35

EL JURAMENTO

Han pasado largos años desde aquellos días en que huir de la muerte era mi destino. Aunque no he vuelto a pisar en mi vida el cementerio de la Alegría, durante mucho tiempo no he dejado de pasear entre los naranjos y las ruinas del Colegio. A veces he recogido en mis recuerdos las altas nubes de la indiferencia, pero aun así me asaltaban y acosaban, y me derribaban las súplicas ahogadas de las ánimas. Así es la memoria, un vasto océano plano y sereno donde sin avisar se desatan oscuras y mortíferas tormentas. Ahora me cuesta menos llorar, pero nadie me habló del amor, nadie me contó que al final de esta historia el amor no triunfaría.

Llegué al alba, poco antes de que se fueran a la cama las luciérnagas y los serenos. En La Capital nunca dormían los bares, ni las iglesias, ni los tunantes. La gente salía muy temprano a la calle deseosa de un nuevo día, ansiosa de comprar, de vender, de improvisar, de mirar, de protestar, de rezar, esperanzada de que la pesadumbre y el aburrimiento se marcharan de una vez por todas de su infeliz rutina. Caminar por entre las abigarradas fortificaciones de los callejones era lo más parecido a pasear por un viejo y enorme castillo de la Edad Media, atiborrado de mozos correteando. Muchos artistas e historiadores lo proclaman sin ningún pudor: la joya de la vieja ciudad es el barrio de la Alcurria.

No tardé en encontrar el mercado, ya había estado allí cuando buscaba una barbería donde adquirir el jabón de brocha y las cuchillas que Clarisse necesitaba para afeitar a su marido en el hospital, el mismo día que creí ver el perfil de mi amada Dulce aparecer entre las sombras de una torreta.

Me dolía el cansancio, había caminado durante toda la noche por la orilla de la carretera, masticando mis miedos, y con una sensación de orfandad corrompida. La única motivación que me retenía a las puertas de aquel lugar era encontrar a la mujer que amaba. Esperé a que dieran las nueve y a que el bullicio del lugar disimulara mi mal aspecto. Por suerte para mí, la ropa que llevaba era tan oscura como la sangre que me habían salpicado Pierre o Donabella.

Cuando quise darme cuenta, me encontré envuelto en los estribillos habituales de los tenderos y charlatanes del mercado, frente al quiosco de flores, en su entrada por la calle Mayor. Una anciana de ojos verdes y garganta afilada, con una cola negra como el carbón, menuda y de achatadísima nariz, quitaba pétalos secos a un ramo de claveles rojos. Me acerqué a ella y le murmuré tan bajo que la pobre mujer creyó que yo era mudo:

—¿No puedes hablar? Cariño de niño…, pobre zagal… ¿Qué quieres?

—¿Eres Ceniza? —repetí en un tono de voz más alto.

—La misma —me contestó desconfiada—. ¿Quién lo pregunta?

—Me manda mi tutor, don Tito Donabella, el joyero del pueblo.

—Eso no responde a mi pregunta, zagal. ¿Quién eres tú?

Tenía una ligera bizquera que, sin afear el rostro, le hacía tener una expresión pensativa y apacible. Me preguntaba si alguna vez había sido joven y bella.

—Soy hijo del poeta

—Ajá…

—Sí…

—¿Y?…

—Y quiero ver a mi musa.

Ceniza agarró todos los paquetes de un puñado y depositó las flores dentro del pequeño recinto de su tenderete. Me sonrió con la mueca más larga del mundo y tiró de la solapa de mi chaqueta para que me agachara.

—Me ordenó la señora que en cuanto apareciera le llevara a la casa.

Cerró de un portazo el quiosco. La anciana me miró con fijeza, luego apartó la vista y me dijo secamente:

—Está cerca.

A duras penas conseguía mantener el ritmo de Ceniza a través de las callejas de la Alcurria. Subí y bajé tantas cuestas como crestas hay en una montaña rusa. Diez minutos después, la florista se detuvo en lo alto de una colina empedrada, miró a la izquierda de la calle, y anduvo unos pasos más hacia un callejón sin salida. Se paró definitivamente a las puertas de un enorme caserón. Abrió el portón con una llave herrumbrosa, se remangó la falda y saltó un pequeño hoyo que había en el suelo. Me dijo que esperara fuera.

Tenía frío y hambre. Estaba destemplado y las fuerzas me fallaban. Me senté en la calle, con la espalda apoyada en la fachada de la casa. Se me cerraban los ojos y comencé a dar cabezadas. Metí mis manos en los bolsillos para entrar en calor. Con la yema de mis dedos toqué algo que me hizo espabilar… Papel. Lo había olvidado. Era el sobre lacrado con cera verde de mi padre; el legado del poeta que habíamos encontrado en el baúl de los naranjos.

Sentí de súbito miedo, como quien se sabe porteador de una maldición de la que nadie puede escapar. Ante mí tenía el tesoro. Resoplé más cansado aún.

El portón volvió a abrirse.

—Sígame.

Ceniza me guio por unas escaleras empinadas y antiguas como las vergüenzas, subimos hasta un segundo piso y me abrió con llave una puerta que daba a un pequeño zaguán.

—La señora me ha dicho que le acomode en esta habitación. En el escritorio encontrará un poco de pollo asado, vino y algo de pan. Encima de la cama tiene una toalla y ropa limpia que puede ponerse. El agua está caliente en la jofaina.

—Gracias…

—La señora me ha dicho que le diga que descanse. Esta noche le verá. Buenos días.

Escuché cómo la florista hacía crujir la cerradura tras de sí. No me importó, estaba demasiado cansado como para no descansar. Me tiré encima de la cama y me quedé dormido al instante.

Ceniza estaba de pie cuando me desperté, mirándome. Me incorporé extenuado en el filo de la cama.

—¿No ha comido nada? —me preguntó.

—Caí redondo… —dije.

—¿Quiere que le caliente un poco de agua para asearse?

—No, no se preocupe. Prefiero bajar ya de una vez y ver a Dulce.

—La señora quiere recibirle primero a usted a solas.

En aquel lugar había un profundo silencio. No se oía un mísero ruido por ningún sitio. Para colmo, la única luz que existía era el reflejo de una triste luminaria de un balcón enfrentado al mío.

—Como quiera…

Me llevó a otra sala penumbrosa en el primer piso y me dejó sentado allí, en soledad, en una especie de poyo de azulejos que rodeaba junto a otros una mesa de madera prehistórica. Un par de enredaderas daban color a unas frías paredes enmohecidas por el tiempo, desconchadas y mugrientas de pobreza. Lo que más me inquietaba era el crucifijo de casi un metro que presidía el arco de la puerta por donde había salido el ama de llaves.

Oí pasos acercándose a la habitación. Quien fuera se detuvo justo en la mirilla de la tortura, donde yo no le podía ni ver ni imaginar.

—¿Quién hay? —pregunté cauteloso—. ¿Es usted la señora?

El contraluz no me dejaba advertir con claridad de quién se trataba. Me sentí observado por una silueta.

—¿Señora?

Empezaba a angustiarme y quise irme de allí. Me dispuse a levantarme de mi frío asiento cuando la silueta dio un paso hacia delante y me contestó por fin.

—No me equivoqué contigo, realmente eres un chico muy valiente. Un hombretón educado e inteligente.

La silueta aún no se había retirado del todo de las sombras. Permanecía allí, inmóvil. Esperando a que la reconociese. Era la misma voz… ¡No!…, era el mismo tono de voz que tanto me sonaba.

—¿Mía? —Tenía la lengua pegada al paladar y era incapaz de mostrar emoción alguna—. ¿Es usted Mía?

—La última vez que hablamos te permití tutearme. Puedes hacerlo ahora también.

No lograba comprender nada. Un soplo de oscuridad le dio la espalda al contraluz. La anciana se descubrió delante de mí. La reconocí al instante.

—¡Usted… es… la… la religiosa…, la hermana del… del hospital del Santo Job!

Casi me desmayo de la impresión. Las arrugas de su cara, el pelo suelto y grisáceo, los labios prensados, las diminutas manos y la triste mirada cana. Era ella.

—En efecto, Adiel. Soy quien ves que soy, nada más soy y nada más seré.

—Pero…, pero, no logro entender nada… —Estaba realmente impresionado por la sorpresa.

—¿Y qué es lo que no entiendes, muchacho?

—Usted…, ¿usted no es una monja?… ¡Se supone que no comete pecados!

Mía se sentó a mi lado en uno de los poyos de azulejos. Levantó sus ojos al crucifijo de madera.

—Yo soy monja, como bien dices, y como tal una sierva de Dios… Rezo todos los días para que nuestro señor Jesucristo me dé fuerzas, y todos los días me siento regada por su gracia divina. Mis pecados son los pecados del hombre, y por ellos tengo que morir cuando llegue mi hora. Mientras tanto, mi deber es cuidar de los débiles y asolar a los que no tienen perdón…

Me pareció ver resbalar unas lágrimas por sus mejillas.

—¿Están todos muertos? —dijo.

Asentí.

—¿Donabella?

Agaché la mirada. Estuve a punto de romper en llanto. Asentí de nuevo.

—Ya todo ha terminado. —La monja recostó un suspiro dentro de su alma—. Yo también me muero, ¿sabes, hijo? Tengo algo en el hígado que me está dejando seca y me hace sudar de esta manera tan ridícula… Sudor amarillo…, es gracioso, ¿verdad? —Se inclinó despacio y me posó un beso en la frente.

—Lo siento…

—No, no lo sientas… Estoy deseando descansar.

Ya casi no había rescoldo de luz en la habitación. Los silencios se perdían entre las sombras y la penumbra. Todas mis palabras cayeron en una profunda marejada. La miré con pena. Ella me miró con compasión.

—Tengo mucho miedo, Mía, mucho mucho miedo. —Balanceaba mi cuerpo en el asiento, llorando por primera vez sin temor a equivocarme.

—Es normal que lo tengas. Todo está demasiado reciente. Pero no tienes nada que temer, Pierre ya no podrá hacerte daño…

Callé mis sollozos.

—¿Pierre?, ¡él era el único que se comportó como un amigo!

—Él no era ningún amigo, Adiel…

—¡No es cierto!, ¡me ayudó a seguir con vida! ¡Tortosa nos traicionó!

—Pierre lo hubiese hecho también tarde o temprano…

—¡No es cierto!

—Donabella lo sabía…, los dos lo sabíamos…

—¡Mientes!

Mía amansó la voz y me envolvió en sus brazos. Mientras, yo no podía parar de hipar y lamentarme.

—El odio, la codicia, la envidia…, el temor a lo desconocido…, es un mal veneno para el alma, Adiel…

—Pero… ¿Pierre?… Él… él…

—Él estuvo presente cuando mataron al padre Benito y no hizo nada para impedirlo…

—¿Cómo… puedes… saberlo?

—Ahora poco importa eso.

—Me importa a mí —susurré apocado.

—Tu tutor le vio salir justo después de ver cómo se iban los asesinos de la sacristía, y justo después de ver cómo entrabas tú por una ventana…

—Dios…, pero eso no prueba que me engañara, ¿no?…

—Asesinó a Paulo porque podría ponerte en contra suya… Engañó más de una vez a la Divina Providencia…, y eso es peor que traicionar a un juramento…, créeme

Morí y renací como las hojas caducas de un triste árbol desnudo. Tenía razón Mía, el odio, la codicia, la envidia y el temor a lo desconocido, todo era un mal veneno para el alma.

—¿Realmente mi padre está enterrado en aquella tumba tan fría?

—¿Tienes el tesoro?

—Sí. Solo es un sobre. Mi nombre está escrito en él.

—Creo que en él está la respuesta a tu pregunta.

Mía se levantó arrugando los labios y partió con un trocito de mi desdicha. Se dirigió hacia la penumbra. Se dio la vuelta y me sonrió.

—Cuando termines de leerla, baja y cena con nosotras. Dulce se alegrará de verte.

La monjita cerró la puerta a su espalda. Me quedé allí, pensativo, sin saber si abrir el sobre o enterrar mis recuerdos para siempre.

Mi bella Dulce. Tan bella. Mi enamorada. Mi única razón de ser. Yo viví todas mis torturas en la tierna y perpetua espera de sus abrazos, de sus besos, de su cariño. Fui feliz cuando asomaba en mí la imagen de su sonrisa, cuando la besaba en sueños y prometía amor eterno. Mi amada Dulce… Sentía el pulso de la vida palpitar a su lado, sentía mi propio calor radiar de su alma…

Ilusos los sueños son, porque ilusos los hombres somos.

Estaba muy nervioso. Antes de bajar a cenar me lavé dos veces la cara con el agua fría que estaba en la jofaina. Me cambié de ropa y me salpiqué un poco de colonia.

Abrí la puerta, bajé las escaleras corriendo y solo descansé al alcanzar la planta baja, donde deduje se encontraría el comedor. Me crucé con Ceniza, que llevaba entre sus manos una bandeja repleta de boniatos asados. La seguí por todo un pasillo bacheado hasta llegar a un salón grande, iluminado por varias lámparas de pie.

Allí estaba dándome la espalda Dulce, y enfrente de ella, mirándome con seriedad, Mía. A medida que me acercaba a la mesa, las canillas se tropezaban entre ellas, produciéndome un cosquilleo muy molesto en las rodillas.

Estornudé adrede dos veces, y una tercera vez aún más fuerte. Dulce se dio la vuelta y me sonrió como quien sonríe a un hermano pequeño.

—Hola, Adiel, ¿cómo estás? —me dijo enarbolando una gran sonrisa—. ¡Cuánto tiempo!

Me quedé turbado. Seguramente con cara de tonto. Siempre había creído que el amor era algo mágico, y que cualquier enamorado que lo estuviera de verdad era capaz de enamorar a quien quisiera. Descubrí entonces que eso no era verdad.

—¡Siéntate a mi lado, Adiel!

—Yo ya me iba —se disculpó Mía—. Nosotras ya hemos cenado, estábamos esperándote para el postre…, pero, prefiero no tomarlo, últimamente me da acidez todo… Buenas noches.

La anciana dejó sobre la mesa la servilleta con la que terminó de limpiarse los pequeños labios y se fue poco a poco; alejándose de nosotros con mucha tranquilidad.

—Te he echado de menos, Adiel. He echado mucho de menos tus tonterías, tu atontamiento conmigo, las charlas que teníamos sobre tu futuro o el mío, sobre América…

—Yo no he dejado nunca de pensar en ti…

Dulce sonrió y siguió hablando.

—Sé lo que sientes, no soy tonta. ¡Y no te voy a negar que en algún momento yo también me haya sentido atraída por ti de alguna manera! Yo te quiero mucho, Adiel, pero te quiero como amigo. Es lo máximo que puedo darte.

—¿Amas a otra persona?

La observé con detenimiento. Cada uno de sus movimientos me parecían bellísimos. Me miraba con una pena amable, y eso me dolía.

—Existe alguien, es cierto, pero de eso no quiero hablar, quiero saber cómo estás y qué vas a hacer ahora que todo ha terminado.

Me encogí de hombros.

—Yo estoy bien, no te preocupes. Después de lo que me ha pasado… ¿Lo sabes todo?, ¿te lo ha contado Mía?

—Sí, lo sé todo…, se llama Virtudes…

—¿Cómo?

—Mía es sor Virtudes…

—Sor Virtudes…

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—No lo sé con seguridad, quizá vaya a Francia, a Niza…, o quizá vaya a América con Gonzalo, el hijo de Pascualín el Mangascortas, el que quiso ser cantante… Dicen que de allí, con un poco de suerte, puedes venir nadando en oro. ¿No me vas a decir siquiera su nombre?, ¿cómo se llama?

La miré con toda la convicción que pude y asintió. Un escalofrío me zarandeó todo el cuerpo, desde el dedo gordo del pie hasta la coronilla.

—Voy a encomendar mi vida a Dios. Quiero ser monja.

Me quedé sin palabras. Permanecí durante unos segundos dividido entre la admiración muda y la risa, porque, aunque estaba seguro de que nunca podría hacerle cambiar de opinión, también lo estaba de que ningún otro hombre volvería a darle un beso, aunque fuera robado. Por su parte, Dulce me seguía mirando con esa pena amable que tanto me molestaba.

—¿Mon… monja?

—De las carmelitas descalzas…

—¿Es lo que quieres?

—Claro —dijo sonriendo—. Siempre lo he querido en realidad. Desde que era una niña… A mi madre también le agrada la idea, guardó un recuerdo muy bonito de cuando trabajó como ama de llaves de sor Virtudes antes de conocer a mi padre. ¿No lo sabías?

Negué con la cabeza.

—Eso sí que fue una historia de amor, la de mis padres…, se quisieron muchísimo. Mi madre nunca ha superado su muerte.

Recordé lo que me confesó mi tutor sobre Dulce: ella era su hija, y nunca debía saber la verdad.

—Don Elías era un buen hombre, lo dice todo el mundo…

—Lo era…, aunque no tienes por qué mentirme, sé que todos piensan que era un borracho y que murió por culpa de su mal beber… Eso no me importa.

—¿Y a qué convento vas a ir?

—A Ávila.

—¿Cuándo?

—Mañana a las cinco de la mañana… ¡Me acompañará mi madre! Ella está aquí conmigo desde hace unas semanas, en cuanto sor Virtudes le mandó recado para que viniera. Saldremos muy temprano…

Me quedé pensativo mirando la comida que había en la mesa. La visión de los boniatos hechos puré me produjo náuseas, pero aun así cogí un tenedor y estrujé uno bien hermoso en el plato.

—Con miel están riquísimos…

—Y con leche también —le dije con lágrimas en los ojos—. Y con azúcar.

—¡Eh!, Adiel…

Cerré los párpados, los apreté con fuerza. Intenté sonreír pero me temblaban demasiado los cachetes.

—No pasa nada, Dulce. No es nada… Algo me habrá entrado en el ojo…

—Me olvidarás, ya verás…

—Eso es imposible —conseguí despertar una leve sonrisa en mi rostro. Mi dulce Dulce me secó con sus dedos las lágrimas.

—Rezaré mucho por ti, Adiel…, todos los días de mi vida…

—Y yo te seguiré amando hasta que me canse de vivir y me ahogue de pena…

—Cuídate, amigo.

—Cuídate…, amiga.

Nunca me atreví a abrir el sobre del poeta. Quizá por miedo. Quizá por respeto a la muerte.

El tesoro de mi padre ha envejecido conmigo cincuenta y siete años, tantos años como días pasé en el infierno. Los viejos observamos nuestras vidas con denostada nostalgia, nos humillamos con el olvido, y esperamos que no nos olviden. Como si eso nos salvara de la muerte.

Perder la juventud es un pecado que embellece la historia de la humanidad. Cada día que pasa nos salvamos.

Juré que jamás volvería a sufrir y hoy he roto el juramento: he abierto el legado del poeta después de toda una vida.

Su vida…