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Transiciones silenciosas durante las décadas oscuras
Tan cierto es que la historia se resiste al final como que la naturaleza aborrece el vacío; el relato de nuestros tiempos es una frase encabalgada, y cada hemistiquio una cesura en embrión.
Mark Slouka, Essays from the Nick of Time:
Reflections and Refutations (2010)
Los treinta años durante los cuales dio la impresión de que Europa estaba empeñada en autodestruirse fueron tan desastrosos y se caracterizaron por unas rupturas tan enormes que parece casi inconcebible cualquier continuidad de los sistemas de valores socioeconómicos a largo plazo y de las tendencias culturales de desarrollo. Pero por debajo de la superficie de la época oscura de Europa las vidas de las personas siguieron siendo modeladas o remodeladas a través de transiciones silenciosas, sin que el trauma acabara con ellas, aunque no quedaran intactas.
Más allá de los determinantes impersonales a largo plazo del cambio social y económico se encuentran los valores y creencias que guiaban las vidas de la gente, y que fundamentalmente siguieron siendo coto privado de las Iglesias cristianas. Sin embargo, buena parte del pensamiento político y social más importante de la época permaneció fuera de la influencia de las Iglesias, o incluso en oposición a ellas. ¿Cómo respondió la elite intelectual de Europa a lo que veía que era una crisis de la civilización? Aparte del trabajo, la reflexión y (a veces) las oraciones de cada uno, si es que las hubo, todavía quedaba un cuarto ámbito: el ocio y el disfrute que pudiera proporcionar la esfera en rapidísimo cambio del entretenimiento popular. Cada uno de estos cuatro campos —el cambio social y económico, el papel de las Iglesias cristianas, la reacción de los intelectuales y la «industria cultural»— pone de manifiesto continuidades y transiciones que dejarían una impronta significativa en el mundo de posguerra.
Economía y sociedad:
Dinámica de cambio
A lo largo de todos los horrores que afligieron a Europa entre 1914 y 1945, las economías y sociedades de los distintos países europeos fueron creciendo en realidad de modo muy parecido unas a otras. Naturalmente siguió habiendo importantes diferencias, especialmente nacionales, étnicas, regionales y religiosas (a menudo entremezcladas entre sí). Esas diferencias eran más que otra cosa las que determinaban la sensación de identidad, más incluso que la clase social. Las oportunidades de efectuar viajes al extranjero, aparte de la clase alta y dejando a un lado la prestación de servicio militar en las fuerzas armadas, eran extremadamente limitadas, lo que intensificaba la sensación de identidad nacional (y de paso los prejuicios que a menudo la acompañaban). La fragmentación que se produjo al término de la primera guerra mundial y que dio lugar a un continente más dominado incluso que antes por estados nación (a menudo movidos por un nacionalismo extremo), y el establecimiento —particularmente en Rusia, Italia y Alemania— de sistemas de gobierno con modelos económicos muy diferentes (e incompatibles), marcaron una tendencia no ya a unir a los países, sino a separarlos. Ni que decir tiene que las dos guerras mundiales produjeron sus propias distorsiones y divergencias.
No obstante, hubo importantes modelos de desarrollo subyacentes que trascendieron la distintividad y la división política (o que en el mejor de los casos fueron interrumpidos por éstas sólo temporalmente). El impacto a largo plazo de la industrialización, que afectó a las distintas partes de Europa en grados muy distintos y a ritmos muy desiguales, constituyó la fuerza dinámica determinante. Los consiguientes cambios afectaron prácticamente a todo el continente, y no se vieron limitados por las fronteras nacionales. Hasta los países menos desarrollados se vieron afectados en alguna medida, importando, copiando o asimilando cambios que estaban produciéndose ya en otros lugares. El abismo que separaba a las partes más ricas y económicamente más avanzadas de la Europa del norte y del oeste, de las zonas más pobres del sur y del este apenas disminuyó durante la primera mitad del siglo XX. Aun así, las tendencias del desarrollo —en el ámbito de la demografía, la urbanización, la industrialización, los modelos de empleo, la seguridad social, la alfabetización y la movilidad social— fueron a grandes rasgos similares.
Población
A pesar de las dos guerras mundiales, los numerosos conflictos civiles, las grandes hambrunas provocadas por motivaciones políticas, la depresión económica y la «limpieza étnica» a gran escala, la población de Europa siguió creciendo durante la primera mitad del siglo XX (aunque con menos rapidez que durante el medio siglo anterior). En 1913 vivían en Europa casi 500 millones de personas. En 1950 esta cifra había llegado casi a los 600 millones. Naturalmente el crecimiento no fue uniforme. Es evidente que los factores políticos y militares ejercieron una influencia considerable en algunas zonas del continente. En 1946 la población soviética había disminuido en 26 millones respecto de la que había en 1941. Las estadísticas de población de Alemania demuestran también con toda claridad el impacto dañino de las dos guerras mundiales, y también el de la Gran Depresión de los años treinta. En ambos países, sin embargo, el descenso de la población fue temporal, aunque durante años el número de mujeres fue muy superior al de hombres. El atraso económico también tuvo mucho que ver con los modelos demográficos. La población irlandesa, por ejemplo, disminuyó cuando grandes cantidades de jóvenes abandonaron su país natal para salir en busca de trabajo, principalmente rumbo a Gran Bretaña.
La tendencia demográfica general fue, no obstante, hacia arriba. El principal motivo de que así fuera fue el pronunciado descenso de las tasas de mortalidad, continuando una tendencia iniciada ya en la segunda mitad del siglo XIX, pero que se aceleró notoriamente durante la primera mitad del XX. Los índices de natalidad también disminuyeron, pero a un ritmo mucho más lento que los de mortalidad. En 1910 la esperanza de vida a la hora de nacer era en la Europa noroccidental de unos cincuenta y cinco años, en Rusia de unos treinta y siete, y en Turquía se situaba por debajo de los treinta y cinco. Cuarenta años después, la mayoría de los habitantes de todo el continente tenía una esperanza de vida de sesenta y cinco años o más. A principios de siglo, los índices más altos de natalidad y de mortalidad se encontraban en la Europa del este y del sur. En 1950 el abismo que separaba a estas regiones de la Europa del norte y del oeste se había estrechado considerablemente. Incluso en Rusia, pese a los horrores que el país se había visto obligado a soportar, la tasa de mortalidad había disminuido de manera notable, pasando de las 28 muertes por cada 1000 habitantes en la época del zar a las 11 por cada 1000 en 1948.
La caída de la tasa de mortalidad fue en gran medida resultado de la mayor importancia concedida a la higiene pública, a la mejora de la vivienda, la educación sanitaria y la consiguiente mejora de la salud de las madres (que contribuyó también a la disminución de la mortalidad infantil). En general, aunque a niveles distintos, en buena parte relacionados con los niveles de progreso económico, los países europeos experimentaron una notable mejora de la salud a lo largo de la primera mitad del siglo XX. El gran boom de la vivienda de los años veinte (al que hicimos alusión en el capítulo 4), a menudo promocionado por el gobierno, redujo en parte los casos de hacinamiento más miserables y acarreó notables mejoras en el alcantarillado, el suministro de agua y la higiene personal. El incremento modesto de la renta real y la mejora de la dieta (cuando aumentó la proporción de carne consumida respecto a la de cereales) contribuyeron también a que descendiera la tasa de mortalidad. La conciencia de la importancia de la salud pública se propagó desde los países relativamente avanzados de la Europa del noroeste a las regiones del este y del sur del continente. Pero allí donde se hizo poco por superar el atraso de las malas condiciones sanitarias, la higiene personal deficiente y la falta de instalaciones médicas, como en Albania, Macedonia, el sur de Italia y Turquía, las tasas de mortalidad siguieron siendo desproporcionadamente altas.
Los avances en los conocimientos y los cuidados médicos contribuyeron a disminuir los índices de mortalidad reduciendo en buena parte las ocasiones de muerte prematura a causa de enfermedades infecciosas. Los avances médicos se produjeron menos en el campo de las técnicas quirúrgicas (aunque la cirugía reconstructiva había hecho algunos progresos durante la primera guerra mundial) que en el del tratamiento de las heridas y el desarrollo de los medicamentos destinados a combatir las enfermedades mortales como la tuberculosis o la gripe. La epidemia de gripe de finales de la primera guerra mundial había provocado más muertes que la propia carnicería militar. Los niños habían sido particularmente propensos a sufrir enfermedades intestinales y la mortalidad infantil relacionada con el parto había seguido siendo alta. Pero empezaron a utilizarse cada vez más las sulfamidas para controlar las enfermedades infecciosas, lo mismo que las vacunas contra el tétano y la difteria, o los medicamentos contra la malaria. La penicilina, desarrollada en un principio para impedir la infección de las heridas, empezó a ser asequible, aunque sólo para los Aliados occidentales, a finales de la segunda guerra mundial. La vacunación pasó a continuación a ser mucho más utilizada en el mundo de posguerra. En las zonas rurales del sur de Europa, donde los estados habían hecho poco para mejorar las condiciones de vida de la gente y la salud pública, la malaria siguió constituyendo un problema considerable, a veces hasta mucho después que acabara la segunda guerra mundial. Pero incluso allí las enfermedades infecciosas empezaron a quedar bajo control. Por ejemplo, los casos de malaria habían pasado en Italia de 234 000 en 1922 a menos de 50 000 en 1945, y en 1950 la enfermedad había sido eliminada casi por completo.
Las zonas más pobres y menos desarrolladas del continente siguieron también saltándose la tendencia generalizada hacia la disminución de la fecundidad. En Rusia, España y Portugal esa disminución no comenzó hasta los años veinte, y en el sur de Italia y en Turquía no lo hizo hasta después incluso de la segunda guerra mundial. En Turquía durante el período de entreguerras el índice de fecundidad era de más de cinco partos por mujer. Por aquel entonces en la mayor parte de Europa había descendido hasta los dos partos y medio por mujer, y en algunos países se situaba por debajo de los dos (esto es, menos de la tasa necesaria para reproducir los niveles de población, sin contar con la inmigración). Esta circunstancia provocó una gran angustia por la caída de los índices de natalidad y por la decadencia nacional, especialmente en Francia (donde primero se había producido ese descenso), los Países Escandinavos, y desde luego vino a hacer el juego a la ideología fascista tanto en Italia como en Alemania. La difusión del control de la natalidad y la mayor educación en el ámbito de la planificación familiar (a la que ayudó también el incremento de la alfabetización) desempeñaron un gran papel en la disminución de la fecundidad. En la Europa occidental cerca del 90% de los nacimientos se producían dentro del matrimonio (la condición de hijo ilegítimo seguía acarreando un estigma social) y las tasas de nupcialidad siguieron siendo bastante estables (aparte del efímero boom experimentado a finales de los años treinta), de modo que el factor determinante fue que las parejas decidieron sencillamente tener menos hijos, tendencia fomentada por el ingreso de un número cada vez mayor de mujeres jóvenes en el trabajo remunerado. Los países católicos de Europa y las zonas rurales más pobres de la Europa del este y del sur fueron poco a poco adaptándose al modelo general de descenso de la fecundidad —en la Europa occidental la magnitud relativa de la población rural de Irlanda fue la excepción a la tendencia general—, aunque la dirección fuera la misma y la rapidez de la convergencia soliera aumentar junto con los mayores niveles de modernización de la economía.
Los cambios sociales y económicos significativos que se produjeron en Europa se vieron intensificados por la guerra, cuando no causados directamente por ella. El desplazamiento desde las zonas rurales a las industrializadas, desde las regiones del este y del sur del continente hacia la Europa occidental, fue una característica importante, una tendencia a largo plazo que las presiones provocadas por la guerra se encargaron de intensificar muchísimo. El movimiento masivo de la población causado por la guerra y la «limpieza étnica» fue un resultado más a corto plazo de las convulsiones políticas, aunque a la larga tuviera importantes consecuencias.
Antes de la primera guerra mundial la emigración a Estados Unidos había ofrecido una escapatoria de la miseria absoluta de las regiones más pobres de Europa. Pero cuando Estados Unidos introdujo cuotas estrictas de inmigración a comienzos de los años veinte, el éxodo quedó limitado a un exiguo goteo. La mayor parte de la gente que buscaba una vida mejor o que se veía obligada a huir de la persecución tuvo que encontrar un nuevo hogar en la propia Europa. Para los emigrantes por motivos económicos eso supuso en general buscar empleo en las zonas industriales más prósperas. El flujo de inmigrantes procedentes de las zonas rurales hacia las ciudades, rasgo importante de la recuperación económica durante los años veinte, disminuyó, pero no cesó durante la Depresión de los años treinta.
En todas partes la población que se dedicaba a trabajar la tierra disminuyó. En 1910 la agricultura había representado en el conjunto de Europa casi el 55% de la producción. En 1950 esa cifra había caído al 40%. El cambio más notable que supuso el abandono de la tierra por la industria se produjo en Rusia, donde significó la mitad del descenso general de la cuota correspondiente a la agricultura. Pero en todos los países el volumen de la población rural disminuyó. Las zonas industrializadas de Bohemia atrajeron a los trabajadores de la Eslovaquia rural. Milán y Turín absorbieron a muchos emigrantes procedentes de la Italia meridional. Los polacos se trasladaron desde el sur y el este de su país a las regiones del oeste que estaban experimentando una rápida industrialización. Y grandes cantidades de trabajadores de la Europa del este y del sur encontraron empleo fijo en las florecientes industrias de Alemania, Francia y los Países Bajos. Francia, por ejemplo, debido al estancamiento de sus niveles demográficos (que de hecho acabarían durante la segunda guerra mundial, cuando se produjo un notable ascenso de los mismos), conoció la mayor necesidad de mano de obra extranjera durante el período de entreguerras. En 1931 cerca del 8% de la población francesa, esto es 3,3 millones de personas, estaba integrado por inmigrantes recién llegados.
Los cambios a largo plazo —de las zonas rurales a las urbanas, de la agricultura a la industria, del sur y el este al norte y al oeste— se incrementaron marcadamente a raíz de la segunda guerra mundial. Alemania, que había alcanzado el pleno empleo, tenía en 1939 cerca de medio millón de trabajadores extranjeros, pese a su ideología estatal xenófoba. Casi el 50% de ellos —incluidos polacos, italianos, yugoslavos, húngaros, búlgaros y holandeses— trabajaban, a menudo como temporeros, en el campo (que padecía una agudísima falta de mano de obra), pero también la industria absorbía grandes cantidades de trabajadores extranjeros, especialmente originarios de Checoslovaquia. La demanda cada vez más desesperada de mano de obra que sufrió Alemania durante la guerra provocó un gigantesco aumento del número de extranjeros (casi una tercera parte de ellos mujeres) —en su mayoría reclutados obligatoriamente para llevar a cabo trabajos forzosos de un carácter cada vez más cruel—, especialmente a partir de 1942. A mediados de 1944 los 7 651 970 extranjeros (de los cuales 1 930 087 eran prisioneros de guerra) constituían más de una cuarta parte de la fuerza de trabajo de Alemania.
El Reich llegó a explotar un imperio de dimensiones continentales para satisfacer sus necesidades de mano de obra (y lo hizo de una forma a todas luces despiadada). Pero en todos los países beligerantes la guerra acarreó un incremento masivo de la demanda de trabajadores. La escasez, a medida que los hombres eran llamados a combatir en el frente, fue suplida en gran medida por las mujeres. Ya había sucedido algo parecido durante la primera guerra mundial, pero entonces el cambio de unos por otras había sido efímero. Las mujeres no tardaron en ser expulsadas del mercado de trabajo cuando los hombres regresaron de las actividades militares que los habían mantenido lejos. Durante la segunda guerra mundial, el cambio fue más duradero. El desempleo en Gran Bretaña, que había dado la sensación de ser un mal endémico durante el período de entreguerras, fue eliminado. Las mujeres —amas de casas y otras que hasta entonces habían estado desempleadas (o que habían dejado el servicio doméstico)— constituirían más de tres cuartas partes de la mano de obra añadida. En la Unión Soviética, donde las mujeres ocupaban ya numerosos puestos de trabajo antes de la guerra, más de la mitad de la mano de obra estaba compuesta por mujeres en 1942.
Los cambios internos más repentinos y violentos que sufrió la población de Europa durante la primera mitad del siglo XX fueron naturalmente no sólo consecuencia de las tendencias a largo plazo que se impusieron en el mercado de trabajo, aun cuando vinieran impulsados por las demandas de las economías de guerra. Mucho más drásticas fueron las alteraciones demográficas causadas por las acciones políticas y militares. Éstas fueron especialmente graves en la Europa del este, aunque la guerra civil española produjo unos 2 millones de refugiados entre 1936 y 1938. Casi 8 millones de personas quedaron desplazadas en la mitad oriental del continente, en su mayoría debido a las pérdidas territoriales, los cambios de fronteras y los «ajustes» étnicos de los nuevos estados emergentes, durante la primera guerra mundial o inmediatamente después de ella. Hasta un millón de armenios fueron arrancados de raíz de su tierra, y la mayoría de ellos moriría posteriormente, en el curso de las terroríficas deportaciones llevadas a cabo por los turcos en 1915. Casi un millón de griegos y turcos fueron desplazados a la fuerza en virtud de los cambios de población de posguerra de 1923. En Rusia, devastada ya por la guerra civil que se desencadenó inmediatamente después de la guerra mundial y de la revolución, se ha calculado que el número de muertos y de personas obligadas a emprender la huida fue superior a los diez millones. Varios millones más murieron o fueron desplazadas durante la etapa de la colectivización y de las purgas estalinistas en los años treinta, y luego otros cuantos millones tuvieron que huir para quitarse de en medio ante el avance del ejército alemán en 1941. Las deportaciones en masa llevadas a cabo por Stalin de todos aquellos que se consideraba que planteaban una amenaza para la seguridad provocaron nuevas migraciones masivas, por ejemplo a través del desplazamiento forzoso de 400 000 alemanes del Volga a los terrenos yermos soviéticos de Asia central y de Siberia en 1941 (y luego a través de las deportaciones masivas de tártaros de Crimea, y de calmucos, ingusetios, karachai, bálcaros y chechenos —cerca de un millón de personas en total— del Cáucaso).
A finales de 1941 el exterminio de los judíos de Europa se había intensificado. Cientos de miles de refugiados procedentes de la Alemania nazi, en su mayoría judíos, habían buscado refugio en otros países antes de la guerra (aunque esos mismos países se habían mostrado reacios a acogerlos). Cerca de la mitad de ellos habían logrado abrirse camino fuera del continente, principalmente rumbo a Estados Unidos y Palestina. Pero la guerra cerró estas vías de escape. Cerca de cinco millones y medio de judíos perecieron como consecuencia de las ulteriores políticas de exterminio alemanas. Los cambios de frontera y las expulsiones que se produjeron al término de la segunda guerra mundial dieron lugar a más grandes desplazamientos de población. Un tercio de los habitantes de la nueva República Federal de Alemania en 1950, por ejemplo, no había nacido dentro de su territorio. La afluencia de población hacia ella continuaría y llegaría a hacer una contribución decisiva a la recuperación de la Alemania occidental durante la posguerra.
Las meras estadísticas de los desplazamientos demográficos, lo mismo que cualquier otro dato macroeconómico, son totalmente impersonales. No dicen nada de la cantidad de muertes, de la destrucción y de la miseria que comportaron. Aun así, son importantes para indicar el cambio que en múltiples sentidos modificó el carácter de la Europa del siglo XX. Igualmente impersonales son los datos que demuestran que, atendiendo a diversos criterios, los niveles de vida subieron de hecho en toda Europa durante la catastrófica primera mitad del siglo: al menos para la mayoría de aquellos cuyas vidas no se perdieron o no fueron arruinadas en el curso de los combates, los bombardeos, la desolación o las políticas de exterminio deliberado. Además del aumento de la esperanza de vida, la renta per cápita se incrementó en más del 25%, la mayoría de la gente vio aumentado su poder adquisitivo, la estatura creció por término medio unos 4 centímetros (lo que indica que la gente tenía una dieta mejor y gozaba de una renta superior), y la alfabetización se extendió notablemente. Aunque por supuesto esas tendencias ocultan importantísimas variaciones causadas por la guerra y otras miserias, fueron a grandes rasgos fenómenos generalizados en todo el continente. Las regiones del este y del sur de Europa que menos desarrolladas habían estado antes de la primera guerra mundial mostraban ya claros signos de convergencia con las zonas más avanzadas del oeste del continente antes de que diera comienzo la segunda.
La guerra y la economía:
Lecciones aprendidas
Las dos guerras mundiales constituyeron sendas interrupciones, a cuál más catastrófica, aunque relativamente efímeras, del desarrollo económico a largo plazo. Las tasas de crecimiento medio en la mayoría de los estados europeos fueron inferiores durante la desastrosa etapa 1914-1945 que antes de la primera guerra mundial y que después de la segunda. Y los países vencidos en la primera guerra mundial tardaron alrededor de una década en recuperase. Pero se recuperaron; y el crecimiento, aunque más lento de lo que había sido antes de la contienda, continuó. Se ha calculado que, de haberse mantenido sin menoscabo el crecimiento de la época de pre-guerra anterior a 1914, el nivel alcanzado por la producción mundial en 1929 se habría conseguido en productos alimenticios en 1923, en productos industriales en 1924 y en materias primas en 1927. Por muchos reparos que puedan ponerse a este tipo de extrapolaciones —referidas a la producción mundial, no sólo europea—, indican un freno temporal del crecimiento debido al rompimiento de las hostilidades, no un cambio de rumbo a largo plazo.
Los niveles de globalización alcanzados antes de 1914 se vieron obstaculizados e interrumpidos por la guerra, y luego por el proteccionismo y el nacionalismo económico durante la Gran Depresión de los años treinta. La productividad económica europea volvería a caer de nuevo durante la segunda guerra mundial y buena parte de lo producido se dirigiría al armamento militar. Esta vez, sin embargo, el rebote fue rápido. Al término de la segunda guerra mundial, el crecimiento fue más acelerado, mucho más fuerte que el que se produjo al término de la primera, y sus efectos fueron más duraderos. Se habían aprendido bien las lecciones. Se dio una mayor disposición a acoger con los brazos abiertos la cooperación internacional, cuya falta tanto se notó durante el período de entreguerras, y que ahora se aceptó como un factor vital para la recuperación. Se admitieron nuevos niveles de intervención estatal para restaurar la estabilidad y regular la economía. El factor decisivo fue el absoluto dominio económico de Estados Unidos y su importantísima exportación de ideas, tecnología y capital. La base de ese crecimiento económico sin precedentes durante las tres décadas subsiguientes estuvo, sin embargo, en la propia Europa y en los años más oscuros que vivió el continente. Pues en términos estrictamente económicos la guerra, incluso al nivel de los conflictos de 1914-1918 y de 1939-1945, no se caracterizó sólo por un balance negativo de pérdidas. Tuvo también consecuencias positivas de importancia duradera.
Las condiciones de la guerra proporcionaron un estímulo muy intenso al crecimiento económico y al progreso tecnológico. Incluso los estados democráticos —por no hablar de las dictaduras— se vieron obligados a intervenir en la economía de forma importante con el fin de dirigir la producción, que había experimentado una expansión masiva, hacia el esfuerzo bélico. Éste necesitaría la inversión del estado en construcción, en bienes de equipo y en formación laboral a medida que el conflicto fuera creando nuevas demandas (que a menudo se revelarían permanentes), por ejemplo, para la obtención del aluminio necesario para la producción de aviones durante la segunda guerra mundial. La producción masiva de armamento había requerido, ya durante la primera guerra mundial, unos métodos más eficaces de organización y administración de las fábricas y una mecanización más intensiva.
La agricultura se benefició del incremento de la mecanización para maximizar la producción de la tierra en un momento en el que los campos se veían privados de mano de obra. Alrededor de 3000 nuevos tractores se pusieron al alcance de los labradores de Gran Bretaña durante los primeros años de la segunda guerra mundial, por ejemplo, y de paso se incrementó la producción de todo tipo de maquinaria agrícola. En Alemania, por su parte, donde la demanda cada vez más apremiante de tanques, cañones y aviones dejaba poca capacidad productiva para la fabricación de tractores, los agricultores tuvieron que conformarse por lo general con los esfuerzos de los distintos miembros de la familia, y con el trabajo forzoso de los extranjeros y de los prisioneros de guerra. Allí, como en otras regiones del continente en las que la modernización de los métodos de explotación agrícola habían hecho pocos progresos durante la propia guerra, la mecanización de la agricultura y la intensificación de la producción tendrían que esperar en gran medida a la época de reconstrucción de posguerra, pues no hubo manera de impedir la implacable disminución a largo plazo de la disponibilidad de mano de obra rural mientras duró el conflicto.
Las innovaciones tecnológicas y científicas fueron asombrosas durante las dos guerras, y muy especialmente en la segunda, y además con unos efectos duraderos. No fue necesariamente que la guerra produjera descubrimientos completamente nuevos. Aun así, incluso allí donde se habían hecho progresos en tiempos de paz, la urgencia de la producción en tiempos de guerra a menudo trajo consigo avances muy rápidos. La tecnología aeronáutica había mejorado extraordinariamente durante la primera guerra mundial, pues se consideró que la guerra aérea iba a ser decisiva en cualquier conflicto futuro, y las innovaciones favorecieron la expansión de la aviación comercial de mercancías y de pasajeros durante los años veinte y treinta. El motor de reacción, inventado y desarrollado simultáneamente en los años treinta por el ingeniero inglés Frank Whittle, de la Real Fuerza Aérea británica, y por el ingeniero alemán Hans von Ohain, aunque producido por primera vez en masa en Alemania en 1944 para el avión de combate Me262, revolucionaría el transporte aéreo al término de la segunda guerra mundial. Posteriormente, la exploración espacial aprovecharía la tecnología de cohetes que Wernher von Braun y otros científicos alemanes habían desarrollado para lanzar el misil V2.
Los americanos reorganizarían rápidamente las capacidades de Von Braun, miembro del partido nazi y oficial honorario de la SS, que, una vez que se trasladara a un nuevo entorno en Estados Unidos, desempeñaría un papel trascendental en el desarrollo del programa espacial norteamericano. El descubrimiento de la fisión nuclear poco antes del estallido del conflicto, que dio paso ya en tiempos de guerra al programa estadounidense de producción de la bomba atómica, abrió paso al uso pacífico de la energía nuclear durante la posguerra. Muchas otras innovaciones y avances rápidos en tecnologías ya existentes alcanzados durante la guerra —por ejemplo, en el campo de la radiotransmisión, los radares, la producción de materiales sintéticos, o las computadoras electrónicas— tendrían un impacto masivo durante el período de posguerra. Sin la guerra, es indudable que esos avances, muchos de ellos inspirados en trabajos pioneros anteriores al estallido del conflicto, se habrían producido igualmente. Pero lo más probable es que su desarrollo hubiera sido más lento.
La segunda guerra mundial fue en una medida mucho mayor que la primera, una «guerra total» y no sólo para las sociedades sometidas a un régimen dictatorial. Los líderes de los distintos estados aprendieron del conflicto anterior lecciones muy importantes para administrar sus economías de guerra. Fueron mucho más eficaces que sus predecesores, por ejemplo, a la hora de controlar la inflación, a la que nunca se dejó que adquiriera una intensidad verdaderamente destructiva como sucedió en algunos países beligerantes durante la primera guerra mundial. En Gran Bretaña la presión fiscal subió hasta unos niveles mucho más altos que los alcanzados durante el conflicto anterior, reduciéndose así la necesidad de créditos a corto plazo, y eso permitió al gobierno seguir tomando dinero prestado a largo plazo a unos tipos de interés relativamente bajos. En Alemania, donde la paranoia por cualquier recaída en la hiperinflación no estuvo nunca lejos de aflorar a la superficie, la presión fiscal pudo mantenerse muy por debajo de la de Gran Bretaña porque los enormes costes de la guerra pudieron ser sufragados en gran medida a costa de los territorios ocupados.
Alemania e Inglaterra se situaron en los extremos opuestos del espectro también en el control estatal del suministro de alimentos a sus respectivas poblaciones. La fuerza imparable de la creciente desafección que se apoderó de Alemania durante la primera guerra mundial, cuando el nivel de vida cayó drásticamente y la escasez de comida se agudizó, se hallaba profundamente arraigada en la conciencia política de los líderes nazis. Su despiadada explotación de los recursos alimenticios y de otro tipo de todo el continente impidió que en la segunda guerra mundial se volviera a tropezar con la misma piedra. Los primeros recortes significativos de los productos alimenticios, introducidos tras la crisis del invierno de 1941-1942, fueron muy impopulares, pero no se efectuaron reducciones verdaderamente drásticas hasta la fase final de la contienda. Los países ocupados de buena parte de Europa fueron los que pagaron el pato, sufriendo severas escaseces de comida, cada vez más graves, que llegaron a adquirir proporciones de verdadera hambruna en Ucrania y en Grecia, y de cuasi hambruna en Holanda durante el «invierno del hambre» de 1944-1945. Aunque los precios de los alimentos estaban controlados oficialmente en todas partes y las cuotas se hallaban estrictamente racionadas, el mercado negro experimentó un auge extraordinario en todos los países. En Gran Bretaña se utilizaron las subvenciones estatales y el racionamiento riguroso para garantizar que los precios de los alimentos subieran más despacio que las rentas de los agricultores. El racionamiento de todos los alimentos de primera necesidad excepto las patatas y el pan dio lugar irremediablemente a refunfuños y disgustos, pero, a pesar de todo, fue aceptado ampliamente por la población y contribuyó a mantener la armonía social. En realidad mejoró de paso la salud de mucha gente, aunque a costa de la monotonía de la dieta.
Durante la segunda guerra mundial se recurrió a destacadas figuras de los negocios y de la industria para que ayudaran a configurar la política gubernamental con mucha más frecuencia que durante la primera. A los magnates de la industria les preocupaba no sólo la producción de guerra, sino también la planificación del mundo de posguerra. Incluso en Alemania, donde el régimen nazi mantenía un estrecho control de la economía (y de todas las demás facetas de la vida) y donde las bombas de los Aliados causaron una destrucción cada vez mayor del país, los grandes industriales combinaron una actitud de intensa colaboración con las autoridades, propia de los tiempos de guerra, con la elaboración de planes secretos de reconstrucción. Ansiosos por no dejarse arrastrar a la inútil autoinmolación del régimen nazi cuando éste estaba ya dando las últimas boqueadas durante los meses finales del conflicto, trabajaron en cooperación con el ministro de Armamento y Producción del Reich, Albert Speer, para impedir la absurda destrucción de las instalaciones industriales como consecuencia de la política de «tierra quemada» planteada en las órdenes de Hitler de 25 de marzo de 1945. De hecho, en Alemania la destrucción de la industria no llegó en ningún sitio a ser tan grande como el nivel general de devastación causado por la guerra, y los magnates de la industria pudieron continuar —en su propio interés— con su concienzuda participación en las medidas tomadas para estimular la recuperación. Y lo mismo cabe decir de otras grandes economías. La movilización en pro de la guerra desencadenó una capacidad económica enorme, que a menudo quedó gravemente dañada, pero no destruida del todo, mientras que había ingentes recursos de mano de obra susceptibles de ser utilizados en la reconstrucción de los días de paz y no en armamento. El potencial de reconstrucción permanecía durmiendo entre las ruinas.
La recuperación, lo mismo que la movilización económica propia de los tiempos de guerra, necesitaba al estado. El mero nivel de destrucción material al que había quedado reducida Europa hacía imposible cualquier retraimiento ante la gestión económica por parte del estado. Cualquier creencia en la capacidad de la economía de repararse sola a través de los mercados había sido socavada por el nacionalismo económico del período de entreguerras. Sólo el estado —y en eso estaban de acuerdo los planificadores británicos y franceses— podía suministrar los niveles de inversión necesarios para los proyectos de infraestructuras masivas destinados a la reconstrucción de la economía. Las autoridades norteamericanas, aunque favorecían el libre mercado, difícilmente podían poner reparos ante semejante coyuntura, mientras que el rígido control estatal llevaba naturalmente mucho tiempo instalado en la Unión Soviética. Había que organizar gigantescos programas de construcción de viviendas. La escasez de alimentos exigía también la continuación de los controles y asignaciones estatales; en Gran Bretaña el racionamiento continuó hasta bien entrados los años cincuenta.
Durante los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial la economía de Europa vino determinada, por tanto, por los niveles de gasto público y de control del estado en formas que no habían sido ni siquiera contempladas durante los años veinte y treinta. Por influencia de los americanos, sin embargo, la Alemania occidental no seguiría el modelo de dirigismo mucho mayor adoptado en Gran Bretaña y Francia (aunque en la Alemania del este, bajo control soviético, la evolución fue, como es natural, totalmente distinta). La experiencia de férreos controles estatales durante los doce años del nazismo fomentaría la eliminación de limitaciones al mercado libre, la drástica reducción de la burocratización y la abolición de los carteles industriales. De hecho, el nivel inicialmente elevado de intervención y dirección por parte del estado no tardaría en empezar a ser reducido de nuevo en la mayoría de países, aunque para entonces la recuperación estuviera ya en marcha.
El impacto social de la guerra total
Cuando la segunda guerra mundial llegó a su fin, las expectativas de que los gobiernos hicieran más para mejorar las condiciones de vida de sus sociedades forzaron la intervención del estado. Naturalmente esas esperanzas habían sido suscitadas también durante la primera guerra mundial, aunque en su mayoría se vieran luego dolorosamente defraudadas. Había un área de importancia crucial, sin embargo, en la que se habían hecho progresos notables. En el período comprendido entre una y otra contienda, la mayoría de los países más avanzados de Europa, ante las presiones de los partidos obreros, habían ampliado las prestaciones limitadas en materia de seguridad social que algunos de ellos, y en particular Alemania e Inglaterra, habían introducido ya antes de 1914. Seguía habiendo muchas diferencias entre prestaciones y cobertura, mientras que los sistemas propiamente dichos distaban mucho de ser iguales. Pero había una tendencia común entre todos ellos. Ahora, después de una segunda gran guerra, no cabía dar marcha atrás y era impensable no construir un verdadero estado del bienestar. Las expectativas eran ahora incluso mayores y los estados no tuvieron más remedio que atenderlas. Los políticos de todos los colores, tanto liberales y conservadores como los líderes de los movimientos obreros, presionaron, aunque con proyectos distintos, para crear una red de asistencia social más amplia. Incluso bajo la disciplina de los regímenes fascistas, la movilización de las masas había incrementado las expectativas de un futuro mejor, incluida una seguridad social pública. Las promesas de mejora de los niveles de vida, de viviendas nuevas, de una seguridad social plena, de ampliación de las instalaciones de ocio y de un coche para cada familia —el «coche del pueblo» o Volkswagen— fueron algunos de los atractivos del nazismo, y lo mismo cabría decir del fascismo de Mussolini en Italia.
Las promesas habían sido incumplidas antes de que el mundo se precipitara a aquella guerra catastrófica. Pero las esperanzas de que el estado proporcionara el marco de esa prosperidad material y de esas mejoras de la asistencia social sobrevivieron a la defunción del fascismo y fueron asumidas por los gobiernos de posguerra. En Gran Bretaña había la sensación generalizada de que los sacrificios que había hecho la gente durante la «guerra total» tenían que ser premiados esta vez por el estado con la seguridad de que el pleno empleo que había traído consigo el conflicto sería mantenido, de que el bienestar social y la atención sanitaria estarían al alcance de todos, y de que la pobreza y la miseria de los años treinta no volverían nunca. En 1944 el gobierno británico se comprometió a crear un programa de pleno empleo, necesario para el éxito de las medidas de seguridad social propuestas por William Beveridge en el Informe presentado dos años antes. Evidentemente la política social ocuparía un lugar destacado en la agenda del gobierno de posguerra.
Sin embargo, tampoco habría que exagerar el alcance de la seguridad social en Europa durante la primera mitad del siglo XX. La posición de la mujer en la sociedad viene a subrayar este punto. Antes de la primera guerra mundial los movimientos feministas habían sido relativamente fuertes, especialmente en sus presiones a favor de la concesión del voto a la mujer, tanto en Escandinavia como en Gran Bretaña (donde las campañas de las sufragistas habían contribuido mucho a atraer la atención del gran público). Pero los movimientos en pro de los derechos de la mujer habían sido mucho más débiles en las zonas católicas de Europa, en particular en el este y en el sur del continente, donde estaban poco desarrolladas las formas liberales de gobierno constitucional. En la Europa central de lengua alemana los movimientos feministas habían obtenido el apoyo principalmente de las mujeres de clase media. Sin embargo, sus progresos habían sido limitados, pues en gran medida habían quedado atenazados entre los dos grandes reinos masculinos del conservadurismo reaccionario y del socialismo (que consideraba la búsqueda de la emancipación de la mujer un aspecto secundario de la gran lucha por la transformación social y económica).
La primera guerra mundial había traído consigo el gran avance alcanzado en muchos países, al menos en la cuestión del voto femenino. El reconocimiento de la contribución trascendental de las mujeres al esfuerzo bélico había dado lugar a un cambio de actitud ante el sufragio femenino, y al término de la guerra se concedió el voto a las mujeres en casi toda Europa. Pero Francia no generalizó el derecho de sufragio de la mujer hasta 1944, Italia lo hizo sólo en 1946, Rumanía y Yugoslavia ese mismo año, y Bélgica en 1948. Grecia no lo hizo hasta más tarde, ya en 1952, tras la guerra civil que asoló el país. En la Suiza neutral las mujeres obtuvieron el voto a nivel federal sólo en 1971 (en determinados cantones en fechas diferentes a partir de 1958) y en el diminuto Liechtenstein no lo consiguieron hasta 1984.
Aparte del derecho al voto, el estatus de la mujer en el hogar y en los centros de trabajo había cambiado poco. La sociedad seguía estando dominada por completo por los varones. En Gran Bretaña el Informe Beveridge dejaba a la esposa dependiendo de las contribuciones y beneficios de la seguridad social del marido, mientras que la constitución francesa de 1946 seguiría haciendo hincapié en la plena realización del papel de la mujer como madre. La mujer continuó estando discriminada en gran medida en el mercado de trabajo. Eso sucedía especialmente con las casadas, que siguieron siendo consideradas principalmente como amas de casa y madres de familia. Los altos puestos de las grandes profesiones siguieron cerrados mayoritariamente para ellas. Los empleos remunerados a los que tenían acceso seguían siendo en su mayoría los trabajos considerados propios de la mujer: enfermera, asistente social, maestra elemental, secretaria y dependienta.
También en la educación la mujer continuó en franca desventaja. Desde luego entre 1900 y 1940 se dio en toda Europa una clara tendencia ascendente en el número de mujeres que estudiaban en la universidad. Esa tendencia tuvo que ver en este período con el hecho de que se doblara con creces el número total (todavía pequeño) de estudiantes universitarios. Pero las mujeres tuvieron sólo un papel secundario en ese crecimiento. Antes de la segunda guerra mundial la proporción de mujeres entre la población estudiantil era inferior a una quinta parte en toda la Europa occidental: la cota más alta se alcanzó en Finlandia, donde casi un tercio de los estudiantes eran mujeres; eran más de una cuarta parte en Francia, Gran Bretaña e Irlanda, pero en España y Grecia esa cota bajaba hasta sólo el 7 u 8%. Al ser tantos los jóvenes llamados a filas, la presencia de las mujeres en las universidades aumentó durante la segunda guerra mundial. Pero el gran cambio en este terreno, lo mismo que en la posición de la mujer en general, no se produciría hasta varias décadas más tarde.
El alcance de la movilidad social fue también mucho menor de lo que cabría imaginar. Es indudable que la enorme destrucción, la colosal alteración de la economía mundial y las convulsiones políticas que tanto abundaron durante todo el período marcado por las dos guerras mundiales, entre las cuales se coló la Gran Depresión, tuvieron inevitablemente graves repercusiones, sobre todo por lo que respecta a la riqueza de la elite terrateniente. La expropiación de los bienes de las personas fue, por supuesto, el rasgo característico de la revolución bolchevique. Pese a la resistencia de los grandes hacendados, también se produjeron importantes redistribuciones de tierra, por ejemplo en Polonia, Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria. Todo el período que va del comienzo de una guerra mundial al final de la otra supuso una interrupción masiva de las tendencias a largo plazo de acumulación de capital y de aumento de la riqueza. No obstante, los que gozaban de riquezas y de buena posición social antes de la guerra mantuvieron ambas cosas una vez acabado el conflicto, excepto en aquellas zonas del este de Europa que cayeron bajo la dominación soviética.
En Gran Bretaña, que no había conocido la ocupación del enemigo, las continuidades institucionales y sociales fueron más evidentes que en la mayor parte de Europa. Las elites sociales sufrieron un menoscabo significativo de su riqueza debido a la subida de los impuestos, la incautación de sus bienes para las fuerzas armadas, o la pérdida de buena parte de sus bienes raíces para pagar los derechos de sucesión. En particular, la riqueza de la aristocracia terrateniente, la pequeña nobleza rural, y otros propietarios carentes de capital a gran escala se redujo a menudo de forma drástica. Y, como era habitual oírles decir en tono de queja, resultaba difícil encontrar servicio doméstico; las mujeres jóvenes ya no se encargaban del duro trabajo que comportaba el servicio en las casas de la gente de clase alta. El estilo de vida patricio de los años de preguerra había desaparecido ya hacía mucho tiempo. Pero no se produjo una excesiva pérdida de estatus, si se tiene en cuenta que en Inglaterra y Gales sólo un 1% de la población adulta seguía poseyendo en 1946-1947 la mitad del total de los fondos de capital.
En Francia se produjeron algunos cambios en las elites políticas y económicas. Los hombres nuevos —mujeres nuevas sólo, naturalmente, de manera excepcional—, que habían alcanzado prestigio gracias a su papel en la resistencia, sustituyeron a los líderes de antes de la guerra, a menudo desacreditados, tanto los de la Tercera República como los colaboracionistas de Vichy. En el ámbito local sin embargo, una vez purgados los peores colaboracionistas, la continuidad fue grande. También en Italia, una vez que llegaron a su fin las purgas de los fascistas comprometidos de la inmediata posguerra y que los comunistas fueron obligados a salir del nuevo gobierno, la clase política siguió siendo la misma, sin sufrir alteraciones radicales. En el campo de la economía, cuando las aguas volvieron a su cauce, las familias que habían controlado los negocios de Italia antes de la guerra y que en el sur poseían los grandes latifundios siguieron siendo en buena medida las mismas. Como en Francia y en otros países, sin embargo, no tardó en ir ganando terreno en la industria italiana una nueva clase de espíritu más tecnocrático y empresarial, mientras que en las grandes empresas, como Pirelli y Fiat, los poderosos sindicatos se convirtieron en los garantes del nuevo clima que se había creado en los centros de trabajo. Resulta fácil asimismo subestimar el alcance de los cambios que se produjeron tras la caída del fascismo en la burocracia estatal y en el sistema judicial, en el gobierno central y en las provincias, especialmente allí donde el control de las ciudades y los pueblos, como sucedía en buena parte del norte del país, estaba en manos de la izquierda.
Los integrantes de la clase alta alemana habían ocupado un lugar destacado en la conjura para matar a Hitler de julio de 1944. Sin embargo, la clase alta también había desempeñado un papel primordial en algunas atrocidades terribles. Había estado excesivamente representada entre los altos mandos del ejército, y también entre las altas jerarquías de la SS. Muchos líderes empresariales estaban estrechamente involucrados en la expropiación de los bienes y la explotación despiadada de los países ocupados, en el uso de mano de obra esclava y en la economía del genocidio. Algunos de los peores casos acabarían siendo castigados en los juicios de posguerra organizados por los Aliados. Pero los niveles de continuidad entre las elites de la Alemania occidental siguieron siendo sorprendentemente altos incluso en medio de la devastación de 1945, excepto allí donde habían perdido sus tierras como consecuencia de la guerra y de la ocupación, como les sucedió a los terratenientes de las provincias orientales.
En general, las elites políticas y económicas mantuvieron su estatus a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX. Durante la segunda mitad se producirían cambios más significativos. La movilidad ascendente y el ingreso en las elites siguieron siendo poco habituales. Una excepción parcial entre las grandes potencias beligerantes había sido Alemania, donde el partido nazi y sus numerosas organizaciones filiales habían facilitado a algunos trepar en la escala social. Algo similar podría apreciarse en la Italia fascista. Pero resulta fácil exagerar el alcance de este fenómeno. Posteriormente se produciría un mayor nivel de cambio. Incluso la afirmación que a veces se ha hecho en el sentido de que las bombas no conocían diferencias sociales y de que caían sobre ricos y pobres por igual es incierta. Los sectores más pobres de la población, hacinados en las viviendas estrechas y en los suburbios de las ciudades industriales, tenían muchas más probabilidades de sufrir lo peor de los bombardeos. Los barrios residenciales más saludables y las elegantes mansiones de las grandes fincas tenían muchas más posibilidades de salir indemnes.
Lo que en época posterior pasaría a llamarse el «ciclo de privaciones» siguió predominando. Los soldados que volvían a casa al término de la segunda guerra mundial generalmente regresaban al tipo de ocupación que habían dejado cuando fueron llamados a filas. Su clase social seguía siendo la misma. Y lo mismo sucedía con los ambientes que configuraban su vida. La tendencia a largo plazo de cambio del campo por la ciudad supondría una clase trabajadora industrial más numerosa, alojada habitualmente en casas de poca calidad cerca de los centros urbanos, con pocas posibilidades de movilidad ascendente en la escala social y de acceso a la clase media o a la clase media alta de las profesiones liberales. No obstante, las posibilidades de ascender a un trabajo administrativo o de oficina más elevado fueron aumentando a medida que el sector servicios fue expandiéndose por toda Europa, aunque con distintas tasas de crecimiento. Las oportunidades educativas siguieron siendo mínimas para los que nacían sin ventajas sociales. En las zonas rurales la disminución de la población, la presencia de menos jóvenes en los pueblos y el menor número de trabajadores del campo disponibles serían otros tantos indicadores del cambio a largo plazo que estaba produciéndose, intensificado por las demandas de la economía de guerra. En las explotaciones agrícolas de las zonas más apartadas de Europa que físicamente no habían sido tocadas por la guerra, en las que la mecanización y el transporte moderno apenas habían penetrado, las rutinas cotidianas habrían resultado familiares a una generación cincuenta años anterior. Más o menos lo mismo cabría decir de la vida cotidiana de los obreros de las fábricas, con un trabajo menos agotador, sí, de lo que había sido antes de la primera guerra mundial, y con jornadas laborales menos largas, pero todavía perfectamente reconocibles para cualquier generación anterior de obreros.
En las zonas de Europa más devastadas por la segunda guerra mundial —que se extenderían desde Alemania por todo el este y el sur de Europa hasta las regiones más occidentales de la Unión Soviética— prácticamente no había ninguna o casi ninguna normalidad de antes de la guerra a la que volver. Amplísimos sectores de Ucrania, Bielorrusia y Polonia habían sido arrasados en el curso de los estragos de la lucha y de las matanzas genocidas —en condiciones mucho peores que en cualquier otro lugar de Europa— y como consecuencia de la política de «tierra quemada» seguida por los alemanes en su retirada. En la propia Alemania, donde la negativa a capitular infligió una destrucción colosal al país una vez que la derrota se hizo inevitable, dos terceras partes de la población quedaron desplazadas de una manera u otra al término de la guerra. Millones de soldados continuaban estando en cautividad (la mayoría de los que se habían rendido a los Aliados occidentales, cerca de tres millones, fueron liberados gradualmente en 1948, pero los últimos de los otros tres millones que cayeron en manos de los soviéticos no lo fueron hasta 1955). La población civil, acrecentada por la enorme afluencia de refugiados procedentes de las provincias orientales, metida con calzador en alojamientos atestados de gente —el 50% de las viviendas de las grandes ciudades habían quedado destruidas— y acobardada por la derrota total, tuvo que hacer frente a un futuro incierto. Sin embargo, todos se contentaban con lograr que la parte del país en la que se encontraran al terminar la guerra estuviera ocupada por los Aliados occidentales y no por los temidos y odiados soviéticos. Pues lo que importaba, por encima de cualquier otra consideración, era no sólo la inmensa pérdida de vidas y la devastación de la economía, sino el carácter del poder político. Los contornos de sus vidas en la Alemania dividida de los años de la inmediata posguerra vendrían determinados en gran medida por los intereses de las fuerzas de ocupación: en el oeste los americanos, los ingleses y los franceses, y en el este los soviéticos.
Para la población soviética, la sensación de triunfo por la gran victoria obtenida y, sin duda, también de alivio por haber sobrevivido, fue una de las caras de la moneda. La otra fue el dolor por los millones de seres queridos que el que más y el que menos había perdido, o el intento de reconstruir la vida allí donde las ciudades y los pueblos habían sido borrados del mapa por el enemigo. El fin de la guerra vio la continuación de un sistema estalinista que no había cambiado casi nada, fortalecido de hecho en aquellos momentos y legitimado por la gloria de los años de la guerra. Siguió caracterizándose por las expropiaciones e incautaciones de bienes, la imposición de pesadas cuotas de productividad y de entregas, la exposición a la arbitrariedad del estado policial y el trato inhumano de millones y millones de prisioneros de guerra, de los considerados «poco fiables», y de los reclutas desplegados para la reconstrucción de carreteras y vías férreas. Este mismo sistema se impuso ahora a la mayoría de la Europa del este, que había constituido la parte más pobre del continente antes incluso de la primera guerra mundial. Ahora, además de la inmensa desolación y de la devastación sufrida durante la segunda, esos países quedarían aislados del ímpetu económico que no tardaría en insuflar nueva vida a la Europa occidental.
Perspectivas de recuperación económica
En la economía internacional la segunda guerra mundial acentuó la tendencia a largo plazo que ya había sido marcada al término de la primera, esto es hacia la disminución de la parte de la producción y el comercio mundial que tenía Europa. Marcó también la subordinación definitiva de Gran Bretaña a Estados Unidos como potencia económica dominante en el mundo, evolución de nuevo anunciada ya desde que acabara la primera guerra mundial, pero confirmada ahora en su totalidad por las demandas de financiación de la segunda. A medida que las deudas británicas aumentaban de forma vertiginosa para sufragar el esfuerzo de guerra, la dependencia económica respecto de Norteamérica, que había salido del conflicto convertida en el gigante industrial del mundo, fue haciéndose abrumadora. Al término de la guerra Inglaterra se había visto obligada financieramente a hincar la rodilla, y Estados Unidos había experimentado un boom económico, convirtiéndose en el verdadero vencedor de la segunda guerra mundial. La producción industrial en ese país había sido mayor durante la guerra que en cualquier otro momento de su historia. Había aumentado a razón de un 15% al año (frente a la tasa del 7% a la que había crecido durante la primera), y la capacidad productiva de la economía se calcula que llegó a crecer en un 50%. En 1944 ni más ni menos que el 44% del armamento mundial era producido en Norteamérica. A medida que las exportaciones británicas disminuían, las americanas crecían vertiginosamente: en 1944 eran dos terceras partes más altas de lo que habían sido en 1939.
La fuerza de su economía permitió a Estados Unidos contribuir notablemente a financiar el esfuerzo de guerra de los Aliados mediante el plan de Préstamo y Arriendo, idea luminosa del presidente Roosevelt que el Congreso aceptó apoyar en la primavera de 1941. Este proyecto permitía a Estados Unidos suministrar a sus aliados «préstamos» de equipamientos en vez de exigir por ellos el pago a unos países en una situación económica muy comprometida y que además estaban enormemente endeudados. Al término de la guerra, el valor total de las exportaciones americanas en virtud del plan de Préstamo y Arriendo habían superado los 32 000 millones de dólares, de los cuales casi 14 000 habían ido a parar a Gran Bretaña y otros inestimables 9000 millones a la Unión Soviética (a la que se proporcionaron productos alimenticios, máquinas, herramientas, camiones, tanques, aviones, vías de tren y locomotoras). Estados Unidos fue el cajero de la guerra. Y no tardaría en convertirse en el cajero de la paz.
La supremacía económica confirió a Estados Unidos, antes ya de que acabara la guerra, una influencia decisiva a la hora de determinar los planes institucionales para la economía de posguerra de la mitad de Europa que no cayó bajo la dominación de los soviéticos después de 1945, aunque los efectos de esas decisiones no se sentirían plenamente hasta varias décadas después. Durante la mayor parte del mes de julio de 1944, un mes después de que las tropas aliadas desembarcaran en Normandía, más de 700 delegados de los cuarenta y cuatro países aliados que constituían las Naciones Unidas se reunieron en una conferencia en un hotel de la localidad norteamericana de Bretton Woods, New Hampshire (en condiciones de bastante incomodidad, pues el hotel era demasiado pequeño y andaba necesitado de una reparación en profundidad). Intentaron elaborar los principios de un orden económico global para el mundo de posguerra que permitiera superar definitivamente los desastres que habían dado lugar al nacionalismo económico, la Gran Depresión y el triunfo del fascismo durante los años treinta. Las delegaciones más importantes eran la británica y la americana. Pero era evidente quién llevaba ahora la voz cantante. Algunas de las ideas clave que se ocultaban tras el acuerdo alcanzado el último día de la conferencia habían sido propuestas por el jefe de la delegación británica, John Maynard Keynes, que había llegado a percatarse de los peligros de la ortodoxia económica que había prevalecido durante los años de la Depresión y cuyas teorías contracíclicas en defensa de la intervención estatal y del déficit público para superar el desempleo masivo habían llegado a gozar de una influencia significativa durante la guerra. Pero siempre que hubiera alguna discrepancia entre los planteamientos de los ingleses y los de los americanos, se impondrían siempre los intereses de Estados Unidos, expresados por el jefe de la delegación norteamericana, Harry Dexter White.
La Conferencia de Bretton Woods estableció un nuevo ordenamiento monetario (en buena parte inspiración de Keynes) de divisas convertibles libremente, cuyo tipo de cambio estaba vinculado al dólar estadounidense, con el fin de sustituir al primitivo patrón oro, ya desacreditado. (La primera gran prueba a la que se vio sometida la «convertibilidad» fracasaría, sin embargo, en el verano de 1947, cuando Gran Bretaña se vio obligada a anular la convertibilidad de la libra esterlina en medio de una crisis financiera y de insistentes demandas de cambiar libras por dólares, agotando peligrosamente sus reservas de dólares). Finalmente dos propuestas de White acabarían tomando forma y se convertirían en sendas instituciones de posguerra sumamente significativas: el Fondo de Estabilización Internacional (que llegaría a ser el Fondo Monetario Internacional), destinado a corregir los problemas presupuestarios de determinados estados manteniendo al mismo tiempo la estabilidad dentro del sistema; y un Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (que acabaría siendo el Banco Mundial), encargado de proveer el capital necesario para la reconstrucción de posguerra, aunque sus primeras provisiones fueron en realidad pequeñas respecto a lo que se necesitaba. Los participantes en la conferencia reconocieron también la necesidad de crear otras instituciones para establecer las normas de un comercio global liberalizado. Este proyecto, sin embargo, no llegó a realizarse nunca, y las relaciones comerciales internacionales quedarían finalmente reguladas en virtud del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés), alcanzado en 1947 y firmado inicialmente por veintitrés países.
Al margen de los obstáculos políticos insuperables que impidieron el éxito inicial de Bretton Woods, la conferencia marcó la decisión de que no podía producirse una vuelta a los desastres del período de entreguerras. Era un indicio de la aceptación de que la base de la propia economía capitalista debía reformarse si se quería evitar la repetición del hundimiento del comercio y las finanzas internacionales que había generado la catástrofe. Era evidente que el dólar americano debía reemplazar a la débil libra esterlina como pivote de las finanzas internacionales. Los americanos quedaron más que satisfechos con eso, lo mismo que con el acuerdo de liberalización del comercio. También los europeos aceptaron esta premisa como principio básico del orden económico de posguerra. Pero había una diferencia de énfasis. Para los ingleses y los franceses, la intervención del estado a una escala inimaginable antes de la guerra se había convertido en algo esencial no sólo para la reconstrucción, sino también para combatir las veleidades de la economía capitalista sin restricciones y para evitar cualquier vuelta al desempleo masivo. El compromiso resultante —no aplicable al bloque soviético, por supuesto— fue una economía emergente mixta, compuesta de librecambio liberal y de dirección estatal. El capitalismo fue reformado en todas partes hasta cierto punto, aunque no se cambió de forma radical ni nadie planteó un reto fundamental a sus principios, aparte de los seguidores en franco y rápido retroceso de los partidos comunistas (que intentaban seguir teniendo apoyo a toda costa mientras la Guerra Fría iba tomando forma). Aunque resultara difícil de prever en medio de la devastación reinante en 1945, la mezcla de liberalismo económico y de socialdemocracia —lo que los alemanes llamarían la «economía social de mercado» (soziale Marktwirtschaft)— acarrearía una prosperidad nunca vista y resultaría muy útil políticamente para la Europa occidental durante los treinta años siguientes.
Un requisito importante del éxito de esa combinación después de 1945 no se había dado al término de la primera guerra mundial. Los Aliados occidentales no hicieron el menor intento de imponer el pago de onerosas indemnizaciones y reparaciones de guerra —otra cosa distinta sería en la zona oriental de Alemania—, como se había hecho en 1919 con unas consecuencias tan funestas para Alemania y para los demás países vencidos. En 1944 se tuvo en consideración durante algún tiempo, aunque breve, el Plan Morgenthau, que proponía reducir a la Alemania de posguerra a la condición de economía preindustrial (poniendo de paso en manos del régimen nazi un valiosísimo regalo propagandístico). Aunque Roosevelt y Churchill se mostraron de acuerdo en poner restricciones notables a los futuros niveles de la producción industrial de Alemania, enseguida se reconoció la inutilidad de empobrecer a perpetuidad a 70 millones de personas y de inutilizar la llave económica de la recuperación europea, y más cuando dio comienzo la Guerra Fría.
El Telón de Acero se convertiría en realidad en una ventaja indirecta para la mitad occidental del continente, al tiempo que condenaba a la mitad oriental a un destino nada envidiable. Fue una tragedia humana enorme para las personas que quedaron atrapadas detrás de él. No puede ponerse precio a la privación de libertad que duraría más de cuatro décadas. Pero la pérdida, a manos de la feroz opresión soviética, de las zonas de Europa que al término de la primera guerra mundial habían sufrido las continuas sacudidas de los conflictos étnicos, la violencia nacionalista y las disputas fronterizas, benefició a las naciones ya de por sí más ricas de la Europa occidental. Estos países, a diferencia de los del bloque soviético emergente, lograron aprovecharse del apoyo americano a la hora de reconstruir sus economías arruinadas.
Los europeos habían dado la impresión de estar dispuestos a destruir sus propios fundamentos económicos entre 1914 y 1945. La posibilidad de que los treinta años siguientes, en neto y asombroso contraste, trajeran para muchos habitantes de Occidente una prosperidad continuada y nunca vista hasta entonces, resultaba a todas luces inimaginable entre las ruinas de 1945. La prosperidad constante transformaría por completo los niveles de vida de la Europa occidental. Pero incluso en las condiciones totalmente distintas de la Europa del este los niveles de vida también subirían y para la inmensa mayoría de la población dejarían muy atrás a los que había habido durante los convulsos años de entreguerras. Los países de Europa habrían sido incapaces de llevar a cabo esa transformación ellos solos. En las dos mitades del continente todos ellos dependerían de las dos nuevas superpotencias, Estados Unidos y la URSS, para la reconstrucción, de maneras diametralmente opuestas, de sus fundamentos económicos. Económica y políticamente, a partir de 1945 las dos mitades de Europa emprenderían dos caminos distintos.
Las Iglesias cristianas:
Desafío y continuidad
La forma en la que la gente modelaba su vida, más allá de la precaria tarea de asegurarse unos medios de vida, siguió estando mayoritariamente influenciada por la moralidad y los valores de las Iglesias cristianas. Durante la primera mitad del siglo XX Europa siguió siendo un continente cristiano, situado al oeste del ateísmo oficial de la Unión Soviética y al noroeste de Turquía (estado laico con población musulmana). Las Iglesias siguieron ejerciendo un poder social e ideológico enorme, especialmente entre el campesinado y la clase media. Y lo utilizaron en todas partes cuando se vieron arrastradas a participar en las convulsiones políticas que sacudieron Europa al término de la primera guerra mundial.
El filósofo alemán Friedrich Nietzsche se había hecho famoso al proclamar ya en 1882 que «Dios ha muerto». Su afirmación era una nota necrológica prematura. Durante la primera mitad del siglo XX las Iglesias cristianas se dieron cuenta de que en efecto habían tenido que ponerse a la defensiva frente a la amenaza planteada por la sociedad moderna, y sobre todo por el «bolchevismo ateo». En efecto, al tiempo que las personas se volvían hacia el estado, los movimientos políticos o hacia otras instituciones públicas en busca de una respuesta a sus necesidades, las Iglesias, en opinión de una cantidad cada vez mayor de gente, no tenían nada que ofrecer. «El nacionalismo es la nueva religión. La gente no va a la iglesia. Va a los mítines nacionalistas», dice el conde Choinicki, uno de los personajes de la sombría visión de la modernidad que ofrece Joseph Roth en su evocadora novela La marcha Radetzky, publicada en 1932. El «desencanto del mundo» de Max Weber significaba que la fe mística en el ritual sacramental, la salvación, la redención y la felicidad eterna del otro mundo estaba perdiendo su atractivo. Y cuando la guerra y el genocidio asolaron Europa, el ataque de Nietzsche contra la fe en la racionalidad y la verdad, su negación de la moralidad enraizada en la fe religiosa, habría podido parecer de todo menos fuera de lugar. Las Iglesias no podían salir de este período totalmente inmaculadas. No obstante, tampoco deberíamos exagerar ni situar antes de tiempo la pérdida de la fe en las principales confesiones religiosas cristianas o la disminución del número de sus seguidores. Después de dos guerras mundiales su influencia siguió siendo muy profunda. A pesar de sus graves dificultades las Iglesias cristianas sobrevivieron a la catastrófica primera mitad del siglo XX y salieron curiosamente intactas. Sus principales problemas vendrían después.
El comienzo de la primera guerra mundial había traído consigo un gran auge del cristianismo. Cuando empezó la contienda dio la impresión de que Dios estaba en el bando de todos, en el de unos y en el de otros. En cualquier caso, las Iglesias cristianas de todas las potencias beligerantes afirmarían contar con el apoyo de Dios a su causa. «Dios [está] con nosotros» (Gott mit uns), decían los alemanes. «Dios está de nuestra parte» (Dieu est de notre côté), aseguraban los franceses, al tiempo que proclamaban la «unión sagrada» (union sacrée) para defender a su país. Otros países se dieron igualmente prisa en mezclar patriotismo y cristianismo. El clero no dudó en ver la contienda como una cruzada nacional, una «guerra santa» en defensa de la civilización contra la barbarie, del bien contra el mal. Por supuesto hubo en todas partes algunos pacifistas, pero la mayoría del clero respaldó masivamente la guerra de su país. Los curas bendecían a las tropas que marchaban al combate y las armas con las que luchaban. Rezaban por el éxito de las ofensivas inminentes. El nacionalismo se tragó en todas partes como el que no quiere la cosa los principios básicos del cristianismo. Como los supuestos hombres de paz que eran, la beligerancia de los clérigos podría resultar chocante. En un sermón de Adviento pronunciado en 1915, el obispo anglicano de Londres, Arthur Winnington-Ingram, exhortaba a los soldados británicos a «matar a los buenos y a los malos, a matar a los jóvenes y a los viejos», aunque su primer ministro, Herbert Asquith, pensara que sus palabras eran la diatriba de un obispo singularmente tonto. Al menos una autoridad eclesiástica proclamó su neutralidad y exhortó a las naciones beligerantes a concluir una paz justa. En 1917 el papa Benedicto XV (elegido en septiembre de 1914 para ocupar el solio pontificio) propuso un plan de paz que abogaba por un arbitraje internacional, la evacuación de los territorios ocupados, la renuncia a las indemnizaciones de guerra y la reducción del armamento. Sus esfuerzos chocaron con las críticas de los que lo llamaron partidista disfrazado, hipócrita que no estaba dispuesto a reconocer sus preferencias. Los franceses llegaron a llamarlo «el papa alemán» (le pape boche) y los alemanes, «el papa francés» (der französische Papst).
Para los clérigos la guerra traía nuevas perspectivas de resurgimiento cristiano, confirmadas por lo que los observadores etiquetarían de «regreso a los altares». En Inglaterra no está claro que hubiera mucho más que un fugaz incremento de la asistencia a las iglesias, que en realidad sería en 1916 menor de lo que había sido antes de la guerra (no le favoreció precisamente el hecho de que hubiera tantos hombres ausentes en el frente). No obstante, la fe en la eficacia del espiritualismo —que supuestamente permitía a los vivos comunicarse con los muertos— se incrementó notablemente cuando el número de los afligidos por la pérdida de seres queridos aumentó en el país. En un momento de angustia tan grande no es de extrañar que la gente recurriera a la oración. Los soldados rezaban a menudo antes de la batalla y los que sobrevivían al combate daban gracias a Dios después por haber salido ilesos. La religión se confundía con la superstición. Muchos llevaron consigo símbolos religiosos al frente. Una cruz, un rosario, o una Biblia de bolsillo servían de talismán. Si sucedía lo peor, había a mano capellanes de campaña dispuestos a recordar a los camaradas de los muertos el simbolismo cristiano de la muerte como sacrificio, reforzado por la difusión de las cruces de madera temporales colocadas junto a las tumbas de los caídos.
Debió de haber también algunos que se preguntaran cómo podía seguir habiendo fe después de batallas como la de Verdún o la del Somme. Resulta imposible saber cuántos soldados perdieron su fe cristiana en medio de la matanza. Un informe pastoral alemán declaraba que «la aparente falta de éxito de las oraciones, la larga duración y la terrible brutalidad de la guerra han hecho que muchos soldados duden de la justicia y de la omnisciencia de Dios, de modo que ya no les importa la religión». La mayoría de los soldados, sin embargo, lo mismo que sus familias en sus respectivas patrias, conservaron al menos una lealtad nominal a una modalidad u otra de cristianismo cuando al término de la guerra volvieron a un mundo que había cambiado inexorablemente. Incluso allí donde la gente no asistía a los oficios religiosos, generalmente seguía volviendo a la iglesia con ocasión de un bautizo, de una boda o de un entierro. Y se produjeron pocas manifestaciones de sentimientos antirreligiosos combativos o radicales (aunque especialmente en algunas zonas del sur de Europa hubo dosis masivas de anticlericalismo vehemente). No obstante, allí donde los vínculos religiosos ya se habían debilitado, y de modo particularmente evidente entre la población urbana, la guerra no contribuyó mucho tiempo a reforzarlos. La tendencia a largo plazo —más notoria entre los hombres que entre las mujeres— hacia el alejamiento de la fe cristiana y hacia la pérdida de adhesión a las distintas Iglesias continuó.
El protestantismo salió peor librado que el catolicismo. En Suiza, los Países Bálticos, Escandinavia y Holanda se dio una tendencia a la disminución de la adhesión a las Iglesias protestantes durante las primeras décadas del siglo XX, que, por otra parte, vino acompañada de la continua vitalidad existente dentro de las propias Iglesias. El número de comulgantes de Pascua en la Iglesia de Inglaterra fue disminuyendo constantemente desde comienzos de los años veinte hasta mediados de los cincuenta. En Alemania el número de los que tomaban la comunión cayó un 11% entre 1920 y 1930, y las confirmaciones incluso un 45% en ese mismo período.
La Iglesia católica mostró una mayor habilidad a la hora de retener a sus feligreses. Continuó con la revitalización de la fe católica que había dado comienzo a mediados del siglo XIX. Logró ampliar su atractivo popular al tiempo que se presentaba por su rigidez doctrinal y su centralización organizativa, encarnadas ambas en la persona del papa, como el baluarte frente a las amenazas planteadas por el mundo moderno, particularmente las provenientes del liberalismo y el socialismo. El renacimiento del culto de la Virgen María tras la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción por el papa Pío IX en 1854 había estimulado la piedad popular. A ello contribuyeron también las supuestas apariciones marianas registradas en Lourdes, en los Pirineos, en 1858 (centro que atraía ya a más de un millón de peregrinos al año antes de la primera guerra mundial), en Knock, en la parte occidental de Irlanda en 1879, y en Fátima, en Portugal, en 1917. Se fomentaron nuevos niveles de devoción a algunos santos populares. Menos de dos años después de la finalización de la primera guerra mundial, que había acarreado unos sufrimientos tan grandes al pueblo de Francia, se consideró que había llegado el momento oportuno de canonizar a la heroína nacional, Juana de Arco, aunque en realidad cinco siglos antes la Iglesia la había excomulgado (culpándola de acusaciones inventadas de las que luego sería exonerada) y la había condenado a ser quemada en la hoguera por herejía. Su canonización pretendía estimular la fe en un país cuyo estado promovía los valores laicos y en el que el anticlericalismo era muy fuerte. A continuación se produjeron otras canonizaciones significativas: la de la joven carmelita francesa Teresa de Lisieux (santa Teresita, «la Pequeña Flor»), presentada como modelo de vida espiritual católica, en 1925, y la de Bernadette Soubirous, personaje de culto en Lourdes, en 1933. Un nuevo impulso a la piedad popular se produjo a raíz de la proclamación de la fiesta de Cristo Rey por el papa Pío XI en 1925, concebida como una respuesta al nacionalismo y al laicismo, que invitaba a los católicos a situar la moralidad cristiana en el centro de la vida política y social.
Las organizaciones sociales y de caridad que incorporaban a católicos seglares contribuyeron también a unir a la población alrededor de la Iglesia. Acción Católica, fundada originalmente a mediados del siglo XIX, intentó con cierto éxito galvanizar la participación de los seglares en la vida católica e inculcar los valores cristianos en los movimientos obreros y campesinos. En algunos rincones de Bretaña los curas llegaron a publicar periódicos locales de carácter popular y organizaron cooperativas agrícolas en las que los campesinos podían comprar fertilizantes. También en la Baja Austria y en algunas zonas rurales del norte de España la participación activa en bancos de crédito y en otras formas de ayuda a los campesinos y a los colonos agrícolas contribuyeron a cimentar el apoyo a la Iglesia y a fortalecer la influencia del clero.
La Iglesia católica prosperó especialmente allí donde pudo combinar la fe con un fuerte sentimiento de identidad nacional o donde representaba a una minoría marginada. Tanto en Polonia como en el Estado Libre Irlandés, los nuevos estados surgidos de la primera guerra mundial, el catolicismo se convirtió de hecho en la expresión de la identidad nacional. A medida que las tensiones políticas y sociales se intensificaron en Polonia a lo largo de los años treinta, la Iglesia se asoció estrechamente con la campaña conservadora en pro de la unidad nacional, y con un nacionalismo que hacía hincapié en la diferencia entre los polacos católicos y las minorías ucranianas, bielorrusas, alemanas y, por supuesto, judías del país. En el norte de Irlanda, en gran medida protestante, los católicos forjaron una identidad a partir de la discriminación de la que eran objeto —en materia de vivienda, de empleo y prácticamente en todos los ámbitos de la vida social y política— y una subcultura distinta ligada a las aspiraciones nacionalistas de unidad con la parte sur de Irlanda, más extensa, católica y ya independiente.
También en Gran Bretaña los inveterados prejuicios existentes fomentaron un sentimiento muy fuerte de identidad católica y de lealtad a la Iglesia, sobre todo entre los inmigrantes irlandeses que se habían trasladado en grandísima cantidad al noroeste de Inglaterra a raíz de la hambruna de 1845. Las comunidades católicas irlandesas estaban muy unidas y tuvieron que hacer frente a la fuerte animosidad y a la discriminación de la mayoría protestante, reflejada incluso en el deporte. No se permitía a ningún católico jugar en el club de fútbol de los Glasgow Rangers, y tampoco ningún protestante podía jugar en el de sus vecinos y rivales, el Celtic. En Holanda una subcultura minoritaria también proporcionó una base de apoyo al pujante catolicismo, mientras que en el País Vasco la Iglesia pasó a identificarse con una comunidad lingüística desaventajada. También en Alemania había surgido una poderosa subcultura a partir de los ataques lanzados por Bismarck contra la Iglesia católica (cuyos fieles representaban casi una tercera parte de la población del Reich) a lo largo de la década de 1870. Las instituciones y creencias católicas florecieron hasta la toma del poder por Hitler. A partir de ese momento los católicos, lo mismo que la Iglesia protestante de Alemania, tuvieron que hacer frente a un reto radicalmente nuevo.
Tanto la Iglesia protestante (en sus diversas modalidades) como la Iglesia católica, más uniforme, consideraban que la lucha especialmente contra el bolchevismo, pero también contra la izquierda política en general, era trascendental para la defensa del cristianismo en el mundo moderno. La «modernidad» en todas sus formas era considerada una amenaza de la que había que guardarse muy mucho. Ambas confesiones se situaron, pues, axiomáticamente del lado de la derecha política, favoreciendo a los bastiones conservadores del estado y el poder social que actuaban como baluartes frente a la izquierda. Fue inevitable por tanto que las Iglesias y sus seguidores se vieran inextricablemente envueltos en los enconados conflictos de la Europa de entreguerras.
Esta circunstancia no las hacía necesariamente antidemocráticas. El Partido del Centro, de confesión católica, había sido una de las grandes fuerzas políticas que habían formado la República de Weimar en Alemania en 1919 y siguió siendo uno de los pilares de la nueva democracia alemana durante los años veinte. El Partito Popolare Italiano, fundado en 1919, dio una voz política específicamente católica a su clientela, sobre todo rural, en el sistema político pluralista de Italia antes de ser prohibido por Mussolini en 1926. En la Inglaterra democrática, cuyo sistema político no se veía amenazado, la Iglesia anglicana fue uno de los pilares de la minoría dirigente (a menudo se la llamaba «el partido conservador rezando»). En cambio las distintas Iglesias cristianas no conformistas, que seguían teniendo un apoyo significativo en Gran Bretaña, tendieron a adoptar una actitud crítica más radical frente al gobierno, aunque no frente a la democracia. No obstante, allí donde surgía una amenaza significativa procedente de la izquierda, las Iglesias de las dos principales confesiones respaldaron invariablemente la autoridad del estado. Y cuanto más extrema percibieran que era esa amenaza, más extrema sería la reacción que estarían dispuestas a apoyar.
Esa reacción no fue en ningún sitio más extrema que en Alemania. Allí, la Iglesia protestante —de hecho dividida en el terreno doctrinal y regional, aunque en sus distintas modalidades abarcaba teóricamente a más de dos terceras partes de la población del país— se había considerado a sí misma desde los tiempos de Martín Lutero estrechamente alineada con la autoridad del estado. La revolución de 1918, la destitución del káiser y la nueva democracia que sustituyó a la monarquía causaron una consternación generalizada en los círculos eclesiásticos. La sensación de «crisis de fe» (Glaubenskrise) fomentó las esperanzas de una restauración de la monarquía o de una nueva forma de autoridad estatal que superara la calamitosa situación no sólo moral, sino también política y económica por la que atravesaba Alemania. Se necesitaba un verdadero caudillo, a juicio de muchos miembros del clero protestante. En palabras de un teólogo protestante que escribía allá por 1932, tenía que ser un «verdadero estadista» (a diferencia de los simples «políticos» de la República de Weimar) que «sujetara la guerra y la paz con sus manos y se comunicara con Dios». En línea con estas ideas, la toma del poder por Hitler en 1933 fue vista por amplios sectores del clero protestante como el comienzo de un nuevo despertar nacional que inspiraría el resurgimiento de la fe. Hubo incluso un ala nazificada de la Iglesia protestante. Los «Cristianos Alemanes» (Deutsche Christen) rechazaban el Antiguo Testamento por ser judío y se enorgullecían de ser «las tropas de asalto de Jesucristo». No obstante, semejantes extremos, coto privado de una minoría del clero (aunque gozara de un apoyo considerable en algunas zonas), eran rechazados por la mayoría de los protestantes, cuyas ideas de resurgimiento de la fe eran principalmente conservadoras desde el punto de vista doctrinal y organizativo.
Al principio dio la impresión de que los «Cristianos Alemanes» iban a triunfar. Pero no tardó en formarse una reacción a sus exigencias. El objetivo inicial nazi de unificar las veintiocho Iglesias regionales autónomas en una sola «Iglesia del Reich» suscitó un resentimiento enorme y finalmente tuvo que ser abandonado. En un congreso celebrado en Barmen en 1934, un sector del clero que rechazaba rotundamente la «herejía» de los «Cristianos Alemanes» y la interferencia política que pretendía forzar la centralización de la Iglesia, se opuso públicamente a cualquier subordinación de la Iglesia al estado por considerarla una «doctrina falsa». Sin embargo, la Declaración de Barmen se limitó a abordar cuestiones de pureza doctrinal (bajo la influencia del teólogo suizo Karl Barth) y se abstuvo de adoptar una oposición política. En cualquier caso, la Iglesia confesante (como se denominaban a sí mismos los que se ocultaban tras la Declaración de Barmen) representaba sólo a una minoría de pastores protestantes. La mayor parte del clero siguió dando su apoyo al régimen de Hitler. Algunos teólogos protestantes aportaron lo que ellos consideraban que eran los motivos doctrinales del antisemitismo, de los ideales raciales y del régimen nazi. La Iglesia protestante no presentó ninguna protesta pública por el trato dispensado a los judíos, los pogromos de noviembre de 1938, o su posterior deportación a los campos de la muerte. Y hubo muy pocos protestantes que pusieran objeciones a una política exterior nacionalista asertiva, a la conquista por medio de la guerra, o al intento de destruir el odiado régimen bolchevique en la Unión Soviética.
La postura política de la Iglesia católica vino determinada en gran parte por su rechazo del socialismo y el anatema lanzado contra su variante más extrema, el comunismo. En su encíclica Quadragesimo Anno («En el cuadragésimo año»), de 1931, el papa Pío XI criticaba las desigualdades del capitalismo y de las finanzas internacionales, pero su condena del comunismo era inequívoca y afirmaba que los principios materialistas del socialismo eran incompatibles con las doctrinas de la Iglesia católica. La defensa de un orden social basado en la solidaridad, no en el conflicto, y de unas relaciones laborales basadas en la colaboración del empresariado, la mano de obra y el gobierno, se prestaba fácilmente a la adopción del «estado corporativo» del fascismo italiano y de los regímenes cuasi fascistas de Austria, Portugal y España. La «solidaridad» era impuesta en estos casos por el estado, favorecía al empresariado y era mantenida por medio de la coacción.
En Italia la Iglesia católica estableció una tregua hasta cierto punto incómoda con Mussolini, que fue sellada en los Pactos Lateranenses de 1929. A cambio de la fundación del Estado de la Ciudad del Vaticano —los Estados Pontificios habían dejado de existir tras la conclusión de la unificación de Italia en 1870— y del reconocimiento del catolicismo como única religión oficial de Italia, la Iglesia se comprometía de hecho a una pasividad política y a la tolerancia, al menos, del régimen fascista en Italia. La Iglesia guardó silencio ante la violencia de los matones fascistas, posteriormente acogió con los brazos abiertos el triunfo en Abisinia y no planteó ninguna objeción a la introducción de las leyes raciales. Por difícil que fuera como compañero de lecho, el fascismo italiano era en cualquier caso, a juicio de la Iglesia, infinitamente preferible al comunismo. En las cuestiones relacionadas con la Iglesia, sin embargo, el papado opuso una obstinada y eficaz resistencia y rechazó vehementemente el presunto «derecho total» del estado sobre todas las esferas de la sociedad. Desde el punto de vista de la Iglesia aquella política fue un éxito. Hubo un moderado resurgimiento de la actividad religiosa. Se produjo un aumento del número de clérigos, de matrimonios eclesiásticos y de niños que asistían a escuelas religiosas. El papa Pío XI dispensó una protección especial a la educación y a Acción Católica. Tuvo que aceptar las limitaciones a las actividades de esta última, pero los intentos del estado por abolir la Acción Católica fueron abandonados.
En Francia la Iglesia católica llevaba largo tiempo mirando a la Tercera República con hostilidad. Al fin y al cabo, había alimentado el anticlericalismo y había promovido los valores de una sociedad moderna, particularmente al acabar con el peso que tenía la Iglesia en la educación. Entre una y otra guerra la Iglesia prestó el considerable apoyo con el que contaba a la derecha reaccionaria (y a veces a la derecha extrema), y luego acogió calurosamente el régimen de Vichy del mariscal Pétain. En España, el profundo antisocialismo que sustentó el apoyo entusiasta de la Iglesia a Franco durante la guerra civil llevaba existiendo largo tiempo. Ya en 1916 el periódico de inspiración religiosa más leído de España había «hecho sonar la alarma contra las osadías del socialismo» y «los contagios del modernismo». España, repetía una y otra vez el periódico, había sido grande cuando había sido verdaderamente católica, y la decadencia nacional había seguido los pasos de la decadencia religiosa. No es extrañar, a la vista de semejantes opiniones, que la Iglesia católica sirviera en la península Ibérica como auténtico baluarte frente a la doctrina «atea» del marxismo, suministrando al término de la guerra civil el pilar ideológico del régimen de Franco en España y del de Salazar en Portugal.
Los obispos católicos alemanes, que habían avisado del contenido anticristiano del movimiento nazi antes de 1933, cambiaron de chaqueta pocas semanas después de que Hitler fuera nombrado canciller y prometiera sostener los derechos y las instituciones de la Iglesia, animando a los católicos a apoyar al nuevo estado. El concordato del Reich con el papado (uno más de los cuarenta que el Vaticano concluyó con diversos estados durante el período de entreguerras) fue ratificado pese a los signos de hostilidad hacia la observancia de la fe católica, y hacia sus organizaciones e instituciones, que desde el principio había mostrado el régimen nazi. Desde el primer momento, el concordato fue letra muerta. Fue un acuerdo desigual que resultó ventajoso para la imagen del régimen de Hitler en el momento de ser establecido. Pero en la práctica no hizo nada por proteger a la Iglesia católica de Alemania.
Los ataques contra las instituciones de la Iglesia comenzaron antes incluso de que el concordato fuera ratificado. El Partido del Centro fue disuelto rápidamente. El amplio movimiento juvenil católico no tardó en ser prohibido. Las publicaciones eclesiásticas fueron suprimidas. Los curas sufrieron acosos y detenciones. Se impusieron restricciones a las procesiones organizadas por la Iglesia. El uso de triquiñuelas fue constante. El Vaticano protestó en más de setenta ocasiones entre 1933 y 1937 por las violaciones del concordato perpetradas, aunque no le sirvió de nada. El ámbito trascendental de la educación se convirtió en el centro de una guerra de desgaste entre la Iglesia y el estado, que fue ganando paulatinamente el régimen nazi por medio de la presión más severa ante el resentimiento generalizado y alguna que otra protesta rotunda de la jerarquía católica. La postura de ésta frente al nazismo fue al principio de hostilidad. Consideraba que la esencia anticristiana de la ideología del régimen y su pretensión de derecho total sobre sus ciudadanos eran de todo punto incompatibles con la fe católica. En la práctica, sin embargo, la vigorosa defensa frente a los ataques de que era objeto la Iglesia fueron acompañados de una conformidad general en otros aspectos de la política del gobierno para evitar riesgos peores y no tener que afrontar un asalto en toda regla contra la Iglesia. El régimen podía estar seguro del apoyo de los católicos a su antibolchevismo y de la aprobación de su asertividad nacionalista en materia de política exterior.
La Iglesia católica de Alemania no llevó a cabo ninguna condena oficial de la persecución cada vez más feroz de que fueron objeto los judíos, ni siquiera tras los pogromos del 9-10 de noviembre de 1938. Ya en abril de 1933 el arzobispo de Múnich-Freising, el temible cardenal Michael Faulhaber, había explicado al cardenal Eugenio Pacelli, secretario de estado del Vaticano y antiguo nuncio en Alemania (y futuro papa Pío XII), por qué la jerarquía católica «no da un paso al frente en defensa de los judíos. Ello no es posible de momento porque la lucha contra los judíos se convertiría también en una lucha contra los católicos», afirmó. Era una explicación que iba al meollo mismo de la pasividad de la Iglesia católica ante el destino de los judíos en la Alemania nazi.
Bien es verdad que en su encíclica de 1937 Mit brennender Sorge («Con viva preocupación») Pío XI condenó abiertamente el racismo. Pero la encíclica, redactada inicialmente por el cardenal Faulhaber, y luego suavizada por Pacelli, era menos clara que una denuncia que el Vaticano había elaborado anteriormente y que no llegó a ser publicada, evitaba una condena explícita del nazismo, y no hacía referencia directa a la persecución de los judíos. Además, llegó demasiado tarde y, aunque provocó la cólera del nazismo y una intensificación del acoso que sufría el clero católico, tuvo sólo una escasa repercusión dentro de Alemania. Y cuando el Santo Oficio preparó una nueva declaración durante el verano y el otoño de 1937 con el fin de presentar algunos «hechos concretos» para condenar las teorías nazis, incluido el antisemitismo, el cardenal Faulhaber aconsejó que no se publicara por el peligro que habría podido entrañar para la Iglesia en Alemania.
Por consiguiente se allanó así el camino para la continuada inactividad de la jerarquía católica alemana, al tiempo que se intensificaban las presiones sobre la Iglesia. Durante la guerra, la deportación y el exterminio de los judíos no provocaron denuncia alguna por parte de los obispos alemanes, a diferencia de la valerosa postura adoptada frente a la «acción eutanasia» por el obispo Galen de Münster en 1941. Mientras tanto, los soldados alemanes católicos, lo mismo que sus compatriotas protestantes, habían ido a la guerra con el respaldo total de su Iglesia y en la creencia, respaldada por el clero, de que al llevar a cabo la bárbara invasión de la Unión Soviética participaban en una lucha de cruzada contra el bolchevismo ateo y en pro de la defensa de los valores cristianos.
En los estados satélites de Alemania, las Iglesias cristianas siguieron una trayectoria cuando menos controvertida por lo que se refiere al apoyo prestado a los judíos y a otras víctimas de la brutal política racista. En la católica Croacia el repugnante sadismo de los ústaše para con los serbios y los romaníes, y por supuesto para con los judíos, no chocó en ningún momento con la condena pública del Vaticano. Ante Pávelić, el incalificable jefe del estado de Croacia, fue recibido incluso en audiencia por el papa. Los franciscanos participaron incluso en algunas de las peores atrocidades de los ústaše. Pese a permanecer fiel al estado croata, el primado de Croacia, el arzobispo Alojzije Stépinac, sí que intervino en treinta y cuatro ocasiones en ayuda de los judíos o los serbios, denunció de manera inequívoca el racismo, y apeló con éxito en contra del arresto y la deportación de los cónyuges y los hijos judíos de parejas mixtas.
Casi todos los obispos de Eslovaquia, cuyo presidente, monseñor Jozef Tiso, era un cura católico en activo, respaldaron la política antijudía del gobierno, aunque hubo algunas valerosas excepciones. Curiosamente, el Vaticano prefirió no retirar la condición de clérigo a Tiso, probablemente debido a la popularidad de la que gozaba en su país, ni tampoco a otros dieciséis curas que prestaban servicio en el Consejo de Estado de Bratislava. Incluso monseñor Domenico Tardini, asistente del secretario de estado del Vaticano, puso de manifiesto su total desconcierto cuando comentó en julio de 1942: «Todo el mundo sabe que la Santa Sede no puede meter en cintura a Hitler. Pero ¿quién va a entender que ni siquiera podamos controlar a un cura?».
La jerarquía católica de Hungría apoyó contundentemente al gobierno del almirante Horthy y no puso objeción alguna a su política antijudía hasta 1944. Tanto el nuncio papal como el jefe de la Iglesia húngara intervinieron entonces para intentar evitar la deportación sólo de los judíos bautizados. No obstante, las deportaciones siguieron adelante como si tal cosa. Sólo cuando ya era tarde, después de que casi medio millón de judíos habían sido ya enviados a Auschwitz en 1944, los obispos expresaron una débil protesta por las deportaciones en una pastoral edulcorada. El furibundo antisemitismo de Rumanía, que dio lugar a la muerte de cientos de miles de judíos a manos del líder del país, el mariscal Antonescu, se encontró en el mejor de los casos con la indiferencia, cuando no con la aprobación, de la jerarquía ortodoxa. Posiblemente la petición del nuncio papal en Bucarest contribuyera en 1942 a la progresiva resistencia del régimen a las presiones alemanas para que deportara a otros 300 000 judíos. Sin embargo, en vista del rumbo que estaba tomando la contienda, Antonescu llevaba ya varios meses dando largas al asunto de las deportaciones y, a medida que la posición de las fuerzas del Eje fuera empeorando de modo inexorable, su renuencia a deportar al resto de los judíos de Rumanía tendría que ver en 1944 con su intento de dejar la puerta abierta a las negociaciones con los Aliados.
En Bulgaria, donde los judíos constituían una minoría bastante pequeña de la población y el antisemitismo era relativamente moderado, la postura de la jerarquía ortodoxa fue notablemente distinta de la de Rumanía. Aquí la Iglesia ortodoxa se opuso abiertamente a los planes de deportación de los judíos. Sin embargo, el cese de las deportaciones del territorio de Bulgaria propiamente dicha (aunque la deportación de los judíos de los territorios recientemente adquiridos de Macedonia y Tracia siguió adelante) no tuvo nada que ver con la protesta de la Iglesia, por la que el rey no sentía ninguna simpatía. Se basó en el oportunismo, y no en ningún tipo de principio; sencillamente venía a reflejar el reconocimiento por parte del gobierno búlgaro de su imprudencia al ordenar las deportaciones cuando parecía ya muy probable que Alemania iba a perder la guerra.
En los países ocupados de Europa, la posición de las Iglesias y su reacción ante la persecución de los judíos variaron mucho. En los Países Bálticos y en Ucrania el clero compartía en gran medida el nacionalismo extremo, el antisemitismo y los sentimientos antisoviéticos de la población, y permaneció callado ante el criminal ataque contra los judíos, cuando no lo apoyó directamente. En Polonia los curas católicos y los miembros de las órdenes religiosas prestaron ayuda, con grave riesgo para sus personas, a miles de judíos, aunque hubo también descaradas manifestaciones de antisemitismo entre el clero, en consonancia con la hostilidad generalizada hacia los hebreos que reinaba entre la población. En Holanda tanto la Iglesia protestante como la católica protestó en julio de 1942 a favor de los judíos y exigió que no fueran deportados. La jerarquía católica había recibido previamente la aprobación del papa. Un contundente telegrama enviado al comisario del Reich, Arthur Seyss-Inquart, protestando por las deportaciones, fue leído en todas las iglesias del país el 26 de julio de 1942. La protesta, sin embargo, fue inútil. En represalia por aquella protesta pública (a diferencia del llamamiento privado hecho por las autoridades de la Iglesia protestante) y la postura inflexible adoptada por el arzobispo de Utrecht, Joachim de Jong, varios centenares de judíos que se habían bautizado en la Iglesia católica fueron deportados en el plazo de quince días para morir en Auschwitz. Aunque el clero de Holanda y la vecina Bélgica intervinieron activamente en las redes de socorro a los judíos, no se produjo ninguna otra denuncia pública de las deportaciones.
Para el episcopado católico francés, que había dispensado una acogida tan calurosa al mariscal Pétain como restaurador de los valores religiosos y heraldo del resurgimiento moral del país, los judíos eran en gran medida algo irrelevante. Los obispos franceses aceptaron sin rechistar la legislación antijudía entre 1940 y 1942. Su postura cambió con el comienzo de las deportaciones en el verano de 1942. Había cierto temor a que una protesta pública provocara represalias contra la Iglesia. No obstante, algunos obispos hablaron en términos claros y contundentes en contra de las deportaciones en declaraciones públicas y cartas pastorales. Al gobierno de Vichy le molestaron esas protestas, que remitieron tan pronto como surgieron. El gobierno aprovechó la lealtad del episcopado a Pétain, y aplacó la inquietud con concesiones fiscales y otras subvenciones a las asociaciones religiosas. Cuando las deportaciones se reanudaron a comienzos de 1943, no se renovaron las protestas del año anterior. Algunos miembros del clero, católicos y protestantes, así como diversos centros religiosos —y también algunos seglares— ayudaron a título personal a ocultarse a cientos de judíos, muchos de ellos niños (uno de ellos sería el especialista en historia del Holocausto Saul Friedländer, que luego se haría famoso). Los altos representantes de la Iglesia católica, sin embargo, se resignaron en gran medida a adoptar una postura fatalista aceptando algo que reconocían que no podían cambiar.
El papa Pío XII, mientras tanto, no realizó ninguna condena abierta, pública e inequívoca de la matanza genocida, cuya realidad, cuando no sus verdaderas dimensiones o sus detalles concretos, era evidente para el Vaticano en 1942 como muy tarde. Los motivos que pudiera tener el más enigmático de los pontífices probablemente no puedan establecerse nunca con claridad, aunque haya libre acceso a los archivos cerrados del Vaticano correspondientes a este período. Las imputaciones de que es objeto y que lo presentan como el «papa de Hitler», un hombre que se mostró despiadado con el destino de los judíos, o que no actuó debido a un antisemitismo profundamente arraigado, sin embargo, están muy lejos de la verdad. Pío XII, que en 1939 había alentado secretamente a la resistencia alemana contraria a Hitler, filtró información a los Aliados occidentales acerca de la fecha de la ofensiva en el oeste del año siguiente, organizó el envío de víveres a los griegos víctimas de la hambruna, y estableció un organismo de socorro para ayudar a los refugiados, no permaneció inactivo, ni mucho menos, respecto a la persecución de los judíos. Pero su principal preocupación era la protección de la Iglesia católica. Viéndose a sí mismo, como le sucediera al papa Benedicto XV durante la primera guerra mundial, como un pacificador y un defensor del catolicismo, sobre todo frente al comunismo ateo, intentó actuar entre bastidores a través de una diplomacia silenciosa.
Pío XII tenía la opinión fundamentada de que hablar claro no habría hecho nada más que empeorar las cosas; no sólo para la Iglesia católica y para los católicos, de quienes era directamente responsable, sino más en general para las propias víctimas de las atrocidades alemanas. Los obispos alemanes habían tratado de evitar la confrontación abierta con el régimen nazi ya durante los años treinta, temerosos de que ello empeorara todavía más la posición de la Iglesia. En 1940 los obispos polacos aconsejaron al Vaticano que se abstuviera de efectuar cualquier denuncia clara de las atrocidades por miedo a provocar unas represalias espantosas. «El único motivo de que no hablemos», dijo el papa al embajador italiano, «es la conciencia de que haría todavía más dura la suerte de los polacos». Parece que adoptó la misma postura respecto a la suerte de los judíos.
En el otoño de 1942 las intenciones genocidas del régimen de Hitler resultaban inequívocamente claras. Una denuncia pública de la política alemana en aquellos momentos difícilmente habría empeorado la terrible situación de los judíos. Consciente de que era impotente para impedir que el régimen de Hitler siguiera adelante en su implacable marcha hacia la destrucción de los judíos de Europa, Pío XII no quiso, sin embargo, intentar una nueva estrategia. Su preocupación primordial siguió siendo proteger a la Iglesia católica. En septiembre de 1942 el encargado de negocios norteamericano en el Vaticano oyó decir a unos funcionarios de la Santa Sede que el papa no iba a condenar públicamente el exterminio de los judíos porque no quería contribuir a que empeorara la situación de los católicos en Alemania y en los territorios ocupados.
En su mensaje de Navidad, transmitido por radio al mundo entero el 24 de diciembre de 1942, el papa aludió al genocidio, pero sólo de forma breve y elíptica, hablando de los «centenares de millares de personas que, sin tener culpa alguna, tal vez sólo por razón de su nacionalidad o de su raza, son destinadas a la muerte o a un progresivo deterioro». Treinta palabras escasas en un texto de veintiséis páginas. Afirmaba que el mensaje era «breve, pero se entendía bien». Fuera ése o no el caso, lo cierto es que equivalió a la única protesta pública que hizo. En una carta al obispo de Berlín, monseñor Konrad von Preysing, de abril del año siguiente, Pío XII volvía a tratar el tema de su reticencia, comentando que «el peligro de represalias y las presiones… aconsejan reserva». Expresaba su «inquietud por todos los católicos no arios» —sin mencionar a los «no arios» que no fueran católicos—, pero añadía que «desgraciadamente en el presente estado de cosas, no podemos ofrecerles más ayuda que nuestras oraciones».
El papa intervino personalmente para protestar ante los gobiernos eslovaco y húngaro por las deportaciones, aunque una vez más se abstuvo de efectuar ninguna denuncia pública. En octubre de 1943 tuvo que enfrentarse a las deportaciones ante sus propios ojos. Aproximadamente una semana antes de que se practicaran entre los judíos de Roma las redadas que darían lugar a su detención y posterior deportación, el Vaticano había sido avisado por el embajador alemán ante la Santa Sede, Ernst von Weizsäcker, pero el papa no pasó la información a las autoridades hebreas. Cuando los judíos fueron apresados, el Vaticano protestó oficialmente ante el embajador alemán. Una vez más, no hubo protesta pública alguna, tras recibirse el aviso de que eso «sólo habría provocado que las deportaciones se llevaran a cabo con más rigor». Quizá, se ha especulado también, el papa temiera la destrucción de la Ciudad del Vaticano por medio de un bombardeo o de alguna acción militar si causaba algún enojo a Berlín, reacción por lo demás no del todo improbable. Fuera o no ése el motivo, la Iglesia dio algunos pasos prácticos para ayudar a los judíos de Roma, escondiendo a unos 5000 fugitivos en diversos conventos y monasterios. No se ha encontrado ninguna orden escrita del papa que dispusiera que se tomaran esas medidas para salvar la vida de las víctimas, pero es muy improbable que tantos esfuerzos simultáneos para esconder a los judíos en los edificios de la Iglesia surgieran de manera espontánea. Un testigo ocular, el jesuita Robert Leiber, afirmaría después que Pío XII ordenó personalmente a los responsables de las propiedades eclesiásticas que abrieran sus puertas a los judíos. Unos 500 encontraron refugio en la propia residencia de verano del papa en Castel Gandolfo.
El silencio público de Pío XII ha perjudicado irremediablemente su reputación. Su mensaje navideño de 1942 fue una oportunidad perdida, entre otras coas porque sólo una semana antes las potencias aliadas habían condenado públicamente la «política bestial de exterminio a sangre fría» de los judíos. Tras decidir hacer referencia al genocidio, Pío XII habría debido hacer una condena en voz alta que fuera clara e inequívoca. A la hora de la verdad, el lenguaje opaco que utilizó consiguió que su mensaje tuviera poca repercusión. Aun así, para entonces, por inequívoca que hubiera sido, cualquier protesta o condena pública del papa con toda probabilidad no habría hecho nada para detener la obsesión alemana por terminar de una vez «la solución final de la cuestión judía».
¿Cuánto les importaba todo esto a los feligreses corrientes? La respuesta probablemente sea sólo una: no mucho. En la mayor parte de Europa los judíos habían sido una minoría pequeña y habitualmente desdeñada. La guerra se había tragado a millones de personas en una lucha por la supervivencia en la cual el destino de los judíos habría estado con toda probabilidad en la mente de relativamente pocos. Donde no había hostilidad hacia ellos, había una indiferencia generalizada. La gente tenía otras preocupaciones. La actuación insuficiente de las dos grandes confesiones religiosas mientras los judíos de Europa eran exterminados tendría muy poca repercusión en la conducta de los fieles, o en la lealtad de éstos a sus Iglesias una vez acabada la guerra.
De hecho, por controvertida que fuera su respuesta a la persecución de los judíos, los problemas a los que tuvieron que hacer frente las Iglesias durante el período de entreguerras y luego durante la propia segunda guerra mundial, no contribuirían demasiado a dañar su reputación y tampoco afectarían mucho a la conducta de los fieles durante la inmediata posguerra. Naturalmente nada de esto vale para las zonas que cayeron bajo la dominación soviética.
La Iglesia católica experimentó incluso cierto resurgimiento. La asistencia a las iglesias había aumentado en la mayoría de países durante la guerra. Y después continuó siendo bastante grande, probablemente como reflejo de la sensación de seguridad que el catolicismo parecía ofrecer a los creyentes tras los violentos traumas del conflicto. Los partidos políticos, algunos de ellos nuevos, en Alemania occidental, Holanda, Bélgica, Italia, Francia y Austria, fomentaron los principios católicos. En Alemania y Austria la Iglesia supo presentarse a sí misma como víctima del nazismo, al haber sido sometida a sus ataques y a su persecución. Al convertir retrospectivamente a la Iglesia en un vehículo de resistencia frente al nazismo, se tendía un tupido velo sobre los anteriores ámbitos de aprobación y colaboración.
La constitución italiana de posguerra confirmó los Pactos Lateranenses acordados en 1929 entre Mussolini y la Iglesia, que continuó determinando la educación y la moralidad pública. En el Portugal de Salazar y en la España de Franco la identidad nacional estuvo estrechamente vinculada a la Iglesia, que dio legitimidad ideológica al antisocialismo profundamente arraigado de ambas dictaduras. En España la Iglesia consiguió la exención fiscal, libertad ante toda interferencia por parte del estado y derechos de censura a cambio de su inquebrantable apoyo al régimen y del manejo de una memoria unilateral de la guerra civil. En general en la católica Irlanda la Iglesia prosperó también como no lo había hecho nunca antes, gozando de una gran popularidad —era el único país en el que la mayoría de la población iba regularmente a la iglesia— y de una enorme influencia política. En el Vaticano, el pontificado de Pío XII siguió inmutable, aumentó incluso su prestigio, convertido en un auténtico bastión de reacción frente a los presuntos males del mundo moderno, entre los cuales destacaba el comunismo ateo. El apogeo de la monarquía papal llegó a su punto culminante cuando en 1950 el papa utilizó su autoridad ex cathedra para proclamar «infalible» el dogma de la asunción a los cielos en cuerpo y alma de la Virgen María. Pero en una época cada vez más secular, escéptica y democrática, este tipo de monarquía absoluta estaba viviendo ya de prestado.
La Iglesia protestante, dividida doctrinal y organizativamente y escindida a nivel nacional, no podía basarse en la fuerza internacional ni en la solidez del catolicismo. En la mayor parte de la Europa del noroeste siguió adelante la erosión a largo plazo del protestantismo. La población de Gran Bretaña y de los Países Escandinavos siguió siendo fundamentalmente cristiana en sentido nominal, pero la disminución de la asistencia a la iglesia fue frenada en el mejor de los casos sólo de manera marginal por la guerra. En la Suecia neutral esa diminución fue continua, más marcada que en cualquier otra parte en las ciudades que en los pueblos. En Noruega y Dinamarca la asociación de las iglesias con la resistencia nacional echó el freno temporalmente a su anterior decadencia. En Holanda, la Iglesia Reformada de los Países Bajos consiguió también apoyarse en su historial de oposición durante la ocupación alemana para revigorizar el protestantismo durante los años de la inmediata posguerra. También en Suiza, tierra natal de Karl Barth, el teólogo más importante de su época, cuartel general de varias organizaciones internacionales protestantes, y donde la Iglesia protestante había desempeñado un destacado papel socorriendo a los refugiados, la religión siguió gozando de una notable vitalidad después de la guerra, desafiando durante algún tiempo la tendencia general hacia el laicismo. El protestantismo británico también resurgió durante la época de posguerra, llegando a alcanzar el punto culminante de número de miembros en los años cincuenta, antes de entrar en un período de acentuado declive.
La Iglesia protestante de Alemania también tuvo que hacer frente, por supuesto, a la postura que había adoptado durante el Tercer Reich. La permanencia del clero de época nazi supuso que esa asunción de responsabilidades siguiera siendo durante una generación o más incompleta o apologética en su tono, al tiempo que se subrayaba el papel desempeñado por la Iglesia en la resistencia al régimen y se minimizaban los elevados niveles de apoyo al nazismo. Al menos, a diferencia de sus homólogos católicos, las autoridades de la Iglesia protestante se mostraron dispuestas, en general, a admitir públicamente los graves fallos cometidos durante la época nazi. Sin embargo, la declaración de culpabilidad de la Iglesia —aunque sin entrar en detalles— hecha pública en Stuttgart en 1945 acabó teniendo unas consecuencias más de división que de unidad. Consiguió hasta cierto punto aplacar las conciencias de los clérigos, aunque muchos alemanes la consideraron inadecuada, mientras que otros rechazaron las implicaciones de culpabilidad colectiva de los crímenes nazis.
No obstante, poco después de que acabara la guerra la Iglesia hizo mucho por reorganizarse y reforzarse, y desempeñó un papel importante en la atención a los refugiados. En línea con el modelo general seguido en toda la Europa del noroeste, la adhesión nominal a la Iglesia siguió vigente, al tiempo que disminuía la asistencia a los oficios religiosos, particularmente en las ciudades grandes y pequeñas. En la zona de ocupación soviética correspondiente a la Alemania del este, casi en su totalidad protestante, la Iglesia y sus organizaciones fueron sometidas a fuertes presiones por parte del estado. La Iglesia siguió existiendo, pero cada vez más como un nicho institucional, mientras que la población que frecuentaba la iglesia disminuyó progresivamente hasta convertirse en una pequeñísima minoría que intentaba mantener la fe en una sociedad oficialmente atea.
El protestantismo no conoció un Veranillo de San Martín comparable al que vivió el catolicismo. En ambas confesiones, sin embargo, las continuidades predominaron en el mundo de la inmediata posguerra. No se produciría ningún cambio significativo hasta más o menos los años sesenta. Los horrores de la guerra y las revelaciones que se producirían poco después de su terminación acerca de la magnitud de las atrocidades perpetradas durante la gran conflagración llevarían a los menos comprometidos y a los más reflexivos a plantearse no pocas cuestiones en torno a la conducta de las distintas Iglesias y sobre un Dios que era capaz de permitir que prevaleciera tanta maldad. Esas dudas no harían más que aumentar por otra parte a medida que la segunda guerra mundial fuera quedando cada vez más atrás en el tiempo y en la historia.
Los intelectuales y la crisis de Europa
Durante casi toda la primera mitad del siglo XX los intelectuales de Europa —sus principales pensadores y escritores de una gran variedad de disciplinas— estuvieron preocupados por una sociedad en crisis. La calamidad que supuso la primera guerra mundial intensificó la sensación de vivir en un mundo irracional, noción ya presente en el pensamiento social desde la última década del siglo XIX. Daba la sensación de que la sociedad se había sumido en la locura. La civilización se había revelado enormemente frágil, para muchos achacosa y enferma, en el filo de la navaja y abocada a un nuevo desastre. Esa sensación contribuyó incluso a fomentar la vitalidad cultural de los años veinte. Y durante unos pocos años en esa misma década pareció de hecho que iba a poderse evitar el desastre. Pero con la Depresión, que fue una severa crisis del capitalismo absolutamente sin precedentes y que dio paso al atractivo cada vez mayor del fascismo, se agudizó marcadamente entre los intelectuales la percepción de crisis catastrófica de la civilización.
Los valores burgueses liberales que habían producido aquella civilización deforme estaban abiertos a los ataques que le llegaban por todos lados. Ya durante los años veinte los intelectuales empezaron a darse cuenta de que el distanciamiento altivo en una torre de marfil había dejado de ser una opción posible. El triunfo de Hitler en Alemania lo confirmó. La quema en mayo de 1933 de los libros de los escritores considerados inaceptables por los nuevos dueños y señores de Alemania obligó a emprender el camino de la emigración a muchas de las personalidades más sobresalientes del universo literario y artístico de Alemania, en su mayoría judíos, y supuso una conmoción de primer orden.
La sensación de civilización en crisis era generalizada. La democracia liberal no tuvo nunca tan pocos partidarios entre los intelectuales. La mayoría de ellos dudaban de que el cambio fundamental que se necesitaba para resolver la crisis pudiera venir del sistema que, a su juicio, lo había producido. El enorme desencanto con la sociedad burguesa y la pérdida de fe en el sistema político que la representaba polarizaron la reacción intelectual. Lo más habitual fue el giro hacia la izquierda, hacia alguna de las variedades del marxismo. Una minoría, sin embargo, volvió los ojos hacia la derecha fascista. Común a ambos tipos de reacción, aunque de maneras muy distintas, era la sensación de que había que acabar con la sociedad vieja y sustituirla por otra nueva basada en ideales utópicos de renovación social.
Los intelectuales rara vez volvieron sus ojos hacia la izquierda socialdemócrata, cuya relativa moderación parecía no estar en sintonía con los extremos que estaban enfrentándose y carecer de respuesta adecuada a la gravedad de la crisis. (Inglaterra, que en gran medida no se vio afectada por los extremos políticos que asolaron a la mayor parte del continente europeo, y Escandinavia, donde había surgido un consenso social en torno a las reformas socialdemócratas, permanecieron relativamente al margen de la tendencia general). Muchos, en cambio, buscaron la salvación en el comunismo y a menudo vieron en la Unión Soviética el único rayo de luz en la profunda oscuridad reinante. En medio de la tiniebla más absoluta que rodeaba al presente, la promesa de una revolución mundial comunista ofrecía grandes esperanzas para el futuro. Los principios marxistas de igualdad sin clases, internacionalismo y abolición de las cadenas del capitalismo resultaban sumamente atractivos para los intelectuales idealistas. Los teóricos políticos marxistas —entre ellos Antonio Gramsci (cuyos principales escritos fueron compuestos durante el largo período en que estuvo preso en la Italia fascista), el alemán August Thalheimer, el desterrado León Trotski, el austríaco Otto Bauer, y el húngaro Georg Lukács— realizaron sofisticados análisis de la crisis del capitalismo, al margen del corsé de la ortodoxia estalinista.
Fuera de ellos, sin embargo, los intelectuales del período de entreguerras estuvieron en general menos motivados por una lectura atenta de los escritos teóricos marxistas que por un compromiso emocional con el marxismo (aunque no siempre con la forma política que la doctrina había adoptado en la Unión Soviética) como marco de un nuevo orden social basado en la libertad, la justicia y la igualdad. Entre muchos otros cabría citar a Henri Barbusse, Romain Rolland, André Gide y André Malraux en Francia; a Bertold Brecht y Anna Seghers en Alemania; a Aleksander Wat en Polonia; a Manès Sperber, el exiliado polaco residente en Francia; al húngaro Arthur Koestler; y a John Strachey, Stephen Spender, W. H. Auden y George Orwell en Gran Bretaña.
El rasgo más importante era el antifascismo: el comunismo representaba el rechazo total del racismo, del hiper-nacionalismo y del militarismo que constituían el credo descaradamente brutal del nazismo. Los intelectuales sintieron en su inmensa mayoría repulsión por la ofensiva sin paliativos del nazismo contra los valores progresistas y la libertad cultural. Pero lo que los espantaba más era su ataque contra la esencia misma de las creencias humanistas. Su defensa abierta de la violencia contra todos aquellos a los que consideraba enemigos políticos y raciales, puesta de manifiesto del modo más evidente en el trato despiadado que dispensó a los judíos, hizo que para muchos intelectuales resultara incontrovertible seguir la única opción que, a su juicio, se les abría: el apoyo al comunismo respaldado por la Unión Soviética, la fuerza más fervientemente comprometida con el antifascismo.
Como explicaría Eric Hobsbawm, que mucho después de la segunda guerra mundial se convertiría en un historiador de fama mundial y en un destacado intelectual de izquierdas, la opción que tomó cuando todavía era un adolescente en Berlín y fue testigo de los estertores de la República de Weimar, significó la base de un compromiso con el comunismo y con la Unión Soviética que duraría toda su vida. Fue un compromiso que sobrevivió en su caso no sólo a las revelaciones acerca de los crímenes del estalinismo, sino también a la invasión de Hungría en 1956 y a la de Checoslovaquia en 1968, que repelerían, en cambio, a muchos intelectuales. «Para algunos como yo realmente sólo había una opción», recordaría Hobsbawm. «¿Qué otra cosa quedaba sino el comunismo, especialmente para un muchacho que había llegado a Alemania atraído ya emocionalmente por la izquierda?».
Las ilusiones acerca de la Unión Soviética mantuvieron a muchos intelectuales esclavizados mucho después incluso de que se conocieran los horrores del estalinismo y se demostrara su realidad como algo irrefutable. Unos perdieron sencillamente cualquier espíritu crítico, cegados por la propaganda soviética en torno a la gloriosa nueva sociedad que estaba en proceso de creación. Dos de las lumbreras más notables del partido laborista inglés, Sidney y Beatrice Webb, publicaron en 1935 un embarazoso himno de alabanza al estalinismo titulado Soviet Russia: A New Civilisation? Estaban tan seguros de sus opiniones que cuando el libro fue reeditado dos años después, en el momento álgido de las purgas, fue eliminado del título el signo de interrogación. Otros, como el gran dramaturgo alemán Bertold Brecht, se limitaron a cerrar los ojos permanentemente a la realidad inhumana de la dictadura comunista al tiempo que se aferraban a la visión humanizada de la sociedad comunista utópica. A menudo los intelectuales sencillamente no quisieron reconocer la realidad de la Unión Soviética. No podían permitir que el sueño se desvaneciera. Con frecuencia fueron incapaces de abandonar su fe en el comunismo como una esperanza de la capacidad de la humanidad de crear un mundo mejor, incluso cuando se tuvieron pruebas evidentes de que el estalinismo desafiaba cualquier parodia que pudiera hacerse de esa fe.
Otros sostuvieron que la barbaridad de los derramamientos de sangre estalinistas no eran más que un lamentable efecto colateral de la construcción de la utopía. Aunque algunos inocentes habían tenido que sufrir los «daños colaterales», la mayoría de los asesinados, se dijo, habían sido verdaderos enemigos de la revolución. El extremo de la violencia era un simple reflejo del poder de los enemigos internos de la revolución; era una desafortunada necesidad.
Una defensa alternativa sería la convicción expresada una y otra vez de que Stalin supuso no ya la continuación de la revolución, sino su negación, una distorsión total de sus ideales, una desviación de la «verdadera» senda de Lenin, el padre fundador de la Unión Soviética. El poeta polaco Antoni Słonimski, por ejemplo, se negó en todo momento a culpar al marxismo o a la revolución de la opresión de los largos años de estalinismo. Su compatriota Aleksander Wat, poeta vanguardista y editor de un periódico marxista que sufrió graves represalias a manos del régimen soviético durante la segunda guerra mundial, explicaría posteriormente que «consideraba terrible a Stalin, un hombre que había hecho cosas horribles», pero no estaba dispuesto a criticar a la Unión Soviética, «la patria del proletariado».
El filósofo inglés Bertrand Russell fue uno de los pocos que visitó Rusia (ya en 1920) lleno de entusiasmo por la revolución, para volver espantado del uso del terror y de la despiadada eliminación de los adversarios políticos que practicaba. Era perfectamente consciente, sin embargo, de que decir cualquier cosa contra el bolchevismo en aquellos tiempos habría suscitado acusaciones de apoyar a los reaccionarios. El distinguido escritor francés André Gide fue otro intelectual que simpatizó con los objetivos de la revolución, pero que cambió de opinión tras visitar la Unión Soviética a mediados de los años treinta. La publicación de sus críticas al comunismo en 1936 atrajo muchos insultos personales hacia él y la pérdida de antiguos amigos de izquierdas. Manès Sperber, escritor judeo-polaco que vivía en el exilio y trabajaba en París —destino por lo demás de numerosos emigrantes judíos—, una vez que la ascensión al poder de Hitler lo obligó a salir de Alemania, abrigaba cada vez más dudas respecto a la Unión Soviética ya en 1931, tras efectuar una visita a Moscú. Pero se abstuvo de «expresarlas a sabiendas de que ello me habría causado muchas dificultades políticas y emocionales» y siguió siendo miembro del partido comunista, motivado primordialmente por la lucha contra el fascismo, hasta que los disparates de las farsas judiciales estalinistas lo obligaron a abandonarlo en 1937.
Arthur Koestler, judío también, autor prolífico y periodista nacido en Budapest, ingresó en el partido comunista alemán en 1931, pero empezó a sentirse desilusionado de la realidad soviética cuando fue testigo de la colectivización forzosa y de la hambruna en Ucrania. La ruptura, sin embargo, no se produjo de forma brusca ni rápida. La guerra civil española fue la que la determinó. Como numerosos otros intelectuales de izquierdas, fue a España a luchar contra el fascismo. Pero al ver en este país la política comunista dictada únicamente por los intereses de la Unión Soviética y enterarse de las acusaciones a todas luces falsas presentadas en las farsas judiciales montadas en contra de los comunistas leales, abandonó interiormente el estalinismo mientras languidecía en una cárcel franquista (durante algún tiempo estuvo incluso condenado a muerte). Incluso entonces, con tal de mantener la unidad antifascista, permaneció varios meses callado, hasta que finalmente rompió con el comunismo en 1938. Su brillante novela El cero y el infinito (1940) es una descarnada reconstrucción de la presión psicológica infligida a todos aquellos que eran acusados de cualquier presunta desviación de la ortodoxia con el fin de obtener las absurdas «confesiones» de antiguos partidarios incondicionales de la URSS en las farsas judiciales estalinistas. Koestler tuvo que enfrentarse directamente al dilema al que tuvieron que hacer frente muchos intelectuales de izquierdas durante los años treinta: cómo seguir siendo leales a la única fuerza capaz de resistir y vencer a la amenaza del fascismo y reconocer al mismo tiempo que la Unión Soviética se había convertido en una caricatura grotesca de los profundos ideales que les habían servido de motivación.
Para una minoría no despreciable de intelectuales, los ideales de la izquierda —por no hablar de los niveles de violencia que acompañaron a la Revolución Rusa, la subsiguiente guerra civil y la dictadura estalinista— eran abominables. Este colectivo buscaría la salvación de la crisis de Europa en la derecha. Algunos se convirtieron en defensores directos del fascismo. Lo que tenían en común era la creencia en la necesidad de renovación espiritual para superar el derrumbamiento y la caída en la barbarie y en el nihilismo de una humanidad degenerada. El fascismo de los años veinte y treinta —su plena expresión de inhumanidad durante el horror genocida de la segunda guerra mundial aguardaba a manifestarse aún en el futuro— les proporcionó una utopía alternativa, que combinaba una elevación en gran medida mítica de los valores culturales del pasado y una visión de una nación moderna, homogénea y unida, que incorporaba dichos valores.
El atractivo del fascismo no era de por sí retrógrado. Por ejemplo, las esperanzas de Filippo Marinetti y de los futuristas, que glorificaban la violencia revolucionaria de la edad moderna de las máquinas y alababan a Mussolini, no se cifraban en una vuelta al pasado, sino en la visión de una sociedad moderna utópica. Un poeta expresionista como Gottfried Benn pudo ser atraído hacia el nazismo como la fuerza revolucionaria que iba a crear una nueva estética moderna, aunque no tardaría en verse desilusionado. El influyente poeta de la modernidad y crítico Ezra Pound nació en Estados Unidos, pero se estableció en Londres antes de la primera guerra mundial. Asqueado de lo que consideraba la responsabilidad del capitalismo internacional en la guerra y lleno de desprecio por la democracia liberal, se trasladó a París y luego a Italia, donde alabó a Mussolini y vio en el fascismo italiano el presagio de una nueva civilización. A diferencia de Benn y otros, Pound nunca se desilusionó. En cualquier caso, nunca se retractó de su fe en el fascismo.
La fe en el «hombre nuevo», en la renovación de la «verdadera» cultura y en el renacimiento nacional a menudo se tradujo en una expresión mística que desafiaría cualquier rigor intelectual. Para el ensayista político y novelista francés Pierre Drieu la Rochelle, obsesionado como estaba con la decadencia nacional y cultural de su país, el fascismo (y la ocupación nazi de Francia) supuso «la gran revolución del siglo XX», una «revolución del alma». Otro escritor francés pro fascista, Robert Brasillach, vio el fascismo como «la verdadera poesía del siglo XX», el espíritu de la «camaradería nacional».
La creencia en la renovación espiritual a través del renacimiento nacional explica en buena parte el atractivo del fascismo para los intelectuales. Hasta 250 personalidades italianas firmaron el Manifiesto de los Intelectuales Fascistas de 1925, en el que alababan el fascismo como «la fe de todos los italianos que desdeñan el pasado y ansían la renovación». El manifiesto había sido redactado por Giovanni Gentile, un distinguido catedrático de filosofía de la Universidad de Roma. Gentile volvió sus ojos hacia el fascismo italiano para crear un estado ético que sustituyera la voluntad moral del individuo y superara la decadencia del liberalismo burgués. A mediados de los años veinte hablaría del «alma de la nueva Italia que lenta, pero irremisiblemente prevalecerá sobre la antigua». Estaba dispuesto incluso a jactarse de la barbarie fascista como expresión «de sanas energías demoledoras de ídolos falaces y funestos, y restauradoras de la salud de la nación en el poderío del estado consciente de sus soberanos derechos, que son sus deberes».
Más curioso todavía fue el compromiso con el movimiento nazi del destacado filósofo alemán Martin Heidegger. La filosofía de este pensador, sumamente complejo y sofisticado, cuya fama internacional había cimentado su obra Sein und Zeit (Ser y Tiempo), publicada en 1927, lo predisponía a los ideales que veía representados por el movimiento nazi. Fundamental en todo ello era la creencia en la «decadencia espiritual» de su época, en la erosión de lo que Heidegger llamaba el «ser auténtico», y su creencia, inseparable de la anterior, en el destino especial del pueblo alemán, llamado a llevar a cabo la renovación cultural. A pesar de su mente brillantísima, buena parte de esas ideas estaban muy cerca del misticismo romántico. Heidegger consideraba que Alemania ocupaba un lugar central entre «la gran pinza formada por Rusia por un lado y América por otro», que juntas producían «la misma desolada locura de la tecnología sin límites y la indeterminable organización del ser humano medio». El «camino hacia la aniquilación» de Europa, escribía en 1935, sólo podía ser cortado por «el despliegue de unas fuerzas espirituales históricamente nuevas provenientes del centro». Para entonces Heidegger llevaba ya largo tiempo comprometido con el movimiento nazi de Hitler, en cuyo partido había ingresado el 1 de mayo de 1933. Tres semanas después pronunciaría un panegírico del nuevo régimen en su discurso como nuevo rector de la Universidad de Friburgo, glorificaría a Hitler (hablando de él como «la realidad de Alemania, presente y futura, y su ley»), y llevaría a cabo la expulsión de la universidad de sus colegas «no arios» (incluido su maestro y mentor, Edmund Husserl).
La creencia en la necesidad de una revolución cultural o «espiritual» llevaba aparejado el rechazo fundamental de la democracia liberal. Ambas tendencias fueron particularmente fuertes en Alemania, aunque distaran mucho de verse confinadas a este país. El escritor alemán y especialista en historia de la cultura Arthur Moeller van den Bruck culpaba de «toda la miseria política de Alemania» a los partidos políticos. Su libro Das Dritte Reich (El Tercer Reich), publicado en 1923, ofrecía una visión milenarista de la perfección alemana por la que había que luchar denodadamente aunque no pudiera llegar a realizarse nunca. Van den Bruck no vivió para ver cómo su eslogan era adoptado por el estado nazi y, como otros radicales «neoconservadores» alemanes que abogaban por una «revolución conservadora», quizá se habría sentido desilusionado por la experiencia de la realidad del régimen de Hitler. Otro neoconservador, Edgar Jung, que había previsto la construcción de una nación alemana orgánica como vía para el resurgimiento nacional y espiritual, enseguida se sintió desencantado con la realidad del régimen nazi, lo que dio lugar a su asesinato a manos de los matones de Hitler durante la infame «Noche de los Cuchillos Largos» en junio de 1934.
El profesor alemán y experto en teoría del derecho constitucional Carl Schmitt demostró estar más capacitado para ajustarse a las realidades del nuevo orden vigente en Alemania. Schmitt, que había alcanzado una posición de preeminencia durante los años veinte, rechazaba las instituciones parlamentarias como verdadera expresión de la democracia. Abogaba por un estado soberano fuerte y un líder que representara la unidad de los gobernantes y los gobernados y que fuera capaz de ejercer un poder decisivo, libre, si era necesario, de cualquier constricción legal, con el fin de actuar al servicio del interés público. La ley, en este sentido, no ligaba a gobernantes y gobernados. Más bien provenía del «decisionismo» del poder soberano cuya responsabilidad era mantener el orden. Schmitt, que ingresó en el partido nazi en mayo de 1933, ayudaría más tarde a legitimar la noción de «Estado Total». Después de que Hitler ordenara el asesinato de los líderes de sus tropas de asalto en el curso de la «Noche de los Cuchillos Largos», no era ninguna aberración que Schmitt publicara un artículo titulado «El Führer protege la ley».
La complejidad y variedad de la vida intelectual en la Europa de entreguerras no puede, por supuesto, encorsetarse simplemente en la oposición polarizada de izquierdas y derechas, de comunismo y fascismo. En realidad algunas tendencias intelectuales prácticamente permanecieron al margen por completo de la política. El positivismo lógico, la rama de la filosofía asociada particularmente con Ludwig Wittgenstein, que sostenía que sólo las proposiciones que pueden ser verificadas empíricamente tienen significado, constituye un ejemplo. Por otra parte tampoco el pensamiento económico y político se vio arrastrado a los extremos. Al fin y al cabo uno de los intelectuales más importantes de la época fue un liberal inglés, John Maynard Keynes, que detestaba tanto el comunismo como el fascismo. Mientras Europa fijaba cada vez más sus ojos en modelos de sociedad basados en el socialismo estatal marxista o en el autoritarismo fascista, Keynes dio a la democracia liberal capitalista un salvavidas proporcionándole una vía hacia un capitalismo reformado en una democracia reformada. La obra de Keynes, el economista más brillante de su época, haría una aportación indispensable para la elaboración de una política económica después de la segunda guerra mundial. Su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, publicada en 1936, rechazaba la ortodoxia económica clásica, que sólo se fijaba en unas finanzas saneadas, en unos presupuestos equilibrados y en el mercado, que debía crear su propio equilibrio. Keynes por su parte proporcionaba la base teórica para la intervención del gobierno a través del incremento del gasto público con el fin de estimular el mercado y crear pleno empleo, aportando así la demanda que sustentara el crecimiento económico. Pero a Keynes lo movía también la idea de crisis general, aunque su formación de inglés de clase alta y la relativa solidez de las estructuras políticas británicas significaran que buscara soluciones a través de una política económica en el marco de la democracia liberal.
Probablemente sólo en Inglaterra, donde la clase alta continuaba gozando no sólo de un estatus social, sino también de unos niveles casi únicos de estabilidad política, fuera posible el tipo de extraño juicio expresado por el novelista Evelyn Waugh. Waugh, que socialmente era un esnob, políticamente reaccionario y fervoroso converso al catolicismo tridentino, que estaba fascinado por la aristocracia inglesa y despreciaba al resto de la sociedad, desdeñaba por completo la política, afirmando de manera absurda que las posibilidades de felicidad no se veían «demasiado afectadas por las condiciones políticas y económicas» en las que vivían las personas, y que no había ninguna forma de gobierno que fuera mejor que otra.
Unas opiniones tan excéntricas estaban muy lejos de la preocupación por la crisis que sentían la mayor parte de los intelectuales europeos. Los últimos años treinta trajeron una desesperación creciente para los izquierdistas. Muchos de los que fueron a España para participar en la lucha contra el fascismo regresaron decepcionados. Luego vino la profunda consternación por la traición a Checoslovaquia en 1938. Al año siguiente la victoria definitiva de Franco y el Pacto Hitler-Stalin —que establecía una amistad entre el régimen que consideraban la quintaesencia del mal político y el país que tantos de ellos admiraban— constituyeron otras dos píldoras extremadamente amargas que se tuvieron que tragar. Mientras tanto, el pluralismo y el aperturismo de los que depende la vida intelectual habían sido aplastados en Alemania, Italia, la Unión Soviética y buena parte del resto de Europa. Poco después, la vida intelectual «normal» de Europa prácticamente se pasaría en hibernación los seis largos años de la guerra.
Muchas de las voces intelectuales contrarias al fascismo más enérgicas fueron entonces las de los exiliados alemanes. Entre ellas cabría citar las de algunos miembros de la influyente Escuela de Frankfurt (trasladada mientras tanto a Nueva York), el grupo de eminentes filósofos y sociólogos marxistas (aunque no leninistas) encabezado por Max Horkheimer y Theodor Adorno, y las de escritores de diversas ideologías políticas, entre ellos Thomas Mann y su hermano Heinrich, Alfred Döblin, Erich Maria Remarque, Lion Feuchtwanger y Anna Seghers. Cuando el imperio de Hitler se tragó prácticamente a todo el continente europeo, Stefan Zweig, exiliado en Brasil, se desesperó de Europa, su cultura y el futuro de la propia humanidad. En febrero de 1942, su mujer y él tomaron una sobredosis de somníferos, se cogieron de la mano y esperaron a que les llegara la muerte.
Cuando la vitalidad empezó a volver a la vida intelectual de Europa a partir de 1945, eran evidentes a un tiempo el pesimismo y el optimismo por el futuro. Lo bajo que había llegado a caer la civilización evocaría —especialmente en el resurgimiento cristiano, profundamente influenciado por la teología de Karl Barth— cierta idea de esperanza en el futuro siempre y cuando la sociedad regresara a los valores y las creencias del cristianismo. Aunque en realidad no empezaría a tener fuerza hasta los años cincuenta, surgió entonces una renovada esperanza en la democracia liberal, que finalmente había logrado triunfar e imponerse a la amenaza del nazismo. Raymond Aron, el distinguido filósofo y politólogo (y ardiente antimarxista) francés, pensaba que «podemos poner fin a la edad de las guerras hiperbólicas sin volver a caer bajo el yugo». Finalmente se habían aprendido las lecciones de dos grandes guerras. «El desencadenamiento de la violencia no arregla nada». La «misión de libertad» de Occidente, pensaba, tenía muchas posibilidades de éxito.
Para otros, en cambio, el optimismo se basaba precisamente en la dirección contraria, en sus renovadas esperanzas de una victoria final del comunismo. La Unión Soviética había salido victoriosa frente al nazismo. Los comunistas habían desempeñado un papel desproporcionado en los movimientos de resistencia que habían combatido valerosamente contra la ocupación nazi. Sin embargo, en la Europa occidental la fe en la Unión Soviética iba disminuyendo. Cuando la alianza forjada durante la guerra con la Unión Soviética se disolvió y se transformó en la Guerra Fría, cuando la Europa del este cayó bajo el yugo soviético, y cuando los horrores del estalinismo fueron más conocidos por todos, la esperanza en el modelo soviético de comunismo cedió ante un nuevo clima de hostilidad.
Probablemente no haya unas obras literarias del período de la inmediata posguerra más importantes para la formación de la postura ante la Unión Soviética en los albores de la Guerra Fría que las dos novelas distópicas de George Orwell, Rebelión en la granja y 1984. Orwell se había sentido profundamente escandalizado por lo que había visto en España durante la guerra civil que era la intolerancia estalinista de cualquier desviación de las rígidas líneas del partido. Su anticomunismo se había intensificado a raíz del Pacto Hitler-Stalin de 1939. Y cuando Stalin se convirtió en aliado de Gran Bretaña tras la invasión alemana de 1941, Orwell se sintió horrorizado de que «ese repugnante asesino esté temporalmente de nuestro lado, y de ese modo se olviden de repente las purgas, etc…». Debido a la alianza forjada durante la guerra con la URSS, los editores rechazaron la tremenda sátira de la aparición de la dictadura de Stalin que es Rebelión en la granja cuando la obra quedó terminada en 1944. Finalmente apareció con gran éxito al año siguiente, una vez acabada la guerra en Europa, reflejando la nueva atmósfera de la Guerra Fría e influyendo en ella. Aún más influyente fue la espeluznante visión futurista de lo que podía significar semejante dictadura para la libertad individual y la tolerancia política expresada en su novela 1984, publicada en 1949 en un momento en el que la Europa del este ya había caído en las garras de la dominación soviética.
Una sorprendente transición desarrollada en el clima intelectual de posguerra fue la nueva forma en que la incipiente crítica del comunismo soviético se asoció al análisis estructural del nazismo. Los dos sistemas pasaron a ser considerados manifestaciones distintas de un fenómeno que esencialmente era el mismo, y los males del difunto régimen nazi fueron trasladados a la amenaza viva que se percibía que venía de la Unión Soviética. El concepto de totalitarismo, aunque existente ya desde los años veinte, se desplegó ahora de forma distinta y demoledora para agrupar a un tiempo la gran inhumanidad de ambos regímenes. A mediados de los años cincuenta, en el clima creado por la Guerra Fría, las publicaciones del politólogo americano (de origen alemán) Carl Joachim Friedrich serían fundamentales para este cambio en el uso del término.
Pero ya antes la labor trascendental —y enormemente influyente en todo el mundo occidental— fue la de Hannah Arendt, alemana de origen judío exiliada en Estados Unidos, que irónicamente había sido en otro tiempo amante del rey-filósofo de Hitler, Martin Heidegger, al tiempo que se convertía en una distinguida experta en teoría política. En 1949 estaba a punto de terminar su importantísimo estudio Los orígenes del totalitarismo, que apareció dos años después. El libro era en realidad principalmente una explicación de la ascensión al poder del nazismo y sus dos primeras secciones se centraban en el antisemitismo y el imperialismo, temas con poca relevancia para la naturaleza del poder soviético. La comparación inculpatoria con la Unión Soviética aparecía en la tercera parte del libro, «El totalitarismo», buena parte de la cual apareció sólo en una edición revisada posterior. Esta sección comparativa pintaba la imagen más lúgubre de un «mal radical», un fenómeno político enteramente nuevo cuya esencia es el «terror total», que destruye todo fundamento de ley, «destruye todos los valores morales que conocemos», y produce un sistema basado en «fábricas de aniquilación» en el que «todos los seres humanos se vuelven igualmente superfluos».
Era una evaluación muy amarga del colapso de la civilización. A juicio de muchos intelectuales, el camino que había tomado Europa desde la Ilustración del siglo XVIII hacia una sociedad civilizada basada en los principios de racionalidad y progreso estaba en ruinas. Habían sido socavados los mismísimos fundamentos de la propia sociedad moderna. La era de la Ilustración, habían dicho ya en 1944 Horkheimer y Adorno, había culminado de manera perversa con la «autodestrucción de la razón».
Pero la crítica de Horkheimer y Adorno no se limitaba al nazismo y al estalinismo. Se extendía también a la moderna cultura capitalista de masas. Y muy pronto esa «industria cultural», como ellos la llamaban, englobaría a toda la Europa occidental.
«Que siga el espectáculo»:
El negocio del entretenimiento popular
A muy pocos entre las masas mayoritariamente poco cultivadas de Europa les preocupaban los torturados esfuerzos de los intelectuales por comprender la crisis que estaban viviendo. Y la religión iba perdiendo arraigo, lenta, pero inexorablemente. Cuanto más alfabetizada y más culta era la población, cuanto más alto era el nivel de urbanización y cuanto más avanzada era la economía industrial, más tenían que luchar la Iglesia católica y la Iglesia protestante para conservar la adhesión de la gente a ellas. Tenían que competir no sólo con las filosofías que rechazaban el cristianismo y ofrecían distintas «religiones seculares» alternativas, sino con la multitud de distracciones cotidianas de la vida moderna existentes en las ciudades grandes y pequeñas del continente (aunque menos en las zonas rurales). Puede que las iglesias se vaciaran; pero los bares, los campos de fútbol, las salas de baile y los cines estaban a reventar. En medio de la hecatombe de las dos grandes guerras, separadas por la miseria de la Depresión, la gente había seguido buscando lo que hacía que valiera la pena vivir la vida. La gente quería diversión. Por monótona y rutinaria que fueran las vidas de las personas, estaban determinadas no sólo por la economía o las normas morales de las Iglesias, sino por aquello que hacía su existencia más agradable: destellos de color en medio de un mundo gris, la diversión en medio de la monotonía, el alivio de lo que resultaba insoportable.
Lo que la gente deseaba mayoritariamente era entretenimiento, no sermones de curas, cavilaciones intelectuales o la edificación de una «alta cultura». La difusión de los entretenimientos de masas había hecho unos progresos enormes ya durante los años veinte. Pero todavía no se habían transformado en el gran negocio en el que estaban a punto de convertirse. Las mejoras tecnológicas estaban sobre todo muy por detrás del estratosférico despegue que tendría lugar durante la década siguiente, incluso en medio de la espesa niebla de la crisis económica. Mientras que el entretenimiento había dependido en otro tiempo de la actuación en directo, que en el mejor de los casos podía llegar sólo a unos cuantos centenares de afortunados en cada ocasión, la producción masiva de radios y gramófonos asequibles (a menudo combinados en la «radiogramola») significó que millones de personas pudieran escuchar a sus artistas favoritos precisamente en el mismo instante, a lo largo de todo un país y desde la privacidad de sus hogares.
La mayor parte de los estímulos y de las innovaciones vendrían de Estados Unidos. América representaba todo lo que era nuevo, animado y emocionante para millones de personas —especialmente para los jóvenes— de la Europa occidental. La música popular y el cine fueron las fuerzas más dinámicas. Gran Bretaña, que compartía con Norteamérica la misma lengua y tenía fuertes lazos culturales con Estados Unidos, estaba más abierta que cualquier otro país a la influencia americana (aunque durante los años treinta se levantaron barreras para impedir que el talento importado del otro lado del Atlántico dejara sin trabajo a los músicos británicos). Los jóvenes corrieron a su encuentro. La minoría dirigente se mostró menos entusiasta. El primer director general de la BBC, el austero y puritano sir John Reith, intentó detener lo que, a su juicio, era la contaminación cultural de la radio británica a través de la influencia americana. Pero sus esfuerzos tan denodados como inútiles estaban condenados al fracaso. El pujante consumismo comportaba una demanda insaciable de todo lo que los nuevos medios culturales podían ofrecer, demanda ávidamente fomentada por el negocio en rápida expansión del entretenimiento y por las huestes de los que ganaban dinero con él: empresarios del mundo del espectáculo, editores de canciones, agentes artísticos, productores de discos y tantos otros.
El avance imparable de la música popular fue de la mano de la popularidad de la radio, que de la noche a la mañana convertía en estrellas a sus artistas más destacados. El fonógrafo —y de paso el micrófono— había sido inventado por Thomas Edison allá por la década de 1870. Pero todavía en los años veinte de la siguiente centuria la grabación del sonido seguía siendo bastante primitiva. Casi ninguna de las canciones populares de esa época o de las décadas anteriores sobrevivió para ser escuchada por las generaciones posteriores. No tardaría en cambiar todo eso. Aproximadamente una década más tarde, los micrófonos y las técnicas de grabación habían mejorado una enormidad. Al contar con una amplificación mejor, los cantantes ya no necesitaban poseer unas voces potentes. Podían «agarrarse» al micrófono en vez de tener que proyectar la voz hacia él desde cierta distancia y producir un sonido mucho mejor que el que se conseguía apenas unos años antes. Surgió una nueva raza de cantantes melódicos o crooners, que podían salmodiar letras sentimentales de una manera más «íntima» y que consiguieron una enorme popularidad. Bing Crosby fue la primera «superestrella» melódica cuya tremenda popularidad no tardó en cruzar el Atlántico desde Estados Unidos durante los años treinta. Lo mismo sucedería con Frank Sinatra unos años más tarde. Sus discos se vendieron no a millares, sino a millones. Más de cincuenta millones de copias de la almibarada «Navidades blancas» (White Christmas) de Bing Crosby, compuesta por Irving Berlin, fueron vendidas desde que la interpretó por primera vez en 1941. Incluso muchas décadas después resulta difícil no escucharla en la música ambiental de los supermercados y grandes almacenes cada vez que se acercan las Navidades.
También los cantantes melódicos europeos alcanzaron una popularidad enorme. A menudo su fama se limitaba a su propio país, pero algunos, como el británico Al Bowlly (nacido en realidad en Mozambique), cuya canción The Very Thought of You fue un gran éxito, tuvieron bastante repercusión en Estados Unidos. También algunas cantantes europeas se hicieron famosísimas en sus países de origen y a veces también fuera de ellos. Édith Piaf, «el ruiseñor» de la canción, comenzó su camino hacia el estrellato a mediados de los años treinta y al cabo de poco tiempo se convirtió en la cantante más popular de Francia (y en unos cuantos años más en una celebridad internacional). En Inglaterra, Gracie Fields, una chica corriente de Lancashire, cuyas actuaciones como cantante y actriz ya la habían catapultado a la fama a escala nacional durante los años veinte, llegó al culmen de su popularidad durante la época de la Depresión con un repertorio de comedias musicales y canciones sentimentales. La guerra y los programas radiofónicos para las tropas crearon sus propias estrellas de género femenino. Vera Lynn, ya famosa a través de la radio y de sus discos a finales de los años treinta, no tardó en ser conocida como «La Novia de los Soldados». Prácticamente no había un soldado británico que no conociera su gran éxito, perfectamente acorde con los tiempos, «Nos volveremos a encontrar» (We’ll Meet Again). Lili Marlene de Lale Andersen, aunque no fuera del agrado de los oficiales nazis, se convirtió en la favorita de los soldados de la Wehrmacht y, caso especialmente curioso, cruzó las líneas para constituir un verdadero éxito también entre las tropas aliadas en su versión en inglés (cantada por Marlene Dietrich).
Los principales cantantes populares de los años treinta y cuarenta fueron fruto de la transformación —y comercialización— de la propia música. Los primeros pequeños conjuntos de jazz «hot» y de blues integrados por músicos negros, cuyas raíces musicales habría que situar en la música country y en la de los esclavos afroamericanos, fueron sustituidos por las grandes bandas dominadas por intérpretes blancos. Cada una de ellas llevaba el nombre de su director o líder, hacía alarde de su vocalista «estrella» y ofrecía un sonido más suave, más orquestal y un atractivo más sentimental a la medida del público radiofónico en general.
El nuevo sonido de las grandes bandas había comenzado también en América, con el éxito de la Orquesta de Paul Whiteman durante los años veinte (que dio a Bing Crosby su primera gran oportunidad como cantante). Bien es verdad que había habido algunas grandes bandas importantes dirigidas por músicos negros, como Fletcher Henderson. Pero los negros tuvieron que seguir enfrentándose a la discriminación en el mercado de la música comercial. Algunos de los intérpretes de jazz más importantes, como el gran trompetista Louis Armstrong, que se había hecho famoso con sus bandas de jazz, los Hot Five y los Hot Seven, durante los años veinte, se aclimataron a la nueva tendencia y se convirtieron en estrellas de las recién creadas grandes bandas antes de pasar a liderar las suyas. Durante los años treinta, cuando el éxito en su propio país, aunque notable, seguía siendo limitado debido a los prejuicios raciales, que obligaban a los intérpretes negros a permanecer al margen de los contratos más lucrativos, Armstrong alcanzó su mayor popularidad en Europa. Cuando en 1932 realizó una tournée por el viejo continente en compañía de su banda, «consiguió la aceptación más entusiasta y vehemente que había conocido nunca cualquier intérprete americano». Duke Ellington, el más complejo e innovador de todos los primeros «reyes del jazz», vivió más o menos la misma experiencia cuando su banda actuó por primera vez en el Palladium de Londres en 1933: «Los aplausos fueron tremendos, en una serie tras otra de aplausos y ovaciones», diría el artista. Seis años después su segunda tournée europea llegó a su punto culminante en Estocolmo en abril de 1939, con ruidosas felicitaciones de sus fans suecos con motivo de su cuadragésimo aniversario.
Pero hasta Louis Armstrong y Duke Ellington empezaron a perder terreno ante las nuevas tendencias de la música popular cuando se puso de moda el swing. El principal exponente (y beneficiario) de la transición al swing fue Benny Goodman, cuyo padre había llegado a Norteamérica huyendo del terror antisemita de Rusia. Goodman, apodado «el Rey del swing», era un clarinetista soberbio cuya banda tocaba una versión auténtica de jazz, aprovechando los arreglos de Fletcher Henderson (que, como muchos otros destacados exlíderes de bandas negras, pasó por una mala racha durante la Depresión). Pero Goodman tuvo muchos imitadores que fueron menos innovadores y tenían menos talento. Principalmente convirtieron el swing en música popular de baile, cuya finalidad era explotar la «locura por el baile» que se apoderó de buena parte de Europa durante los años treinta.
En una medida mucho mayor que durante los años veinte, las salas de baile se convirtieron en el gran centro de la diversión popular en directo de los jóvenes, aunque los frenéticos ritmos del charlestón cedieron el paso a las cadencias más suaves del foxtrot, el quickstep y el vals antes de que las tropas americanas trajeran a Europa durante la guerra el jitterbug (o jive). Los líderes de las bandas de música de baile más populares eran grandes celebridades. Jack Hylton, el líder de la banda de más éxito de Inglaterra, podía ganar a la semana un sueldo de 10 000 libras esterlinas, en una época en la que la paga por una semana de trabajo agotador en una fábrica era de 2 o 3 libras. En 1938 Hylton llevó a su banda (varios de cuyos miembros eran judíos) a Berlín, donde tocó un mes entero para un público entusiasmado de bailarines en una sala decorada con una bandera enorme con la cruz gamada.
Sin embargo, en la Alemania nazi la música swing, lo mismo que el jazz en general, era menospreciada y tachada de «música de negros». Durante la guerra, los jóvenes, remedando deliberadamente las formas de vestir de los ingleses y sus gestos, convirtieron su devoción por el swing en una especie de protesta juvenil contra la uniformidad del régimen nazi, y en consecuencia fueron perseguidos por sus acciones. Pero la Alemania de Hitler no podía dar la espalda por completo a esta tendencia y de hecho contó con su propia banda «oficial» de swing, la Charlie’s Orchestra, que, a pesar de la guerra, tendría también un importante seguimiento radiofónico en Gran Bretaña. Mientras tanto, por «políticamente incorrecto» que fuera, los oficiales jóvenes de la SS siguieron frecuentando los clubs de jazz de París. Ni siquiera el nazismo pudo escapar al atractivo de la música popular.
Pero lo que sí pudo hacer el régimen nazi fue eliminar a los cantantes populares que no encajaban en sus criterios de pureza racial. Entre ellos estaría el popular artista de cabaret judío Fritz Grünbaum, que intentó huir de Austria inmediatamente después del Anschluss en 1938, pero que fue devuelto a su país en la frontera checa. Fue enviado al campo de concentración de Buchenwald y luego al de Dachau, muriendo en este último en 1941. Fritz Löhner-Beda, también judío, originario de Bohemia, famoso letrista, que había colaborado en varios musicales y operetas de Franz Lehár, entre otros, fue detenido en Viena después del Anschluss, enviado a Dachau, luego a Buchenwald, y finalmente deportado en 1942 a Auschwitz. Murió de una paliza en el complejo industrial adjunto de Monowitz. Y Ralf Erwin, nacido en Silesia, un autor de canciones judío, particularmente conocido por haber compuesto un gran éxito, Ich küsse Ihre Hand, Madame («Beso su mano, madame») —que hizo célebre el tenor Richard Tauber—, huyó de Alemania cuando los nazis alcanzaron el poder en 1933. Erwin fue capturado durante la ocupación de Francia por los alemanes y murió en un campo de concentración francés en 1943. En el ámbito del entretenimiento popular, como en otros campos de la vida cultural, los nazis empobrecieron ridículamente a Alemania con sus políticas raciales, tan absurdas como perversas.
Mientras tanto, el apogeo del swing y de la música de baile de las grandes bandas había ido pasando. Evidentemente las salas de baile tuvieron que hacer frente a muchas dificultades al haber tantos jóvenes lejos de casa prestando servicio militar. Las bandas a su vez se vieron obligadas a suspender sus actuaciones cuando sus miembros fueron llamados a filas. Algunos continuaron tocando vestidos de uniforme. Otros no pudieron seguir haciéndolo. Y hubo también algunos que perdieron la vida en combate. Glenn Miller, el famoso líder de la banda americana integrada por cuarenta y ocho intérpretes de la Fuerza Expedicionaria Aliada, desapareció en diciembre de 1944 en el Canal de la Mancha junto con el avión en el que viajaba, camino de una actuación ante las tropas norteamericanas desplazadas a Francia. Su muerte marcó simbólicamente el comienzo del fin de las grandes bandas. Entraron en un largo período de decadencia terminal para ser sustituidas por bandas más pequeñas, que resultaban más baratas y más fáciles de gestionar. No obstante, lo más que llegó a hacer la guerra fue interrumpir la comercialización de la música, pero nunca acabó con ella. Y su expansión sería espectacular a lo largo de los años de la posguerra.
En ningún terreno fue más evidente que en el cine el boom del negocio del espectáculo. Y en ninguna esfera del entretenimiento fueron tan importantes como en las películas las innovaciones tecnológicas. Ya durante los años veinte se había producido un crecimiento masivo del público cinematográfico que acudía a ver las películas mudas. Pero el gran avance que supuso el paso del cine mudo al sonoro vio la llegada de los días de gloria del séptimo arte. El primer largometraje que incluía sonido (en realidad sólo unos diez minutos de la película, que por lo demás era muda), El cantor de jazz, un musical sentimentaloide interpretado por Al Jolson maquillado de negro, había constituido inmediatamente un éxito en Estados Unidos allá por 1927. Al cabo de dos años la mayoría de las películas de Hollywood usaban sonido. La rápida difusión de las películas «habladas» (y el incremento de las producciones en color, aunque su realización era muy cara y seguían constituyendo una pequeña proporción de la producción total) fue acompañada de la enorme expansión de la industria cinematográfica y de la gigantesca influencia cultural de Hollywood.
En realidad hubo un pequeño número de grandes corporaciones —MGM, Warner Brothers, Paramount, RKO Pictures y 20th Century Fox— que se repartieron enseguida la producción, la propiedad de los cines y el control del mercado. A mediados de los cuarenta, en su punto de mayor apogeo, los estudios de Hollywood rodaban alrededor de 400 películas al año, muchas de ellas comedias, musicales y películas del oeste o de dibujos animados de Walt Disney. La mayor parte de esa producción no tardaba en cruzar el Atlántico. A mediados de los años treinta Mickey Mouse y el Pato Donald eran tan conocidos en Europa como en Estados Unidos, mientras que el primer largometraje de dibujos de Walt Disney, Blancanieves y los siete enanitos, constituyó una auténtica sensación tanto en Europa como en América a raíz de su estreno en 1937. Pese a las restricciones impuestas a la importación de películas extranjeras y a la aversión oficial por todo lo que se considerara productos de la degradación cultural americana dominada por judíos, hasta el propio Hitler disfrutaba con los dibujos animados de Disney. Se mostró encantado cuando su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, le hizo llegar dieciocho películas de Mickey Mouse como regalo de Navidad en 1937.
La industria cinematográfica alemana, otrora sumamente creativa, se hallaba en aquellos momentos firmemente en poder de los nazis. Uno de los productos de los últimos años, ya tambaleantes, de la democracia antes de la llegada al poder de Hitler había sido la primera película «hablada» alemana, Der blaue Engel (El ángel azul, de la que se hizo también una versión en inglés, The Blue Angel), estrenada en 1930, una obra que de la noche a la mañana catapultó al estrellato internacional a Marlene Dietrich. Pero muy pronto los productores, actores y directores de la película se vieron obligados a emigrar, principalmente a Estados Unidos. Millares de «no arios» que se quedaron en Alemania fueron echados de su trabajo. El talento creativo se puso entonces a trabajar para el régimen. La joven y glamurosa Leni Riefenstahl desplegó sus dotes artísticas como directora cinematográfica en películas propagandísticas, en particular Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad, 1935), y Olympia (Olimpíada, 1938), que glorificaban a Hitler y su régimen.
Pero cuando los alemanes acudían en manada a los cines en una cantidad desconocida hasta entonces —cerca de mil millones al año—, lo que buscaba el público era entretenimiento, no propaganda. El propio Goebbels, el propagandista en jefe nazi, llegaría a reconocerlo así. La mayoría de las películas producidas en la Alemania nacionalsocialista no eran propaganda; o al menos no lo eran explícitamente, sino entretenimiento de contenido ligero. Películas de amor y musicales —como Wunschkonzert (Concierto de encargo, 1941) o Die große Liebe (El gran amor, 1942)— ofrecían una breve evasión de la sombría realidad de la guerra. Un signo de la importancia que Goebbels atribuía al entretenimiento de evasión (y al mantenimiento de la moral de la población a través de este medio) fue la generosa financiación que proporcionó a la producción de la película en colores Münchhausen, una comedia fantástica acerca de las aventuras del barón de Münchhausen, que en 1943 encantó y distrajo al público alemán que todavía no se había recuperado de la catástrofe de Stalingrado.
También en la Italia fascista la industria cinematográfica sufrió tremendamente el control y la censura del régimen. Como en Alemania, la importación de películas extranjeras se vio restringida. La mayoría de películas italianas iban aderezadas de una manera u otra de propaganda fascista y de glorificación de la guerra, aunque muchas fueran simples comedias ligeras y dramas de amor. Poco o nada de ellas ha aguantado la prueba del tiempo. No obstante, ha habido dos legados de la industria cinematográfica que sí han resistido. En 1937 Mussolini inauguró los primeros estudios cinematográficos de Italia, dotados de instalaciones técnicamente avanzadas, en Cinecittà (la Ciudad del Cine), a las afueras de Roma. Cinco años antes, en 1932, había sido creado el Festival de Cine de Venecia, en el que se concedían cada año sendas «Copas Mussolini» a la mejor película italiana y a la mejor película extranjera (casi siempre alemana).
También en la Unión Soviética la creatividad se vio asfixiada casi por completo durante los años treinta, cuando se reforzaron de un modo absolutamente inconmensurable los controles estalinistas sobre todos los ámbitos de la vida civil. La producción cinematográfica fue enormemente burocratizada. En gran medida a consecuencia de ello y de la acción de una censura tremendamente entrometida, sólo se produjeron cada año la mitad de películas que se habían producido en la década anterior. La importación de películas extranjeras se interrumpió casi por completo. Y la experimentación del cine de vanguardia que tan destacado lugar había ocupado en los años veinte fue sustituida por la monótona uniformidad del «realismo socialista», aunque, cuando tenía la oportunidad, el público cinematográfico soviético se sentía atraído principalmente, como en cualquier otro país, por las comedias y los musicales de contenido ligero (aunque siempre profusamente sobrecargados con los valores del régimen).
Fuera de las limitaciones de los regímenes autoritarios, la producción cinematográfica europea tendría mayores oportunidades de prosperar. Sin embargo, ningún país podría competir con el potencial financiero, el glamour y la ambición de las gigantescas empresas de Hollywood. Esta circunstancia supondría una dificultad especial en aquellos países en los que la lengua imponía una barrera a la penetración en el mercado de habla inglesa. En Francia, la cuna del cine y donde las películas habían sido un elemento destacado de la vanguardia artística durante los años veinte, el advenimiento de las películas sonoras no sólo transformó el cine haciendo que de una forma artística intelectual pasara a ser un gran medio de entretenimiento de masas, sino que causó problemas a la hora de financiar lo que era un mercado eminentemente nacional. El número de películas producidas aumentó notablemente a comienzos de los años treinta, pero la fragmentación de la industria tuvo problemas a la hora de financiar la producción. Tres cuartas partes de las películas estrenadas en 1934 eran extranjeras, lo que dio lugar a las protestas por la amenaza que ello suponía para la producción artística francesa, a expresiones de desdén por la «invasión» americana del cine francés y a exigencias de protección. Los realizadores franceses se esforzaron por estar a la altura de la competencia. Pero no tenían posibilidad de financiarse a través de grandes corporaciones privadas, como sucedía en Estados Unidos. El estado tuvo que dar un paso hacia delante cuando un informe encargado por el Frente Popular recomendó las subvenciones estatales, que comenzaron a concederse poco antes de la caída de la Tercera República y que continuaron durante el régimen de Vichy.
La financiación, junto con la competencia proveniente de Estados Unidos, supuso también un problema para la industria cinematográfica británica. Los intentos de estimular la producción inglesa y restringir las importaciones extranjeras —es decir, principalmente americanas— dieron lugar simplemente a un número mayor de malas películas. Sólo en 1936 se realizaron casi 200 películas, una cifra muy alta para la industria cinematográfica británica. Pero mientras tanto las empresas se las veían y se las deseaban para sobrevivir. En 1937 había sólo veinte supervivientes entre las productoras cinematográficas de las más de 600 que había habido durante las décadas anteriores. Incluso los grandes productores que disponían de elevados presupuestos, como el emigrante húngaro Alexander Korda, tuvieron que hacer frente a no pocas dificultades. La concentración de capital fue inevitable. A finales de los años treinta un pequeño número de grandes organizaciones, entre las que destacaría la Rank Organization (fundada en 1937 por J. Arthur Rank), controlaba buena parte de la producción cinematográfica, la propiedad de los cines y el negocio de la distribución en Inglaterra. Rank no tardó en hacerse dueño de las grandes cadenas de cines, los Gaumont y los Odeon, que en aquel momento ocupaban emplazamientos destacados en el centro de casi todas las ciudades británicas.
Estos «palacios de los sueños» eran a menudo espléndidos edificios art déco provistos de interiores lujosos, con frecuencia capaces de acoger a más de mil espectadores. La mayoría de los cines, sin embargo, eran menos que «palacios», a veces de hecho verdaderos «nidos de piojos» de mala muerte. Estaban por otro lado los independientes más pequeños, que dependían de los grandes distribuidores para su programación y que sólo podían poner las películas después de que éstas hubieran aparecido en las salas principales. En 1939 Gran Bretaña tenía unos 5000 cines, la mayor parte de ellos llenos a reventar cuando la popularidad del cine alcanzó nuevas cotas. Una entrada de cine era mucho más barata que una entrada de teatro. De hecho, los propietarios de muchos teatros de provincias se dieron cuenta de la dirección en la que soplaba el viento y los convirtieron en salas de cine, mucho más beneficiosas para sus bolsillos. Incluso durante la Depresión las butacas de cine habían seguido siendo asequibles (y proporcionaban un par de horas de calor y evasión, a resguardo de los gélidos vientos de la economía). Durante los años treinta las entradas a precios reducidos permitieron al 80% de los desempleados ir al cine con regularidad. En total, 23 millones de personas iban «al cine» cada semana. Las ventas anuales de entradas ascendían por entonces a casi mil millones.
Los cines eran los nuevos centros de culto, los nuevos templos, y las estrellas cinematográficas las nuevas divinidades. Los distintos países europeos produjeron sus propias estrellas, aunque su atractivo en la mayoría de los casos no traspasara las fronteras nacionales. Un actor británico que logró hacerse con una fama internacional fue el finísimo Robert Donat, que se hizo célebre por los papeles interpretados en The Ghost Goes West (El fantasma va al oeste / El espectro errante, de 1935), The 39 Steps (39 escalones) de Alfred Hitchcock (también de 1935) y Goodbye, Mr. Chips (Adiós, Mr. Chips, de 1939). Fuera del ámbito anglófono resultaba incluso más difícil para las estrellas hacerse con un seguimiento internacional. Aunque un nombre célebre en Alemania, Hans Albers, no logró un reconocimiento muy amplio en el extranjero. Para eso era preciso irse a América. Marlene Dietrich y Peter Lorre (de ascendencia judeo-austríaca) emigraron a Estados Unidos y se convirtieron en estrellas internacionales. Emil Jannings y la actriz sueca Zarah Leander, en cambio, dieron la espalda a Hollywood y su fama se limitó por tanto en gran medida a los países de lengua alemana. Dada la influencia casi hegemónica de Hollywood, la mayoría de las estrellas internacionales eran inevitablemente americanas. Cuando Europa se vio sumida en la guerra, Clark Gable alcanzaría nuevas cotas de popularidad internacional con el mayor éxito de taquilla de la época salido de Hollywood, Lo que el viento se llevó (1939), y no tardarían en seguir sus pasos John Wayne, Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Orson Welles y otros muchos. El camino estaba abierto para el continuo dominio americano de la cultura popular europea —al menos en la mitad occidental del continente— una vez que acabara la guerra.
Más allá de las continuidades y de las transformaciones silenciosas que se produjeron en el marco socioeconómico, de los patrones de creencias y de la posición institucional de las Iglesias cristianas, de las corrientes intelectuales cambiantes y de la penetración de una industria del ocio consumista dominada cada vez más por Estados Unidos, se encuentra la realidad incontrovertible: Europa casi se había hecho pedazos a sí misma de manera catastrófica, suicida, durante la primera mitad del siglo XX. En un continente asolado por la guerra la cuestión que se imponía de forma arrolladora para el futuro era si de las ruinas de la contienda podría empezar a formarse una nueva Europa, capaz de superar las tendencias autodestructivas del pasado, y cómo podría hacerlo.
Las ideas de una Europa unida no eran nuevas, pero en medio de los dolores de la catástrofe empezaron a resurgir como medio de trascender al nacionalismo que había llevado al continente al borde de la destrucción absoluta. Ya poco después de la primera guerra mundial, el aristócrata austríaco Richard von Coudenhove-Kalergi (hijo de un diplomático austrohúngaro y de madre japonesa) había defendido la construcción de una sola zona aduanera y monetaria que se extendiera desde Portugal hasta Polonia. Veía en la superación del odio mutuo entre franceses y alemanes la base fundamental de un nuevo imperio. El ministro de Asuntos Exteriores francés, Aristide Briand, había lanzado unos cuantos años después, en 1929, la idea de una federación de naciones europeas, basada en la cooperación política y económica. Un compatriota de Briand, Jean Monnet, futuro inspirador de lo que serían los primeros pasos hacia la integración europea, declaró en Argel en 1943, cuando formaba parte del gobierno en potencia de la Francia Libre, que no podría haber paz en Europa hasta que los estados europeos se reconstituyeran formando parte de una federación. También en otros países se formularon ideas parecidas, incluso en algunos círculos antinazis de Alemania.
También en los días más tenebrosos de la guerra había habido quienes, haciendo gala de un valor enorme, se habían unido a la resistencia alemana contraria a Hitler —pagando a menudo por ello con sus vidas— y habían imaginado una Europa mejor, basada en la cooperación de las distintas naciones, no en el conflicto. Cuando en 1942 se reunió en Estocolmo con el obispo de Chichester, George Bell, el teólogo Dietrich Bonhoeffer habló de la disposición del gobierno alemán, una vez destituido Hitler, a prestar activamente apoyo a una economía interdependiente de los distintos países de Europa y a la construcción de un ejército europeo. A la hora de elaborar sus ideas acerca de una nueva Europa después de la guerra, los integrantes del grupo de resistencia «Círculo de Kreisau» insistían allá por 1943 en que «el desarrollo libre y pacífico de la cultura nacional ya no puede hacerse compatible con el mantenimiento de una soberanía absoluta de los estados individuales». Otro memorándum de ese mismo año, elaborado por el político conservador Carl Goerdeler, hablaba de la creación de una «federación europea» que salvaguardara a Europa de una nueva guerra, y que fuera acompañada de un consejo económico europeo permanente, de la eliminación de barreras aduaneras y de organizaciones políticas comunes, ministerios europeos de Economía y de Asuntos Exteriores, y fuerzas armadas europeas.
Semejantes ideas quedaron en nada; de momento. En Alemania los que las plantearon fueron silenciados para siempre. Pero el idealismo que expresaban, e incluso algunas de las sugerencias concretas que hacían, tendrían amplia difusión, una vez que empezaran a despejarse las ruinas que asolaban el continente. Y da la impresión de que sus objetivos fueran proféticos. Entonces podría empezar a surgir de las cenizas del pasado una nueva Europa, a partir de unos principios completamente distintos.