Cartagena de Indias (1539)

 

El hombre de la nariz remendada paseaba en círculos en el interior de un infecto calabozo. No esperaba verse en una situación así apenas unas horas antes, cuando acariciaba la riqueza de los indígenas Quimbaya, y cavilaba en busca de una solución a los graves problemas que se le venían encima. Su agrio talante le había granjeado demasiadas enemistades. Sin su poder, su nómina de aliados se vio disminuida hasta el mínimo. Sólo albergaba la esperanza de que su rango y su noble estirpe le sirvieran para no tener que compartir inmundicia con ladrones de poca monta, borrachos, piratas de baja estofa y asesinos desequilibrados. 

No tuvo que esperar demasiado para que los carceleros regresaran a su celda y lo trasladaran a una estancia más digna. Sus compañeros de prisión ya lo habían recibido con insultos. De hecho, tuvo que cruzar algunos puñetazos con alguno de ellos, que además supo imponer su mayor envergadura para dejar muestras de su superioridad en el rostro del Adelantado.

Sangrando de una ceja y de su ya maltrecha nariz, Pedro de Heredia fue conducido ante la presencia de Juan de Badillo, que no ocultaba el agrado que le producía la situación.

—Bueno, don Pedro, parece ser que sus días en Cartagena están llegando a su fin. Su prepotencia y soberbia le han llevado hasta el calabozo y, sinceramente, no me da ninguna lástima. Al igual que lo que ha recibido en la celda, pienso que es lo que se merece. 

—Usted no es más que un buitre envidioso —replicó el reo.

—Su problema, don Pedro, es que lo que yo piense de usted o lo que usted piense que soy carece de importancia. Lo que realmente importa es lo que piensa la Corona y lo que han decidido las Cortes. Señor Gobernador, desde este mismo momento es desposeído de sus títulos, de sus posesiones en las Indias y dejará Cartagena en el plazo más breve posible para embarcarse en una carabela que le devolverá a España, donde será juzgado por sus crímenes.

—¡No! ¡No! ¡No! Ése no puede ser mi destino. Aún tengo muchas cosas que hacer aquí. No pueden hacerme esto —gritó Pedro de Heredia.

—Quitadme a este rufián de la vista. Conducidlo a sus aposentos y recluidlo bajo llave en su dormitorio a la espera de que todo esté preparado para el viaje. Doblad la guardia hasta entonces —ordenó Juan de Badillo.

 

Pedro de Heredia se limpió la sangre con la colcha de su cama y se deshizo en llanto, presa de la impotencia. De nuevo pensaba que había salvado la vida en el altar de sacrificios, pero comenzaba a dudar de que el destino fuera aún más cruel con él a partir de entonces. Si era juzgado en España, no iba a poder mover sus hilos para amañar la vista; y lo más probable era que, al ser reincidente en algunos de sus cargos, en esta ocasión no saliera absuelto. Lo más seguro era que le aguardaran varios años de cárcel en la madre patria.

En plenas lamentaciones estaba cuando recordó que bajo su cama había escondido el ídolo de oro y el mapa, que era lo único que conseguía contrarrestar su desgracia.  Debía escapar de la prisión en España e ingeniárselas para regresar a por todo el oro que seguía en la selva esperándole. Eso sería después, en primer lugar necesitaba camuflar el ídolo entre las pertenencias que le dejaran llevar consigo y guardarlo a buen recaudo en Sevilla o en Madrid.

Pese a estar recluido, consiguió sonsacar al carcelero que le llevaba la comida que junto a él trasladarían a otros dos presos en el barco. Pensó que quizá podría hacer un frente común para buscar una escapatoria. Se trataba de Góngora y Galarza, cuyos delitos, aunque menores, les habían dado un billete de vuelta a España por decisión del Consejo de Indias. No obstante, antes tenía que agotar sus últimos cartuchos en el Nuevo Mundo.

Pedro de Heredia solicitó primero audiencia con su hermano Alonso. Le informaron de que seguía explorando en el interior de la selva antioqueña, por lo que cuando le llegara la noticia sería demasiado tarde. Después, en su intento de suscitar cierta lástima, probó suerte con otros lazos que mantenía en la ciudad, aunque fueran extraoficiales. Relató al carcelero que mantenía una relación sentimental con la posadera de la ciudad y que incluso tenía una hija con ella, por lo que quería despedirse de ambas antes de dejar Cartagena. Su solicitud llegó a Juan de Badillo, que no sólo le negó el contacto sino que trajo a la mujer y a la adolescente ante sus ojos simplemente para relatarle lo que sus hombres iban a hacer con ellas. El hombre de la nariz remendada no era ningún sentimental y no tenía ninguna intención de formar una familia con ellas, pero le dolió mucho haber abierto la boca para conducirlas al infierno. El nuevo Gobernador de Cartagena odiaba intensamente a Pedro de Heredia y accedió a que una docena de sus hombres violara de forma continuada a las dos mujeres en una habitación contigua a la suya para que pudiera escuchar perfectamente sus alaridos. Fue una noche larga, en la que ni ellas ni el Adelantado pudieron dormir. 

A la mañana siguiente, el carcelero que le traía un mendrugo de pan y una taza de agua le relató que ambas mujeres estaban muertas. La adulta murió desangrada después de las múltiples y brutales acometidas sufridas hasta el amanecer y la joven se había ahorcado con las sábanas al no poder soportar el dolor padecido en sus carnes; sobre todo, al no poder aguantar la vista del cadáver de su madre a su lado durante horas. Lo sintió un poco por ellas. Y mucho, porque se le escapaba la ayuda que esperaba obtener de la posadera. Su idea era conseguir un arma y camuflarla junto con sus pertenencias, para quizá utilizarla durante el viaje o a la llegada y poder escapar. Pedro de Heredia se sumió de nuevo en la desesperación.

Pasaron un par de horas y le dijeron que recogiera sus cosas para el traslado a unas dependencias del puerto, en las que ya se hallaban Góngora y Galarza. Lo empujaron dentro de un minúsculo habitáculo y les anunciaron a los tres que en breve estaría el barco preparado para partir. Los dos compañeros en la improvisada celda eran dos delincuentes de poca monta, Pedro de Heredia necesitaba convertirlos en sus aliados de alguna forma. Se presentó a ellos como el Gobernador de Cartagena de Indias y como objeto de una enorme traición. Les dijo que en España, o antes si era posible, conseguiría darle la vuelta a la situación y que, si le ayudaban en su empresa, sería muy generoso con ellos.

Les habló de la cantidad de riquezas ocultas en la selva y de que él estaba en posesión de un mapa que le conduciría de nuevo hasta ellas. Como muestra de buena voluntad, les enseñó los garabatos realizados por Anbiyu en su día y, para consolidar esa especie de pacto, rompió el mapa en tres pedazos; se quedó él con uno y repartió entre ellos los otros dos. Góngora y Galarza, que habían visto truncados todos los planes por los que cruzaron el océano, escucharon con interés su relato y recibieron de buen grado su porción del mapa. No necesitó más que descubrir una pequeña parte de la cabeza del ídolo para que los ojos de sus nuevos compañeros brillaran casi tanto como el propio ídolo.

—¿Es todo de oro? —preguntaron casi al unísono.

—Todo, y esto no es más que un pequeño ejemplo de lo que queda por ahí esperando a que alguien llegue para cogerlo.

—Cuente con nosotros para lo que haga falta, señor —dijo Galarza.

—Supongo que os habrán registrado y desarmado; no habréis conseguido esconder algún tipo de arma por casualidad ¿verdad?

—No, señor. Supongo que con nosotros han tenido menos condescendencia que con usted a la hora de revisar nuestros enseres. Siempre llevo un pequeño puñal en la bota, pero ni eso se les escapó a los esbirros de Badillo —explicó Góngora.

—Bueno, ya pensaremos en algo. Lo importante es que ya formamos un equipo —les animó Pedro de Heredia.

Alrededor de media hora más tarde, la guardia de Badillo comprobó sus ataduras y los trasladó junto con sus escasas pertenencias al barco que aguardaba en el muelle, listo para zarpar hacia España. Los tres presos fueron conducidos a la bodega, a la que fueron arrojados de malos modos y atados con una soga gruesa que enlazaron con una viga. Aún tuvieron que esperar unas cuantas horas hasta que sintieron cómo la carabela se deslizaba sobre el agua. Tenían experiencia en navegación, puesto que todos viajaron en barco hasta las Indias, pero se les hizo muy extraño hacerlo sentados en el suelo y maniatados, por lo que tuvieron que padecer ciertos mareos hasta que sus cuerpos se acostumbraron al vaivén de las olas.

Los tres reos tenían por delante muchas jornadas de viaje, así que se dedicaron a charlar un poco de su pasado y principalmente de su futuro. Ninguno de ellos quería resignarse a llevar una vida de prisionero, y comenzaron a contarse sus sueños bajo la hipótesis de que juntos iban a poder escapar de la cárcel. Marcial Góngora se sentía muy insatisfecho de su aventura en el Nuevo Mundo y anhelaba dar un brusco giro a su vida. Había abandonado su Andalucía natal para embarcarse en una vida de emociones bajo el cobijo de un hidalgo amigo de su familia, pero todo se había torcido. Confesaba que por culpa suya se había ido todo al traste. Unas malas compañías que comenzó a frecuentar en Cartagena lo fueron llevando poco a poco a tener que recurrir a la delincuencia para poder sobrellevar el nivel de vida autoimpuesto, y los sucesivos robos acabaron como cabía esperar. En una ocasión atracaron a quien no debían y, aunque pudo salvar la vida, algo que otros de sus compañeros no pudieron hacer, dio con sus huesos en la cárcel. El andaluz se aferraba a que la condena no iba a ser demasiado elevada, una vez que le juzgaran en España, y relató a sus compañeros que suspiraba por una nueva vida en Cádiz. Apenas le había dedicado atención antes de marcharse, pero sabía que contaba con el ferviente amor de una doncella cuyos padres poseían cientos de hectáreas de terrenos y miles de cabezas de ganado. Góngora, en el peor de los casos, pensaba en retomar su relación con la joven y lograr una cantidad de dinero o un trabajo lo suficientemente digno para convencer a los padres terratenientes. Quizá no necesitaría volver a las Indias para reconducir su vida, aunque se mostró dispuesto a colaborar en todo lo que fuera necesario en el plan de Pedro de Heredia. Sus objetivos estarían más cerca de cumplirse si no tenía que pisar la prisión; por lo tanto, si existía una posibilidad de fuga, no la iba a dejar escapar.

Fernando Galarza tenía las ideas aún más claras. Procedía de una noble familia vizcaína y tenía que salvaguardar su honor como fuera. Lo cierto es que no había sido la necesidad lo que le había conducido a una vida de pendenciero, pero su innata rebeldía lo había llevado a convertirse en un canalla, mujeriego y ladrón. Lo tenía todo en su pueblo natal, a las afueras de Bilbao, pero no supo aguantar la presión de un padre que le obligaba a seguir con el negocio familiar o le condenaba a una vida ligada a la Iglesia. O se mantenía trabajando en el negocio de los astilleros en Portugalete o se hacía cura, y ninguna de las dos opciones le agradaba demasiado; por lo que, en lugar de seguir comerciando con barcos y lana con Flandes y Francia, decidió romper con su familia y largarse al Nuevo Mundo. Allí se había labrado una carrera muy alejada del lema “nobleza, honor, honra”, que abanderaba su progenitor. Por tanto, Galarza era un espíritu libre que pretendía seguir siéndolo, si bien en el momento de hablar del futuro no había ocultado la posibilidad de volver un día con las orejas gachas a su hogar y pasar por el aro. Sin embargo, aún no estaba por la labor de claudicar y escucharía con atención cualquier plan que le permitiera eludir unos años de prisión.

Por su parte, el hombre de la nariz remendada era consciente de que a él le iba a ir mucho peor si llegaba a España en las condiciones que se encontraba. Los cargos eran mucho más graves, incluían varios asesinatos y la temporada que le esperaba a la sombra era muy superior, por lo que él no contemplaba pasar ni una mínima temporada entre rejas. Aunque también su procedencia era noble, no tenía ninguna intención de regresar con los suyos. Su apego a la familia concluyó con las experiencias compartidas junto a su hermano Alonso en Cartagena. Su objetivo era labrarse un buen punto y aparte que le permitiera regresar a por el oro de los indígenas. Para ello, necesitaba pergeñar una estrategia y no eran más que tres presos con las manos y los pies atados encerrados en una bodega. No obstante, quedaban muchas jornadas por delante y pensó que los conocimientos marítimos de Galarza podían ser un buen punto de apoyo.

Galarza comenzó a relatarles que normalmente las carabelas constaban de tres mástiles y velas cuadradas, que pesaban entre 50 y 60 toneladas; que su eslora era de unos 20 metros, su manga de unos ocho y que avanzaban a un equivalente en tierra de unos diez kilómetros por hora. A sus compañeros eso no les decía nada, el vasco añadió que era mejor esperar a ver cómo se portaba el mar y los vientos alisios en el inicio del viaje y tratar de provocar un naufragio en el último tercio de la travesía. El vasco había aprendido a utilizar la brújula y el astrolabio y los convenció de que sería capaz de llevarles a tierra después de que hubieran conseguido liberarse. 

Con el paso de las jornadas, fueron perfilando su plan y día a día congeniaban más con el carcelero improvisado que les llevaba la comida. El incauto les relataba pormenores del viaje: cuándo habían visto un banco de delfines, cómo les trataba el capitán, cuándo se avecinaba una tormenta, cuánto les podía restar de viaje… 

Galarza les había propuesto que el plan de escape se gestara en una fuga de agua de la misma bodega originada por ellos con unas piedras que había por allí y que se utilizaban como peso añadido para ganar estabilidad en la nave. Les había comentado que la tripulación de la carabela escasamente superaba la veintena de personas y que debían mantenerla ocupada. Aprovechando que el carcelero les avisó de que se avecinaba una tormenta de las grandes, se pusieron manos a la obra. Días atrás ya se habían encargado de acercarse poco a poco el material que les permitiera ir haciendo un boquete en el casco, y en cuanto advirtieron que la nave comenzaba a escorarse hacia un lado y hacia al otro, por efecto de las enormes olas, vieron su momento. Todos los marineros, concentrados en afrontar la ira del viento, arriaban velas, se aferraban al timón o sujetaban los enseres que iban y venían por la cubierta, cuando no acababan en el encorajinado mar. Entonces, Góngora fue el encargado de ponerse a gritar como un poseso, mientras Pedro de Heredia le ayudaba para atraer la atención del carcelero. Previamente, se habían acercado las piedras y con ellas primero causaron unas heridas a Galarza en los sobacos para que parecieran pústulas contagiosas. En medio de todo el trajín, el carcelero consultó con el capitán y éste accedió a trasladar a los otros dos prisioneros dejando solo al posible apestado. Para entonces, Galarza había logrado limar sus maromas con las piedras, afiladas poco a poco por ellos mismos, y estaba libre para abrir el boquete.

En medio del caos, Góngora y Pedro de Heredia fueron acercándose hacia el bote salvavidas y aguardaron a que Galarza se reuniera con ellos después de haber abierto la vía de agua. Soltaron primero el otro bote para que nadie pudiera seguirlos y, en cuanto apareció su compañero con sus pertenencias, varios alimentos y un cuchillo que había podido coger al pasar por la cocina, se desataron y se dispusieron a lanzarse al mar, que todavía persistía en su bravura. 

Entró primero el Adelantado, le siguió Galarza y, en el momento que Góngora iba a saltar, le alcanzó un disparo del capitán, que se había percatado de su maniobra. El andaluz cayó dentro del bote y los tres emprendieron la fuga peleando sin tregua contra las furiosas olas. 

Los marineros también habían descubierto la enorme vía de agua y los fugados se convirtieron inmediatamente en un problema de segunda índole. Según se fueron alejando del barco, vieron cómo el mar se lo iba tragando de forma inexorable. El naufragio fue ya inevitable y, para los libros de Historia, ése fue el fin de don Pedro de Heredia. Aquella carabela se fue al fondo del mar y no se registraron supervivientes.