Dabaibe, 2013
El servicial ayudante del alcalde nos informó de que existía un pequeño museo sobre arte indígena en la ciudad y que su director nos explicaría lo que nos hiciera falta. Como no habíamos reservado alojamiento, el hombre también nos recomendó un lugar donde pernoctar; aunque nos envió a las afueras, a un motel cuyo cartel habíamos divisado por la carretera cuando estábamos llegando.
—Tenemos más pensiones y hostales repartidos por la ciudad, pero no creo que se adecúen a las comodidades a las que ustedes están acostumbrados —nos dijo ofreciéndonos una tarjeta—. Además —añadió—, estamos en plena Semana Santa y aquí se celebra por todo lo alto, por lo que es posible que estén incluso llenos. Vayan a la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Merced y verán lo concurrida que está dentro de un rato, cuando salga la procesión.
Nos despedimos amablemente y salimos a la calle, donde tampoco reinaba un ambiente especialmente festivo.
—¿Qué te parece lo del motel? —le pregunté.
—A mí, eso de la “m” no me suele dar muy buena espina, prefiero los de “h” de toda la vida. Recuerda que moteles son los de carretera y luces de neón y los que son regentados por personajes como Norman Bates, el de Psicosis —respondió Amaia.
—No seas cagueta, ¿has visto la foto de las habitaciones? Están muy bien y seguro que mejor que una pensión o un hostal de los otros que, en lugar de tener de tres o cuatro estrellas, tienen tres o cuatro cucarachas.
—Vale, pero primero demos una vuelta por el pueblo.
Paseamos por las calles de Dabaibe buscando el museo y pronto dimos con la iglesia, en cuyo exterior sí había reunida una gran multitud aguardando la salida de la procesión. Eran días festivos y, como suponíamos, el centro cultural estaba cerrado. Tampoco era un lugar especialmente turístico y no esperaban muchas visitas. Tomamos algo en una inhóspita terraza y nos dispusimos a realizar la reserva en el motel. La llegada ya resultó extraña porque una barrera como las de los peajes nos cerraba el paso a tan sólo diez metros de la entrada principal, tras la que el vehículo se introducía en un mar de setos de altura considerable. Había un timbre en el lado del conductor y lo pulsé pensando en si no nos habríamos equivocado de lugar.
—¿Sí? ¿Qué desean? —preguntó una voz femenina.
—Queríamos una habitación para esta noche, si es posible —respondí.
—¿Qué tipo de habitación?
—Somos una pareja —intervino desde su lado Amaia, pensando que resolvía el posible enigma sobre la habitación doble o individual.
—Bien, es que tenemos distintas habitaciones. Quizá es mejor que se lo explique en la recepción. Avance con el coche y aparque frente al garaje número uno —dijo la recepcionista, una mujer de mediana edad, que nos recibió al minuto y nos explicó que había habitaciones con ciertos extras que lógicamente eran más caras.
—Nos conformamos con la doble estándar, muchas gracias —le dije, sin reparar en que Amaia estaba contemplando las fotografías de un folleto y las tarifas.
—Esas son más caras porque tienen jacuzzi dentro de la habitación —medió la recepcionista. Si quieren, ahora que no hay nadie se las puedo mostrar.
Amaia había comenzado a pensar en una velada romántica y accedió a la propuesta, por lo que seguimos a la mujer. Salimos de la recepción y nos introdujo en un corredor que se asemejaba mucho a los de las prisiones; un largo pasillo con numerosas puertas metálicas como si fueran celdas. Abrió una de ellas. Unas escaleras descendentes precedían a otra puerta, que ya conducía a la habitación estándar. Nos explicó que todas las habitaciones contaban con garaje privado con acceso directo y que disponían de un servicio de cafetería durante las 24 horas, con lo que se podía comer un plato combinado a las seis de la mañana tranquilamente. Era una estancia amplia, con buen aspecto, una cama grande, un ventanal con vistas a un frondoso bosque y un baño también hermoso.
—¡Qué bonita! —dijo Amaia, mientras yo ya comenzaba a quedarme con algunos detalles.
—Ahora les enseñaré otra, por si les gusta más —indicó la recepcionista llevándonos a otro corredor idéntico y a otra habitación muy parecida, salvo que una enorme bañera de hidromasaje circular se aposentaba a tan sólo unos centímetros de la cama. Por lo demás, el mirador, la cama, la televisión eran iguales, como también lo eran los espejos y los motivos de los cuadros. En ambas también permanecía cierto aroma a tabaco, quizá por falta de ventilación.
—¿Se puede fumar aquí? —pregunté.
—Sí, sí, por supuesto, pueden hacer lo que quieran, incluso comer, cenar y desayunar, como les he dicho antes. El procedimiento es que escogen de la carta que está en la mesilla, llaman por teléfono a recepción y en unos minutos sonará un timbre. En el interior del armario hay unas bandejas rotatorias por las que les llegará la comida y donde ustedes deberán depositar el dinero correspondiente.
—Vaya, vaya, es todo muy completo —comentó Amaia con cierta admiración.
—Sí, en este local apostamos por el servicio y la discreción.
—Tampoco vamos a tener mucho tiempo para jacuzzis, cogemos la estándar ¿no? —dije, mirando a los ojos a la psicóloga y señalándole con la mirada la bandeja de los productos de regalo del baño, donde asomaban como esperando su turno dos preservativos con un llamativo envoltorio azul.
—Sí, muchas gracias, nos quedamos con la anterior —concretó ella.
Salimos de nuevo al laberíntico corredor y acompañamos a la mujer hasta la recepción, donde pagamos por adelantado por normas del establecimiento y recogimos la llave de nuestra habitación; cuyo número, lógicamente, coincidía con el del garaje privado en el que aparcamos el coche. Era una lonja en la que cabía poco más que el vehículo, rematada por una escalera que conducía directo a la puerta de la habitación. Entramos y al cerrar comenzamos a reír a carcajadas, puesto que Amaia, pese a tardar lo suyo, ya había reparado en qué tipo de lugar nos encontrábamos. Era un local expresamente diseñado para contactos clandestinos donde no tuvieras que cruzarte con nadie, evitando encuentros inoportunos y no teniendo que relacionarte más que con los empleados y por teléfono.
—Menudo picadero al que me has traído, truhan —bromeó Amaia cogiendo los preservativos que compartían espacio en la cesta del lavabo con dos botellines de gel de baño, dos cepillos de dientes y dos pequeñas jabonetas. ¿Has visto el baño?, no hay jacuzzi, pero tiene chorros de ducha. Ya que estamos aquí, habrá que aprovechar las instalaciones…
—Ya veremos, picarona. De momento, voy a encender la tele a ver si, entre Telecaracol y Vivacolombia, dan algo interesante —respondí apretando el botón del mando a distancia. No llevaba recorridos más que dos canales cuando de repente un trasero de enormes dimensiones monopolizó la pantalla. No tardó en realizar en su vaivén un movimiento ascendente dejando al descubierto un pene de proporciones también considerables. Por si quedaban dudas, el porno televisivo era también otro de los servicios del motel.
Amaia se sentó a mi lado en la cama y sin dejar de sonreír me propinó un empujón que me dejó a su merced en posición horizontal.
—No necesitamos de ese tipo de estímulos. Ven aquí, que vas a tener tu merecido por traerme a este lugar inmundo, a este hogar del pecado.
Reaccioné agarrándola por las caderas y girándola hacia un lado, de forma que en cuestión de unos segundos era yo el que dominaba la situación desde arriba. Apagué el televisor y lancé el mando a mucha distancia para tener ambas manos libres. Comencé a desabrochar la camisa de Amaia, mientras ella estrujaba mi camiseta desde el ombligo tirando hacia arriba. En apenas unos instantes estábamos ambos desnudos y comenzamos otra serie de carcajadas en cuanto nos dimos cuenta de que nos reflejábamos desde muy distintos ángulos. Un enorme espejo se ubicaba sobre el cabezal de la cama; otro enfrente, sobre el escritorio, y un tercero en el techo que permitían unas perspectivas de lo más diversas.
Las risas dieron paso a los besos, los besos a las caricias y las caricias al sexo puro y duro. Ya llevábamos un tiempo juntos y habíamos comprobado que nos compenetrábamos bien en tales menesteres; pero lo cierto es que el motel le dio cierta dosis de picante al encuentro. Había recorrido ya con mi lengua y mis manos cada recoveco y cada pliegue del cuerpo de Amaia, y la posibilidad de presenciar el fragor de nuestra batalla amorosa desde diferentes ángulos hizo crecer aún más mi excitación. Ella, igualmente, no había vivido una experiencia parecida y también se dejó llevar; hasta el punto de que, en pleno juego, quiso meterse en el papel de una profesional. La pasión seguía a flor de piel y acabamos sudorosos y exhaustos, con ganas de probar los chorros de la ducha primero y el peculiar servicio de habitaciones después.
—Voy para la ducha, ¿vienes? ¡Ah!, pero primero tendrás que dejar un puñado de billetes en mi mesilla.
—Voy pidiendo un par de cervezas, ya que tengo que sacar la cartera...
Mientras nos secábamos, sonó el timbre de la habitación. Di la vuelta al rincón giratorio del armario, donde aparecieron las dos cervezas Águila y deposité el dinero para realizar el pago.
Nos las bebimos entre nuevas bromas y decidimos quedarnos a cenar en la habitación. No nos apetecía buscar un restaurante por Dabaibe y nos pareció mejor plan utilizar el segundo preservativo y cenar allí mismo un plato combinado con otras dos cervezas.
Dormimos bien tras la larga velada romántica y decidimos saltarnos el desayuno para no tener que recurrir al sistema de bandeja rotatoria. Recogimos nuestras cosas y bajamos al garaje para encaminarnos a Dabaibe en busca de alguien que pudiera resolvernos por fin el enigma del mapa y los símbolos.
Justo en el momento en que abrí el maletero para guardar nuestras bolsas, comencé a percibir un olor extraño, muy similar al de un tubo de escape. Nuestro coche estaba sin arrancar, así que traté de buscar su origen. Cada segundo era más intenso y un espeso humo comenzaba a ascender nublando nuestra visibilidad. Amaia lanzó un alarido en el momento en el que la puerta que conectaba con la habitación se cerraba de un portazo, al que le siguió el sonido del giro de una llave. Estábamos atrapados en medio de una nube de humo que cada vez era más densa.
—Ander, ¡tenemos que salir de aquí!, ¡nos vamos a ahogar! —gritó, mientras yo intentaba abrir la puerta y el ambiente se hacía más y más irrespirable.
—Nos han encerrado y han metido un tubo para asfixiarnos, agáchate, intenta mantener la calma y respirar el menor humo posible —dije tratando de ocultar mi angustia y mi miedo.
El garaje tenía una puerta de persiana metálica que se abría y se cerraba de forma eléctrica, y que debía de abrirse a través de un botón adosado a la pared. Pero no se abría, estaba bloqueada. Lo pulsé una y otra vez llevándome la mano a la boca, en vano. En ese momento me percaté de que Amaia ya no estaba histérica, no la escuchaba. Me acerqué a su lado y vi que yacía en el suelo. Pensé que yo le iba a acompañar en cuestión de segundos cuando reparé en el extintor que colgaba de la pared. Fui a por él sin dudar un momento y me puse a golpear el tubo hasta que lo expulsé fuera. En ese instante, el motorcito de la puerta comenzó a sonar y la puerta del garaje comenzó a abrirse como si nunca hubiera estado bloqueada. Respiré el aire puro del exterior y me lancé dentro a sacar a Amaia.
La psicóloga tardó un largo minuto, recuperó el sentido y se puso a toser como una tuberculosa. Nos besamos sentados en el suelo comprobando cómo nuestros ojos rojos lagrimeaban, y nos dedicamos una mutua sonrisa de alivio.
Ya más serenos, comprobamos cómo en el garaje colindante había un coche en marcha y de su tubo de escape salía el humo que a punto había estado de asfixiarnos.
—¡Uff! Ha faltado poco —exclamó Amaia.
—Sí, esto es todo un aviso. Está claro que han querido matarnos.
—Ya has visto que no sólo han colocado el coche con el tubo, sino que también se han preocupado de cortarnos la retirada cerrando con llave la puerta de acceso a la habitación.
—Sí, y esa llave sólo la pueden tener en recepción, porque ha de ser una copia de la nuestra o una llave maestra.
Nos dirigimos por la parte de fuera con el coche hacia la salida y paramos frente al lugar donde nos atendió la recepcionista. No parecía haber nadie. En la parte trasera de la recepción se podía ver una puerta entreabierta, que parecía conducir a un despacho. El silencio lo envolvía todo y tan sólo se podían escuchar nuestros tímidos pasos hacia la estancia. Allí se encontraba la recepcionista, inconsciente, con la cabeza ladeada sobre el escritorio y una pequeña herida en la sien. Alguien, tras golpearla, se había hecho con las llaves para poder acceder al garaje contiguo al nuestro, llegar por los corredores a nuestra habitación y dejarnos encerrados. Ese alguien también había huido ya sin dejar ningún rastro.
—Está viva, sólo se ha desmayado por el golpe —dije poniéndole los dedos en el cuello para comprobar su pulso.
—Hay que llamar a la Policía y a una ambulancia —añadió Amaia con gesto de preocupación.
—Sí, lo haremos; pero no desde aquí, por si hay huellas. Llamaremos desde la recepción —respondí mientras comenzaba a analizar con frialdad lo sucedido en las últimas horas.
No había demasiada gente que les hubiera visto curiosear por Dabaibe, pero estaba claro que a alguien no le había gustado. Por una parte, sentía preocupación porque habían estado a punto de matarnos y porque no quería de ningún modo poner en peligro a Amaia. Por otro lado, me embargaba también un pequeño sentimiento de satisfacción; algo estábamos haciendo bien cuando alguien se tomaba tantas molestias en intentar pararnos los pies. Alguien no quería que siguiéramos investigando, y eso quería decir que nos encontrábamos cerca de descubrir algo, algo que quizá explicara las cosas. Estaba convencido de que avanzábamos en la dirección correcta.