa está bastante revuelta, y aún más por lo que respecta a tu zona de influencia. No tengo constancia oficial de ello, pero he escuchado que en Las Arenas y Algorta se están organizando patrullas vecinales para vigilar las calles, sobre todo por la noche. Al no haber ni detenciones ni pistas fehacientes, ha cundido el pánico y hay quien cree que el asesino puede volver a actuar.

—Yo no lo creo —dije—. Para mí, lo de Neguri comenzó y acabó ese día. El asesino de Lucas y de los Apraiz se llevó lo que venía a buscar y, a pesar de su brutalidad, no se trata de un ‘serial killer’ que busque nuevas víctimas.

Seguimos dando vueltas al asunto tras los postres y con el café humeante. Fue de nuevo Jorge, el más hábil de los cuatro para recoger los chascarrillos y las informaciones no oficiales, el que se desmarcó con la última hora sobre el caso.

—Ya me estaba marchando; pero, cuando estaba cerrando mi taquilla, entraban dos compañeros y venían comentando la posibilidad de que se hubiera localizado a un sospechoso, al que podrían incluso detener pronto. No me preguntes más, porque lo único que he podido intuir es que tiene que ver con la posible arma blanca utilizada.

Nos despedimos poco más tarde; quedamos para otro día y no quise comentar nada delante de ellos, todo aquello me sonaba a maniobra desesperada de las cabezas pensantes, a fin de distraer la atención y sobre todo relajar la presión sobre la propia Policía. Me sentía en la obligación de enterarme bien de lo que estaba ocurriendo y llamé a Laura para intentar sonsacarle información. Oculté a la inspectora mis fuentes, le dije que sabía de buena tinta que se estaba fraguando una detención y que quería estar al corriente del momento y el lugar en el que iba a producirse. No demasiado sorprendida por mi conocimiento sobre la existencia de un sospechoso, Laura me detalló que se preparaba un potente operativo policial de forma inminente para detener a un joven de raza gitana en el barrio bilbaíno de Txurdinaga. Según añadió, al chaval se le puede atribuir el cuádruple crimen porque, según dijo literalmente, “tiene el cerebro hecho fosfatina a causa de las drogas y es un aficionado a las katanas”.

El despliegue policial iba a ser inmediato y no dudé en ponerme en marcha para obtener información de primera mano, aunque antes de presenciar la redada tenía que visitar a alguien en el barrio. Cogí el metro en Abando y me bajé en la estación de Basarrate. Rodeé la plaza al salir y bajé en dirección al polideportivo. Txurdinaga había sido hace tiempo un barrio bastante conflictivo, pero en los últimos años se estaba convirtiendo en uno residencial con un índice de delincuencia mucho menor. Las reyertas entre gitanos e inmigrantes y el tráfico de drogas habían empañado su imagen hasta límites insospechados. El fin de la heroína y los años de bonanza económica previos a la crisis habían alterado mucho el panorama. De hecho, antiguos delincuentes habían reconducido el rumbo de su vida y se ganaban la vida de forma honrada. Entre ellos se encontraba El Jandri, que ahora regentaba un bar cerca del polideportivo y que hace unos años, además de confidente de la Policía, era el que manejaba el cotarro entre los bajos fondos del barrio.

Los que apenas lo conocían creían que se llamaba Alejandro y que cargaba con su diminutivo; aunque en realidad era marroquí y estaba casado con una gitana, por lo que su sombra era muy alargada en muchas calles a la redonda. Yaser Al Handri, que es como realmente se llamaba, templaba gaitas entre los gitanos y limaba asperezas entre los norteafricanos, aunque su gran mérito consistía en haber logrado que los dos grupos envainaran sus navajas en el barrio. Todos acudían a su bar en busca de consejo y todos respetaban sus veredictos.

El Jandri servía unas cervezas de barril cuando me acerqué a la barra. Al reconocerme, me regaló un bufido acompañado de un rápido guiño de ojo. No había perdido facultades. El bufido era para la concurrencia. De cara a la clientela demostraba cierta animadversión hacia un extraño en el barrio y en el local, y a mí me quedaba claro que no se había olvidado de mí.

—Estoy hasta el gorro de los proveedores y más de los comerciales vendemotos que parecen no asumir que estamos en crisis. A ver, usted, ¿de qué casa viene?, no será otra distribuidora de vinos con etiquetas bonitas y caldos asquerosos…

—No, soy de la compañía de teléfonos y venía a revisar el cable porque nos han comentado que están pensando en pasarse a la fibra óptica —le dije.

—Ah, sí, espere un segundo, que termino de atender y pasamos dentro, que es donde tengo el ordenador y el teléfono. Vanessa, quédate al frente un rato, que voy a ver qué milongas cuenta el de los cables…

El Jandri no podía estar al corriente de lo que estaba a punto de producirse a escasos 300 metros de allí, pero conocía de sobra al chaval gitano relacionado con las drogas y con un especial gusto por las espadas japonesas.

—Ya sé de quién me hablas, es el Ricardo, Ricki, que está como una cabra; ¿qué dicen que ha hecho?

—Al parecer, creen que puede ser el autor de los asesinatos de Neguri.

—Ése en el que mataron a tres personas cortándoles la cabeza y después a un poli, ¿no? Pues, perdona que te diga; el Ricki no ha sido, fijo.

—Yo también creo que es una maniobra de distracción, no me explico qué buscaría en esa casa ese chaval, y menos aún que conociera el contenido de la caja fuerte.

—Yo te digo que el tío es un broncas, que no para de pelearse y exhibirse con su juguete como si fuera una tortuga ninja, pero su pasado no le perdona. Quiero decir que se pasó mucho con la heroína y, aunque haga como que maneja la katana, en realidad no es capaz de acertar con un melón. Ése, si hubiera querido cortar una cabeza, hubiera cortado un hombro; se lo digo yo, jefe.

—Pues se va a montar una buena porque están buscando un cabeza de turco y este aprendiz de samurái se va a comer un buen marrón. Aunque no sea el responsable de lo que ha ocurrido, es posible que, como poco, se pase unos cuantos días detenido para que los nuestros ganen tiempo y tengan a la ciudadanía más tranquila.

—Yo bastante le digo, usted tenga tranquila a su gente de por aquí, que ya me encargo yo de que la fiesta siga en paz entre payos, gitanos y moros. Buena suerte, jefe.

Me despedí del cacique chilabero del barrio y me acerqué a presenciar el circo mediático que ya se montaba para la detención. La calle donde vivía el joven había sido acordonada y las unidades móviles de las televisiones y radios se agolpaban a cien metros, pegadas al habitual precinto amarillo. Odiaba que se produjeran filtraciones a la Prensa, pero no había forma de evitarlas.

Los periodistas habían convertido los aledaños en un hormiguero de micrófonos en busca de testimonios de los vecinos. Y, la verdad, por lo que yo mismo pude escuchar en sus respuestas, el chico de la katana era para algunos un angelito y para otros la reencarnación de Satanás. Suficiente para que el Consejero de Interior pudiera explayarse en una rueda de prensa desgranando el esfuerzo desmedido de cada ertzaina para acabar con la delincuencia y llevar ante la Justicia a las ovejas negras de nuestra sociedad.

Traté de convencer a la inspectora de que se cometía un error y que quizá sería más conveniente aguantar la presión popular ahora y no tener que soportar un ridículo sin precedentes después, cuando quedara patente la ausencia de malicia del joven gitano. A mi juicio, era mejor que nos llamaran incompetentes al principio y contar con la opción de desmontar esas opiniones negativas después, que socavar con esta manera de proceder la credibilidad del cuerpo y dejar al descubierto una preocupante falta de rigor profesional. Laura se limitó a decir que estaba de acuerdo conmigo, pero que las órdenes venían de mucho más arriba.

Me quedó una amarga sensación después de presenciar el momento en el que, a empujones y entre una avalancha de insultos, a cual más soez y denigrante, el chaval fue introducido en una furgoneta y trasladado a dependencias policiales. Decidí pensar en Amaia, en sus ojazos, en su melena, en sus esbeltas formas y en su dulzura para cambiar de registro: pero aparqué el mariposeo que me generaba en el estómago para seguir concentrado en mis averiguaciones. Había quedado con la psicóloga por la noche y aún disponía de tiempo para visitar a mi amigo Rober y ver si era posible sacar alguna conclusión sobre los dichosos fragmentos de mapa hallados en la caja fuerte de los Apraiz. 

En la conversación anterior con la inspectora, ya me había revelado que los garabatos impresos no parecían corresponder a ninguna de las civilizaciones más conocidas y que las pruebas del carbono 14 tampoco habían sido demasiado reveladoras. Me dijo que lo mismo eran del siglo X como del XVI y que, en definitiva, no habían podido sacar ninguna pista por ese lado.

A Rober tampoco le fue mucho mejor. El periodista, entusiasmado con las fotos del mapa y con sus ampliaciones informáticas, lo máximo que me pudo ofrecer finalmente fue una dirección de un colega mexicano.

—Tío, yo también te puedo garantizar que esto no es obra de los mayas, ni los aztecas, ni incas ni olmecas. Tiene cierta similitud en las formas, pero es indescifrable para mí y, por lo que me dices, también para los expertos. Mala suerte.

—¿Y alguna cosa reconocible en cuanto a geografía?

—Sin saber ni de qué época es, resulta complicado, aunque voy a seguir trabajando en ello. De todas formas, Ander, lo que sí puedo hacer es ponerte en contacto con un compañero mío mexicano que de estas cosas entiende más que nadie. Eso sí, te advierto de que, si a mí me consideras un chalado, cuando conozcas a Alfredo asimilarás el verdadero alcance del término freaky.

Salí un poco decepcionado de la casa de mi amigo, porque seguía sin haber un hilo claro del que tirar. La ausencia de avances me estaba rebajando el ánimo, máxime cuando veía que mis compañeros, obligados o no, preferían dar palos de ciego o más bien dárselos a un pobre chaval gitano que nada tenía que ver con el asunto. Afortunadamente para mí, en la agenda del día quedaba lo que más me apetecía y mi estado anímico se recuperó imaginando el nuevo encuentro con Amaia. Habíamos quedado en la explanada del Guggenheim, por si nos apetecía compartir una visita al museo, que decidimos dejar para otra ocasión. Se imponía un paseo y apostamos por pasar al otro lado de la Ría frente a la Universidad de Deusto y enfilar desde allí por el Campo Volantín hasta el Casco Viejo. Al tiempo que nos cruzábamos con corredores y patinadores, nuestra conversación fluía como si fuéramos realmente amigos desde los tiempos de la adolescencia, cuando realmente nos conocimos sin apenas profundizar.

A los temas de actualidad, le sobrevenían asuntos relacionados con el caso; pero de igual modo recordábamos nuestra jornada de golf, los recuerdos de las noches de juventud o pasajes de Martes y Trece, aquella pareja de cómicos de otra época que nos hacían gracia a los dos. Cuando alcanzamos El Arenal, yo ni siquiera me había dado cuenta de que llevábamos cientos de metros cogidos de la mano. Fue un gesto tan espontáneo y natural que pasó desapercibido al principio. Ya consciente de ello, reparé en que sus dedos y los míos encajaban a la perfección y le dediqué una amplia sonrisa.

—Haberme avisado de que tenía que haber sacado las esposas —bromeé para ocultar el grado de satisfacción que me producía el momento. No era excesivamente romántico, pero esta vez me sentía de verdad entusiasmado.

—No soy ninguna chica mala, señor agente; pero, si lo cree necesario, lléveme a comisaría —contestó ella poniendo cara de inocente.

—Está usted detenida. Acompáñeme.

Sin estar del todo seguro de lo que la broma podía significar, sí estaba convencido de cuál debía ser mi siguiente paso. Ya cerca de mi casa, no dudé en que una cena íntima a la luz de las velas era lo más oportuno. No sabía ni dónde guardaba velas ni qué podía preparar de comida, pero ya había soñado con tener a Amaia para mí solo, sin testigos inoportunos.

Llegamos a mi domicilio en la calle Iturribide. Mientras la psicóloga se ponía cómoda en el sofá del salón, descorché una botella. A pesar de que había tardado muchos años en interesarme por el mundo del vino, últimamente me había preocupado por visitar algún que otro museo enológico, participar en catas y hacerme con una pequeña pero selecta bodeguita. Elegí un reserva de Rioja para la ocasión y regresé con dos copas a la estancia donde Amaia cotilleaba mis fotos de familia. 

—¿Brindamos?

—¿Por qué brindamos?

—Por nosotros y por la vida —respondí sin poder refrenar el arrebato que me llevó a esperar sólo lo justo a que sus labios se separaran de la copa para hacerlos míos. La besé con tanta pasión que creí que podía estrujarla entre mis brazos. Acto seguido, la miré a los ojos y me disculpé, creyendo haber pecado de impetuoso; fue entonces cuando Amaia me dio un fuerte empujón en el pecho provocando que cayera de espaldas en el sofá. Yo no me había recuperado del susto, cuando la psicóloga ya estaba sobre mí a horcajadas y comenzaba a apretarme las mejillas con sus manos mientras buscaba que nuestras bocas volvieran a encontrarse.

Mi reacción fue besarla de nuevo con fuerza. Cuando mis brazos quisieron participar en la fiesta, traté de incorporarme y terminé girando su cuerpo de forma que ambos caímos sobre la alfombra. El suelo no nos pareció incómodo y ambos iniciamos una frenética lucha por despojar de la ropa al otro. Me sentía tan excitado que apenas pude reparar en la ropa interior de color rojo de Amaia. Mientras yo me deshacía del sujetador, ella lanzaba al aire mi camisa y así acabamos, entrelazados, rodando desnudos por el suelo. Ahí comenzó otro baile, a otra velocidad. El mundo para nosotros y nuestras bocas y manos actuando ahora a cámara lenta.

Me estremecí cuando mis manos acariciaron sus pechos. Sobre todo, cuando sentí las suyas escrutando mi entrepierna. Llevaba tiempo en el dique seco y temía por mi capacidad de respuesta, pero percibí que estaba a la altura. Dejé que sus dedos juguetearan con mis genitales al tiempo que me concentré en investigar los pliegues de sus zonas más íntimas. No sé si fueron unos segundos o miles de minutos, seguí disfrutando de las dobles sensaciones hasta que ella se giró y, tras soltar mi miembro, dejó que me apartara de la humedad de su sexo para hacerle sitio. De repente, nos fundimos en una sola persona, en un solo cuerpo que vibraba de forma acompasada. Primero a un ritmo suave, con sacudidas lentas acompañadas de besos y mordiscos recíprocos en cuello y orejas. Creí que atravesaba los umbrales del paraíso y, a medida que mi excitación y la suya iban creciendo, también aumentaba el ritmo de mis embestidas. Era algo inconsciente y hasta yo mismo me sorprendí de mi propia efusividad. En ello tuvo mucho que ver el alcance sonoro de sus alaridos. No había motivos para la interpretación y poder comprobar que mis convulsiones ejercían un efecto muy placentero en Amaia que me condujeron a un nivel de entusiasmo que jamás había conocido. Hice todo lo posible por no dejarme llevar, me concentré en su placer todo lo que pude y, cuando vi que tras una serie de espasmos su cuerpo se relajaba, advertí que tenía luz verde para redondear mi pasión. Unos últimos empujones desembocaron en la explosión final que acabó con ambos, separados y tumbados boca arriba, perlados de sudor, con la mirada perdida y con una sonrisa cómplice en el rostro.

Exhaustos, satisfechos, no sabíamos qué decir a continuación y tiré de ternura primero y de humor después para asimilar lo que había ocurrido. 

—Ha sido fantástico, pero esto era una cena y tengo bastante más hambre que antes.

—Estoy de acuerdo. Y diré más, este ejercicio también da sed y no hemos terminado ni el vino…

La velada continuó envuelta en un extraordinario halo de romanticismo que acabó con ambos en la cocina enredando con todos los alimentos que quedaban en mi nevera y con la botella de Rioja completamente vacía. 

Nos acurrucamos después en el sofá viendo una mala película de los años setenta. Otra serie ininterrumpida de besos nos condujo al dormitorio, donde hablamos un cuarto de hora y nos dejamos llevar por el sueño hasta la mañana siguiente. El roce mañanero y el saludo entre abrazos desembocaron en otro acercamiento íntimo. Volvimos a hacer el amor con la misma intensidad que la víspera y compartimos ducha como si ya no pudiéramos separarnos.

Ya en el desayuno, con café, tostadas y alguna pieza de fruta, me atreví a trasladarle mis intenciones.

—Amaia, estamos en vísperas de la Semana Santa y tendrás unos días de vacaciones. Yo me voy a México y me gustaría que vinieras conmigo. Igual no es el viaje con el que podrías soñar, pero si estamos juntos puede ser genial.

—Tiene que ver con el caso, ¿verdad?

—Sí, creo que allí puedo encontrar las pistas que puedan explicar los asesinatos. —La psicóloga me miró fijamente a los ojos, lanzó sus brazos sobre mi cuello y me besó con fuerza.

—Está bien, supervisaré tu recuperación al otro lado del charco. ¿Cuándo salimos?

—En el primer vuelo que encontremos.