Cuenca del río Atrato, actual Colombia (1536)
El grupo de españoles seguía disfrutando de su pequeño festín alrededor de una gran hoguera que habían encendido según se acercaba el anochecer. Horacio salió de la tienda donde había dado satisfacción a sus más bajos instintos y se acercó directamente al hombre de la nariz remendada.
—¿Qué pasa Horacio? ¿Quieres repetir o qué? —bramó Pedro de Heredia entre risotadas.
—No, jefe, es sólo que deberíamos estar alerta. Mientras jodía a una de esas perras, me ha parecido entenderle entre gritos que su marido se iba a cobrar una cumplida venganza cuando regresara. Ya hemos comprobado que en este poblado faltan muchos hombres.
—Tienes razón, y lo más probable es que estén al caer. Saca a Rodrigo de la choza y vamos a cubrir el perímetro.
A unos quinientos metros de allí, y después de varias jornadas de caza, un nutrido grupo de indios catíos se acercaba hacia el poblado con gesto ufano y trasladando un buen puñado de jabalíes y aves; también algún venado, alguna iguana y varios roedores emparentados con las ardillas.
La satisfacción del deber cumplido, las ganas de reencontrarse con sus seres queridos y reponer fuerzas al abrigo de un buen fuego hacía que los indígenas avanzaran entre cánticos y silbidos. A lo lejos, ya veían los restos de una humareda e imaginaban que sus mujeres habían calculado bien el momento de su regreso y se afanaban con los preparativos de una estupenda cena.
Esa mezcla de orgullo y alegría fue su perdición. Supuso su condena, porque no hicieron más que delatar su posición al grupo de sanguinarios españoles. Mientras Pedro de Heredia distribuía a sus hombres para cubrir todos los flancos, el sonido de unos cánticos cada vez más cercanos motivó un rápido cambio de estrategia.
—¡Silencio! ¡Escuchad! —susurró el jefe—. Vienen por ahí, no sabemos cuántos son. Lo mejor será escondernos en ese lado todos juntos y esperar a que lleguen al poblado. En el momento que vean desperdigados por el suelo los cadáveres de su gente, se quedarán paralizados por la sorpresa y es ése el momento que debemos aprovechar. Rápido, escondámonos detrás de esos matorrales y tengamos todos los arcabuces, mosquetones y pistolas bien cargados.
Pablo ya se había encargado de silenciar con unas fuertes mordazas a las mujeres encerradas en la choza y trasladaba a golpes hacia los matorrales a Anbiyu, que tampoco podía avisar de lo que les esperaba a sus compañeros. El joven indígena seguía sin poder frenar el torrente de lágrimas que le surcaban las mejillas. Ello no le impidió pensar que debía hacer algo. El torturador se había esmerado tanto en amordazar al catío, para que no gritara, que descuidó los nudos con que ya hacía mucho tiempo ataba sus pies y sus manos. Anbiyu comprobó que la cuerda que enlazaba sus muñecas había comenzado a aflojarse y, en cuanto quedó tendido en una esquina, se afanó en liberar sus manos. Sabía que los españoles iban a estar muy concentrados en la refriega que estaba a punto de comenzar y vio que ése podía ser su momento para huir de semejante pesadilla.
Sin embargo, pensó que aún podía hacer algo más. Después de haber presenciado ya toda una masacre, no imaginaba que los hombres de su poblado fueran capaces de aguantar las flechas de fuego de los enemigos; pero quizá podría liberar a alguna de las mujeres. La choza estaba muy cerca y entre las prisioneras se encontraba Bindaye, que en realidad no era catía sino de un pueblo más lejano, el quimbaya, con el que su etnia había estrechado mucho los lazos.
Los catíos y los quimbayas se habían visto unidos por el destino y, antes, por su atracción especial por el oro. Unos lo buscaban en la tierra cual rudimentarios mineros y los otros hacían lo propio en el río. Sin embargo, unos años atrás, mientras los catíos se habían alejado un tanto creyendo haber encontrado una veta y los quimbaya también buscaron un lugar nuevo para hacer acopio de más cantidad del material dorado que luego manipulaban tan bien, la naturaleza protestó. Un temblor sacudió la zona con gran intensidad y fueron muchos los indígenas catíos que quedaron sepultados por el desprendimiento de la ladera en la que trabajaban. Al mismo tiempo, el seísmo sorprendió también a los quimbayas, que se encontraban dentro y en las inmediaciones del río, que se llevó a unos cuantos sumergiéndolos para siempre. Los catíos supervivientes corrieron como pudieron mientras el suelo se agrietaba a su paso y llegaron a orillas del río en el que se encontraron a varios quimbayas luchando por su vida. Dos de ellos se aferraban a un trozo de tronco y otros tres colgaban del desvencijado puente de madera desde el que vigilaban las tareas de sus compañeros.
No sin un gran esfuerzo, los catíos se organizaron para atraer con una caña larga a los dos quimbaya y formando una cadena humana, tiraron de ellos hasta ponerlos a salvo. Los rescatados, aún presa del histerismo, fueron capaces de comunicar a sus salvadores que aún había más personas en peligro, y los catíos se acercaron al puente, que estaba a punto de venirse abajo. Aparecieron en el extremo y trataron de tranquilizar con su presencia a los quimbayas, que se desgañitaban gritando, colgados al borde de sus fuerzas. Parecía que el temblor había concluido y no se producían nuevas réplicas. El hermano gemelo de Anbiyu envió a un par de sus compañeros al agua, de nuevo enlazados por la cadena humana reforzada por los dos quimbayas, y se lanzó a intentar el rescate desde el puente, que ya comenzaba a crujir. Sabía que su peso podría desencadenar la tragedia, pero se armó de coraje y con pies de plomo logró ir avanzando hasta llegar a agarrar de la mano al más anciano de los hombres suspendidos. Al borde de la extenuación, por debajo de él había unos cinco metros hasta el agua y varias rocas asomando peligrosamente en perpendicular.
A la sucesión de gritos, unos de histeria y otros de ánimo, le sucedió un silencio que engulló toda la tensión acumulada. Los rostros, ya desencajados por el esfuerzo, se paralizaron al escuchar el crujido que todos temían. Un extremo del puente cedió y dos de los quimbayas cayeron al agua, con tan buena fortuna que la cadena humana los tenía a su alcance.
Peor era la situación para el hermano de Anbiyu y el anciano, que se vieron obligados a soltar sus manos. El viejo cayó al río y el catío quedó colgando de lo poco que quedaba del puente; pero no dudó un segundo y optó por soltarse tratando de no abandonar al anciano, que comenzaba a ahogarse arrastrado por la corriente. El joven también tragó agua, logró darle alcance y parapetarse en una roca, donde los compañeros pudieron atraerlos hasta la orilla.
El anciano resultó ser un importante cacique quimbaya y, merced al enorme alarde de generosidad de los intrépidos catíos, surgió entre ambos pueblos una promesa de colaboración y solidaridad mutua. El viejo jefe quimbaya quiso ir aún más lejos y formalizó una alianza especial con la familia de su salvador. Propuso al hermano de Anbiyu irse a vivir con él a su poblado y, como símbolo del inquebrantable pacto de sangre, envió a una de sus hijas a formar parte del pueblo catío. El ofrecimiento fue aceptado con agrado y sellado en una gran fiesta que daba inicio al intercambio. El hermano de Anbiyu había conectado con el anciano y tenían así la posibilidad de transmitirse mutuamente sus secretos acerca de la ubicación del oro y de su transformación y posibilidades de convertirlo en piezas artísticas o religiosas. Así fue como Bindaye acabó en casa de Anbiyu y más tarde recluida, golpeada, violada y humillada en una choza del poblado.
El grupo de cazadores catíos estaba a punto de llegar al poblado y los españoles ya aguardaban agazapados entre los matojos esperando la señal de Pedro de Heredia. Aparecieron en el claro y quedaron de inmediato paralizados. El venado cayó al suelo, al igual que el resto de las piezas cobradas en la cacería. Los cuerpos inertes de los animales se habían unido al cúmulo de cadáveres de mujeres, niños y ancianos repartidos por todo el poblado.
Los cánticos cesaron de golpe, los hombres habían pasado de percibir un agradable olor a asado, frutas y hierbas por otro aroma híbrido que lo mezclaba con el de la sangre y la muerte. Se quedaron un segundo paralizados, contemplando el sobrecogedor escenario. No habían comenzado siquiera con los primeros gritos de dolor al reconocer a sus seres queridos, cuando una salva de disparos fue haciendo que cayeran uno a uno. Las distintas facciones de cazadores se habían reagrupado y conformaban un grupo de alrededor de cincuenta, pero la doble sorpresa fue demasiada para su capacidad de reacción. Los españoles tuvieron tiempo para una segunda y una tercera carga y los últimos catíos cayeron en un cuerpo a cuerpo en el que tampoco tuvieron ninguna oportunidad.
La nueva carnicería duró poco, pero sí lo suficiente para que Anbiyu aprovechara que no lo vigilaban para soltarse y correr a la choza de las mujeres. Liberó con rapidez a Bindaye. Pese a estar magullada y herida en su orgullo, estaba físicamente en condiciones de correr por la selva. Anbiyu intentaba soltar a otra de las mujeres cuando un culatazo le nubló la vista y perdió la consciencia.
Pablo hizo un rápido recuento de las mujeres y comprobó que faltaba una. Salió como una centella de la choza y miró en todas direcciones sin poder advertir por dónde había huido la indígena. Pateó el cuerpo ya maltrecho de Anbiyu y dio la voz de alarma por si sus compañeros podían avistarla. Nada. Tras sólo unos segundos, no había rastro de la escurridiza mujer.
—Tranquilo, Pablo. No pasa nada. Está sola y desamparada y serán las criaturas del bosque las que den buena cuenta de ella —dijo Pedro de Heredia.
—Sí, no creo que esa zorrita pueda llegar muy lejos.
—Está bien, ya es de noche y debemos descansar un poco. Ata bien al mequetrefe, que aún no hemos terminado con él.
El grupo de conquistadores, con turnos de vigilancia, durmió a pierna suelta hasta el amanecer, mientras que Anbiyu no pudo hacerlo en ningún momento desde que recuperara la consciencia. Sólo esperaba que Bindaye no descansara hasta encontrar a los suyos.
El hombre de la nariz remendada levantó el campamento, dio orden de agrupar los cadáveres unos encima de otros y mandó encender una gran pira que se extendió por todo el poblado, sin importarle que las mujeres encerradas en la choza fueran quemadas vivas. Sus alaridos arrancaron una malévola sonrisa en el rostro de Pablo y algunos de sus compañeros; pero resultaron insoportables para Anbiyu, que veía que implorar a los dioses tampoco conseguía minimizar su calvario. Se acordó también de la solemnidad y el respeto con el que los catíos celebraban sus ritos funerarios. No pudo evitar el desmayo al contemplar a todo su pueblo masacrado y ardiendo como si fueran malas hierbas. Lo despertaron a patadas y lo pusieron enfrente de Horacio.
—Muy bien, jovencito, no te has portado muy bien y más te vale decirnos por dónde está el templo de vuestra diosa.
El intérprete utilizó un tono cordial; pero Anbiyu no dejaba de mirar a Pablo, cuyo rostro era muy amenazante y cuyo puño parecía dispuesto a salir disparado sobre su mejilla. El joven indígena era consciente de lo que querían. Cabizbajo, señaló con su brazo hacia un lateral del poblado, por el que parecía discurrir un pequeño sendero.
Con Anbiyu por delante, los españoles se adentraron de nuevo en la selva. A unos trescientos metros vieron que se abría otro claro, más pequeño que el que delataba la presencia del poblado arrasado. Pedro de Heredia aceleró el paso y fue el primero en presentarse ante una edificación de unos cinco metros de altura en forma de pirámide, con un acceso al final de unos toscos escalones.
No estaban seguros de si podrían encontrarse con algún tipo de emboscada; pero no esperaban que el indígena los traicionara, después de todo lo que le habían hecho. Además, si de algo estaban provistos todos, era de una codicia inconmensurable que les hacía obviar todo riesgo en el momento de ver tan cercano su objetivo.
Anbiyu no quería entrar, era un centro religioso, un lugar para la adoración y no para la profanación. Fue prácticamente arrastrado hasta el umbral, donde ya percibían la presencia de algunos objetos refulgentes. Con un poco de sigilo y mucha impaciencia, el hombre de la nariz remendada fue el primero en improvisar una antorcha y adentrarse en una estancia dominada por una imagen femenina completamente de oro a cuyo derredor se amontonaban numerosas piezas de orfebrería y joyas de distintas formas y tamaños. Delante del ídolo principal, una gran mesa de piedra, y en sus costados se agolpaban un sinfín de flores de todas formas y colores.
—Muchachos, todo esto es vuestro y podéis ir recogiéndolo. Menos ese ídolo, es mío —espetó el hombre de la nariz remendada.
No pasaron ni dos segundos y la docena de hombres se lanzó a la carrera a recoger objetos, comenzando una lucha encarnizada por apropiarse de la pieza más grande. Después de codazos, gruñidos, malas caras y algún que otro insulto, los mercenarios de Pedro de Heredia parecieron haberse conformado con su parte del botín. Él, no obstante, todavía no estaba satisfecho. Se acercó a recoger la figura sagrada de Dabaibe, y desde cerca reparó que sus ojos y su boca llevaban una especie de rubí. En el momento de tocar el ídolo, le pareció que su fulgor rojo crecía con su contacto; pero no le dio importancia y lo metió en un zurrón que puso a buen recaudo entre sus enseres.
Pese a haber cubierto su objetivo principal, el Gobernador de Cartagena no estaba satisfecho y entendía que sus hombres tampoco debían de estarlo.
—Hemos descubierto un buen puñado de piezas de oro, pero yo a esto no le otorgaría la categoría de tesoro. Tiene que haber mucho más. ¿No creéis, muchachos?
—Vamos a interrogar de nuevo al chico, a ver qué nos dice —sugirió Pablo—. Horacio, mira a ver si eres capaz de sonsacarle dónde hay más oro.
El intérprete se llevó a Anbiyu a unos metros del templo y lo sentó en el suelo, donde él también tomó asiento. Trataba de darle confianza y alejarlo de Pablo, su principal pesadilla, para ver si, más relajado, era capaz de entenderle mejor. Diez minutos más tarde, se reunió con sus compañeros y esbozando una enorme sonrisa les dijo que el indígena le había admitido la existencia de más templos y tesoros de unas proporciones muy superiores.
Anbiyu confiaba que Bindaye hubiera aprovechado la noche para acercarse hacia el poblado quimbaya, donde estaba su hermano, y que les pudiera avisar de lo sucedido. En el fondo, soñaba con que su pueblo hermano, mucho más agresivo y versado en las artes del combate que el catío, tuviera fuerza y tiempo para poder prepararse y pergeñar la venganza.