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Una paz turbulenta

Esto no es una paz. Es un armisticio de veinte años.

Opinión del mariscal Ferdinand Foch

acerca del Tratado de Versalles (1919)

Era una paz… en cierto modo. Pero a menudo no lo pareció. Después de la guerra se produjeron unas turbulencias enormes, como una ola gigantesca tras un terremoto. Los trastornos sísmicos tardaron cinco años en remitir. Los soldados volvieron a casa para encontrarse con un paisaje político, social, económico e ideológico que había cambiado de arriba abajo. La guerra había destruido sistemas políticos enteros, arruinado economías, dividido sociedades, y abierto la puerta a visiones radicalmente utópicas de un mundo mejor. Se le puso la etiqueta de que había sido «una guerra para acabar con la guerra». ¿Por qué entonces allanó el camino para otra conflagración todavía más devastadora? ¿Por qué se evaporaron con tanta rapidez las esperanzas que abrigaban millones de personas de alcanzar una paz y una sociedad mejor basada en una libertad e igualdad mayores? ¿Cómo fue que Europa puso los cimientos de una peligrosa tríada ideológica de sistemas políticos absolutamente incompatibles que rivalizaban por imponer su dominio: comunismo, fascismo y democracia liberal? Y aun así, ¿por qué en aquellos primeros años de crisis y a pesar de los traumas de la inmediata posguerra, el comunismo sólo triunfó en Rusia y el fascismo sólo triunfó en Italia, mientras que la democracia sobrevivió en la mayor parte del resto de Europa, empezando por el país que constituía el centro neurálgico del continente, Alemania?

¿Países «propios de héroes»?

Durante la campaña a las elecciones británicas de 1918 el primer ministro David Lloyd George, vitoreado por muchos como «el hombre que ganó la guerra», habló de hacer «un país propio de héroes en el que vivir». Incluso en el país que antes de la guerra había sido el más rico de Europa, y que además había quedado físicamente indemne casi en su totalidad después de cuatro años de lucha, aquellas palabras no tardarían en parecerles poco más que una burla hueca a muchos soldados que acababan de volver de las trincheras.

Al principio la desmovilización de los soldados en Gran Bretaña fue de hecho bastante tranquila. De los 3,5 millones de soldados que tenía en el momento del Armisticio en 1918, el ejército disminuyó de volumen y pasó a tener 370 000 hombres en 1920. El inmediato boom económico de posguerra supuso que en el verano de 1919 cuatro quintas partes de los integrantes de las fuerzas armadas hubieran sido ya dados de alta y que la mayoría de ellos hubieran encontrado trabajo (a veces a expensas de las mujeres empleadas durante la guerra). Pero ese boom acabó con tanta rapidez como empezó. En el otoño de 1920 había pasado a la historia. Las políticas deflacionistas introducidas para proteger la libra esterlina (a imitación de las de Estados Unidos) tuvieron un efecto demoledor sobre el nivel de vida. Los salarios, que al principio habían permanecido en sintonía con el alza de los precios, cayeron en picado. En 1919, se habían perdido 35 millones de jornadas de trabajo en conflictos colectivos. En 1921 esa cifra ascendía ya a 86 millones. La tasa de desempleo se dobló en los tres meses que van de diciembre de 1920 a marzo de 1921. En verano había dos millones de personas sin trabajo. La mayoría de los desempleados vivían en alojamientos sórdidos y ruinosos. En 1918 se habían prometido hogares para los héroes. Pero en 1923 se necesitaban 822 000 nuevas casas sólo para cubrir la escasez de viviendas básicas —mayor que la de 1919—, por no hablar de sustituir los millones de viviendas arruinadas de los suburbios.

En 1921, un número incontable de excombatientes, muchos de ellos aquejados de invalidez grave, vivía en la más absoluta pobreza, mendigando por las calles o intentando ganarse la vida vendiendo cerillas y souvenirs, comiendo en comedores sociales, y a veces obligados a dormir en los portales de las casas o en los bancos de los parques. «Ya no éramos héroes, éramos “desempleados” sin más», comentaba con amargura un antiguo oficial. «Llegaban constantemente a la puerta de casa excombatientes vendiendo cordones de botas y pidiendo camisas y calcetines en desuso», recordaba Robert Graves, poeta, escritor y antiguo oficial de primera línea. «Los patriotas, especialmente los de género femenino, estaban en 1919 tan desacreditados como honrados habían sido en 1914», recordaba Vera Brittain, que había abandonado la comodidad de sus orígenes de clase media alta y se había presentado voluntaria como enfermera para atender a los heridos en el frente. Veía ante sí «un mundo despojado de perspectivas que se ha quedado árido y sin sentido».

La situación de Gran Bretaña, por deprimente que fuera, distaba mucho de ser la peor de Europa, al menos desde luego entre los países directamente implicados en el conflicto. Por terribles que fueran, las bajas sufridas por los británicos no habían sido ni mucho menos las más altas. El número de soldados del Reino Unido que habían resultado muertos ascendía a 750 000 (más otros 180 000 muertos procedentes de todo el imperio); el de Italia era casi medio millón, el de Francia 1,3 millones, el del Imperio Austrohúngaro casi 1,5 millones, el de Rusia alrededor de 1,8 millones, y el de Alemania superaba ligeramente los 2 millones. En proporción los sufrimientos de algunos países pequeños fueron peores. Uno de cada tres serbios y rumanos enviados al campo de batalla resultaron muertos o perdieron la vida a consecuencia de las heridas o a causa de las enfermedades. La proporción de muertos entre los combatientes de los principales países beligerantes se situaba entre el 11-12% (Rusia, Italia y el Reino Unido) y el 15-16% (Francia, Alemania e Imperio Austrohúngaro). El número de heridos, inválidos e incapacitados superaba con creces al de muertos en todos los países. La cifra total de muertes era más del doble de la que alcanzaba el conjunto de todas las grandes guerras que había habido entre 1790 y 1914. La epidemia de gripe de 1918-1919 causó además en todo el mundo el doble de muertes de las que se produjeron en los campos de batalla de Europa durante la contienda. A esas cifras verdaderamente espantosas había que sumar las víctimas de la violencia y de los conflictos fronterizos de posguerra.

El coste económico de la guerra fue inmenso: más de seis veces el total de la deuda nacional de todos los países desde finales del siglo XVIII hasta 1914. En los países afectados más directamente por los combates, la producción se redujo drásticamente después de la guerra respecto a la que había en 1913. El Reino Unido, en cambio, había salido mucho mejor librado. Aun así, su endeudamiento era casi doce veces mayor en 1918 del que tenía en 1914, y el total de su deuda neta con Estados Unidos, la más alta entre los Aliados, situándose en 1922 en casi 4500 millones de dólares, significaba, lo mismo que para casi toda Europa, una dependencia duradera del crédito proveniente de Estados Unidos. Los países neutrales fueron también económicamente golpeados por la guerra. La mayoría de ellos, como por ejemplo Suecia, habían conseguido expandir sus economías para hacer frente a las demandas de la guerra. El impacto del conflicto sobre la España neutral, sin embargo, supuso la intensificación de sus problemas económicos y la profundización de las fisuras sociales, ideológicas y políticas ya existentes en el país.

En la Europa occidental la destrucción física ocasionada por la guerra se limitó en gran medida a Bélgica y el nordeste de Francia. Estas regiones situadas en pleno campo de batalla sufrieron de manera atroz. Cientos de miles de edificios fueron destruidos, la industria quedó gravemente dañada, enormes extensiones de tierras dejaron de ser aptas para el cultivo, y una gran proporción del ganado murió. Las áreas más afectadas, sin embargo, no tenían más que entre 30 y 60 kilómetros de anchura. Aparte de las zonas de combate, Francia y el resto de Europa occidental sufrieron curiosamente una destrucción muy pequeña. En el este, donde la guerra había sido más móvil, la historia fue muy diferente. Serbia, Polonia y las regiones de lo que luego serían Bielorrusia y Ucrania, pisoteadas y saqueadas por los ejércitos en avance y en retirada, sufrieron una devastación enorme.

Los soldados victoriosos que volvieron a casa y fueron recibidos como héroes en Londres encontraron al menos un país reconocible respecto al que habían abandonado. Los que regresaron —a menudo en el más absoluto desorden— a Viena, Budapest, Múnich o Berlín, en cambio, se vieron sumidos en la barahúnda revolucionaria y el caos económico. Curiosamente, la Alemania vencida se las arregló mejor que la Inglaterra vencedora (o incluso que la Holanda neutral) a la hora de gestionar el mercado de trabajo de posguerra y de frenar el desempleo, en parte obligando a las mujeres a dejar los puestos de trabajo que habían pasado a ocupar durante la guerra y sustituyéndolas por hombres. También ayudó mucho la inflación. En aquellos momentos una economía deflacionista habría arruinado todavía más la economía alemana y habría hecho imposible que muchos excombatientes encontraran trabajo. La inflación galopante que el gobierno no hizo nada por frenar, sin embargo, sería un precio que pronto habría que pagar de otras formas gravemente dañinas.

La inflación se había acelerado en Alemania durante la guerra, cuando la deuda nacional se multiplicó casi por treinta y el papel moneda en circulación lo hizo por más de veinte. Los precios en 1918 eran unas cinco veces más altos de lo que lo habían sido antes de la guerra, y la divisa había perdido casi la mitad de su valor anterior. El caso de Alemania no era el único. La inflación y la depreciación de la moneda de Austria-Hungría durante la guerra fueron incluso mayores. La mayor parte de los países experimentaron la inflación en alguna medida durante la contienda. Los precios eran tres veces más altos de lo que lo eran en 1913 en Francia, Holanda, Italia y los países escandinavos, y casi dos veces y media en el Reino Unido. Sin embargo, sobre todo en la Europa central y del este, la inflación de los precios subió de manera galopante y quedó fuera de control durante los años de posguerra. En Polonia, Austria y Rusia la divisa cayó por los suelos en medio de la hiperinflación. Jan Slomka (al que ya vimos en el capítulo 2), alcalde durante muchos años de la localidad de Dzików, en el sudeste de Polonia, recordaba algunos años después el impacto de la inflación galopante tras la sustitución de la corona austríaca por el marco polaco de papel en 1920:

Si se vendía algo y no se compraba inmediatamente otra cosa con el dinero cobrado, las pérdidas eran enormes. Había muchos que vendían la casa o un campo, o parte del ganado, sólo para guardar el dinero en casa o en algún banco. Ésos perdían todo lo que tenían y se convertían en mendigos. Por otro lado, los que tomaban dinero prestado y compraban cosas con él hacían verdaderas fortunas. Había infinitos montones de dinero. Había que llevarlo en maletines o en cestas. Las carteras y monederos por el estilo eran inútiles. Por las cosas de la casa se pagaban miles de monedas, luego millones, y por último miles de millones.

Sólo la introducción de una moneda completamente nueva, el złoty, en 1924 trajo la estabilización a Polonia.

En Alemania la caída en la hiperinflación tuvo mucho que ver con la grave crisis política que se adueñó del país en 1923 después de que los franceses ocuparan la zona industrial de Ruhr en represalia por el impago de las indemnizaciones y reparaciones de guerra por parte de los alemanes. Pero la raíz de la hiperinflación se hallaba en la financiación de la guerra, basada en el supuesto de que Alemania habría resultado vencedora y habría recuperado las pérdidas a costa de los países vencidos. Las consecuencias económicas de la derrota ofrecieron por tanto muy pocos incentivos a Alemania para evitar la inflación. El esfuerzo de guerra del país se había financiado principalmente a través de los préstamos de guerra de la propia población alemana. La inflación proporcionaba los medios para liquidar toda esa deuda interna. Las medidas tomadas al comienzo de la posguerra para frenar el alza de los precios dieron paso, una vez que en 1921 se conoció el montante de las indemnizaciones (que sólo podían pagarse en marcos de oro, no en la divisa depreciada), a una aceptación voluntaria del aumento de la inflación basada en consideraciones estratégicas.

Además de facilitar el pago de la deuda interna y de detener la grave combatividad de los trabajadores que habían acarreado las medidas deflacionistas, por ejemplo en Gran Bretaña, la inflación ayudó a la industria alemana a experimentar una rápida recuperación después de la guerra y dio un fuerte impulso a sus exportaciones. Los industriales podían tomar prestado el dinero que necesitaran para sus inversiones y luego pagar esos préstamos en la moneda devaluada. Y como la moneda alemana perdía valor, las mercancías podían ser exportadas a precios sumamente competitivos. No es de extrañar que Alemania experimentara un crecimiento enorme de la producción industrial y un fuerte descenso del desempleo entre 1920 y 1922, en una época en la que las políticas deflacionistas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia trajeron consigo todo lo contrario, esto es caída de los niveles de producción y aumento del desempleo.

Los salarios de los obreros cualificados de la industria en Alemania a menudo pudieron seguir el ritmo de la inflación, por lo menos al principio. Los sindicatos habían conseguido valerse de las concesiones hechas por los empresarios durante la guerra para asegurarse la mejora de los sueldos y de las jornadas de trabajo. Pero para los obreros no cualificados y para los que dependían de rentas fijas o de pensiones, la inflación constituyó un desastre en constante aumento. En 1923, durante la crisis del Ruhr, quedó completamente fuera de control y se convirtió en una verdadera catástrofe. En 1914 el dólar americano —que al término de la guerra se convirtió en la divisa pesada fundamental en Alemania— había valido 4,20 marcos; al término de la guerra había subido hasta alcanzar los 14 marcos, a finales de 1920 se situaba en los 65, en enero de 1922 había llegado a los 17 972, y en noviembre de 1923 se había disparado hasta la astronómica cifra de 44 200 millones de marcos. Lo que esas cifras verdaderamente incomprensibles significaban para los individuos corrientes y molientes que vivían de sus modestos ahorros se ve ilustrado gráficamente por el destino de un anciano bastante culto de Berlín, cuyos ahorros de 100 000 marcos le habrían garantizado en otros tiempos un retiro razonablemente cómodo, pero que ahora, como consecuencia de la devaluación de la moneda, sólo le bastaban para comprar un billete de metro. Dio una vuelta por la ciudad en el ferrocarril subterráneo y, al regresar, se encerró en su piso, donde acabó por morir de hambre.

En ningún lugar de la Europa de posguerra había un país «propio de héroes». Viudas desconsoladas, huérfanos y soldados mutilados se confundían con los hambrientos, los desempleados y los indigentes en las ciudades grandes y pequeñas de todo el continente. La guerra había dejado tras de sí casi ocho millones de inválidos necesitados del apoyo del estado. Sólo en Alemania había más de medio millón de viudas de guerra y más de un millón de huérfanos. Entre los 650 000 hombres que habían sufrido lesiones graves había 2400 ciegos de guerra, 65 000 que habían perdido un brazo o una pierna, y más de 1300 que habían sufrido una doble amputación. La medicina había hecho grandes avances durante la contienda. Pero la cirugía no podía curar por completo unas heridas tan terribles. Y además de las lesiones corporales estaban las mentes dañadas, traumatizadas por la experiencia de la guerra: se calcula que 313 000 individuos en Alemania y unos 400 000 en Gran Bretaña. Muchos no se recuperaron nunca, víctimas de un tratamiento psiquiátrico inadecuado y de la escasa comprensión de su situación por parte de la gente. Los inválidos de guerra se enfrentaban a la miseria económica y la discriminación social. Los empresarios no querían trabajadores físicamente discapacitados, mientras que los excombatientes que habían sufrido daños psiquiátricos a consecuencia de la guerra eran considerados «histéricos» o resultaban sospechosos de fingir su enfermedad para conseguir una pensión.

La destacada socialista y pacifista británica Ethel Snowden (cuyo marido, Philip, se convertiría en el primer Canciller del Tesoro laborista en 1924) retrató vívidamente la miseria social reinante en Viena poco después de acabar la guerra: «Oficiales de uniforme vendían rosas en los cafés. Mujeres exquisitas vestidas con sus mejores galas ya ajadas pedían limosna con sus hijos en las esquinas. La hierba crecía en las calles principales. Las tiendas estaban vacías de clientes… A la puerta de las oficinas de empleo millares y millares de hombres y mujeres hacían largas colas para cobrar el subsidio de paro… Los médicos luchaban con gallardía en clínicas y hospitales por salvar a niños enclenques cubiertos de llagas purulentas, prácticamente sin medicinas, sin jabón, sin desinfectantes».

En la Europa oriental la situación era incluso más desesperada. Cientos de miles de refugiados que huían de la guerra civil rusa se enfrentaban a perspectivas muy sombrías allí donde fueran a parar y raramente encontraban una acogida amistosa entre una población que ya estaba sufriendo una gran miseria. Polonia, que había sido asolada durante años por los combates librados en su suelo, se hallaba en un estado espantoso. La mitad de los habitantes de Varsovia recibía algún mínimo subsidio de desempleo cuando acabó la guerra; la enfermedad estaba generalizada, y en las regiones del este la gente casi se moría de hambre. «El país», comunicaba sir William Goode, jefe de la misión de socorro británica a la Europa central y del este en 1919, «había sufrido cuatro o cinco ocupaciones de distintos ejércitos, y todas ellas habían peinado el territorio en busca de provisiones. La mayoría de las aldeas habían sido incendiadas por los rusos en su retirada [de 1915]; la tierra llevaba sin ser cultivada cuatro años… La población vivía de raíces, hierba, bellotas y brezo». Lo extraño no es que hubiera disturbios políticos generalizados en buena parte de la Europa de posguerra, sino que los alborotos revolucionarios no fueran más.

Casi en todas partes la gente tenía que luchar no sólo contra una miseria material severa, sino también para superar las pérdidas personales. En una guerra del pueblo en la que había habido tantas bajas, tenía que producirse algún tipo de reconocimiento nacional de la magnitud de los sufrimientos padecidos.

En Francia las familias deseaban que sus seres queridos fueran enterrados en los cementerios de las iglesias de sus lugares natales. El gobierno acabó por ceder a la presión popular y el estado pagó la exhumación y el nuevo enterramiento de 300 000 caídos identificados. Todo ello fue posible, aunque a costa de un proceso logístico y burocrático enorme, porque los caídos franceses habían perdido la vida principalmente en su propio territorio. Para otros países resultaba imposible hacer algo parecido. Los muertos debían ser conmemorados en el mismo sitio en el que habían caído, aunque vencedores y vencidos fueran depositados en lugares distintos. Los franceses en particular no podían soportar la idea de que sus seres queridos yacieran al lado de los alemanes. De modo que allí donde los alemanes caídos yacían junto a los franceses y los británicos, sus cadáveres fueron exhumados y enterrados de nuevo en cementerios distintos. El resultado fue el establecimiento de cementerios de guerra, de manera más o menos distinta según cada país, en el propio campo de batalla o en sus inmediaciones. Esos cementerios simbolizaban el heroísmo inmortal y el sacrificio por la nación. Tocaban también la piedad popular, evocando la idea de que ese sacrificio no había sido en vano, y de que los caídos resucitarían un día en presencia de Dios. Entre las apretadas filas de lápidas blancas, todas iguales, en los prados bien recortados de los cementerios británicos, podía encontrarse a veces la de algún soldado cuya identidad no había podido ser establecida, acompañada de una simple inscripción: «Conocido por Dios». Traer de nuevo a la patria a un soldado desconocido y enterrarlo en un monumento nacional no tardó en convertirse en punto focal del luto colectivo de la nación. En 1920, en medio de una enorme pompa y una gran ceremonia, los franceses enterraron al «Soldado Desconocido» debajo del Arco de Triunfo en París, y los británicos lo hicieron en la abadía de Westminster de Londres. Italia, Bélgica y Portugal no tardarían en seguir su ejemplo poco después.

Lo que fue posible en la conmemoración nacional de los caídos en el Frente Occidental no pudo tener réplica en el este de Europa. En Rusia no se erigió ningún monumento en absoluto. Allí la guerra derivó sin solución de continuidad en luchas revolucionarias y en las pérdidas aún mayores acarreadas por la terrible guerra civil. Con el triunfo del bolchevismo la primera guerra mundial —vista como un simple conflicto entre potencias imperialistas rapaces— quedó relegada tras el mito heroico de la guerra civil. Las exigencias ideológicas hicieron que la primera guerra mundial no pudiera tener cabida en la memoria colectiva.

Tampoco cabría esperar que hubiera un sentimiento de unidad nacional en el recuerdo de los caídos semejante al que se dio en las potencias occidentales vencedoras en los países vencidos, donde la guerra había traído la división y había provocado no sólo un desastre militar y una pérdida enorme de vidas humanas, sino que además había dado lugar a una gran turbulencia política y a la confrontación ideológica. Alemania no inauguró un monumento nacional a los muertos en Berlín hasta 1931 (aunque previamente se erigieron muchos monumentos conmemorativos de la guerra en distintas localidades). El significado de la contienda y de la derrota alemana fue además acaloradamente discutido con el fin de encontrar una unidad en cualquier conmemoración de la guerra que se hiciera. En un extremo del espectro de emociones públicas estaba el dolor, el horror por el coste en vidas humanas de la contienda, y el pacifismo, captado de modo realmente conmovedor en la escultura de Käthe Kollwitz, concebida ya durante la guerra, acabada mucho más de una década después de su finalización, y erigida en un cementerio belga, de unos padres llorando la pérdida de su hijo. En el otro extremo del espectro estaba la sensación de humillación nacional y cólera por la derrota y por la revolución acarreada por ella, que incorporó el heroísmo bélico a las esperanzas de resurrección y renacimiento nacional. Dicho sentimiento quedaría resumido en el «mito de Langemarck». Cerca de esta localidad flamenca de nombre cargado de resonancias alemanas, unos veinte o veinticinco mil jóvenes voluntarios alemanes, reunidos precipitadamente y mal adiestrados, habían perdido la vida en una batalla inútil contra los británicos a comienzos de otoño de 1914. En manos de la propaganda alemana, esta tragedia casi absurda llegó a adquirir un estatus legendario inmarcesible como demostración del sacrificio y heroísmo de los jóvenes, elementos que constituían la base imprescindible de la renovación nacional. El mito de estos caídos se convirtió en Alemania en punto central de la disputa ideológica que encontraría una desastrosa solución ya en los años treinta.

El horror de la guerra convirtió en pacifistas a muchos. «La propia guerra ha hecho de mí un adversario de la guerra», fue la reacción del dramaturgo socialista alemán Ernst Toller ante lo que él describió como «una catástrofe para Europa, una plaga para la humanidad, el crimen de nuestro siglo». Desde la revulsión provocada por la muerte y el sufrimiento, y el abatimiento en que la sumió la pérdida de su prometido, su hermano y dos amigos íntimos, la escritora inglesa Vera Brittain se hizo pacifista, socialista y ardiente luchadora por los derechos de la mujer. En Francia, Madeleine Vernet, que antes del estallido de la guerra había dirigido un orfelinato, fundó la «Liga de Mujeres contra la Guerra», atrayéndose el apoyo de feministas, socialistas y comunistas. Allí, como muchos otros países de Europa, los ideales de la paz y del fin de las desigualdades sociales inherentes a las rivalidades capitalistas encontraron oídos muy bien dispuestos. El pacifismo idealista, sin embargo, siguió confinado a una minoría. La mayoría de los soldados que volvían a casa no eran pacifistas. Habían combatido y volverían a combatir, aunque a regañadientes, si el deber patriótico y la necesidad se lo exigían. Pero deseaban mayoritariamente la paz, la seguridad, la vuelta a la normalidad y un futuro mejor sin guerra. La inmensa mayoría quería volver a sus granjas, a sus puestos de trabajo, a sus pueblos y sus ciudades, y por encima de todo al lado de sus familias. Ésa era la reacción más típica —sin duda alguna al menos en la Europa occidental—, al tiempo que la gente intentaba, cada uno a su manera, reconstruir unas vidas que con demasiada frecuencia la experiencia de aquel terrible conflicto había puesto patas arriba. El horror de lo que había sucedido produjo la arrolladora convicción de que no debía volver a haber más guerras.

Paladines de la contrarrevolución

No todos, sin embargo, eran de esa opinión. Hubo un legado totalmente distinto y aun contrario de la gran conflagración europea, un legado que suponía la glorificación de la guerra y que acogía con los brazos abiertos a la violencia y al odio. Para muchos, la guerra simplemente no acabó en noviembre de 1918. El choque cultural que supusieron la derrota, la revolución y el triunfo del socialismo, y los miedos paranoicos al «Terror Rojo» a través de los relatos de horror propagados por los refugiados que llegaban huyendo de la guerra civil rusa, alimentaron una mentalidad brutal en la que la matanza y la mutilación de los que eran considerados responsables del desastre se convirtió en un deber, una necesidad y un placer, esto es en una forma normal de vida.

Nuevos y aterradores niveles de intensísima violencia política fueron el rasgo característico de buena parte de la Europa de posguerra. La Europa noroccidental no fue ninguna excepción, como demuestra el elevado nivel de violencia alcanzado en Irlanda entre 1919 y 1923 durante la lucha por la independencia de la dominación británica, incluidas las matanzas sectarias, la brutalidad arbitraria de los paramilitares británicos (los Black and Tans, los «Negros y los Caquis»), y por último la breve, pero sangrienta, guerra civil de 1922-1923. El efímero «Alzamiento de Pascua» contra la dominación británica en 1916 fue sofocado rápidamente, aunque llevó consigo el uso de una brutalidad contraproducente contra los prisioneros y la ejecución de los líderes de la insurrección, actos que dejaron tras de sí un legado de rencor imperecedero. Dicho legado desembocó en la guerra de guerrillas en pro de la independencia que, a partir de 1919, llevó a cabo con una violencia intimidatoria enorme el Ejército Republicano Irlandés (IRA). Los británicos respondieron desplegando a los Negros y los Caquis. Así llamados por la tonalidad de sus uniformes improvisados —unos, de color verde oscuro (no exactamente negro), pertenecientes a la policía, y otros, de color caqui, pertenecientes al ejército—, los Negros y los Caquis estaban formados por unos 9000 excombatientes, a los que se sumaron 2200 antiguos oficiales que constituyeron la División Auxiliar de la Real Policía Irlandesa, fuerza odiada por los nacionalistas irlandeses. Las atrocidades de los Negros y los Caquis y de la División Auxiliar, incluidas violaciones, torturas, muertes y la quema de las casas de los supuestos insurgentes, contribuyeron en gran medida a envenenar las relaciones anglo-irlandesas durante décadas. Incluso Oswald Mosley, que más de diez años después llegaría a dirigir la Unión Británica de Fascistas, se manifestó asqueado de sus acciones. Su violencia fue efectivamente espantosa y constituiría una mancha difícil de borrar en la historia británica.

Pero Irlanda fue una excepción en la Europa noroccidental, y una excepción incluso dentro del Reino Unido. El gobierno inglés siempre había considerado a Irlanda casi una colonia, que debía ser tratada de manera distinta al resto de las Islas Británicas. Por lo demás, los extremos de violencia represiva fueron reservados para las posesiones coloniales de Gran Bretaña (como, por ejemplo, el tiroteo de varios centenares de manifestantes desarmados indios en Amritsar a manos de las tropas británicas al mando del general Reginald Dyer, en abril de 1919, cuando la lucha en pro de la independencia india iba ganando adeptos, inspirada por Mahatma Gandhi). En Gran Bretaña propiamente dicha, las dimensiones de los desórdenes de posguerra nunca llegaron a amenazar seriamente en ningún sitio con convertirse en revolución. En Inglaterra y Francia se utilizaron formaciones de defensa civil para combatir las huelgas en 1919 y 1920. Pero los disturbios sociales y políticos fueron contenidos por el estado y nunca llegaron a generar una fuerza verdaderamente revolucionaria. La movilización paramilitar no se convertiría en una preocupación significativa hasta casi una década más tarde en Francia, en circunstancias muy distintas, y en Gran Bretaña nunca llegó a amenazar con provocar un vuelco del ordenamiento político establecido.

En el sur de Europa la cosa fue muy distinta. La creciente violencia política constituyó el telón de fondo del advenimiento del fascismo en Italia en 1922 y del establecimiento de una dictadura militar en España un año más tarde. Y en el extremo sudoriental del continente la extrema violencia que precedió con mucho al estallido de la primera guerra mundial y que había comportado la deportación y la matanza de cientos de miles de armenios en 1915, continuó durante los primeros años de la posguerra. Lo peor llegaría cuando, después de tres años de ocupación griega, los turcos reconquistaran el puerto multiétnico de Esmirna (actualmente Izmir), a orillas del Egeo, en la costa occidental de Turquía, en septiembre de 1922, con el incendio de los barrios de la ciudad habitados por griegos y armenios, y el asesinato de decenas de millares de ellos. La violencia endémica de la región remitió finalmente en 1923 con el fin de los catastróficos intentos por parte de Grecia de extender su territorio para incluir en él la parte occidental de Turquía. El Tratado de Lausana firmado ese año ratificó un cambio de población (de hecho su expulsión), el más grande antes de la segunda guerra mundial, con el establecimiento de la nueva República de Turquía. Supuso el primer caso aprobado internacionalmente de limpieza étnica a gran escala, marcado por la salida forzosa de más de un millón de griegos de Turquía (la mayor parte de ellos ya había huido de la península de Anatolia el año anterior) y de 360 000 turcos de Grecia.

Sin embargo, el epicentro de la nueva violencia contrarrevolucionaria extrema, mayor que cualquier cosa que se hubiera visto en la zona desde la guerra de los Treinta Años del siglo XVII, se situaría en la Europa central y del este. En esta zona, habían sido sociedades enteras, no sólo soldados que volvían después de años y años de exposición a la muerte y que estaban ya acostumbrados a derramamientos de sangre y sufrimientos de todo tipo, las que habían recibido un trato brutal. Las políticas de tierra quemada y la deportación de la población civil habían sido un elemento más de la guerra en el Frente Oriental. Y allí los combates no cesaron en noviembre de 1918, sino que siguieron sin interrupción hasta degenerar en feroces conflictos fronterizos en Polonia y en guerra civil en Rusia, con unos niveles de horror que estremecieron a toda la Europa central y del este.

Impedir que el bolchevismo se propagara a sus propias naciones era el motivo fundamental de los contrarrevolucionarios, algunos de los cuales no dudaron en participar en las campañas antibolcheviques en el Báltico y en otros lugares. Pero la violencia no fue sólo una reacción ante lo que estaba pasando en Rusia. Las revoluciones izquierdistas que se extendieron a lo largo y ancho de los territorios de las Potencias Centrales vencidas encontraron oposición en todas partes. En medio del caos político reinante se reforzaron las organizaciones paramilitares armadas. Sus líderes habían tenido invariablemente la experiencia de lo que era una matanza en el frente, a menudo en el este, durante la primera guerra mundial. Lo que para la mayoría de los europeos había sido un horror para aquellos hombres había supuesto una experiencia estimulante. Hacían de la lucha una actividad heroica y ensalzaban la muerte. Cuando regresaban a sus países, se encontraban con un mundo que no entendían, un mundo, como diría uno de ellos, «vuelto del revés». Tenían la sensación de haber sido traicionados, o simplemente no veían futuro en la vuelta a la vida civil rutinaria, a menudo condenada a la pobreza. Muchos de los que pensaban de esta forma se vieron abocados a la violencia racial de la política paramilitar, que floreció especialmente entre el este de Alemania y el oeste de Rusia, y desde el Báltico hasta los Balcanes. Se calcula que los Freikorps alemanes (meros piratas pagados por el gobierno), a menudo al mando de líderes aristocráticos, atrajeron a entre 200 000 y 400 000 individuos. Actuaron allí donde los conflictos fronterizos, el nacionalismo étnico radical, la amenaza del bolchevismo y el odio visceral a los judíos habían creado una potentísima combinación de emociones violentas.

Cerca de una cuarta parte de los 225 000 oficiales alemanes que volvieron a casa en 1918, casi todos de baja graduación y de clase media por su origen, se unieron a una u otra de las distintas unidades paramilitares o Freikorps. Y lo mismo hizo una gran cantidad de antiguos soldados sin empleo y de campesinos sin tierras, con la esperanza de adquirir alguna propiedad en el este y contentándose mientras tanto con lo que pudieran sacar del pillaje. No obstante, los veteranos de guerra eran superados en número por activistas demasiado jóvenes para haber combatido en la guerra, aunque tenían una mentalidad similar a la de aquellos que se sentían descontentos con la paz, una «generación de juventud guerrera» alimentada a base de valores militaristas y expectativas de gloria nacional.

Los reclutas paramilitares buscaban medios de mantener —o bien intentaban recrear— la camaradería, la «comunidad de trinchera», los lazos viriles, y la pura emoción del conflicto armado. Recordaban —o se imaginaban— un sentido de unidad, de fervor patriótico y de compromiso con una causa por la que valía la pena luchar y morir. Ese sentimiento magnificaba en gran medida el rencor que ahora guardaban a todos los que, en su opinión, habían exigido el enorme sacrificio humano que les había traído no ya la victoria y la gloria, sino la derrota y la humillación; e intensificaba enormemente la sed de venganza que los integrantes de las organizaciones paramilitares sentían contra aquellos a los que consideraban responsables de la pérdida de muchas partes de su patria y contra aquellos que, en su opinión, estaban creando un mundo completamente opuesto a todo lo que habían defendido: un mundo caracterizado por el desorden, la falta de autoridad, la injusticia, el caos (fomentado, a su juicio, por los «Rojos»), y una democracia «afeminada». Su respuesta fue la violencia extrema.

El nuevo recrudecimiento de la violencia no tenía una ideología clara o coherente. La codicia, la envidia, la sed de beneficios materiales, el deseo de apoderarse de la tierra, todos estos elementos tuvieron algo que ver, sí; la violencia propiamente dicha debió mucho más al activismo desenfrenado que a una visión preconcebida de una sociedad futura o de una forma de estado. Pero justo por eso mismo fue ideológica; no fue fortuita, sino que apuntaba a un objetivo concreto, e iba dirigida contra las fuerzas revolucionarias —percibidas normalmente como los enemigos internos— que amenazaban con destruir los valores que más se apreciaban.

Lugar destacado entre esos enemigos internos ocupaban los comunistas, los socialistas y, por supuesto, los judíos. Para muchos de los paladines de la contrarrevolución, esos enemigos internos estaban mezclados unos con otros. Cuando vieron que los judíos desempeñaban un papel destacado en los movimientos revolucionarios —León Trotski entre otros en Rusia, Béla Kun en Hungría, Victor Adler y Otto Bauer en Austria, Kurt Eisner y Rosa Luxemburgo en Alemania, así como varias figuras prominentes de la efímera «república soviética» de Múnich de abril de 1919—, lo tomaron como una confirmación de sus fantasías, puestas en marcha por una superchería inventada antes de la guerra por la policía zarista, los Protocolos de los sabios de Sión, acerca de una «conjura mundial de los judíos» para socavar la cultura, la moralidad y el orden político de Europa. Los judíos habían acogido en su mayoría con los brazos abiertos la revolución rusa, como un anuncio de su emancipación. Abrigaban grandes esperanzas de un futuro socialista sin discriminaciones ni persecuciones. De hecho se unieron al movimiento revolucionario en un número desproporcionado y llegaron a desempeñar un papel significativo en la administración y la policía soviética. En 1919 el 75% de la policía política de Kiev (la Checa) eran judíos, por ejemplo. En la Europa del este, los judíos pasaron a ser identificados con el bolchevismo, aunque la mayoría de ellos en realidad no eran revolucionarios. Pagarían un precio terrible por ello.

Muchos soldados habían absorbido la ponzoñosa propaganda antisemita que las Potencias Centrales y los rusos habían difundido en las trincheras a medida que iban agravándose sus reveses y que la derrota empezaba a ser cada vez más probable. La caótica situación reinante en el centro y el este de Europa al término de la guerra fue testigo de una auténtica catarata de violencia antijudía. «Los judíos son aborrecidos en todas partes», escribía un sociólogo ruso en 1921. «Son aborrecidos por la gente independientemente de su clase y de su educación, de su filiación política, de su raza y de su edad». Veía en el odio a los judíos «uno de los rasgos más destacados de la vida de la Rusia actual, quizá incluso el más destacado de todos». La guerra civil dio lugar a una auténtica ofensiva contra los judíos, sobre todo en Ucrania. En el curso de los cerca de 1300 pogromos organizados allí fueron asesinados entre 50 000 y 60 000 judíos. La incesante dureza de los combates entre ucranianos y polacos en Galicia Oriental generó la violencia antisemita en más de cien localidades, incluida Lvov, donde setenta judíos fueron asesinados en el curso de un gran pogromo cuando el ejército polaco entró en la ciudad en julio de 1919.

También hubo una violencia antijudía generalizada en Hungría tras el hundimiento del efímero régimen comunista de Béla Kun en agosto de 1919. El regusto del intenso odio a los judíos y de su identificación con el bolchevismo queda reflejado en los comentarios de una aristocrática dama húngara, por lo demás muy refinada y encantadora, que recogió Ethel Snowden en el verano de 1919: «Mataría a mi manera a todos los bolcheviques que pudiera; y tampoco los haría morir de una muerte sencilla. Los asaría a fuego lento. Piense en lo que esos sucios judíos han hecho a algunos de nuestros mejores hombres. ¡Y todos mis trajes y mis joyas han desaparecido!… Alguna pequeña judía espantosa estará metiendo sus feos pies [en mis hermosas botas blancas] en este mismo instante, eso seguro». A la vista de semejantes mentalidades, nada tienen de sorprendente las atrocidades cometidas con los judíos a raíz de las turbulencias políticas de posguerra que asolaron Hungría. En las regiones del país situadas al oeste del Danubio fueron asesinados más de 3000 judíos, según un informe de 1922.

Incluso en la nueva República Checa, un fanal de incipiente libertad democrática entre los nuevos estados que habían de surgir de los restos del Imperio de los Habsburgo, se produjeron pogromos, mientras que los disturbios estudiantiles obligaron al rector judío de la Universidad de Praga a presentar su dimisión en 1922. En Alemania y Austria no hubo pogromos. No obstante, la violenta retórica antisemita hizo su labor, envenenando el ambiente hasta llevar al asesinato de algunos judíos que ocupaban posiciones políticas destacadas, como Kurt Eisner, el ministro presidente de Baviera, en 1919, y Walther Rathenau, ministro de Asuntos Exteriores del Reich, en 1922.

La violencia de los contrarrevolucionarios tenía muy pocos límites. Invariablemente fue más allá de la violencia revolucionaria que pretendía combatir. Se calcula que el «Terror Rojo» se cobró la vida de cinco personas en Austria, más de 200 en Alemania, y entre 400 y 500 en Hungría. Pues bien, las víctimas de la violencia contrarrevolucionaria en Austria fueron al menos 850. La supresión de la «república soviética» de Baviera a finales de abril de 1919 se cobró las vidas de 606 personas, 335 de ellas civiles. Y en Hungría el «terror blanco» que siguió a la caída del régimen soviético de Béla Kun causó la muerte de unos 1500 individuos, al menos tres veces el número de los que murieron a manos de los rojos.

«No hay perdón. Disparamos incluso a los heridos», decía en una carta a sus padres un estudiante que se había presentado voluntario tras participar en la represión de un alzamiento comunista en la región alemana del Ruhr en 1920. «Matamos a todo el que caía en nuestras manos… No quedaban sentimientos humanos en nuestros corazones», recordaba otro joven alemán que participó en las luchas paramilitares en el Báltico en 1919. Rudolf Höss, que posteriormente, como comandante de Auschwitz, dirigiría un programa nunca visto hasta entonces de asesinatos masivos organizados, recordaba que los combates en el Báltico habían sido más siniestros que cualquier cosa que hubiera presenciado durante la primera guerra mundial: «Una pura matanza, rayana en la más completa aniquilación». El Báltico y la Alta Silesia, donde se produjeron terribles combates entre polacos y alemanes entre 1919 y 1921, fueron el escenario de una cantidad ingente de pérdidas de vidas humanas, quizá 100 000 personas, a manos de los paramilitares.

La violencia paramilitar disminuyó notoriamente a partir de 1923. Pero los que habían estado a la vanguardia de la violencia no cambiaron de carácter ni de actitud, aunque tuvieran que adaptarse al cambio de los tiempos. Muchos encontrarían nuevas oportunidades en los movimientos fascistas que empezaron a ganar adeptos por toda Europa durante los años treinta. Y en las regiones donde se había producido la mayor violencia estaban por venir cosas mucho peores: en no poca medida como reacción al establecimiento triunfante del comunismo soviético en Rusia.

El bolchevismo triunfante

Era inevitable que la revolución bolchevique de 1917 no fuera aceptada sin lucha por aquellos a los que iban a ser arrebatadas sus tierras y otras propiedades. El resultado fue una guerra civil de una brutalidad inimaginable y un furor y una crueldad que duró tres años y costó la vida a más de siete millones de personas, hombres, mujeres y niños, en su mayoría civiles, cerca de cuatro veces el número de muertes sufridas por Rusia durante la Gran Guerra. Enormes cantidades de individuos perdieron la vida como consecuencia del hambre que acarreó el conflicto y de las enfermedades epidémicas, aparte de los combates y la represión terrorista.

La guerra civil estuvo formada en realidad por varias guerras distintas, vagamente interrelacionadas unas con otras a través del objetivo común de las fuerzas contrarrevolucionarias «blancas» de intentar estrangular de raíz al nuevo régimen soviético. Tuvo además una dimensión internacional. Los «blancos», encabezados principalmente por antiguos oficiales zaristas de alto rango y por cosacos, eran respaldados por tropas aliadas, que les suministraron armamento y apoyo logístico. Unos 30 000 soldados checos, americanos, británicos, italianos y franceses ayudaron al ejército blanco a avanzar hacia el oeste desde Siberia en 1919. Los Aliados suministraron a los blancos una cantidad de municiones equivalente a toda la producción soviética de ese año. Sin embargo, el apoyo exterior se redujo después y tuvo menor importancia de lo que los relatos soviéticos de la guerra civil llegarían a afirmar posteriormente. Durante algún tiempo, sobre todo en 1919, el resultado de la guerra distaría mucho de estar asegurado. Pero a finales de 1920, se había impuesto el poder bolchevique sobre prácticamente la totalidad del inmenso territorio del antiguo Imperio Ruso. Las últimas fases de la guerra civil se confundirían en 1920 con la guerra del Ejército Rojo contra las fuerzas polacas del mariscal Józef Piłsudski. Después de que los polacos fueran expulsados de Kiev (que cambió de manos una docena de veces a lo largo de la guerra civil) y de que el Ejército Rojo fuera repelido en agosto por Piłsudski a las puertas de Varsovia, el armisticio firmado en el otoño de 1920 dio lugar a un acuerdo que extendía la frontera oriental de Polonia con el estado soviético. El Tratado de Riga de marzo de 1921 garantizaba la nueva frontera; al menos hasta que estallara la próxima gran guerra.

Las campañas antisoviéticas, que alcanzaron su punto culminante en 1919, tuvieron lugar sobre todo en las regiones periféricas del antiguo Imperio Ruso. La clave de la victoria definitiva de los rojos, sin embargo, fue el control que lograron alcanzar de la zona central de Rusia, junto con la superioridad de su capacidad organizativa y su absoluta crueldad, además de la división existente entre sus adversarios. Aquel enorme territorio permitió a los rojos acceder a las ingentes reservas de mano de obra y de soldados (reclutados con una buena dosis de terror en las zonas rurales), así como de productos alimenticios, arrebatados de forma implacable a unos campesinos cada vez más agresivos, pero brutalmente reprimidos. Todo ello permitió la rápida expansión del Ejército Rojo, que pasó de disponer de apenas 430 000 hombres en octubre de 1918 a contar con 5 300 000 a finales de 1920. Mal equipadas, mal aprovisionadas y a menudo indisciplinadas, las gigantescas masas de soldados, al mando de 75 000 antiguos oficiales del ejército zarista, sometidas a una disciplina feroz y combatiendo en defensa de la revolución, constituían un oponente muy superior a las fuerzas blancas, numéricamente más débiles y menos cohesionadas. Aunque la popularidad del estado soviético (que se había construido en gran medida sobre la promesa de una reforma agraria en beneficio de la población mayoritariamente campesina del país) empezó a decaer rápidamente, la supremacía bolchevique, la supresión de los partidos de la oposición y un terror despiadado contra cualquiera que ofreciera resistencia hicieron que no quedara más alternativa que el acatamiento.

En cualquier caso, en materia de programa social los blancos planteaban poca cosa que pudiera competir a su favor con el de los bolcheviques. Los líderes blancos, nacionalistas rusos conservadores cuyo único objetivo parecía ser dar marcha atrás y volver al período pre-revolucionario, no fueron capaces de obtener demasiado apoyo entre los nacionalistas no rusos de las regiones periféricas. Ucrania, por ejemplo, tenía una población de unos 32 millones de fervorosos nacionalistas ucranianos, en su mayoría campesinos, que no pudieron ser movilizados para la causa de la Gran Rusia. Los blancos no sólo carecían de un programa coherente, también desde el punto de vista organizativo eran más débiles que los soviéticos: sólo pudieron reclutar ejércitos más pequeños, adolecían de unas comunicaciones en buen estado, y no tenían una estrategia militar coordinada. Pese a todo, el resultado de la guerra civil distó mucho de ser una conclusión previsible. Fueron precisos tres años de conflicto sumamente enconado y sangriento antes de que el Ejército Rojo pudiera estar seguro de una victoria total. No obstante, habría sido también absolutamente imprevisible que el bolchevismo no acabara imponiéndose.

Cuando acabó la guerra civil, la economía soviética estaba en ruinas. La producción industrial había caído más del 66% comparada con la de 1913, y la agrícola un 40%. También políticamente los problemas eran enormes. A comienzos de 1921, en medio de una escasez de alimentos extrema causada por la decisión de los campesinos de retener su producción, los obreros de la industria de las grandes ciudades de Rusia —el corazón del bolchevismo— se rebelaron contra los métodos coercitivos del régimen. Hubo de proclamar la ley marcial en Moscú y San Petersburgo como consecuencia de las enormes huelgas del mes de febrero (según el nuevo calendario ruso). El peligro cada vez mayor al que se veía abocado el régimen llegó a su punto culminante durante el levantamiento de los marineros —ávidos partidarios del bolchevismo en 1917— de la base naval de Kronstadt, situada justo a las afueras de Petrogrado, en marzo de 1921. El régimen reaccionó con una dureza sin paliativos. Trotski advirtió a los marineros rebeldes que «dispararían contra ellos como si fueran perdices» si no se rendían en el plazo de veinticuatro horas. En vista de que siguieron resistiendo, Trotski cumplió a rajatabla su palabra. Cinco mil soldados del Ejército Rojo lanzaron un formidable ataque contra la fortaleza de Kronstadt. Al término de una batalla de dieciocho horas de duración, la sublevación se vino abajo. Yacían muertos más de 10 000 marineros rebeldes y soldados del Ejército Rojo. Miles de rebeldes más fueron ejecutados o fueron enviados a campos de concentración.

El levantamiento de los que otrora fueran ardientes partidarios suyos chocó enormemente a los líderes bolcheviques. Si aquello no era más que una advertencia, el régimen tendría que enfrentarse a un reto mucho mayor a la hora de ganarse a la inmensa mayoría de la población, el campesinado, cuya hostilidad hacia la política agraria bolchevique se había agudizado. Inmediatamente después de la revolución, y con el fin de obtener el apoyo de los campesinos los bolcheviques habían legalizado la redistribución de las tierras entre el campesinado. Pero la incautación forzosa de la producción agropecuaria durante la guerra civil y los primeros intentos de introducir granjas colectivas dieron lugar a la aparición de un campesinado rebelde. Las explotaciones colectivas resultaron improductivas; los campesinos empezaron a sembrar menos deliberadamente. A veces las simples incautaciones forzosas de grano hacían en cualquier caso que no quedaran semillas que sembrar. El resultado fue la hambruna de 1921-1922. Estallaron sublevaciones campesinas en numerosas regiones, a veces acompañadas de una feroz violencia contra los bolcheviques locales. Lenin pensó que la amenaza que representaban para el régimen las guerras de los campesinos era mayor que la que los blancos habían representado durante la guerra civil. La respuesta fue un uso masivo de la fuerza para aplastar las sublevaciones campesinas durante el verano de 1921. Miles de campesinos fueron fusilados, y decenas de millares más fueron enviados a campos de concentración. Pero la política de mano dura no fue suficiente. Como había demostrado la guerra civil, la coacción sola no producía comida.

Los bolcheviques no sólo se habían malquistado al sector más importante de la población, de cuya colaboración dependían desde el punto de vista político; necesitaban además desesperadamente que los campesinos produjeran más. Esta circunstancia obligó a los líderes del régimen a virar en redondo. Lenin compró a aquel campesinado cada vez más levantisco con la «Nueva Política Económica» introducida en el curso del X Congreso del Partido celebrado en marzo de 1921. Las nuevas medidas relajaban un poco el control del partido sobre la agricultura y restablecían parcialmente una economía de mercado al tiempo que mantenían la propiedad estatal de todos los grandes sectores de la producción industrial, el transporte, la energía y las comunicaciones. Volvieron a aparecer mercancías en las tiendas. No tardó en ponerse en marcha la recuperación económica, aunque en las ciudades creciera el resentimiento contra los especuladores que explotaban vergonzosamente las nuevas condiciones del abastecimiento y la demanda.

En el momento de la muerte de Lenin en 1924 la economía había resurgido. El régimen había capeado lo peor del temporal. Pese al fuerte golpe recibido, todas las regiones del estado soviético estaban ahora en manos del partido bolchevique. La organización del partido, rígidamente controlado desde el centro por su secretario general, Iósif Stalin, creó un sistema de patrocinio y corrupción que permitía comprar la lealtad de un número cada vez mayor de jerarcas enchufados y apparátchiki. El número de burócratas cuadruplicó los 2,4 millones a los cuatro años de la revolución. Y una gigantesca afluencia de nuevos miembros del partido —casi 1,5 millones de nuevo ingresos en 1920, dos tercios de los cuales eran de orígenes campesinos con esperanzas de mejorar de vida— ayudó a los bolcheviques a consolidar su poder y a extender su penetración en las zonas rurales.

Los primitivos conceptos idealistas de participación popular en la gestión de los asuntos políticos, económicos y sociales a través de representantes electos en los soviets, basados en el control de la producción ejercido por los trabajadores, tuvieron que ser necesariamente reformulados. El propio comunismo tendría que esperar a que llegara el amanecer de la utopía. Mientras tanto, en el estado socialista el poder sería ejercido y sólo podría ser ejercido por la vanguardia del proletariado, o sea el partido. Cualquier oposición podía ser calificada de «burguesa» y «reaccionaria» y debía ser eliminada. La ley «burguesa» no podía cortar el paso a la extirpación despiadada de los enemigos de clase.

El terror como arma esencial de la lucha de clases era fundamental para el proyecto revolucionario bolchevique. «Que corran ríos de sangre burguesa, más sangre, cuanta más mejor», había exhortado la prensa bolchevique en 1918. «Debemos fomentar la energía y el carácter popular del terror», había escrito Lenin ese mismo verano. Convertir el odio de los campesinos, desesperadamente deseosos de tierras, contra los kulakí, presentados como meros explotadores de la tierra, aunque a menudo no eran más que campesinos ligeramente más pudientes, formaba parte de esa estrategia. Describiéndolos como «vampiros [que se han] enriquecido a costa del hambre del pueblo», Lenin criticaba a los kulakí tildándolos de «enemigos furibundos del gobierno soviético», «sanguijuelas [que] han chupado la sangre del pueblo trabajador» y propugnaba la «muerte para todos ellos».

En 1922, cuando el régimen se sintió lo bastante fuerte como para atacar el culto religioso y destruir el arraigo que tenía la Iglesia ortodoxa, Lenin fomentó la «guerra despiadada» contra el clero. «Cuantos más miembros de la burguesía reaccionaria y del clero logremos fusilar, mejor», afirmó. La primitiva Unión Soviética era ya un régimen en el que la ley convencional no tenía cabida, un régimen que permitía el poder sin restricciones de la Checa, o policía de seguridad del estado. «La Checa debe defender la revolución y conquistar al enemigo aunque ocasionalmente su espada caiga sobre las cabezas de los inocentes», declaró su director, Félix Dzerzhinsky. Semejante comentario presuponía una moderación absolutamente cínica. Los encarcelamientos arbitrarios, las torturas y las ejecuciones eran lugar común. Se desconoce el número de personas que cayeron víctimas del terror de la Checa. Algunos cálculos lo sitúan en varios centenares de millares, incluyendo a los individuos que fueron internados en cárceles y campos de concentración. Dentro de las cárceles, los métodos de tortura desplegados eran horrorosos en grado sumo.

Los rasgos esenciales del régimen bolchevique surgieron, pues, en tiempos de Lenin. Lo que vino después fue su continuación y su consecuencia lógica, no una aberración. Dentro de la jerarquía bolchevique, mientras vivió Lenin se había podido mantener más o menos a raya los intensos conflictos políticos, ideológicos y personales. Pero su muerte a comienzos de 1924, tras una larga enfermedad, dio paso a una dura lucha por el poder que llevaba aplazándose mucho tiempo. El vencedor de esa lucha, aunque sólo se pusiera de manifiesto poco a poco y al cabo de algún tiempo, acabó siendo Iósif Stalin. Bajo su liderazgo vendría una nueva fase, todavía más terrible, de la historia primitiva de la Unión Soviética.

A pesar de los temores paranoicos de la derecha europea, no tardó en comprobarse que el bolchevismo no era exportable. Los líderes soviéticos habían contado al principio con la propagación de la revolución por toda Europa. Pero durante la guerra civil tuvieron que admitir que no iba a suceder nada de eso. Lenin se dio cuenta de ello antes del otoño de 1920, cuando el Ejército Rojo fue derrotado por los polacos a las puertas de Varsovia. Las condiciones reinantes en Rusia eran completamente distintas de las que había en el resto de Europa. La simple vastedad del país —el más grande de la tierra, mucho mayor en dimensiones que el resto de Europa junta, que se extendía de este a oeste más de 8000 kilómetros, y casi 3500 de norte a sur— imponía sus propias peculiaridades de control político. A diferencia de lo que sucedía en la Europa de antes de la guerra, el régimen zarista no se había visto condicionado hasta 1906 por ningún tipo de restricción constitucional, y luego había sido limitado por un constitucionalismo aparente mínimo. En Rusia no existía ningún fundamento independiente de la ley y tampoco había un marco representativo de política pluralista que pudiera haber contribuido a la reforma gradual de las instituciones del estado.

Comparada con la de otros países de Europa, la sociedad civil de Rusia era débil. Sólo se había desarrollado una pequeña clase media terrateniente y la represión de la disidencia política había producido una intelligentsia minúscula, pero radicalizada. Pese a la rápida modernización que había creado un proletariado empobrecido en las grandes ciudades industriales, Rusia había seguido estando intensamente atrasada desde el punto de vista económico; era un país en el que el campesinado —más del 80% de la población— vivía en gran medida en pequeñas comunidades, a menudo sometidas a los lazos económicos de la servidumbre bajo el dominio neo-feudal de los propietarios de la tierra, y miraba al estado y a sus funcionarios con gran hostilidad. La violencia, la brutalidad y el escaso respeto por la vida humana estaban profundamente arraigados en esa sociedad. El campesinado ruso, como afirmaba Lenin y con razón, era una clase revolucionaria que no tenía participación alguna en la propiedad ni en el orden establecido. En ningún otro país de Europa era tan cierta aquella afirmación, incluso teniendo en cuenta la antipatía que el campesinado sentía por los terratenientes en muchos lugares del continente y las tendencias insurgentes de los trabajadores de la agricultura en algunas regiones de España e Italia. Antes incluso de que las calamidades de la primera guerra mundial radicalizaran las condiciones reinantes en el país y se llevaran por delante el zarismo, Rusia ofrecía unas condiciones social, económica, ideológica y políticamente propicias para una transformación revolucionaria fundamental que no podían reproducirse en ninguna otra parte.

Después de la guerra civil, la Rusia soviética se convirtió de hecho en un cuerpo extraño, prácticamente aislado de la corriente general de la política europea, como si hubiese sido puesto en cuarentena, volcado en sí mismo y sometido a la inmensa brutalidad interna que acompañaría la construcción del estado soviético y la modernización de su economía a lo largo de los años sucesivos. Al tiempo que cerca de un millón de emigrados y refugiados, muchos de ellos antiguos partidarios del régimen zarista, difundían por las distintas capitales de Europa historias terroríficas acerca de la Rusia soviética, alimentando la histeria antibolchevique que se propagaba por todo el continente, el bolchevismo se convertía a pasos agigantados en un auténtico coco que había que temer y vilipendiar, en un foco negativo para la política de la derecha conservadora y radical.

Durante las deliberaciones de los líderes de las potencias vencedoras, reunidas en París en 1919 en la Conferencia de Versalles para rediseñar el mapa de Europa, Rusia figuró ya sólo como entidad negativa. Apoyando militarmente los intentos de acabar con el bolchevismo y manifestando que no estaban dispuestos a reconocer a la Unión Soviética, no tuvieron más opción que dejar abierta la espinosa cuestión de la validez y los contornos de las fronteras orientales de Europa.

La gran repartición

Cuando tomó forma, el nuevo mapa de Europa tenía un aspecto muy distinto del que había tenido en 1914. Cuatro imperios —el Ruso, el Otomano, el Austrohúngaro y el Alemán— habían desaparecido (aunque la nueva República de Alemania conservara el nombre de «Reich», símbolo de un Imperio Alemán histórico que se remontaba a Carlomagno). Su caída supuso un cambio catastrófico de las estructuras políticas de la Europa central, oriental y meridional. Después de ellos surgirían diez nuevos estados nación (incluida en 1923 Turquía).

La tarea de crear el nuevo orden de Europa recayó esencialmente en los cuatro líderes de las potencias vencedoras: el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, el presidente del gobierno francés, Georges Clemenceau, el primer ministro británico, David Lloyd George, y el primer ministro italiano, Vittorio Orlando. El reto al que se enfrentaban cuando llegaron a París para empezar a trabajar en enero de 1919 no era precisamente envidiable. Movidos por el idealismo de Wilson, tras el cual se ocultaba el objetivo bien calculado de la dominación económica global por parte de Estados Unidos y de un mundo de posguerra construido a su imagen y semejanza, las ambiciones de todos ellos eran superlativas. Una consistía en crear un marco que impidiera a Europa volver a caer en la guerra mediante el establecimiento de una Sociedad de Naciones que garantizara la seguridad colectiva y la paz internacional.

Se trataba de un ideal muy noble. Tras su fundación en enero de 1920, la Sociedad de Naciones, de la que formaban parte a finales de ese mismo año cuarenta y ocho países y cuyo cuartel general estaba en Ginebra, intentó trabajar en pro de la cooperación internacional, proteger a las minorías étnicas y hacer todo lo posible por mitigar la crisis humanitaria del centro y el este de Europa. Pero lo más importante era su compromiso con el mantenimiento del ordenamiento internacional de posguerra. No tardaría en comprobarse que era una quimera. Sin un poder militar para intervenir, cualquier idea de marco multinacional de seguridad colectiva mínimamente eficaz era ilusoria. Y por mucho que pretendiera ser una organización verdaderamente global, la Sociedad de Naciones siguió siendo en la práctica un asunto en buena medida europeo, dominado especialmente por los intereses de Inglaterra y Francia. Los adversarios políticos de Wilson en Estados Unidos se asegurarían de que su país, que se suponía que debía ser el actor principal de la Sociedad de Naciones, ni siquiera llegara a formar parte de ella como miembro.

La idea central de Wilson, subyacente a todas las deliberaciones de París, era la «autodeterminación». El término era susceptible de múltiples significados distintos y Wilson se contentó con mantener la vaguedad en torno a su definición, entre otras cosas porque las implicaciones que tenía para el mantenimiento del poder en las colonias no eran muy del gusto de las principales potencias imperiales, Gran Bretaña y Francia. Para Wilson, la autodeterminación significaba esencialmente el gobierno derivado de la soberanía popular, el derecho de un pueblo a tener su propio estado, que idealmente fuera evolucionando con el tiempo y no fuera fruto de una revolución violenta.

En las desastrosas condiciones de la Europa de posguerra, sin embargo, la autodeterminación —concepto por lo demás revolucionario— era una demanda para el futuro inmediato, no una aspiración a largo plazo. Los bolcheviques habían sido de hecho los primeros en utilizar el concepto. Pero su interés por la autodeterminación era puramente instrumental. Su apoyo a los movimientos nacionalistas se amplió con el fin de socavar y destruir los imperios multinacionales existentes en Europa y, de manera más general, para debilitar o derribar el imperialismo. Sin embargo, en palabras de Stalin, «cuando el derecho de autodeterminación entra en conflicto con otro derecho superior, a saber con el derecho de la clase obrera que ha llegado al poder para consolidar ese poder», entonces «el derecho de autodeterminación no puede ni debe servir de obstáculo a la clase obrera en su derecho al ejercicio de la dictadura». Como esta afirmación dejaba meridianamente claro, «la autodeterminación nacional» en la incipiente Unión Soviética debía quedar totalmente subordinada al poder centralizador del estado bolchevique.

La visión de la autodeterminación que sustentó las deliberaciones de la Conferencia de Versalles en 1919 (a las que no fueron invitados los soviéticos) iba absolutamente en contra de la interpretación bolchevique. Sería el marco de un orden mundial basado en la democracia liberal, esto es el gobierno por consenso popular en un estado basado en la soberanía popular. El problema que se ocultaba detrás de todo esto, sin embargo, era que precisamente en la mayor parte de las zonas del continente cuya estabilidad seguía sin resolver las pretensiones de soberanía popular se basaban en el nacionalismo étnico. Y la mayor parte de los territorios de los imperios caídos contenían más de una nacionalidad que reclamaba tierras, recursos y representación política. En los países de la Europa occidental (como también en Estados Unidos) el estado había ido configurando con el tiempo la nación; la asociación con las instituciones del estado había ido formando poco a poco una conciencia nacional. Pero en la mayor parte de la Europa central, oriental y meridional, la conciencia nacional había surgido de las exigencias de un pueblo definido por su etnicidad, su lengua y su cultura, que reclamaba establecer un estado que representara —a menudo exclusivamente— sus intereses. ¿Cómo podía ajustarse la autodeterminación con las pretensiones contrapuestas de formar un estado nación soberano?

Desde el primer momento resultó evidente para los «Cuatro Grandes» que la compleja mezcla étnica de la Europa central y del este hacía imposible la consecución de la autodeterminación nacional. Los forjadores de la paz no pudieron hacer más que lo que estuvo en su mano… y esperar que con el tiempo aparecieran estados nación capaces de funcionar, en los que las diferencias étnicas fueran superadas por la unidad nacional en un estado multiétnico. Independientemente de cómo ajustaran las fronteras de Europa, éstas estaban condenadas a incluir alguna minoría nacional de dimensiones notables, cuyos derechos debían ser salvaguardados (o eso se creía) mediante el llamamiento a la Sociedad de Naciones. Ninguno de los nuevos estados, salvo lo poco que había quedado de la Austria de lengua alemana, era étnicamente homogéneo. Tres millones y medio de húngaros, por ejemplo, acabaron viviendo fuera de Hungría, muchos de ellos en el territorio entregado a Rumanía, mientras que tres millones de alemanes se encontraron de pronto viviendo en Checoslovaquia. Cuando finalmente se alcanzó un acuerdo sobre el trazado de las nuevas líneas fronterizas en el mapa, éstas tendrían de hecho menos que ver con la autodeterminación de las nacionalidades que con lo factible que fuera satisfacer determinadas pretensiones territoriales a expensas de otros, intentando minimizar al mismo tiempo cualquier tensión u hostilidad a las que pudieran dar lugar.

Casi en todas partes había territorios disputados acaloradamente. Las pretensiones basadas en la etnicidad eran casi invariablemente espurias, meros pretextos (a veces evidentes) para satisfacer ambiciones territoriales, basadas en motivos económicos, militares o estratégicos. Se presentaban supuestos derechos y contra-derechos en litigio —entre Grecia, Bulgaria y Serbia (todas pretendían alguna parte de Macedonia), entre Grecia e Italia (a propósito de Albania), entre Rumanía y Hungría (las dos alegaban tener derecho a Transilvania), o entre Polonia y Alemania (que se disputaban Silesia)— apelando de boquilla a la autodeterminación, cuando en realidad no eran más que meros intentos de engrandecimiento territorial de lo más tradicional. Algunas pretensiones no podían ni siquiera fingir que tenían nada que ver con la autodeterminación. Entre ellas las exigencias de Italia de quedarse con el Tirol del Sur, prevalentemente de lengua alemana; con la costa dálmata, de población casi en su totalidad eslava; con partes de Asia Menor, habitadas principalmente por griegos y turcos; y sobre todo con el pequeño puerto de Fiume (hoy Rijeka, en Croacia), cuya población era sólo en parte italiana, caso que acabaría convirtiéndose en una causa célebre para los fascistas en ciernes.

Intentar resolver aquellas complejas disputas supuso una pesadilla para los Cuatro Grandes en París. Resultó inevitable que tras las nuevas fronteras estatales trazadas hubiera cierta dosis de artificialidad. En varios casos —Checoslovaquia, el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (rebautizado Yugoslavia en 1929), y Polonia— fue cuestión de reconocer una realidad ya existente en unos estados creados a partir de los imperios caídos al término de la primera guerra mundial. En otros casos, fue para recompensar el apoyo prestado a la Entente durante la guerra y castigar al enemigo sojuzgado. Rumanía, por ejemplo, fue uno de los grandes beneficiados, doblando su tamaño en buena parte a expensas de Hungría. En la Europa central, Austria, Hungría y Alemania fueron las grandes perdedoras de la redistribución territorial.

La alegría por la nueva estructura territorial entre los vencedores fue más que superada por la consternación, la cólera y el resentimiento latente entre los perdedores. En Italia la furia por lo de Fiume les vino de perillas a los nacionalistas furibundos. El poeta proto-fascista Gabriele D’Annunzio, que acuñó la expresión «victoria mutilada» para dar a entender que a Italia se le habían arrebatado fraudulentamente las justas ganancias obtenidas en la guerra, hizo suya la causa de Fiume y a mediados de septiembre de 1919 se puso al frente de una variopinta fuerza paramilitar y protagonizó una singular ocupación de la pequeña localidad del Adriático que duró quince meses. En el Tratado de Rapallo, firmado entre Italia y Yugoslavia en noviembre de 1920, Fiume acabó siendo declarada ciudad libre con lazos por vía terrestre con Italia. Pero Fiume siguió siendo una bandera para los fascistas, que iban haciéndose cada vez más fuertes en Italia, y acabaría siendo anexionada por Benito Mussolini en 1924.

Por difíciles que resultaran muchas de las cuestiones territoriales suscitadas por la guerra y para tratar las cuales se reunieron en París los Cuatro Grandes, su prioridad básica y primordial era Alemania. Todos se mostraron unánimes en considerar a Alemania la principal culpable de la gran conflagración. En su opinión, la invasión de Francia (por segunda vez en poco más de cuarenta años) y la violación de la neutralidad de Bélgica, acompañadas de las atrocidades cometidas contra la población civil, los obligaban a señalar con el dedo directamente a Alemania. Por lo tanto las cuestiones del castigo y las sanciones por los costes desorbitados de la guerra constituyeron la preocupación más urgente de los líderes aliados. Más trascendental todavía era asegurarse de que Alemania no volviera a estar en condiciones de sumir a Europa en una nueva guerra. El militarismo alemán y su fuerza industrial, si no eran reprimidos suficientemente, podían amenazar otra vez la paz de Europa. Por otra parte, la importancia económica de Alemania para el futuro de Europa era evidente. Además, aplastar a Alemania (cosa que habría resultado muy popular, sobre todo en Francia) habría abierto la puerta al bolchevismo para que se propagara por el corazón del continente.

Un problema para los Aliados era que muchos alemanes no reconocían que su país hubiera sido vencido militarmente. Alemania no había quedado destruida después de cuatro años de guerra. Las tropas aliadas no habían pisado suelo alemán en el momento del Armisticio, mientras que las fuerzas alemanas seguían ocupando gran parte de Bélgica y Luxemburgo. Los soldados alemanes fueron recibidos en su país con banderas triunfales, con vítores y flores. El ministro de la Guerra de Prusia declaró poco después del Armisticio que «nuestros héroes de uniforme gris vuelven a la Heimat sin haber sido vencidos». No era verdad. Pero ese sentimiento fue repetido una y otra vez por el Alto Mando del Ejército; y después, en diciembre de 1918, ni más ni menos que por el nuevo presidente del gobierno socialista, Friedrich Ebert. La leyenda, que no tardaría en poner en circulación la derecha contrarrevolucionaria, de que las tropas destacadas en el frente habían recibido una puñalada por la espalda como consecuencia de los disturbios laborales fomentados en el país por los socialistas revolucionarios germinaría en suelo fértil.

Cuando las condiciones de los Aliados fueron hechas públicas en mayo de 1919, la conmoción palpable en Alemania fue mucho mayor de lo que lo habría sido si su derrota militar hubiera sido evidente. Las condiciones eran muy severas, aunque no tan duras como las que los propios alemanes habían impuesto a los rusos en Brest-Litovsk en marzo de 1918, y demasiado indulgentes para el gusto de la opinión pública francesa, sedienta de unas medidas punitivas más draconianas. Alemania debía perder aproximadamente un 13% del territorio que poseía en Europa antes de la guerra (incluidas algunas regiones ricas desde el punto de vista agrícola e industrial, especialmente en el este), lo que supondría la exclusión de alrededor de un 10% de la población de 65 millones de habitantes que tenía antes de la contienda. En términos económicos, las pérdidas eran muy perniciosas, pero no irreparables. El verdadero daño sufrido era político y psicológico: el duro golpe infligido al orgullo y al prestigio nacional.

La sensación de humillación se vio reforzada por las condiciones presentadas por los Aliados para la desmilitarización. El otrora poderoso ejército alemán, que todavía en 1918 había sido capaz de poner en el campo de batalla a cerca de 4,5 millones de hombres, debía quedar reducido a sólo 100 000, quedando prohibido el reclutamiento para el servicio militar obligatorio. La armada (cuyos barcos y submarinos habían sido incautados o destruidos por los Aliados después del Armisticio) quedaba reducida a 15 000 hombres. En el futuro no se permitirían los submarinos. Y además se prohibía que Alemania poseyera una fuerza aérea militar.

La cólera suscitada en Alemania por los cambios territoriales fue enorme, y traspasó las fronteras políticas e ideológicas. El Tratado de Versalles fue denunciado y tildado de auténtico Diktat de los vencedores. «No me queda la menor duda de que el Tratado debe ser revisado», escribía el diplomático Bernhard von Bülow en 1920. «Debemos utilizar la monstruosidad del Tratado y la imposibilidad de cumplir muchas de sus estipulaciones para echar por tierra la Paz de Versalles en su totalidad».

Habría habido desde luego algunos rehenes de la fortuna muy peligrosos si Alemania hubiera vuelto un día a ser fuerte. Dánzig (la actual Gdansk), por ejemplo, un puerto industrial casi íntegramente alemán, entregado a Polonia, fue declarado «ciudad libre» de la Sociedad de Naciones, con acceso para los polacos a las instalaciones comerciales costeras que necesitaran. Otro disparate fue el arbitraje sobre el Sarre, región situada en la frontera con Francia y muy importante desde el punto de vista industrial por sus depósitos de carbón y de hierro, codiciada por Francia, pero de población principalmente alemana. Se concedió a los franceses la propiedad de las minas, pero la región propiamente quedó bajo administración de la Sociedad de Naciones por un período de quince años, transcurridos los cuales los habitantes del Sarre podrían decidir si querían pertenecer a Francia o a Alemania, o mantener el statu quo. Otro acuerdo incómodo fue el que se alcanzó sobre Renania. Los franceses, ansiosos por garantizarse una seguridad duradera, pretendían una ocupación permanente por parte de los Aliados de esta región poblada casi en su totalidad por alemanes y fijar la frontera occidental de Alemania en el Rin. Francia tendría que negociar la ocupación de Renania por un período de quince años. Los alemanes no estaban en condiciones de hacer nada por evitarlo… todavía; pero la profunda sensación de agravio no desapareció.

Otras dolorosas amputaciones del territorio alemán también fueron bien aprovechadas por los nacionalistas, que, pese a verse obligados a aguardar el momento propicio, mantuvieron vivas las esperanzas de una revisión posterior de las condiciones del Tratado de Versalles. En el oeste, los cambios fueron relativamente insignificantes. La pequeña zona fronteriza, predominantemente de lengua alemana, de Eupen-Malmédy, fue entregada a Bélgica. La parte septentrional de Schleswig, habitada mayoritariamente por hablantes de danés, fue a parar a Dinamarca. Pero en el este, las pérdidas territoriales fueron sentidas muy vivamente. Lo que pasó a llamarse el Corredor Polaco supuso para Alemania la pérdida de Prusia Occidental y Posnania, y su incorporación al nuevo estado de Polonia, pero de paso dejó aislada a Prusia Oriental del resto de Alemania. El resentimiento de los alemanes por las pérdidas territoriales se intensificó en 1922 cuando, tras un plebiscito sin resultado concluyente llevado a cabo en medio de una acalorada agitación nacionalista por ambos bandos, el cinturón industrial de la Alta Silesia, rico en carbón y otros minerales, fue asignado también a Polonia.

La cólera y el resentimiento más profundos quedaron reservados para el Artículo 231 del Tratado y sus implicaciones. El Artículo 231, llamado habitualmente después la «cláusula de culpabilidad de la guerra», consideraba que Alemania y sus aliados eran los responsables de la guerra. Proporcionaba la base legal para exigir responsabilidades a Alemania y por ende el pago de indemnizaciones por los daños de guerra, acaloradamente reclamadas por una opinión pública vociferante tanto en Francia como en Inglaterra. La determinación del coste de las indemnizaciones se confió a una Comisión de Aliados, que finalmente en 1921 lo fijó en 132 000 millones de marcos de oro. Pese a ser una cantidad de dinero enorme, habría podido ser devuelta con el tiempo sin provocar la paralización de la economía alemana. A la hora de la verdad, la mayor parte no llegaría a pagarse nunca. En realidad las indemnizaciones y reparaciones de guerra no eran un problema fundamentalmente económico. El verdadero daño que causaron fue político. Durante más de una década siguieron siendo un cáncer en la política alemana, una dolencia que remitía unas veces y se recrudecía otras para atacar la salud política del país provocando nuevas oleadas de agitación nacionalista. Para cuando finalmente fueran amortizadas las indemnizaciones y reparaciones de guerra en 1932, Alemania se encontraría de nuevo sumida en una crisis y se cerniría sobre ella una amenaza nacionalista más peligrosa que nunca.

Los Cuatro Grandes se habían enfrentado a unos problemas objetivos enormes al intentar reorganizar las fronteras de Europa. Se hallaban además sometidos a las presiones de la opinión pública de sus respectivos países. Fue inevitable tener que aceptar algunos compromisos. No obstante, lo que produjeron no fue tanto un marco para una paz duradera como la receta para un potencial desastre futuro. Los compromisos dejaron tras de sí una Europa muy parecida a un fragilísimo castillo de naipes. De momento el nuevo orden aguantaría, aunque sólo fuera por la razón negativa de que ninguna fuerza era lo suficientemente poderosa como para echarlo abajo. Pero Alemania era el problema que seguía en pie. Si en algún momento volvía a ser militarmente fuerte, el castillo de naipes se vendría abajo con suma facilidad. Los forjadores de la paz reunidos en París habían contenido la capacidad de Alemania de causar nuevos problemas, pero no la habían eliminado. En vez de ser erradicados, el militarismo, el nacionalismo agresivo y las ambiciones de poder que habían decidido que habían sido la causa de la guerra, siguieron latentes. Ni la pérdida de territorios y de recursos económicos ni las indemnizaciones de guerra bastaban para inmovilizar a Alemania permanentemente. Pese a la drástica reducción de las dimensiones y de las capacidades del ejército y la armada, las autoridades militares habían quedado intactas. Los líderes militares alemanes, las elites económicas y políticas, y sectores muy significativos de la población rechazaban en su fuero interno los términos del Tratado y a los representantes de la nueva democracia en Alemania que lo habían firmado. De hecho rechazaban el nuevo orden de Europa en sí. Cuando las circunstancias cambiaran, intentarían modificarlo en beneficio de Alemania. De momento, Alemania estaba desamparada, pero era un gigante herido.

Democracia frágil

Oculto tras las deliberaciones de París había un principio muy loable: la intención de que la nueva Europa fuera un continente de democracias, de gobiernos que representaran no los intereses de unos príncipes y unos terratenientes a los que no había elegido nadie, sino la voluntad del pueblo expresada por partidos políticos plurales, elecciones libres y asambleas parlamentarias.

Durante los años de la posguerra la democracia parlamentaria representativa se convirtió en modelo de gobierno en casi todos los países menos en la Unión Soviética. Incluso en el Cáucaso —región asolada por una tremenda violencia inter-étnica—, Georgia, Armenia y Azerbaiyán abrigaban la esperanza de convertirse en repúblicas soberanas antes de ser conquistadas por el Ejército Rojo durante la guerra civil y subsiguientemente incorporadas a la Unión Soviética. Nueve nuevas democracias (Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Checoslovaquia, Yugoslavia, Polonia, Austria y Hungría) surgieron de las ruinas de los viejos imperios de los Habsburgo y de los zares. El Estado Libre de Irlanda se creó como república democrática en 1922, cuando la parte meridional —y también la mayor— de Irlanda consiguió la independencia efectiva de Gran Bretaña (aunque hasta 1949 seguiría siendo formalmente un dominio de la corona británica). Turquía pasó a ser una república con una constitución parlamentaria al año siguiente al término de una guerra de independencia, de la expulsión de los ejércitos aliados de ocupación y de la abolición del sultanato otomano.

Los países europeos adoptaron la democracia en parte porque los líderes de los «Cuatro Grandes», esto es las potencias vencedoras, y sobre todo el presidente Wilson, insistieron en el gobierno democrático como base de la nueva Europa. Pero en mayor medida aún, la propia guerra había constituido un proceso democratizador, estimulando las presiones en pro de la introducción de un régimen democrático —expresadas principalmente por socialistas, nacionalistas y feministas— desde dentro de los sistemas monárquicos a punto de sucumbir. El pueblo había sido movilizado en cantidades ingentes para combatir en la guerra. Una vez acabada ésta, reclamaba cambios, mejoras, representación y nuevas esperanzas para el futuro. El resultado fue una gran ampliación de la base política de la sociedad. Se trataba de una tendencia imparable. La política de masas había llegado para quedarse. El derecho al voto se extendió casi en todas partes para incluir a la totalidad de los varones y en algunos países también a todas las mujeres, aunque ni siquiera entonces alcanzara a todas las mujeres en Gran Bretaña, y en Francia quedaran excluidas del sufragio todas las mujeres en absoluto (debido a que el Senado rechazó la moción que había obtenido un amplísimo respaldo en la Cámara de los Diputados). En consecuencia los partidos políticos tuvieron la posibilidad de movilizar a grandes cantidades de votantes. El electorado británico aumentó, por ejemplo, de los 8 a los 22 millones de votantes entre 1884 y 1918, y el alemán de los 14,5 a los poco menos de 36 millones entre 1912 y 1919. El mayor potencial de movilización de las masas creó también naturalmente el potencial de los movimientos políticos dispuestos a desafiar y socavar la propia democracia. Canalizar, orquestar y movilizar a la opinión pública se convirtió en aquellos momentos en una parte fundamental de la vida política. La prensa había ganado también un poder mayor. Hasta dónde podía llegar la manipulación de las masas, y también hasta dónde podía llegar el fomento de la intolerancia y el autoritarismo, había aumentado enormemente su radio de acción.

Las políticas radicalizadas configuraron los primeros y turbulentos años de paz. En muchos países surgió una multiplicidad de partidos que se atraían el apoyo de sectores concretos de la población o de grupos de interés particulares. Sería raro encontrar una estabilidad del tipo de la que sustentaba el sistema político británico, en el que hacía ya bastante tiempo que venían disputándose el poder parlamentario los liberales (que no tardarían en ser sustituidos como fuerza principal por los laboristas) y los conservadores. El sistema electoral británico basado en «el primero pasa al segundo» (esto es, el escrutinio mayoritario uninominal), que da un solo ganador en cada circunscripción, desaconsejaba la aparición de partidos pequeños, fomentaba la disciplina de partido en el parlamento, y hacía de los gobiernos de coalición la excepción y no la norma (aunque de hecho había habido coaliciones entre 1915 y 1922). La representación proporcional, el sistema favorecido generalmente en la Europa continental, unida a la gran ampliación del derecho de sufragio, tendía, por el contrario, a dar lugar a unas divisiones parlamentarias irreconciliables y a gobiernos débiles. En la mayor parte de los países el espectro político mostraba distintos grados de apoyo a los partidos comunistas y socialistas, campesinos y nacionalistas, católicos y protestantes, o liberales y conservadores. La fragmentación y la inestabilidad gubernamental fueron las consecuencias habituales.

El socialismo hizo grandes avances entre la clase obrera de las zonas industriales, pero en casi todas partes estaba dividido, pues los sectores más combativos de los trabajadores, inspirados por los sucesos de Rusia, se dejaron atraer por el comunismo. En buena parte de la Europa central, del este y del sudeste, a cuyas poblaciones mayoritariamente campesinas les preocupaba sobre todo la «cuestión de la tierra» (que comportaba principalmente la redistribución de las tierras de los latifundios), tuvieron mucho predicamento los partidos agrarios populistas, aunque con un apoyo fluctuante e inestable. Esas formaciones a menudo se mezclaban con los partidos nacionalistas, que representaban a distintos grupos étnicos significativos de los incipientes estados nación, y a menudo se convertían en un factor desestabilizador allí donde había minorías étnicas importantes o fronteras en disputa. La democracia tuvo que enfrentarse a grandes problemas especialmente en los nuevos estados, que intentaban construir una identidad nacional y establecer unos cimientos políticos firmes en unas circunstancias económicas habitualmente poco propicias. En la mayoría de los casos, durante aquellos primeros años de la posguerra la democracia logró, sin embargo, sobrevivir al reto. Pero fue siempre un sistema de gobierno discutido, rechazado por los poderosos grupos elitistas y por algunos sectores de la población bastante volátiles movilizados recientemente.

Sólo en los estados económicamente avanzados de la Europa occidental y septentrional que habían salido victoriosos de la guerra (Gran Bretaña y Francia) o que habían permanecido neutrales (los países escandinavos, Holanda, Bélgica y Suiza) la democracia pluralista constituía un sistema de gobierno bien asentado y aceptado mayoritariamente. En ellos los problemas suscitados durante la posguerra por las ondas de choque económicas y sociales fueron graves y causaron importantes divisiones, exacerbando los conflictos laborales y la combatividad de la clase trabajadora (a menudo inspirada por la revolución rusa). Pero las fuerzas antidemocráticas fueron relativamente pequeñas y pudieron ser contenidas. Aparte de Irlanda, hubo pocas presiones desestabilizadoras procedentes de minorías nacionales. Y a pesar de las turbulencias de Irlanda, que cesaron sólo con la creación del Estado Libre Irlandés en 1922, tras la idea de democracia parlamentaria había un consenso que dio lugar a un sistema político bipartidista estable. Con la excepción parcial de Francia, donde algunas minorías de izquierdas y de derechas rechazaron la democracia liberal de la Tercera República, la forma establecida de gobierno democrático gozó de un respaldo casi total. No hubo nunca crisis de legitimidad.

Los principales problemas estaban en otro sitio. Los sistemas parlamentarios de Grecia y Bulgaria, por ejemplo, databan del siglo XIX, aunque durante mucho tiempo no habían constituido más que una fachada tras la que se ocultaban la lucha de facciones y el clientelismo. Las fuerzas populares fueron explotadas y manipuladas por las elites de poder tradicionales firmemente arraigadas y por las oligarquías. La violencia y la represión eran habituales. Los gobiernos griegos de posguerra, desestabilizados por el desastroso conflicto con los turcos en Asia Menor, tuvieron que arrostrar durísimos enfrentamientos entre facciones rivales de monárquicos y partidarios de la figura de Eleftherios Venizelos, el líder del partido liberal y durante largo tiempo figura clave de la política griega, que nunca hizo otra cosa más que dividir. Pero la fuerza dominante, que cada vez ejercería una influencia mayor y más decisiva sobre el poder del estado, eran los mandos militares. El golpe de Estado organizado por unos oficiales del ejército de tendencias antimonárquicas obligó al rey Constantino I a abdicar en 1922 tras la derrota a manos de los turcos. Fue sucedido por su hijo, Jorge II, que a su vez se vio obligado a dejar el trono y a abandonar el país dos años más tarde, esta vez a raíz del golpe de Estado frustrado de un grupo de oficiales monárquicos, en el que participó el futuro dictador Ioannis Metaxás. En marzo de 1924 la monarquía fue abolida y se instauró la República de Grecia. Se calmaron entonces las enconadas disensiones de la política interior, aunque no desaparecieron.

En Bulgaria, agotada y económicamente arruinada por la guerra, la Unión Agraria, que representaba a los labradores minifundistas (beneficiados en gran medida de una importante redistribución de la tierra), constituía el principal partido, seguido a cierta distancia por el partido comunista (fundado en 1919) y los socialistas. El gobierno presidido por Alejandro Stamboliiski, primer ministro y líder de la Unión Agraria, era, sin embargo, represivo y corrupto. Stamboliiski se ganó enemigos muy poderosos, siendo los más peligrosos entre ellos los oficiales del ejército. En 1923 se mostraron dispuestos a actuar para poner fin al experimento democrático. Stamboliiski fue destituido y el ejército tomó el poder.

La lucha de facciones y la violencia, movidas ambas por los conflictos de clases y las lealtades tribales tradicionales, fueron los principales ingredientes visibles de la mera apariencia de democracia establecida en el nuevo estado de Albania (creado en 1913). El país surgió del reparto y la ocupación que llevaron a cabo durante la guerra sus vecinos —Grecia, Italia, Serbia y Montenegro— para inaugurar un breve, pero turbulento, período de gran inestabilidad. Surgieron diversos partidos políticos, divididos por cuestiones relacionadas con la reforma agraria y la redacción de una constitución. Pero se impusieron los intereses de los terratenientes y de los líderes de los clanes. Se formaron facciones en torno a dos figuras principales, Fan Noli, licenciado por la Universidad de Harvard y obispo de la Iglesia ortodoxa albanesa, y Ahmed Bey Zogu, vástago de una de las familias musulmanas más poderosas. Estos dos hombres y sus secuaces hicieron habitualmente uso de la tortura, el asesinato, el soborno y la corrupción. En un sistema político más cercano al neo-feudalismo que a una auténtica democracia parlamentaria, en el curso de una rebelión armada iniciada en junio de 1924 Noli desalojó a Zogu, que logró escapar del país. Seis meses después regresaría Zogu, apoyado por el ejército que había reclutado y en el que había numerosos extranjeros, derrocó al gobierno y obligó a Noli y a sus secuaces a huir. En enero de 1925 los miembros del parlamento que aún quedaban eligieron presidente a Zogu con poderes extraordinarios por un período de siete años.

En Rumanía, donde desde 1881 venía existiendo un sistema pluralista bajo una monarquía constitucional, si bien el estado había cambiado mucho debido a la gran ampliación de su territorio (que dobló sus dimensiones) al término de la guerra, los poderes del parlamento siguieron siendo muy débiles, mientras que los de la clase dirigente —la aristocracia, los militares, la jerarquía de la Iglesia ortodoxa y los estratos superiores de la burguesía— eran bastante fuertes. La reforma agraria (que fue la respuesta dada a la amenaza del bolchevismo), la incorporación de minorías étnicas, la movilidad social y el incremento del proletariado urbano dieron lugar a conflictos que fueron solapándose y a una crisis interna continua.

En todos estos países, las dificultades de la posguerra en unas economías agrarias enormemente subdesarrolladas, las disputas fronterizas y las demandas territoriales, así como las cuestiones de nacionalidad, trajeron consigo graves tensiones políticas. Los sectores de la población que acababan de obtener el derecho de sufragio, especialmente un campesinado políticamente confuso, ofrecían un campo abonado para la movilización y la manipulación demagógica. El acecho del autoritarismo nunca permaneció lejos de la superficie.

Las dificultades eran igualmente graves en España, donde, pese a la neutralidad mantenida durante la guerra, la economía se vio drásticamente perjudicada por el conflicto. Sacudida por oleadas de huelgas dirigidas contra la propia autoridad del estado, España parecía un país el borde de la revolución. De haber sido una potencia beligerante, quizá la misma guerra la habría arrojado a la revolución. De hecho, la monarquía constitucional, fundada en 1876, que durante mucho tiempo se había basado en la oligarquía de las elites liberales y conservadoras, se aferró a un sistema parlamentario escandalosamente poco representativo. El movimiento socialista en rápido aumento había doblado con creces el número de sus militantes desde el término de la guerra, pero la discriminación electoral lo dejó con un simple puñado de escaños. No obstante, el control de las elites dominantes iba disminuyendo cada vez más, y su base política liberal-conservadora estaba fragmentándose. Y los treinta y cuatro gobiernos que se sucedieron entre 1902 y 1923 contribuyeron a generalizar el desprecio por aquel sistema parlamentario débil e ineficaz. La clase dirigente veía que el estado era demasiado débil para defender sus intereses; sin embargo, los adversarios del estado, principalmente dentro de la clase trabajadora, eran demasiado débiles para derrocar el sistema. El resultado fue un callejón sin salida.

Se oyeron en España numerosas voces que censurando «la debilidad del liberalismo» reclamaban una «dictadura civil» que atajara la «anarquía bolchevique». Las demandas de un gobierno fuerte y del restablecimiento del orden, unidas al miedo a la revolución, forjaron una coalición de intereses que en septiembre de 1923 se mostraría dispuesta a apoyar un golpe de Estado y la toma del poder por parte del general Miguel Primo de Rivera. Respaldado por el ejército, la Iglesia católica, las elites terratenientes, la gran empresa y la clase media, la única oposición que encontró el golpe fue un débil intento de huelga general por parte de una clase trabajadora desmoralizada y dividida. Se introdujeron la ley marcial, la censura de la prensa, un partido único de unidad nacional y una estructura corporativa de relaciones laborales; la organización anarcosindicalista de los trabajadores fue declarada fuera de la ley (para satisfacción de sus rivales socialistas), y algunas figuras destacadas de la oposición fueron encarceladas. Pero la dictadura de Primo de Rivera fue relativamente blanda y, por medio de un programa de obras públicas, llegó incluso a fomentar brevemente cierta sensación de incremento de la prosperidad en España. Sobre todo, Primo de Rivera logró restaurar temporalmente el orden. Para la mayor parte de los españoles eso era lo que importaba. Pocos derramaron una sola lágrima por la que sólo había sido una democracia aparente. La mayor parte de la gente se mostró indiferente. De momento, había triunfado la contrarrevolución.

En los estados sucesores de los imperios desaparecidos, la democracia parlamentaria era una flor muy frágil, plantada en un terreno menos que fértil. Desde el primer momento tuvo que hacer frente a los desafíos de poderosos grupos sociales y fuerzas populistas (habitualmente de corte nacionalista). Pero sobrevivió a las crisis de posguerra, aunque sólo Finlandia y Checoslovaquia supusieron éxitos duraderos.

La independencia de Finlandia había sido establecida en 1918 al cabo de sólo cinco meses de enconada guerra civil entre rojos y blancos (que dejó tras de sí 36 000 muertos), y en la constitución de 1919 quedó consagrada una democracia parlamentaria. Pese a la inestabilidad gubernamental (que reflejaba las divisiones ideológicas entre conservadores, socialdemócratas, seguidores del partido agrario y nacionalistas suecos), la determinación por preservar la independencia frente a la amenaza de la vecina Unión Soviética sustentó la legitimidad del nuevo estado. El presidente finlandés (Kaarlo Juho Ståhlberg durante los primeros años de la independencia), un jefe de estado con amplios poderes ejecutivos, desempeñó también un papel importante debido al respaldo que dio al sistema parlamentario todavía sin consolidar.

Lo mismo cabría decir, con más razón incluso, de Checoslovaquia durante los años de la inmediata posguerra. El presidente (y de hecho fundador del estado) Tomáš Garrigue Masaryk era un demócrata convencido, que contó con la ayuda de un ejército leal, una burocracia eficiente heredada del Imperio de los Habsburgo y una economía con una buena base industrial que empezaba a salir de la recesión de posguerra. Masaryk fue decisivo para mantener unido un sistema que los intereses de clase y de nacionalidad de más de veinte partidos políticos amenazaban con socavar. En diciembre de 1918 y durante los primeros días de 1919 el presidente utilizó tropas checas para sofocar los movimientos que pretendían establecer una república independiente en Eslovaquia. Solicitó ayuda a los Aliados y proclamó el estado de emergencia al tiempo que desplegaba nuevas unidades del ejército, al mando de oficiales franceses, para repeler en mayo y junio de 1919 una invasión de fuerzas pro-bolcheviques procedentes de Hungría llegadas con la intención de recuperar Eslovaquia. Y ese mismo verano se mostró partidario de nombrar un gabinete de dignatarios independientes, libres de lealtades de partido que no hacían más que provocar la división, para hacer frente a una oleada de graves disturbios. El gobierno utilizó luego la ley marcial para neutralizar la ola de huelgas de noviembre y diciembre de 1920, instigadas por la facción pro-soviética del partido socialista.

Aquél fue un importantísimo punto de inflexión. En adelante el sistema parlamentario checo se mantendría cohesionado, al principio de manera un tanto vacilante, pero cada vez con mayor autoridad. La izquierda revolucionaria quedó aislada, pues la inmensa mayoría de la población deseaba paz y orden. Se alcanzó un equilibrio generalizado entre los intereses agrarios y los del proletariado industrial, que en el territorio checo fue mayor que en cualquiera de los demás estados sucesores de los imperios desaparecidos, pero que daba su apoyo principalmente a la democracia parlamentaria y no al comunismo. La integración política de los eslovacos y también de la cuantiosa minoría alemana (que de momento se tragó su resentimiento por las diversas formas de discriminación que hubo de aguantar) mantuvo a raya las tendencias separatistas. Poco a poco la democracia se estabilizó, aunque las tensiones implícitas, lejos de ser erradicadas, permanecieron bajo control.

En los países bálticos de Estonia, Letonia y Lituania la importancia de la independencia recién conseguida y la hostilidad generalizada hacia el bolchevismo del vecino estado soviético contribuyeron de momento a preservar el respaldo a la democracia parlamentaria, a pesar de los gobiernos inestables que, fundamentalmente, se dedicaron a apoyar los intereses de los grandes lobbies agrarios al tiempo que reducían el campo de acción de los pequeños partidos comunistas. Sin embargo, la democracia seguía siendo débil y el gobierno dependía de la tolerancia (que no sería demasiado duradera) de las autoridades militares y de las organizaciones paramilitares nacionalistas.

En Yugoslavia el sistema parlamentario (bajo la monarquía serbia) establecido en la constitución de 1921 fue un arreglo poco prometedor. Supuso una victoria por la mínima del centralismo sobre el federalismo, pero las tendencias separatistas siguieron desafiando los esfuerzos del gobierno por propagar el concepto de identidad yugoslava en un país en el que había unas veinte minorías étnicas e importantes divisiones de los tres grupos principales de serbios, croatas y eslovenos. El nuevo estado tendría que combatir a poderosas fuerzas paramilitares pro-búlgaras en Macedonia, y a rebeldes albaneses armados en Kosovo. Se vería amenazado principalmente por el resentimiento de los croatas por la dominación serbia. No fue posible crear ninguna identidad unificadora, pero, aunque con dificultad, se logró mantener a raya las tendencias separatistas croatas. Los eslovenos vieron que la mejor forma de proteger su lengua y su cultura era el estado yugoslavo, las otras minorías nacionales eran débiles y estaban divididas, y las ambiciones expansionistas de Italia estimularon el sentimiento pro-yugoslavo a lo largo de toda la costa del Adriático.

Por intensas que fueran las divisiones étnicas del país, eminentemente agrícola, en Yugoslavia no cabía ni siquiera hablar de proletariado industrial y el partido comunista, prohibido y perseguido desde 1921, sería en adelante casi insignificante. Los intereses de las múltiples facciones corruptas, que a menudo se aprovecharon de los repartos de tierras, tenían más que ganar apoyando al nuevo estado que intentando socavarlo. Entre otras cosas, la propia debilidad estructural de un sistema parlamentario en el que la representación proporcional daba cabida a cuarenta y cinco partidos, que defendían principalmente intereses particulares étnicos y regionales, y que dieron lugar a la formación de veinticuatro gobiernos en ocho años, vino a reforzar en la práctica el dominio de la corte real y su clientela corrupta, del ejército (con las organizaciones paramilitares de apoyo) y de los cuerpos de seguridad del estado. De momento, lo que no era más que una apariencia de democracia pudo seguir existiendo.

A diferencia de lo que sucedía con el débil sentido de identidad yugoslava prefabricada, la conciencia nacional polaca se había fortalecido a lo largo del siglo XIX. El renacimiento de Polonia como estado en 1918 tras 128 años de partición entre Rusia, Prusia y Austria, y luego la guerra contra la Unión Soviética —uno de los seis conflictos fronterizos en los que el nuevo estado tuvo que enzarzarse entre 1918 y 1921— proporcionaron un sentido inicial de unidad nacional. Ese sentimiento quedó encarnado en el mariscal Jósef Piłsudski, considerado mayoritariamente el salvador de Polonia, y en un nacionalismo intensificado por la antipatía que sentía la mayoría polaca hacia las grandes poblaciones de minorías étnicas existentes en el país. Pero la unidad dio paso rápidamente a profundas y enconadas divisiones en un país pobre sacudido por la guerra y los ruinosos efectos de la hiperinflación.

Las divisiones venían determinadas en gran medida por causas étnicas. Casi un tercio de la población de Polonia (y en algunas zonas una mayoría) estaba formado por minorías étnicas: 14% de ucranianos, 9% de judíos, 3% de bielorrusos, y poco más de un 2% de alemanes, entre otras. Sus objetivos nacionalistas estaban condenados a chocar y provocaron tensiones con el intenso nacionalismo de la mayoría polaca. Las divisiones de clase contribuirían, si acaso, a agravar todavía más la polarización política. La reforma agraria, en un país en el que había una numerosísima población campesina, constituía una prioridad para una agrupación de partidos de la izquierda no comunista, y finalmente en 1925 se dieron algunos pasos hacia una redistribución significativa de las tierras (aunque con compensaciones para los grandes terratenientes). Pero la reforma agraria contó con la férrea oposición de un bloque de partidos de derechas, deseosos de defender los privilegios de las clases acaudaladas.

La constitución democrática introducida en Polonia en 1921 se basaba especialmente en el modelo de la Tercera República Francesa y, como su prototipo, dio lugar a un gobierno débil y a un parlamento bicameral con una cámara baja (o Sejm) muy fragmentada y difícil de manejar. Había una profusión de partidos —campesinos, obreros y representantes de las nacionalidades minoritarias— que maniobraban para conseguir la mayor influencia posible. Los principales grupos eran el Bloque de Minorías Nacionales (en el que los intereses de las distintas nacionalidades a menudo resultaban incompatibles unos con otros), la agrupación conservadora de los Demócratas Nacionales (que defendían los intereses de los terratenientes, la industria y una clase media que buscaba protección frente a la influencia «extranjera», especialmente la de los judíos), el Partido Campesino (que sobre todo pretendía la redistribución de las tierras de los grandes latifundios), y los socialistas (ansiosos por preservar las importantes ganancias —incluida la introducción de la jornada laboral de ocho horas— que habían conseguido en las condiciones cuasi-revolucionarias del final de la guerra). Los frecuentes cambios de gobierno no trajeron consigo ni estabilidad ni una dirección política clara. El gobierno democrático, a ojos de buena parte de la población, resultaba cada vez más incompetente, incapaz de resolver los tremendos problemas del país por medio de un parlamento de políticos enfrentados unos con otros que ponían los intereses de partido por encima de los del país.

Esos problemas se agravaron cuando fueron introducidas drásticas medidas de austeridad para detener la inflación (que en noviembre de 1923 llegó a situar el cambio del dólar en los 1,65 millones de marcos polacos) y de nuevo en 1925 cuando la moneda recién introducida, el złoty, se vio sometida a una gran presión y provocó la caída del gobierno. La democracia había sobrevivido con dificultad a los traumáticos años de la posguerra. Pero nunca conoció la estabilidad ni se convirtió en un sistema de gobierno aceptado por todos. En algunos momentos dio la impresión de que Polonia se acercaba al borde de la guerra civil o del golpe de Estado militar. El desengaño suscitado por la democracia era generalizado. Se hablaba de la necesidad de una «mano férrea que nos saque de este abismo». En 1926 el propio héroe nacional, Piłsudski, declaró su disposición a luchar contra lo que a su juicio era la dominación de Polonia por unos partidos políticos que sólo buscaban los beneficios materiales inherentes a los altos cargos y el enriquecimiento personal. Fue el preludio del golpe de Estado que encabezó en mayo de 1926 y el comienzo de un régimen autoritario en Polonia.

La mayoría de los austríacos, que ahora vivían no ya en un gigantesco imperio, sino en un pequeño estado nación de lengua alemana, cifraron al principio sus esperanzas en la unión con Alemania, pero los Aliados no tardaron en frustrárselas. Enseguida dejaría de existir una base sólida para la unión política. Se abrieron profundas fisuras que crearon una triple división entre los socialistas y las dos principales fuerzas políticas antisocialistas, los socialcristianos (el partido más numeroso, afín a la clase dirigente católica, cada vez más vehemente en su nacionalismo austríaco) y los nacionalistas alemanes, mucho menos numerosos pero muy ruidosos (que propugnaban la unión con Alemania). Las grandes milicias armadas, en su mayoría formadas por campesinos y creadas para defender las vulnerables y disputadas fronteras de Austria, particularmente contra las incursiones yugoslavas en el sur desde Eslovenia, no sólo eran nacionalistas, profundamente católicas e intensamente antisemitas, sino que además se oponían con vehemencia a lo que consideraban el régimen socialista emanado de la «Viena roja».

Incluso en Viena, el socialismo era mal visto por gran parte de la clase media, la burocracia estatal (con los fuertes lazos que seguían uniéndola al viejo imperio) y la jerarquía de la Iglesia católica. Y fuera de la capital, el socialismo tenía muchos problemas. La nueva república alpina era en su mayor parte un país rural, conservador, patrióticamente austríaco, ardientemente católico y fervientemente antisocialista. Tras una fase inicial revolucionaria, estas tres fuerzas, intrínsecamente autoritarias, se intensificarían. A partir de 1920, los socialistas, la principal fuerza motriz que se ocultaba tras el establecimiento de la democracia, dejarían de desempeñar algún papel en el gobierno de Austria. La democracia, asociada sobre todo con los socialistas, sería obligada cada vez más a ponerse a la defensiva.

El único país fuera de la Unión Soviética donde fue posible establecer una república soviética, aunque de duración muy breve, fue Hungría. (El gobierno de corte soviético que asumió el poder en Baviera en abril de 1919 no logró salir de la base temporal que llegó a implantar en Múnich antes de ser aplastado por el ejército y los paramilitares de derechas). En Hungría el débil gobierno de coalición de dos pequeños partidos liberales y los socialdemócratas (que se basaban en el apoyo sólo de parte de una clase trabajadora relativamente pequeña) no fue capaz de imponer las reformas sociales necesarias ni de abordar el problema acuciante de la redistribución de la tierra en un país en el que la nobleza magiar conservaba unos privilegios enormes y explotaba vastísimos latifundios por medio de un campesinado casi servil. Las grandes manifestaciones organizadas en las ciudades reclamaban un cambio radical. La propaganda comunista llegó a los oídos de una población dispuesta a escucharla. Los socialdemócratas moderados perdieron influencia. Los consejos de obreros y de soldados desafiaban cada vez más el poder del gobierno. Los trabajadores agrícolas se incautaron de algunas fincas pertenecientes anteriormente a la monarquía. La gota que colmó el vaso fue la exigencia planteada por los Aliados de que las tropas húngaras que hacían frente a los rumanos emprendieran la retirada, con la pérdida segura de territorio que ello suponía. La negativa del gobierno a aceptar el ultimátum el 21 de marzo de 1919 dio lugar al establecimiento de un gobierno encabezado por los comunistas, que proclamaron una república soviética y la «dictadura del proletariado» en Hungría.

Los cuatro meses que duró este régimen fueron una catástrofe. La intervención precipitada y draconiana del estado con el fin de nacionalizar la economía y confiscar los depósitos bancarios fue acompañada de exigencias forzosas de comida, de la persecución de la Iglesia y, en medio de una escalada del terror patrocinada por el estado, la detención arbitraria de centenares de terratenientes. Algunos fueron liberados tras el pago de cuantiosos rescates, mientras que otros fueron fusilados. Varios centenares de húngaros cayeron víctimas del «Terror Rojo». Mientras el país se precipitaba hacia la anarquía, Hungría tuvo que hacer frente al ataque de fuerzas rumanas, checoslovacas y yugoslavas. En agosto de 1919 el régimen se hallaba sumido en una situación desesperada. Se había malquistado con la clase media, el campesinado e incluso el grueso de la clase obrera. El hecho de que el principal dirigente del régimen, Béla Kun, y la mayoría de los comisarios comunistas que estuvieron detrás del «Terror Rojo» fueran judíos estimuló el antisemitismo. Sólo la ayuda de la Rusia soviética habría podido salvar al régimen comunista húngaro y aun así, sólo quizá temporalmente. Pero la Rusia soviética, obligada a luchar por su supervivencia en la guerra civil, no podía ofrecer ayuda militar. La incapacidad de exportar el comunismo a Hungría fue el indicio más claro de que las ideas de revolución mundial emanadas del ejemplo ruso tendrían que ser abandonadas.

El desafortunado gobierno de Béla Kun dimitió el 1 de agosto de 1919, justo antes de que las tropas rumanas, que en aquellos momentos ocupaban la mayor parte de Hungría, entraran en Budapest y la saquearan. Kun terminaría por huir a Rusia, donde acabaría su vida convertido en una víctima más del estalinismo. Al cabo de unos meses, el ala derecha de los nacionalistas conservadores había vuelto a hacerse con el control de Hungría. La reforma agraria fue frenada; los terratenientes podrían seguir aferrados a sus posesiones y a su poder. Los militares, la burocracia, los líderes empresariales y los sectores más acomodados del campesinado, todos ellos horrorizados por el régimen de Kun, acogieron con los brazos abiertos lo que consideraron la restauración del orden a través del autoritarismo conservador. Por consiguiente, a partir de 1920 el héroe de la guerra, el almirante Miklós Horthy, pudo presidir como jefe del estado una serie de gobiernos autoritarios que se prolongarían a lo largo de casi todo el cuarto de siglo siguiente. La respuesta inmediata al «Terror Rojo» del régimen de Kun fue el desencadenamiento de un «Terror Blanco» mucho más generalizado (que, según ciertos cálculos, se cobró la vida de 5000 individuos y el encarcelamiento de varios millares más), en el que los destacamentos de oficiales derechistas del Ejército Nacional llevarían a cabo una multitud de atrocidades dirigidas principalmente contra comunistas, socialistas y judíos.

Hungría, como España, fue una excepción a la tendencia seguida durante los primeros años de posguerra. Generalmente la democracia logró sobrevivir, aunque a veces por los pelos, a los terribles vaivenes de este período tan turbulento. Ello se debió en parte a que en toda Europa contó con un respaldo idealista y entusiasta procedente sobre todo de la izquierda socialista y liberal que durante mucho tiempo había intentado apasionadamente liberarse de los grilletes del régimen autoritario y elitista tradicional y que aspiraba a una sociedad más justa y más próspera en un futuro democrático. Sin embargo, todo se debió principalmente a que el viejo orden había sufrido una derrota demoledora al término de la guerra. Sus partidarios eran demasiado débiles como para desafiar el establecimiento de la democracia o derrocar un nuevo sistema de gobierno de ese estilo, capaz de contar con un respaldo popular amplio, aunque inestable, surgido de la combinación de intereses sociales y políticos. La debilidad de las elites, unida a su enorme miedo al bolchevismo, supuso que se mostraran dispuestas a tolerar, ya que no a apoyar calurosamente, una democracia pluralista que a menudo pudieron manipular para su conveniencia. Lo consiguieron por lo general aferrándose al nacionalismo populista, que podía ser exacerbado fácilmente por las acaloradas disputas en torno a los territorios fronterizos. Pero los partidos y movimientos nacionalistas estaban también en su mayoría divididos. La falta de unidad de la derecha nacionalista y elitista supuso que durante los primeros años de la posguerra raramente fuera posible organizar un desafío coherente a la democracia.

La debilidad reinante entre las antiguas clases dirigentes se vio reflejada hasta cierto punto en la debilidad y las escisiones de la izquierda. Los partidarios revolucionarios del bolchevismo fueron casi en todas partes menos en Rusia una minoría entre los socialistas, que mayoritariamente respaldaron la democracia parlamentaria. A menudo, por tanto, lo que se materializó fue una supervivencia incómoda en la que ni la derecha contrarrevolucionaria ni la izquierda revolucionaria eran lo bastante fuertes como para derrocar la democracia recién creada.

La gran excepción a este modelo de supervivencia democrática, aparte de la toma del poder por parte de Primo de Rivera a través de un golpe de Estado en España, fue Italia, el primer país —y el único durante toda la crisis de posguerra— en el que la democracia liberal se vino abajo para ser sustituida por el fascismo.

El fascismo victorioso

En Italia había existido un sistema de gobierno parlamentario pluralista desde su unificación en 1861. Llamarlo democrático, sin embargo, habría supuesto ampliar demasiado el significado del término. Basada en un electorado extremadamente limitado, la política italiana estuvo dominada por la lucha entre facciones y por la corrupción, en manos de una pequeña oligarquía de notables de tendencias liberales. La reforma del derecho de sufragio de 1912 triplicó casi el volumen del electorado, que pasó de menos de 3 a casi 8,5 millones de votantes (en su mayoría todavía analfabetos). Pero fue acompañada de un cambio muy poco significativo del sistema de gobierno. Luego vino la traumática guerra, en la que tras no pocas vacilaciones y negociaciones secretas, entró Italia finalmente en 1915 al lado de los Aliados, y con ella más divisiones. Inmediatamente después de la guerra, en diciembre de 1918, todos los varones adultos de Italia consiguieron el derecho a voto —como recompensa a la actuación de los soldados— y al año siguiente una nueva ley electoral introdujo la representación proporcional. Lo que se esperaba era reforzar de ese modo el apoyo al gobierno. Pero a la reforma le salió en gran medida el tiro por la culata.

En medio de las turbulencias de la posguerra, la población que acababa de recibir el derecho al voto dio la espalda a la vieja política liberal y se decantó mayoritariamente por el recién fundado Partido Popular Italiano, que representaba los intereses del catolicismo, y por el partido socialista, cuyo objetivo, según sus propias declaraciones, era «la conquista violenta del poder político en nombre de los trabajadores» y el establecimiento de una «dictadura del proletariado». Los socialistas declararon su adhesión a la Internacional Comunista (la Comintern), que había fundado Lenin en Moscú en marzo de 1919. En las elecciones de noviembre de ese mismo año triplicaron el número de sus escaños en la Cámara de los Diputados, mientras que los populares casi cuadruplicaron los suyos. Donde mayor apoyo obtuvo la minoría dirigente liberal fue en la Italia meridional, fundamentalmente agrícola, donde seguía prevaleciendo la política clientelista. Pero ahora los liberales y sus partidarios estaban en minoría en el parlamento. La política de partidos se fragmentó. La inestabilidad —entre 1919 y 1922 hubo seis cambios de gobierno— y una parálisis cada vez mayor se adueñaron del gobierno. Daba la impresión de que Italia estaba al borde de una revolución roja.

Durante todo el año 1919 y 1920, período que pasó a denominarse biennio rosso (el «bienio rojo»), Italia sufrió un conflicto social y político enorme. En las ciudades industriales hubo numerosas huelgas (más de 1500 cada año), ocupaciones de fábricas, manifestaciones de obreros y saqueos de tiendas a manos de la multitud irritada por el aumento de los precios. En algunas partes de la Italia rural, los campesinos recién desmovilizados ocuparon las tierras de los grandes latifundios y más de un millón de trabajadores agrícolas se sumaron a las huelgas. A medida que los desórdenes aumentaban de forma alarmante, que el gobierno se mostraba a todas luces incapaz de restablecer el orden, que se intensificaban el miedo a la revolución y la angustia de las clases acaudaladas ante el socialismo, y que la fragmentación de la política de partidos demostraba no ofrecer salida alguna del cenagal en que se hallaba empantanada, fue abriéndose el espacio político a una nueva fuerza. Y quien rellenaría ese espacio serían los fascistas.

En medio del caos político surgieron en las ciudades y pueblos de la Italia septentrional y central diversos movimientos paramilitares de pequeña entidad que simplemente se llamaban a sí mismos Fasci —esto es «grupos» (fasces o, literalmente, «haces», nombre derivado del término usado en latín para designar el conjunto de varas que simbolizaba el orden en la antigua Roma)—, y que atrajeron principalmente a excombatientes de clase media baja (sobre todo oficiales del ejército desmovilizados) y a numerosos estudiantes. No existía ninguna organización central. Pero lo que tenían en común todos esos movimientos diversos era la relativa juventud de sus miembros, su ultranacionalismo militante, su glorificación de la guerra, su violencia y su rechazo visceral a la política parlamentaria que ellos consideraban desacreditada, creadora de divisiones, débil y corrupta, propia de la minoría dirigente liberal. El heroico esfuerzo bélico de Italia, en su opinión, había sido socavado por la clase política. Italia nunca podría ser grande bajo el liderazgo de los viejos próceres. Había que quitarlos de en medio. Lo que los militantes fascistas ofrecían era una acción radical para renovar Italia. Se trataba de algo implícitamente revolucionario en la medida en que dicha acción iba encaminada a cambiar de manera violenta y fundamental el estado existente hasta ese momento. Quedaba abierta la cuestión de qué era exactamente lo que lo iba a sustituir.

Entre la miríada de Fasci hubo uno fundado en marzo de 1919 por Benito Mussolini, antiguo editor del periódico oficial del PSI, que había roto con la izquierda socialista por defender ardientemente en 1915 la intervención en la conflagración. Veía la guerra, en la que había combatido y había resultado herido, como un período heroico de su propio pasado y del pasado de Italia. El programa presentado en la fundación de sus Fasci di Combattimento en 1919 no se diferenciaba mucho del de los demás Fasci, y su tono era claramente revolucionario. Muchas de sus propuestas habrían podido ser planteadas por la izquierda: sufragio universal, supresión de todos los títulos nobiliarios, libertad de opinión, sistema educativo abierto a todos, medidas para mejorar la sanidad pública, supresión de la especulación financiera, introducción de la jornada laboral de ocho horas, organización de los trabajadores en cooperativas y reparto de los beneficios, abolición de la policía política, del senado y de la monarquía, y fundación de una nueva república italiana basada en una administración regional autónoma y en un poder ejecutivo descentralizado. El objetivo era «una transformación radical de los fundamentos políticos y económicos de la vida colectiva».

Sin embargo, Mussolini renegaría posteriormente de aquellos que parecían unos objetivos sociales y políticos claros, afirmando que habían sido no ya la expresión de una doctrina, sino meras aspiraciones que serían refinadas con el tiempo. El fascismo, aseguraba, «no se nutrió de una doctrina elaborada de antemano, teóricamente; nació de una necesidad de acción, y fue acción, desde el principio fue algo práctico, no teórico». Se trata de una racionalización, casi veinte años después de sus inicios, del cambio fundamental que su propio movimiento experimentó en apenas dos años. Para Mussolini, oportunista por antonomasia, el programa proclamado en Milán estaba ahí para ser pasado por alto, ignorado o adaptado según lo determinaran las necesidades políticas. El «socialismo» de su movimiento estuvo siempre subordinado al objetivo del renacimiento nacional, una idea vaga, pero muy poderosa, capaz de unir, al menos superficialmente, una serie de intereses bastante heterogéneos. Los principios no significaban nada para él, el poder lo era todo. De modo que su movimiento pasó de la revolución a la contrarrevolución. El primitivo respaldo a las huelgas de los obreros dio paso en el otoño de 1920 al despliegue de las escuadras paramilitares fascistas con el fin de romper las huelgas en beneficio de los terratenientes y de los industriales. La violencia de las escuadras se incrementó notoriamente durante los meses sucesivos. Mussolini se había dado cuenta de que no podía derrotar al socialismo y al comunismo intentando competir con ellos por la misma base de apoyo. Para obtener el poder necesitaba el respaldo de los que tenían dinero e influencias. Tenía que ganarse a los dirigentes conservadores y a la clase media, no sólo a los excombatientes desafectos y a los matones violentos.

El hecho de que Mussolini, que al principio era sólo uno más entre los numerosos líderes fascistas y jerarcas regionales, pasara a dominar el primitivo movimiento fascista se debió menos a su personalidad enérgica y dinámica —todos los cabecillas fascistas tenían que ser de algún modo personalidades enérgicas— que a su utilización de la prensa y a las conexiones que había logrado establecer con los industriales para mantener su periódico, Il Popolo d’Italia. Su tipo de radicalismo —el hincapié en la unidad nacional, la autoridad y el orden, la predisposición a imponer el orden por medio de la violencia contra cualquiera que se interpusiera en su camino (la izquierda socialista, los revolucionarios, los huelguistas)— no sólo era compatible con los intereses de la clase dirigente conservadora, sino que estaba directamente a su servicio. Con el quebrantamiento del orden y la incapacidad de restablecerlo demostrada por el estado liberal, los fascistas se convirtieron en un vehículo cada vez más útil para las elites políticas y económicas de Italia.

A mediados de 1921 el gobierno no dudó en proporcionar a los fascistas dinero y armas para combatir el creciente desorden. Se avisó a la policía para que no interviniera. Durante las elecciones del mes de mayo, el primer ministro liberal, Giovanni Giolitti, incorporó a los fascistas, junto a nacionalistas, liberales y agraristas, en un «bloque nacional» con la esperanza de domarlos y debilitar la oposición del partido socialista y del partido popular italiano. El bloque nacional ganó la mayoría de los votos en todas partes (aunque los fascistas propiamente dichos obtuvieron sólo 35 del total de 535 escaños). Pero los socialistas y los populares no salieron suficientemente debilitados. La inestabilidad gubernamental crónica continuó. Y el sistema estatal vigente obtuvo sólo un apoyo minoritario en el parlamento. Los fascistas, aunque electoralmente seguían siendo un grupo pequeño, eran una fuerza en ascenso. De los 870 miembros que tenía el movimiento a finales de 1919, habían pasado ahora a 200 000.

El avance definitivo no se produjo en la zona del sur, eminentemente agrícola y atrasada desde el punto de vista económico, ni en las ciudades del norte como Milán, donde había comenzado el movimiento de Mussolini. Fue en las zonas rurales comercialmente desarrolladas de la Italia central, en Emilia-Romagna, Toscana, el valle del Po y Umbría, donde el fascismo ganó fuerza. Los terratenientes y los colonos que tenían campos en arriendo, enfrentándose a los sindicatos, las cooperativas agrícolas y el dominio de los ayuntamientos que ostentaban los socialistas o los populares, pagarían a matones fascistas, trasladados a menudo desde las ciudades de la zona en camiones, para que pegaran palizas a sus adversarios, los obligaran a beber aceite de ricino, los expulsaran de sus despachos, destruyeran sus propiedades y en general los aterrorizaran, ante la pasividad de la policía. Las antiguas provincias «rojas» se convirtieron en unas semanas en feudos fascistas. Los «sindicatos» fascistas recién creados, en los cuales fueron «animados» a integrarse obreros y campesinos mediante la amenaza del terror, sustituyeron a los anteriores sindicatos socialistas. En junio de 1922 los sindicatos contaban con medio millón de afiliados, principalmente fascistas. La agitación de los alborotadores se convirtió, para mayor satisfacción de terratenientes e industriales, en dócil acatamiento.

Los squadristi —los integrantes de las bandas paramilitares de matones, compuestas habitualmente por una docena más o menos de miembros— eran controlados por los poderosos jerarcas regionales fascistas. Mussolini, pese a ser el más importante de esos líderes, distaba mucho de dominar el movimiento. De hecho, cuando en 1921 intentó rebajar la violencia antisocialista, con el fin de mostrar a la elite gobernante sus credenciales de patriota «moderado» deseoso de alcanzar una unidad nacional constructiva, proponiendo incluso pactar con las organizaciones de trabajadores socialistas, los jerarcas fascistas regionales se sublevaron. Mussolini se vio obligado a dimitir como líder y sólo fue restablecido en su cargo cuando cedió ante los radicales y renunció a cualquier idea de pacificación de los socialistas. Su prestigio nacional, el control de la prensa fascista y los lazos que mantenía con los industriales y otras personalidades poderosas hicieron que los jerarcas locales, que a su vez estaban divididos y desconfiaban unos de otros, se mostraran dispuestos a restablecerlo en su puesto. Les devolvió el favor mostrando un claro apoyo a las escuadras, que durante los meses sucesivos se hicieron con el control de numerosas ciudades del norte. Y en octubre de 1921 estableció oficialmente el fascismo como Partido Nacional Fascista.

A lo largo de los meses sucesivos el marco organizativo se amplió a 2300 secciones locales (cada una de las cuales suministraba regularmente nuevas suscripciones al partido), lo que dio a Mussolini una mayor base política. La clase media, cada vez más desencantada de la debilidad del gobierno liberal, entró en masa en el partido. En mayo de 1922 sus afiliados ascendían a más de 300 000, con un incremento de más del 50% en menos de seis meses. Un número desproporcionado de terratenientes, tenderos, oficinistas y sobre todo estudiantes llenaba aquel movimiento socialmente heterogéneo, que generalmente se granjeó las simpatías de las elites locales, de la policía y de los jueces.

En el otoño de 1922 el fascismo había penetrado en el establishment social y político y había adquirido una fuerte base de apoyo popular. La huelga general convocada por los sindicatos socialistas en el mes de agosto había sido un absoluto fracaso, pero había intensificado los temores de la clase media. En contraste con la evidente debilidad de la izquierda, la gran concentración de más de 40 000 fascistas celebrada en Nápoles el 24 de octubre se vio como una demostración de fuerza. Mussolini estaba dispuesto a tragarse otra de las exigencias iniciales de su movimiento, a saber la de que Italia se convirtiera en una república, y declaró que no pretendía abolir la monarquía. Proclamó la disposición de su movimiento a tomar el poder y exigió la formación de un nuevo gobierno con al menos seis ministros fascistas.

En realidad, la «Marcha sobre Roma» del 28 de octubre no fue nada de eso. Obligado a hacer frente a la dimisión del gobierno, el rey fue informado erróneamente de que 100 000 milicianos fascistas habían emprendido una marcha imparable hacia Roma. En realidad no eran más que 20 000 «camisas negras» mal armados que habrían podido ser repelidos con toda facilidad por el ejército… si el ejército se hubiera mostrado dispuesto a obligarlos a dar media vuelta. Cuando fracasó el último intento de formar un nuevo gobierno liberal, el rey invitó a Mussolini a ocupar el cargo de primer ministro. Lejos de encabezar una marcha de fascistas triunfantes sobre Roma, Mussolini llegó a la capital en tren, vestido con camisa negra, pantalones negros y bombín. Fue nombrado constitucionalmente jefe del gobierno, al frente de una amplia coalición en la que había ministros liberales, nacionalistas, del partido democrático social y del partido popular, aparte de él y de otros tres fascistas. A mediados de noviembre el nuevo gobierno recibió del parlamento un aplastante voto de confianza, pero dada la inestabilidad gubernamental crónica de los últimos años, pocos esperaban que durara mucho.

No tardaría en cambiar la cosa. Muchos individuos ambiciosos con ganas de hacer carrera corrieron a afiliarse al partido fascista, que contaba con 783 000 miembros a finales de 1923, bastante más del doble de los que tenía en tiempos de la «Marcha sobre Roma». El fascismo empezaba a institucionalizarse. Su núcleo inicial de squadristi, de luchadores brutales y creyentes fanáticos, estaba diluyéndose debido a la incorporación de oportunistas llegados en busca de un empleo y de ascenso, entre los cuales había antiguos rivales nacionalistas, muchos de ellos monárquicos y conservadores. Mussolini seguía sin tener planes claros de instaurar una dictadura de partido único. Pero empezaba a ganar confianza y, comparado con la gerontocracia de los próceres de los partidos tradicionales, ofrecía ya un perfil más dinámico. En noviembre de 1923 había logrado introducir un cambio trascendental en el sistema electoral que permitiera al partido más votado en unas elecciones hacerse con dos tercios de los escaños, siempre y cuando obtuviera más de una cuarta parte de los votos. Evidentemente, semejante cambio aseguraba la estabilidad del gobierno. En la práctica, garantizaba que, si querían permanecer en el poder, los liberales y los conservadores tuvieran que prestar apoyo a su gobierno. En las elecciones de abril de 1924, llevadas a cabo bajo el nuevo sistema de asignación de escaños, el bloque nacional, integrado mayoritariamente por fascistas, sacó en cualquier caso dos terceras partes de los votos, lo que le permitió obtener 375 del total de 535 escaños, gracias en buena parte a una campaña de violencia contra sus adversarios. Los partidos de la oposición seguían existiendo. Pero los socialistas y los populares habían perdido mucha de su anterior fuerza. Fuera de la clase obrera, la mayoría de los italianos, con distinto grado de entusiasmo, estaban dispuestos a aceptar el liderazgo de Mussolini.

En junio de 1924 se produjo un peligroso escándalo cuando el líder socialista Giacomo Matteotti, que había denunciado por fraudulentos los resultados de las elecciones, desapareció y fue encontrado luego muerto: asesinado, como se presumió acertadamente, por unos fascistas, casi con toda seguridad por orden de Mussolini o de destacados miembros de su entorno. Se desencadenó una crisis política de primera magnitud. Los socialistas abandonaron el parlamento en señal de protesta, paso que lo único que consiguió fue fortalecer la posición del gobierno. La oposición siguió dividida e impotente. Mussolini, mientras tanto, jugó la baza de la moderación. Hizo algunas concesiones para atraer a puestos gubernamentales a unos pocos nacionalistas, monárquicos y liberales de derechas, e incorporó las milicias fascistas a las fuerzas armadas. Temerosos de cualquier posible resurgir del socialismo, las «grandes fuerzas» —esto es el rey, la Iglesia, el ejército y los principales industriales— respaldaron a Mussolini. Pero los jerarcas fascistas de provincias condicionaron su apoyo a que su líder pasara a adoptar un régimen fascista pleno. Una nueva oleada de violencia se encargaría de subrayar su argumento.

Durante todo el proceso de ascensión al poder, Mussolini tuvo que nadar y guardar la ropa, obligado a maniobrar entre los conservadores, a los que necesitaba para establecer un control político, y sus correligionarios radicales fascistas, descontentos ante cualquier paso que diera hacia la moderación. Obligado a transigir con los jerarcas de su partido, al tiempo que se negaba rotundamente en un discurso pronunciado en el parlamento en enero de 1925 a reconocer su complicidad en el asesinato de Matteotti, Mussolini acabó aceptando públicamente su plena responsabilidad en todo lo ocurrido. Intentando aplacar a los radicales, afirmó: «Cuando dos elementos luchan entre sí y son irreconciliables, la solución es la fuerza». El principio enunciado fue puesto en práctica. Los adversarios políticos fueron detenidos, los partidos de la oposición fueron suprimidos, la libertad de prensa fue abolida y el gobierno quedó casi en su totalidad en manos de los fascistas. Los «fundamentos del estado totalitario fueron puestos», como escribiría más tarde Mussolini. La crisis de Matteotti habría podido acabar con Mussolini, pero acabó fortaleciéndolo. El poder del fascismo estaba asegurado.

¿Por qué el fascismo triunfó en Italia, y no en ningún otro país durante la crisis de posguerra? Decisivos para el éxito de Mussolini fueron la crisis de legitimidad del estado liberal que, aunque existente ya, fue agravándose cada vez más, el impacto de la guerra y la percepción de la amenaza revolucionaria. La crisis de legitimidad no llegó a profundizar tanto en ningún otro sitio, aparte de España, durante los años de la inmediata posguerra. Y España no había participado en la guerra. En cambio, no puede hacerse demasiado hincapié en el impacto de la guerra en Italia.

Antes de la guerra, el estado italiano, unificado en fecha reciente, pero todavía en su mayor parte económicamente atrasado y socialmente dividido, se basaba en una estrecha base de política oligárquica. Una vez acabada la contienda no podía seguir sosteniéndose. Las intensas divisiones sociales e ideológicas habían quedado expuestas a la vista de todos por la intervención en la guerra y habían sido magnificadas por las calamitosas pérdidas sufridas en ella. Millones de italianos habían sido movilizados para participar en los combates. Muchos se hallaban ahora abiertos a la movilización política. El convencimiento, a ojos de muchísimos millares de excombatientes y de muchos otros individuos, de que la victoria había sido «mutilada», de que Italia había sido engañada y de que se le habían negado las promesas de gloria nacional y de expansión imperialista, y de que el sacrificio no había valido la pena, alimentó el virulento rechazo del estado vigente y de sus representantes.

La sensación de que la oligarquía dirigente había traicionado a los heroicos veteranos de guerra italianos suministró una base inicial para el apoyo fundamental que recibió el fascismo. El llamamiento emocional al compromiso nacionalista, al renacimiento nacional y a la destrucción del estado liberal, débil y decadente, ofreció un fortísimo atractivo para muchos en aquella atmósfera de resentimiento, desunión, desorden y amenaza revolucionaria socialista. Los grandes avances electorales de un partido socialista que predicaba la necesidad de una toma violenta del poder por los trabajadores, y el rápido crecimiento del partido comunista tras su fundación en 1921, hicieron que la amenaza de revolución, a tan corta distancia de la conquista de Rusia por los bolcheviques, pareciera muy real.

Los cambios introducidos durante la posguerra en el derecho de sufragio habían desestabilizado completamente al gobierno. La fragmentación de la política en el centro y en la derecha conservadora, y la flagrante incapacidad del gobierno a la hora de combatir la amenaza que planteaba la nueva fuerza de los socialistas a ojos de la gente acaudalada, suministraron el espacio político en el que el fascismo pudo movilizar sus apoyos. La violencia extrema contra los que eran vistos como enemigos internos amplió ese apoyo, especialmente en las áreas más desarrolladas desde el punto de vista comercial de las zonas rurales de la Italia septentrional y central.

Pero a pesar de su radicalismo, el fascismo no habría podido alcanzar una posición de predominio sin el apoyo de las elites dirigentes, que unieron su suerte a la del movimiento de Mussolini. Mussolini no conquistó el poder; fue invitado a asumirlo. A continuación, las elites conservadoras, monárquicas, militares y eclesiásticas, temerosas del socialismo, estuvieron encantadas de respaldar los métodos de intimidación y manipulación que en 1925 dieron al fascismo casi el monopolio del control del estado.

El país europeo cuyas condiciones parecían más próximas a las que fomentaron el nacimiento del fascismo en Italia era Alemania. Entonces ¿por qué cuando la democracia sucumbió en la Italia «vencedora» sobrevivió a la crisis de posguerra en la Alemania vencida?

La democracia sobrevive en Alemania

Al norte de los Alpes, la «Marcha sobre Roma» de Mussolini tuvo un efecto inmediato sobre la extrema derecha radical en el escenario político cada vez más turbulento existente en Alemania. Desde 1920 Adolf Hitler, un exaltado nacionalista-racista con un talento demagógico notable, había venido armando jaleo en las cervecerías de Múnich, aunque no había tenido mucho éxito fuera de ellas. En 1921 se había convertido en el líder del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP), que en cierto sentido, empezando por la creación de un brazo paramilitar violento, se parecía mucho al primitivo partido fascista de Mussolini. El partido nazi (como empezó a ser apodado NSDAP) se diferenciaba poco de otros movimientos extremistas similares de Alemania, también de corte nacionalista-racista. Pero Hitler era capaz de atraer a las masas como ningún otro orador. Aunque todavía pequeño, su partido logró reunir rápidamente un nutrido grupo de seguidores, principalmente en Baviera, estado con una considerable autonomía regional dentro del sistema federal alemán y desde 1920 bastión de la oposición nacionalista a la llamada democracia «socialista» de Prusia, el estado alemán más grande con diferencia.

El movimiento de Hitler había pasado de los 2000 afiliados aproximadamente que tenía en 1921 a 20 000 en el otoño de 1922. Y cuando uno de los acólitos más destacados de su líder anunció ante los rugidos del público congregado en una cervecería pocos días después de la «Marcha sobre Roma» que «el Mussolini de Alemania se llama Adolf Hitler», dio un aliento importantísimo al incipiente culto a la personalidad que estaba desarrollándose alrededor del líder nazi. Al tiempo que Alemania se hundía en la crisis económica y política de 1923, acelerada por la ocupación del Ruhr por los franceses, el poder de Hitler para movilizar a los extremistas de carácter nacionalista violentamente contrarios al gobierno bastó para catapultarlo a una posición destacada en la vorágine de la política paramilitar bávara, que estaba a punto de convertirse en una fuerza preparada y lista para actuar contra el gobierno electo del Reich, con sede en Berlín. La democracia se hallaba en grave peligro.

La derecha nacionalista antidemocrática —conservadora además de radical— había empezado de hecho a recuperarse con notable rapidez de la conmoción de la derrota y de la revolución de noviembre de 1918. Temiendo (de manera exagerada, como acabó demostrándose) que la revolución se radicalizara siguiendo las líneas del bolchevismo, el nuevo gobierno transitorio encabezado por los socialistas en Berlín había cerrado, antes incluso de la firma del Armisticio, un trato fatídico con los líderes del ejército vencido que permitió a sus oficiales recuperarse. En esencia, el gobierno revolucionario había accedido a prestar su apoyo al cuerpo de oficiales del ejército a cambio de que éstos respaldaran al gobierno combatiendo al bolchevismo. La escisión que se produjo en la izquierda entre los partidarios de la democracia parlamentaria y la minoría que, con los ojos fijos en Moscú, había formado el Partido Comunista Alemán y pretendía llevar a cabo una revolución de arriba abajo al estilo soviético, acabaría convirtiéndose en un obstáculo perdurable para la nueva democracia surgida en 1919. La amenaza más grave para la democracia, sin embargo, vendría de la derecha, temporalmente socavada por la derrota y la revolución, pero sometida, no vencida. En la primavera de 1919, el resurgimiento de la derecha antisocialista y antidemocrática ya estaba en marcha. Contaba con un fuerte apoyo de la clase media y de los campesinos terratenientes, cuyo aborrecimiento visceral del socialismo y su miedo al bolchevismo se vieron acentuados por el intento de imponer un gobierno de estilo soviético en Baviera a lo largo de todo el mes de abril de 1919.

En marzo de 1920 un grupo extremista integrado en los círculos militares de derechas, capitaneado por Wolfgang Kapp, miembro fundador del Partido de la Patria, organización anexionista favorable a la guerra, y el general Walther von Lüttwitz, la inspiración que se ocultaba detrás de los grupos paramilitares, los Freikorps, se sintió lo bastante fuerte como para intentar derribar al gobierno. Al cabo de una semana su intento de golpe de Estado había fracasado. Kapp, Lüttwitz y sus principales partidarios huyeron a Suecia. Resultó bastante significativo, sin embargo, el hecho de que el ejército no llevara a cabo acción alguna para sofocar la sublevación. El intento de golpe de Estado se vio frustrado por una huelga general convocada por los sindicatos y por la negativa del funcionariado a obedecer las órdenes de Kapp. La izquierda seguía siendo capaz de defender la democracia.

Sin embargo, cuando a raíz del golpe de Estado de Kapp se produjeron violentos enfrentamientos entre unidades de autodefensa de socialistas y comunistas armados y los Freikorps, apoyados por el gobierno, en Sajonia y Turingia, y especialmente en la gran zona industrial del Ruhr (donde los trabajadores habían formado un «Ejército Rojo»), se pidió ayuda al ejército, que restauró el orden de manera brutal. Por dudosa que fuera su lealtad a la nueva democracia, el ejército se había convertido en su principal puntal. Los extremistas de derechas buscaron refugio en Baviera. Mientras tanto, la democracia iba debilitándose. Los grandes puntales de la nueva democracia, los socialdemócratas, los católicos del Partido del Centro y los liberales de izquierdas vieron cómo su apoyo disminuía pasando de ocupar casi un 80% de los escaños del Reichstag a sólo el 44% entre enero de 1919 y junio de 1920. El núcleo de los partidos democráticos había perdido la mayoría y sólo en una ocasión, en las elecciones de 1928, estaría cerca de recuperarla a escala nacional. Se dijo —de manera inexacta, aunque se trataría de una exageración perdonable— que Alemania era ahora una democracia sin demócratas.

Más que cualquier otro asunto, la cuestión de las indemnizaciones y reparaciones de guerra mantuvo la tensión política muy alta durante 1921-1922, y supuso un verdadero balón de oxígeno para la derecha nacionalista. La violencia política no desapareció nunca del todo. Los terroristas de derechas perpetraron 352 asesinatos políticos entre 1919 y 1922. La democracia parlamentaria recibió ataques tanto por la izquierda como por la derecha. El intento de sublevación comunista en el cinturón industrial de Sajonia durante la primavera de 1921 dio lugar a feroces combates durante varios días hasta que pudieron ser sofocados por la policía prusiana. A pesar de su derrota, los comunistas siguieron ganando apoyo en las zonas industriales. En Baviera, en cambio, donde el gobierno estatal se negó a poner en vigor la Ley de Protección de la República, aprobada por el Reichstag en 1922 para combatir el extremismo político y la violencia, la extrema derecha nacionalista fue ganando un nuevo respaldo.

En 1923, cuando la hiperinflación acabó con la divisa —y con los ahorros de la clase media alemana— la política se polarizó. Volvió a vislumbrarse el espectro de la revolución comunista. Para sofocar una «Revolución de Octubre» comunista en Sajonia y Turingia se recurrió al ejército, que llegó en una ocasión a disparar contra los manifestantes. Un efímero alzamiento comunista en Hamburgo sucumbió tras el enfrentamiento con la policía, dejando más de cuarenta muertos. Pero la amenaza de la izquierda pasó rápidamente. La de la derecha era más peligrosa y se centró en Baviera. Los grandes ejércitos paramilitares, para entonces unidos, constituían una fuerza con la que había que contar. Su figura simbólica era ni más ni menos que el general Ludendorff, y Hitler era su portavoz político. Pero, por importantes que fueran en la política bávara, los paramilitares tenían pocas posibilidades de derribar el gobierno de Berlín sin el respaldo del ejército alemán, la Reichswehr.

Los jefes del ejército habían adoptado una postura ambigua desde la fundación de la república, apoyando al estado en abstracto, aunque simplemente tolerando la nueva democracia sin entusiasmo. El jefe de la Reichswehr, el general Hans von Seeckt, envió unas señales muy poco claras. Se negó a intervenir para restaurar el orden en Baviera mientras que, al mismo tiempo, cuando aumentaron los rumores que hablaban de golpe de Estado, advirtió a los líderes políticos bávaros que no apoyaran el clamor nacionalista cada vez más escandaloso y vocinglero de los paramilitares de extrema derecha. Los jefes de la Reichswehr en Baviera se habían mostrado a favor de una marcha sobre Berlín y de la proclamación de una dictadura nacional, en un reflejo de los grandes logros alcanzados por Mussolini. Pero cuando Von Seeckt acogió con frialdad la idea y declaró que no actuaría contra el gobierno legítimo de Berlín, el ejército de Baviera dio marcha atrás y retiró su apoyo al golpe.

Viéndose acorralado, Hitler comprendió que no tenía más opción que actuar o ver cómo su apoyo se esfumaba. El intento de golpe de Estado lanzado de forma teatral por Hitler en una gran cervecería de Múnich el 8 de noviembre de 1923 fracasó ignominiosamente al día siguiente con un ruidoso tiroteo de la policía en el centro de la ciudad. La amenaza de la derecha, como sucediera con la de la izquierda, había sido frenada. El colapso del intento de golpe de Estado de la cervecería fue como si se reventara un forúnculo que le hubiera salido al estado. Los golpistas fueron localizados y detenidos y, al cabo de unos meses, los principales cabecillas, incluido Hitler, fueron juzgados y condenados —con excesiva indulgencia— a pasar una temporadita en la cárcel. La extrema derecha se fragmentó. La crisis se calmó. La moneda se estabilizó poco después y se estableció un nuevo marco más llevadero para la amortización de las indemnizaciones y reparaciones de guerra. La democracia había sobrevivido; pero sólo eso.

La guerra, la derrota, la revolución y los acuerdos de paz habían traumatizado y polarizado a Alemania. Los gobiernos eran muy inestables. La clase media temía y odiaba el socialismo, prestando apoyo a la ruidosa agitación nacionalista y la brutal violencia de los paramilitares de la derecha antidemocrática. En todo ello había muchos parecidos con la Italia de posguerra. Pero a diferencia de Italia la democracia conservó un fuerte apoyo bien organizado, no sólo entre los numerosos seguidores del partido socialdemócrata, sino también entre los del Partido del Centro y entre los liberales de izquierdas. La política pluralista, si no la democracia parlamentaria, se basaba en una larga historia. La participación política tenía profundas raíces, estaba bien asentada y podía jactarse de tener a sus espaldas más de medio siglo de sufragio universal de los varones. Además, a diferencia de Italia, Alemania tenía un sistema federal. Aunque el principal partido democrático, el socialdemócrata, pasara a la oposición a nivel del Reich, y aunque Baviera se convirtiera en el feudo de la derecha nacionalista antidemocrática, Prusia, que constituía el estado más grande con diferencia, seguía bajo el gobierno de unos partidos firmemente democráticos. Esto solo no habría bastado para salvar a la democracia si las elites del poder —que mostraron una actitud de tibieza en el mejor de los casos hacia la nueva república— le hubieran dado la espalda.

Pero lo más trascendental fue que los jefes del ejército, cuya actitud hacia la democracia parlamentaria había sido desde el principio ambigua, apoyaron al estado en el momento culminante de la crisis de 1923, mientras que el movimiento de Mussolini pudo llegar al poder sólo porque contó con el respaldo de los militares italianos. Esta circunstancia fue decisiva para que la democracia sobreviviera durante la crisis de posguerra en Alemania justo por la misma época en la que sucumbía en Italia. Las autoridades militares de Alemania tenían indudablemente serias dudas acerca de las probabilidades de éxito de los golpistas: los recuerdos del ignominioso fracaso del golpe de Estado de Kapp en 1920 seguían frescos en su memoria. Al margen de esas dudas, su poca predisposición a apoyar un golpe de Estado reflejaba la inquietud y las dudas de que los militares no fueran capaces de dominar los abrumadores problemas a los que habrían tenido que hacer frente en el interior y en el exterior de haberse visto obligados a asumir la responsabilidad política en Alemania.

Las agobiantes dificultades que aquejaban al país y la debilidad internacional fueron motivo suficiente por sí solos para no prestar apoyo a la intentona de unos meros aficionados que pretendían derribar un gobierno elegido democráticamente. Una dictadura de derechas instaurada a raíz del éxito de un golpe de Estado se habría encontrado desde el primer momento en una posición precaria desde el punto de vista tanto militar como económico. No habría sido ni mucho menos la forma evidente de resolver la crisis económica. Es extremadamente dudoso que los americanos hubieran suministrado ayuda financiera a un régimen presidido por militares alemanes. Y un nuevo impago de las indemnizaciones de guerra bajo un gobierno nacional firme habría dado lugar tal vez a una nueva intervención francesa y a la pérdida de Renania. Gravemente debilitado por el ordenamiento de posguerra, el ejército alemán no estaba en condiciones de ofrecer una resistencia armada. Tal como veían las cosas los jefes del ejército, todavía no había llegado el momento de recurrir de nuevo a una solución autoritaria del problema de la democracia.

Hasta que terminara el pago de las indemnizaciones, el relajamiento de las trabas impuestas por el Tratado de Versalles y la reconstrucción del ejército tendrían que esperar (aunque los acuerdos secretos alcanzados con la Unión Soviética a raíz de la firma del Tratado de Rapallo en 1922 ofrecían cierto grado de cooperación en el adiestramiento de oficiales y en la evasión de las restricciones impuestas en Versalles). Pero sin el apoyo del ejército, en 1923 la extrema derecha nacionalista no tuvo en Alemania ninguna posibilidad de emular el éxito obtenido en Italia por el fascismo un año antes. El peligro para la democracia había pasado. Estaban a punto de llegar nuevos tiempos y mejores perspectivas. Pero la amenaza sólo había aminorado, no había desaparecido.

En 1924 la crisis de posguerra había pasado. Pero por debajo de la superficie de los tiempos más tranquilos que estaban por venir, el resultado de la primera guerra mundial y el ordenamiento de posguerra habían dejado grandes turbulencias que todavía estaban cociéndose. La principal amenaza para una paz duradera en Europa vendría de la maléfica combinación del hiper-nacionalismo y el imperialismo. Estaba surgiendo un mundo de estados nación. En Europa un resultado trascendental de la guerra había sido un nuevo orden basado en estados nación, muchos de ellos inestables. Pero en las principales potencias de Europa el sueño imperial seguía muy vivo. Las potencias aliadas vencedoras, Gran Bretaña y Francia, veían que su prosperidad y su prestigio futuro continuaban basándose en sus imperios. Ellas fueron las grandes vencedoras del ordenamiento de posguerra, que expandieron de modo significativo sus posesiones imperiales fuera de Europa al hacerse con el control de las antiguas colonias alemanas alrededor del mundo y de los territorios del antiguo Imperio Otomano en Oriente Medio.

El acuerdo secreto cerrado en 1916 entre sir Mark Sykes y François Georges-Picot había supuesto el reparto de buena parte del Oriente Medio árabe entre Inglaterra y Francia. En total, Gran Bretaña añadía a su imperio más de un millón y medio de kilómetros cuadrados, y Francia añadía alrededor de medio millón al suyo. Las nuevas creaciones de Siria y el Líbano fueron entregadas a Francia, mientras que a Gran Bretaña se le dieron mandatos en Palestina (incluida Transjordania) e Irak (convirtiendo de paso el Oriente Medio en la futura piedra angular de la defensa del imperio). En 1917 el secretario del Foreign Office, Arthur Balfour, apoyando los objetivos del movimiento sionista, todavía bastante pequeño, había anunciado que el gobierno de Gran Bretaña estaba a favor del «establecimiento de un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina». Este anuncio tenía en parte por objeto conseguir el apoyo de los judíos de Estados Unidos a la guerra —los americanos todavía no habían entrado en la contienda— y también asegurarse de que la zona de Palestina, muy importante desde el punto de vista estratégico, no fuera entregada luego, como había sido previsto, a Francia. Las consecuencias del Acuerdo Sykes-Picot y de la Declaración Balfour se reflejarían no sólo en Europa, sino en el mundo entero, especialmente durante la segunda mitad del siglo XX… y aun después.

También las antiguas grandes potencias o aspirantes a serlo, Alemania e Italia, seguían nutriendo aspiraciones imperialistas. Humillados por la pérdida de sus posesiones coloniales o por el fracaso de su intento de hacerse con ellas, los dos países se sentían naciones «pobres» frustradas. De momento no podían hacer nada. Pero ya se habían puesto los cimientos de graves problemas futuros. En realidad no existió un cordón umbilical intacto que uniera una segunda conflagración mundial a la primera. Las cosas habrían podido salir de manera muy distinta a como salieron. Sin embargo, el legado de la Gran Guerra hizo que el desarrollo de una nueva contienda de grandes proporciones en Europa fuera no menor, sino más probable. Mientras tanto, pensando que lo peor ya había pasado, los europeos empezaban a abrigar esperanzas reales de paz y prosperidad futuras.