14

LA CASA NEGRA

Al doblar la esquina llegó a nuestros oídos el sonido del ajetreo que formaban los pasajeros en el apeadero de la estación. Eran las ocho de la mañana, los viandantes con los que nos cruzábamos portaban maletones o mochilas, caminando distraídos en sus propias cantinelas. Parecían gaviotas revoloteando frente a la escalinata del edificio, olvidadizas y juguetonas, una algarada de voces caóticas y distantes que enmudecieron en el mismo instante en el que entramos en la cafetería de la estación. Allí, una dulce y lastimosa melodía de Antonio Lucio Vivaldi se alzaba sobre todo el tumulto.

—Esperaremos aquí hasta mediodía —me dijo el Francés—. Quiero estar seguro de que no nos la juegan. Desde esta ventana podemos ver la entrada de la casa negra con todo detalle. No debemos descuidarnos ni un instante.

Pierre hizo señas al camarero para que se acercara. Pidió un gran tazón de chocolate para mí y una cerveza bien fría para él.

—¿Y qué adelantamos estando aquí?, ¿cómo podemos saber si no nos la juegan?, ¿solo con mirar la fachada de una casa a través de la ventana de un bar?

—Hombre de poca fe —me contestó—. La observación es un arte. Un hombre saliendo al portal, con una mirada nerviosa, llevando el abrigo doblado en varios pliegues bajo un brazo, un cigarro apagado en los labios, deteniéndose a mirar la calle a uno y otro lado nada más pisar la acera…, ¿qué puede significar?

Callé. No parecía estar de muy buen humor.

—Inténtalo, no es tan difícil imaginar qué puede estar pasando.

Parpadeé un par de veces dando a entender que había aceptado el reto. Agaché por un momento la cabeza y me concentré lo mejor que pude.

—Si es un hombre que no hemos visto entrar antes, nos dice que ha dormido esa noche en la casa…, la mirada nerviosa…, que algo le preocupa…, el abrigo…, que no piensa ponérselo…, ¡que es un paseo corto el que le hace salir a la calle!…, que el cigarro esté apagado…, eso…, que está dejando de fumar…, mirar a cada lado…, no sé…, ¿prudencia?

El Francés me miró poco convencido. Suspiró.

—¿Es todo lo que se te ocurre?

—Sí —confesé.

—Para empezar, te diré que en una hipotética situación de peligro, el haber observado y sabido interpretar los gestos y las pistas que ese hombre imaginario representa quizá sea la diferencia entre estar vivo o yacer a un metro bajo tierra mañana por la mañana. La mirada nerviosa o el cigarro apagado en los labios es la reacción de alguien a quien le preocupa algo, quizá un asunto delicado que le han encargado y con lo que no está muy contento. —Pierre encendió un cigarrillo y empezó a aspirar despacio el humo del tabaco—. Debajo de ese abrigo esconde algo, ¿una escopeta?, ¿un rifle? Mira nervioso a cada lado de la calle esperando a que llegue alguien, ¿nosotros?, ¿otros compinches? A lo mejor debe cubrir las espaldas de Ángelo…

Pierre sacudió su cigarro en el cenicero.

—Es un ejemplo estúpido, pero —dijo con cierta impertinencia— yo sé lo que quiero decir con esta palabrería. Tómate tu chocolate, no dejes que se te enfríe.

Sin darme más explicaciones empezó a hojear el primer periódico que cogió de encima del mostrador. Me quedé pensando un momento antes de sorber con impaciencia el contenido de la taza. Al quemarme los labios, tuve una revelación acerca de mí mismo. Era capaz de soportar el calor intenso de una bebida dulce, el rescoldo que dejaba la quemazón después de unos segundos de respiro, pero era incapaz de contenerme y renunciar al sabor ardiente del peligro, aunque fuese amargo como la desdicha o la barbarie.

—No entiendo cómo se puede ser tan tremendamente irresponsable —dijo el Francés señalando a una de las páginas que estaba leyendo—. Yo nunca dejaría que la mujer que amo compartiera mi destino si este puede llegar a ser su perdición. Escucha esto:

Mientras cabildean los políticos, ya en sus sedes habituales, ya en las dulces orillas donde el hermoso tiempo de primavera reúne en un party, un tanto escandaloso, a agresores y agredidos, y, mientras más próximos al campo de batalla, deliberan los generales Nasarre, O'Darriel, Chorny, la artillería de la República Popular, con la actividad aplastante de los cañones y morteros, sigue gastando lo que ya solo son ruinas de la desde ahora legendaria fortaleza de Dan Buin Fu.

De Cebrién, el héroe nuevo (otro soldado que en un momento de crisis viene a servir al honor de su patria), reagrupa a sus soldados para un contraataque a vida o muerte en medio de una situación desesperada cuando está lejos aún la columna que avanza por la jungla, por añadidura con desesperada lentitud, y cuando es poco probable que se conceda la tregua solicitada por el Gobierno para evacuar de la posición el millar de heridos que se asfixian en su pequeño hospital subterráneo.

Ni siquiera es seguro que cuando este artículo se publique, Dios lo quiera, la heroica resistencia no haya sucumbido a la furia y abrumadora superioridad numérica de los asaltantes. En la escena admirable que los defensores están ofreciendo al mundo no falta ni siquiera el episodio ejemplar y conmovedor de la esposa del héroe, instalada en un hospital de sangre, muy próximo al combate, y atenta solamente a hacerse digna del papel que el destino ha querido señalar a su marido.

Pierre dejó de leer y me miró con los ojos muy abiertos. Arrancó la hoja del periódico con violencia y la tiró arrugada al suelo.

—¡Hacerse digna del papel que el destino ha querido señalar a su marido! —dijo desconcertado—. ¡Nunca entenderé lo tonta que puede llegar a ser la humanidad! ¡En una guerra no hay destinos compartidos, nadie lucha por nadie ni por nada! ¡Todo es una fanfarronada!

—Quizá esa mujer está tan enamorada de su marido que su vida no vale nada si no es al lado del hombre al que ama… —repliqué—. A lo mejor para ella es más importante saberse parte de un destino compartido que buscar ella misma uno en solitario.

El Francés me escuchó en silencio y luego me preguntó:

—¿Sabes dónde reagrupa ese héroe nuevo a sus soldados para un contraataque a vida o muerte?

—No…, no lo sé.

—¿Sabes dónde está esa jungla por donde avanza lejos la columna que espera ese héroe inútil y sus soldados?

—No…

—¿Tienes alguna idea de lo que les pasa a las mujeres en una guerra como esa? —dijo Pierre en voz alta, rojo como un tomate—. ¡Dime!, ¿tienes alguna idea?

—No, claro que no —dije confundido.

La poca gente que había en el bar nos observaba con curiosidad. Una mujer despeinada, dos niños con su padre, un revisor del tren, el camarero y un viejo al que la boina le resbalaba por detrás de la calva, fijaron sin disimulo su atención sobre la acalorada cháchara del Francés.

—Nadie debe arrastrar a nadie a ninguna guerra…, esa mujer es una irresponsable —Pierre bajó la voz, haciendo caso omiso a las miradas—, y ese héroe de pacotilla es un necio… ¡Irse a otro país!, al otro lado del planeta a defender un montón de ideales que no se sostienen ni por asomo…, eso es una majadería.

Me quedé en suspenso, pensando en esa guerra de ese héroe de pacotilla, de esa mujer irresponsable, de esos compromisos compartidos. No lograba entender lo que me quería decir. Eran palabras que no tenían sentido para mí, estaban fuera de lugar. Miré el ovillo de papel arrugado que el Francés había tirado hacía unos minutos. Me preguntaba qué era lo que realmente le había sacado de quicio de esa noticia del periódico.

—Clarisse tiene a otro hombre —dijo al fin, sus dedos se agarrotaban a medida que levantaba la vista para mirarme fijamente—. Me ha confesado que ya no me ama.

Esa era su turbación. Incluso después de disimular lo mejor que pude mi sorpresa y mi terror, fui incapaz de esconder el tembleque de mis párpados al mirarle a la cara. Me sentía sospechoso y condenado a la vez, me pesaba la voz y no podía articular sonido alguno.

—Ella dice que no, pero yo estoy seguro de que me engaña con otro hombre. La muy zorra ha tenido la desfachatez de decirme que ya no me ama… ¡Como si eso me importara!… Lo que realmente me duele y me corroe por dentro es saber que me la esté pegando con otro, que me haya convertido en un cornudo del que todos hablen. La mataría si estuviera completamente seguro.

—¿Y cuándo has hablado con ella? —atiné a preguntar—. No he visto a tu mujer desde el día en el que…, desde el otro día que estuvo en casa, durmiendo en el salón.

Desde mi taburete veía cómo la silueta del Francés reposaba en los rayos de luz que se filtraban a través de la ventana. El sol acababa de desperezarse y por la calle la claridad de la primavera iluminaba todo el asfalto mojado por la escarcha de la pasada noche. Pierre rio por lo bajo y se bebió de un trago lo que quedaba de cerveza en el vaso.

—Esta noche me ha visitado de madrugada, para despedirse, dice. Se fue poco antes de que te despertaras.

El camarero puso otro vaso con cerveza encima de la barra a una señal del Francés.

—Es tan guapa —dijo suspirando—. Tan, tan guapa.

Hubiese jurado que una lágrima se deshizo por la mejilla de Pierre de no ser porque, al instante de quedarme absorto en ese pensamiento, una maldición salida de las entrañas del propio Francés se encargó de despertarme de mi embobamiento.

—¡Miserable! —exclamó—. ¡Sabía que ese malnacido no era trigo limpio! ¡Fíjate cómo se frota las manos antes de llamar a la puerta!

Miré sorprendido hacia donde se encontraba aquella especie de pellejo con mortaja que señalaba Pierre con tanta rabia. Al principio no reconocí la figura espigada, ni la siniestra expresión de aquel rostro con frente despejada, mandíbula prominente y nariz en punta.

—¡El señor Palacios!, ¡el de la biblioteca!

—¡Ese no es un señor! —me corrigió el Francés—, ¡es un miserable!

Pierre empezó a frotar con energía su pantalón con los nudillos de su mano derecha. Lo hacía sin ser consciente, probablemente con ese movimiento lograba contener el deseo de actuar arrastrado por las vísceras y de arrancarle la cabeza al bibliotecario.

—A lo mejor le han vuelto a llamar… y no va por propia iniciativa.

Ser juicioso, dejar la angustia de sentirse engañado y traicionado, dejar apartada la herida que produce un orgullo enfermizo. El Francés era capaz de hacer todo eso con la facilidad con la que un cuchillo corta la mantequilla.

—Eso lo comprobaremos ahora mismo —me dijo, mientras sacaba del bolsillo unas monedas que puso encima del mostrador—. No necesito ver nada más. Vamos.

Dejamos atrás la escalinata de la estación y cruzamos la carretera a paso ligero. Enfrente del escaparate de una pastelería nos detuvimos unos segundos para mirar nuestro reflejo en el cristal y así remendar, con cierta ligereza, el aspecto desaliñado y cansado que portábamos. Me calé hasta la sien una gorra de fieltro que había cogido de la joyería el otro día, y nos dirigimos hacia la entrada de la casa negra. A seis pasos y medio de donde estábamos.

Pierre dio dos golpes secos a la puerta. Un hombre dos veces un hombre abrió la pesada hoja de madera. Nos miró lentamente.

—Esperen —dijo.

Nos quedamos fuera. El Francés se encendió un cigarrillo y yo me puse a mirar el cielo. La mañana tenía el calor desacompasado de aquellas floraciones de mi pueblo natal, donde la humedad se escondía tras los olores propios de la vida. Aunque en donde estábamos no había ni una sola flor, yo era capaz de reconocer el aroma de la manzanilla o el picor del polen en mis ojos. Mis recuerdos ponían el aroma en el viento.

—Pasen —nos dijo el mismo hombre de antes abriendo la puerta—. Vacíense los bolsillos y depositen todo en esta caja. —Nos puso de espaldas a la pared para cachearnos concienzudamente—. Síganme.

Fuimos tras él. Le veíamos la nuca descubierta, brillante, moviéndose a uno y otro lado, casi con el ritmo cansino de una jota. Apenas tenía pelo, y las orejas sobresalían a ambos lados de la cabeza. Andaba casi sin mover los brazos y prácticamente sin hacer ruido. Parecía que sus pies flotaban entre algodones.

Dejamos atrás un frío corredor y una primera sala, vacía de muebles, donde se amontonaban bolsas de basura cerradas y donde una tríade de mujeres culonas y calladas se afanaban en rascar del suelo gotitas de pintura. Pasamos por delante de la cocina, la cual despedía, ya a esas horas de la mañana, un suave olor a hierbabuena y caldo de pollo, todo mezclado. Una mujer mayor dormía al lado del fogón, con la cabeza entre dos cazuelas, reposada en la sudorosa pared, negra a causa de los vapores de tantos pucheros. Pierre me miró sin su sonrisa, pero chispeante.

Pasamos junto a varias puertas cerradas hasta que llegamos a otra, dos veces más grande que las demás y con unos agujeros repartidos a modo de salpicaduras por toda la superficie, por los que se colaba la luz del otro lado de la puerta. Nuestro guía se detuvo y nos dijo que esperáramos hasta que él nos diera permiso para seguir. Al cabo de unos minutos volvió a salir y, como si nunca hubiera detenido su caminar en esa habitación, continuó andando hasta otra, al final de todo el interminable pasillo.

—Por aquí —nos dio paso a una sala rebosante de claridad—. Les esperan.

Un anciano sentado en una silla de ruedas, con la mitad izquierda de su cuerpo descolgada de la piel, inerte y vacía, nos miraba vivazmente con el único ojo que parecía tener vida. Nos quedamos parados, y Pierre, además, muy impresionado.

—Francés, como puedes ver, no soy el que era —dijo el anciano—. No debes tenerme miedo.

—¿Cómo estás, Ángelo? —fue lo único que se le ocurrió preguntar a Pierre.

Al aludido se le escapó una carcajada nerviosa.

—Una embolia casi consigue lo que muchos han intentado hacer durante años. Pero ya ves, bicho malo nunca muere.

En la habitación, además del viejo y nosotros, estaban Mario, Fazio, el tipo que nos había abierto la puerta y, en una esquina, casi escondido, Palacios, el bibliotecario.

—Traigan sillas para mis invitados —ordenó el viejo—. Y algo para beber.

Se apresuraron a traernos dos taburetes y un par de vasos con algún licor que no probé. Nos sentamos, uno al lado del otro.

—Y ahora —dijo Pierre más tranquilo, una vez acomodados y saludados—, dime por qué nos mandas llamar, a qué se debe tu invitación.

Palacios se terminó de esconder entre las sombras de un falso pilar.

—Te he mandado…, os he mandado llamar para proponeros un negocio.

—¿De veras?, ¿y en qué consiste ese negocio? —dijo el Francés aparentando indiferencia mientras intentaba acomodarse al duro asiento.

—Me gustaría que buscáramos juntos el tesoro del poeta.

—¿Ah, sí?

—Borra esa sonrisa, Francés, te estoy hablando en serio.

—¿El tesoro?

—Ajá.

—No sé de qué tesoro me estás hablando —dijo Pierre remarcando cada una de las sílabas que salían de su boca—. Yo no busco tesoros.

—¿Sabes cuál es uno de mis pasatiempos preferidos?

—No.

—Rebuscar en el refranero popular y memorizar tantos como me sea posible. Son una verdadera fuente de sabiduría.

El Francés hizo ademán de encender un cigarrillo; Fazio le indicó con un leve movimiento que no debía hacerlo. Ángelo continuó hablando.

—Uno de mis refranes preferidos dice así: «Más vale llegar a tiempo que rondar un año». Quiere decir que la oportunidad hace al próspero…, nunca se debe menospreciar una situación de indudable ventaja para coronar satisfactoriamente cualquier propósito. «La ocasión hace al dichoso», también nos podría servir. —El viejo empezó a pestañear con el párpado sano a una velocidad endiablada. Daba miedo—. Me viene a la mente otra muestra del saber popular: «La palabra y la piedra suelta no tienen vuelta». Prudencia, amigo Francés, prudencia. Hay que saber sujetarse la lengua en los momentos en que se debe ser prudente… Estás en mi casa…, mi casa.

Sentía cómo el sudor correteaba frenético por mi espalda. Pierre suspiró.

—Todos buscamos lo mismo, pero ninguno sabemos qué. Queremos limpiar nuestras culpas, pero desconocemos cómo hacerlo. Esto no tiene por qué terminar mal… El chico —dijo señalándome Ángelo con su mirada— tendrá su parte del pastel, y tú el tuyo. No me hagas pensar que eres un necio, y que, en este caso, «No se creó la miel para la boca del asno».

El Francés hizo un gesto de resignación.

—«Más vale solo que mal acompañado» —dijo Pierre de mala gana, volcando el contenido del vaso al ponerlo en el suelo—. ¿No conoces este otro refrán?

Los toscos modales del Francés chocaban con la chocarrería de mal gusto que aparentaba la pretendida sabiduría de Ángelo. Miré asustado a Pierre esperando que fuese él quien se levantara primero para salir corriendo de allí. Me temblaba hasta el miedo, porque, al poco tiempo de sentir el corazón golpear mi pecho, una sonrisa más bien obscena se dibujó en mis labios.

—Claro que lo conozco, ya te he dicho que uno de mis pasatiempos preferidos es memorizarlos —dijo en voz baja el anciano, aparentando estar decepcionado—. ¡Oye! —Ángelo se dirigía ahora a mí. Di un respingo—, ¿qué puede significar este refrán?: «Muchas manos en un plato, pronto tocan a rebato».

—Que no…, que son muchos…, que es mejor no abusar de… —yo balbucía en vez de hablar, la vejiga estaba a punto de explotarme—, que si se quiere sacar tajada de una misma sandía… y no hay para todos…, habrá pelea.

—¡Exacto! Cuando son muchos los que se empecinan en hacer una misma cosa, al final esa cosa termina por estropearse.

Ángelo indicó a Mario que se acercara hacia donde estaba él. Le susurró algo al oído y salió de la habitación pasando por delante de nosotros. El Francés le siguió con la mirada hasta que no pudo hacerlo más. Yo tiritaba y temía en cualquier momento mearme encima.

—Bueno —dijo nuestro forzado anfitrión—, veo que no os interesa mi propuesta de sociedad en este negocio. No os culpo, yo posiblemente hubiese tomado la misma decisión…, aunque recuerda, amigo Francés, en tu caso el «Cáñamo vendido, carriola a la puerta», no creo que se dé.

—Me arriesgaré…, aunque no sé lo que significa ese refrán, me arriesgaré.

—¿No lo sabes?, yo te lo digo. Significa que cuando un negociante ha terminado su tarea, y ya no obtiene más provecho, entonces le surge una proposición que ya no puede llevar a cabo, pero que de haberlo sabido antes le hubiese proporcionado el doble de beneficios. El cosechador de cañas ya ha vendido toda la cosecha, y a su puerta llama un corredor que le paga el doble por sus juncos, pero ya no puede hacer nada…, ¿entiendes?, a ti no te pasará eso, porque no recogerás siembra alguna…

Los dos estaban sonriendo. Era una confrontación de medias sonrisas, la de Pierre partida por una cicatriz en sus labios, y la de Ángelo trastornada por un rostro enfermizo y paralizado. Yo los miraba y miraba, pero mis pensamientos estaban en otro lugar desde hacía unos minutos. No aguantaba más, estaba a punto de explotar, y en cierta medida así lo hice:

—¡Debo ir al urinario a mear, no puedo más!

Hasta el bibliotecario salió de su penumbra al oír mi chillido. El viejo empezó a reírse a carcajadas al verme verde como un pimiento y moviéndome como una lagartija encima del taburete.

—«Niño llorón, poco meón» —dijo el viejo—. ¡Fazio!, acompaña al chico al aseo a que mee de una vez…

Seguí lo más deprisa que pude a Fazio por el pasillo apretando el abdomen con todas mis fuerzas. Al pasar al lado de la puerta dos veces más grande que las demás, la que tenía unos agujeros repartidos a modo de salpicaduras por toda la superficie, oí a alguien discutir acaloradamente con Mario y tuve la sensación de que esa voz me era familiar, muy cercana, pero la urgencia de mi necesidad hizo que mi agudeza dejara mucho que desear. Cerré mis sentidos y vacié mi vejiga en cuanto llegué al retrete.

Cuando regresé a la habitación, Palacios estaba de pie, al lado de Ángelo, leyendo un documento. Interrumpió la lectura en cuanto me vio aparecer.

—¿Te has quedado bien? —dijo con sorna el anciano—. Siéntate y escucha. ¿Puedes empezar de nuevo a leer la nota?

Ángelo daba órdenes cortas y claras a todo el mundo, sin obviar nunca su autoridad. De todos los que allí estábamos quizá era el más indefenso y débil, pero a la vez era el que más temor infundía, y eso le hacía tremendamente poderoso.

Estimado Palacios:

Hace ya demasiado tiempo que no hemos hablado de nuestras cosas, me refiero a lo que tú no sabes y a mí me corroe. Necesito que, llegado el momento, le digas a Tito Donabella que se ocupe de todo, le digas que el Padre Benito conoce la magnitud de mi tesoro, y que quiero que sea él el albacea. Este tesoro es el alma que he arrebatado a mis víctimas y que necesito devolver.

Mi llanto se pierde entre hojas cansadas

limpias de sol y hambre,

se esconde entre la pureza de un verso callado,

se esconde dentro de páginas blancas

a la luz del cementerio de la Alegría

El bibliotecario dobló de nuevo el papel y volvió a la penumbra.

—¿Por qué nos enseñas esto? Ya sabíamos que el poeta había nombrado albacea a Tito Donabella, y también…

—Para darte una oportunidad más —le interrumpió Ángelo—. Para que veas que obro de buena fe. Para que las cañas no se vuelvan lanzas entre nosotros. Para que abandones la búsqueda.

—No puedo hacer eso. Di mi palabra.

Ángelo cerró el puño de su mano buena, y gesticuló mil maldiciones sin emitir un solo sonido. Con la cabeza indicó a Fazio que le llevara al otro lado de la habitación, justo donde había un ventanal enorme con las cortinas echadas.

—Acompaña a los señores a la salida. Suerte.

El sol atravesó mi cuerpo nada más pisar la calle. Había vuelto a la inmensidad de la vida; no quería gritar, ni balbucir más, necesitaba el eterno canto de mis propias pulsaciones, sentirlas con todo su furor dentro de mis venas. Pierre callaba ceñudo consigo mismo, caminaba con la cabeza agachada y parecía estar sumido en la melancolía.

—Adiel, ahora estamos en peligro de muerte, más que nunca.

Me di cuenta de que mientras yo intentaba aparentar serenidad, el Francés no precisaba fingir nada, estaba totalmente tranquilo.

—Me pregunto qué le mandaría el viejo hacer a Mario, es extraño, ¿no te parece?

Supe en ese mismo instante que aquella voz que escuché discutir con Mario al otro lado de la puerta con los agujeros a modo de salpicaduras era de alguien a quien conocía; una mujer, pero ¿quién? No lograba reconocerla.

—Todo en esa casa me parece extraño. Muy extraño.