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PURA ESTRATEGIA
El cocinero y sus hombres prepararon una mesa en el comedor. Dispusieron un mantel de tela y despejaron el lugar de sillas y estorbos. El sol ya penetraba con toda su intensidad desde las pocas ventanas que estaban abiertas. La luz se escapaba de la penumbra en la cual nos sumergimos mi tutor, el Francés y yo esperando a que terminaran de recoger los últimos cristales de un vaso que se había roto.
Junto a la barra del bar, en una de las esquinas, incrustada en la pared, había una sucia pizarra con el menú del día anterior copiado en ella. Parecía la letra de un niño: rectas jotas y bellas eles tiesas y altas, eses como curvas sibilantes, y ges aplanadas y larguísimas. Al pie de aquella pizarra, encima de una banqueta, estaban el libro y el rosario.
Nos acercarnos todos a la vez. Solo se oía el ruido del bastón del Francés. El rostro más compungido era el de mi tutor, parecía una momia marchitada por una muerte lenta y precoz. Donabella sacó de su bolsillo la bolsita con el producto químico que había traído consigo escondido en el tacón de su zapato. Cogió el libro y el rosario de la banqueta y lo puso todo encima de la mesa que Tortosa y sus secuaces habían colocado en el centro de la sala.
Fred y Urría se fueron.
Tito posó sobre nosotros una mirada confusa, asustada, como si se acabara de dar cuenta de que nunca estuvo seguro de nada de lo que había dicho. Levantó la cabeza y suspiró hondamente. Sonrió y lanzó un pequeño grito. Luego volvieron a iluminársele los ojos.
Todos le observábamos atentos y callados. En un almizcle improvisado hizo un potingue con el vitriolo verde y untó con él varios folios de papel. Bastó que las hojas impregnadas de esa sustancia tocaran las páginas inmaculadas del librito de las tapas blancas y cuarteadas para que poco a poco unas letras azules empezaran a surgir del olvido. Ninguno ocultó la alegría, empezamos a dar saltos y nos abrazábamos estúpidamente. En aquel anhelo nadie sospechaba de nadie, y todos fuimos felices por un instante de consuelo.
Estaba allí, delante de nosotros. Podían ser los versos de una confesión maldita. Podía ser la custodia de un pasado, la condena de un futuro. El secreto que no se atrevió a contar nunca un poeta. Podía ser la salvación, o la muerte. Podía ser cualquier cosa.
Mi tutor exclamaba preso de la admiración…; para todos los demás aquellas letras azuladas que brotaron como por encantamiento seguían siendo invisibles. No nos atrevíamos a mirar por miedo a retener para siempre en las retinas algún maleficio o embrujo lanzado por mi padre desde el mismo infierno. Donabella empezó a leer en voz alta.
Cada día que pasa le doy gracias a Dios porque puedo sentir que aún palpita tu corazoncito contra mi pecho. Ya habrás crecido y serás todo un hombre. Estoy seguro de que tu madre ha hecho de ti una persona de provecho. Cuídala mucho. Quiérela mucho. Ella es amor.
Adiel, hijo mío, mi vida es todo odio, dolor, he tenido la desgracia de ser un mal hombre, de tener marcado en mi destino un rastro de sangre, la sangre de mucha gente inocente. Se acerca el día en el que los muertos volverán a tomar las riendas de la vida. Recuerda eso, hijo, el pasado siempre regresa si este está descontento con su futuro. No tengo perdón. No lo quiero tampoco. Ojalá nunca hubiese escrito esta esquela, ojalá nunca la encuentres, pero deseo que tu pasado descanse eternamente, y la única manera de que eso sea así es desterrando y matando para siempre mi culpa.
Hace unos años me propuse cambiar mi mundo. Limpiar la maldita conciencia, que tantos versos escribió por mí. Quizá ya conozcas quién fue tu padre, el verdadero, a ese que llaman el poeta. Pero yo te voy a hablar otra vez de él, de mí, y lo haré creyendo que me estás escuchando sin rencor, sin la vergüenza oprimiendo tu alma. Nunca he creído en el amor. Desde que era un niño he estado rodeado de afecto y de cariño, pero he sido incapaz de soportarlo conmigo y por eso siempre he necesitado escribir versos que huyeran de mi frustración. He luchado mucho, he peleado por querer, por amar, por ser honesto con mi suerte…, pero ha sido una pelea injusta y en balde. La muerte que espero es la que yo mismo he sembrado. Estoy condenado. He vagabundeado tanto por la infelicidad que incluso estoy feliz de saber que me he equivocado al elegir mi vida. Es la hora de que descanse mi memoria. Ahora sí.
Debes hacer esto por ti. Solo por ti:
En el cementerio de la Alegría, enterrados bajo las raíces de los cuatro naranjos, se encuentran unos baúles de hierro repletos de documentación de cuando la guerra. Hay informes detallados de todas las maquinaciones con las que el Tribunal Serenísimo se hizo con el poder, hay suficientes datos como para remover miles de tumbas. Ni don Antonio Grádalo, ni don Ángelo, ni Saturnino, ni Pierre, ni Tortosa, ni Palacios, ni siquiera el bueno de Pañitos, salen bien parados en esos documentos. Hay escrituras robadas, falsificaciones, confesiones juradas, hay cientos de dosieres de otros cientos de víctimas, de las cuales muchas no tienen ni quienes les lloren. Devuélveles la vida, hijo mío, haz que descanse mi memoria. Y lo haga en paz.
En paz…
En el cementerio de la Alegría,
el soldado de Dios aguarda a la vida,
el soldado de Dios encuentra la muerte
Nos quedamos callados. Tito me sonrió con ternura. Entre las miradas desperdigadas se perdió la habitual seguridad de Pierre, y el gesto altanero y arrogante del cocinero. Una cautelosa preocupación asomó en ambos rostros.
—¿Y —dijo uno— cómo haremos para coger lo que nos interese de los baúles sin que se den cuenta?
—¡Allí hay cientos de naranjos! —dijo el otro—. ¿Y qué hay del rosario?… A ver…, Francés, Adiel, Tito…, no dice nada el mensaje del rosario, ¿verdad?
Todos negamos con la cabeza. Pierre cogió entre sus manos el rosario y empezó a darle vueltas. El cocinero escudriñaba desde donde estaba cada uno de los vuelcos que el Francés le daba a las bolas.
—¡Es un rosario cualquiera! —terminó explotando Tortosa—. ¡Un puñetero rosario normal y corriente! ¡Deja de darle vueltas!
Pierre dejó caer en la mesa el rosario, hizo que se le resbalara de los dedos, sin renunciar a mirar a Tortosa con indiferencia.
—Esto no puede salir bien… —susurró el Francés.
Mi tutor suspiró; desde donde estaba, delante de todos, podía mirar cansadamente cada uno de nuestros movimientos.
A mí, mis manos me estaban mareando: abre puño, cierra puño; abre puño, cierra puño. Tortosa apoyaba incesantemente su barbilla en un hombro u otro: derecha, izquierda; derecha, izquierda. Pierre no dejaba de repiquetear con sus tres talones: tacón, bastón, tacón; tacón bastón, tacón…
Donabella volvió a suspirar. Alzó su mano hasta tocar casi la lámpara que colgaba del techo. Mantuvo unos instantes esa pose, después la bajó y arrancó a hablar con una inusitada confianza, como si su coraje hubiese estado preso durante toda su vida, en una jaula de oro, esperando este preciso momento:
—No podemos seguir con el plan tal como lo habíamos pensado… Seguramente el cementerio de la Alegría estará vigilado día y noche y, si decidimos quedarnos con todo el pastel para nosotros solos, ¡démonos por muertos antes de que termine el mes! No tentemos a la suerte… Ángelo está convencido de que os traicionaré, espera mi señal para ir a por vosotros… Dejadme que vaya a verle y le convenza de que es imprescindible hacer un trato, de que es lo mejor… ¡Tendremos una oportunidad!
—¿Una oportunidad de qué? —gritó el Francés—. ¿Crees que son tan estúpidos como para dejar que todo esto se les escape de las manos?
—¡Pero no hay otra manera de salir vivos de esta pesadilla! ¿¡Es tan difícil de entender!?
El comedor se quedó un buen rato retumbando las asfixiadas palabras de mi tutor.
Era miedo lo que se respiraba. Mucho miedo.
—Creo que tiene razón, viejo amigo —terminó por decirle el cocinero a Pierre—. Tenemos que ser realistas…, si no podemos vencer, al menos intentemos que tampoco nos venzan.
—Está bien…, pero iremos todos a la casa negra a hablar con ese facineroso…
—¡Imposible! —gritó con furia Tito—. Si vamos en tropel para negociar con él sabrá de antemano que tiene todas las de ganar, partirá con ventaja; pero si en cambio soy capaz de convencerle de que es indispensable hacer un trato, el mango de la sartén estará de nuestro lado… Yo no tengo nada que perder…, ni siquiera el poeta me nombra en el mensaje…
—¿Y quién nos asegura que no nos traicionarás?
—Francés, Adiel se queda con vosotros… Para mí es como un hijo. Nunca podría perdonarme el que le pasara algo por mi culpa…
—¿Adiel como prenda?
—Os aseguro que no os traicionaré…
—Más te vale, botarate.
La expresión de Donabella no reflejaba una mota de miedo, su presencia era perspicaz y seria, y su actitud traslucía una seguridad firme y decidida. Yo estaba conteniendo el aliento desde hacía varios minutos sin saber muy bien qué sería de mí. Me turbaba la idea de no ser importante para nadie y de que, llegado el caso, alguien decidiera vaciar su ira sobre mi mala suerte.
—Anda, Tito, vete ya —le azuzó al fin Pierre—. No nos moveremos del restaurante esperando una respuesta.
Donabella me miró fijamente.
—De acuerdo. Marcho entonces… Les diré, si hay trato, que nos citemos en el cementerio de la Alegría esta misma tarde al anochecer…, o mañana al amanecer.
El joyero dio unos pasos hacia delante con la cabeza agachada.
—Bobalicón…, ¡espera!
—¿Sí?
—No nos la juegues. No dudaré…, no dudaré en ahorcar al chico en uno de esos naranjos del cementerio si tengo la más mínima sospecha de que nos has traicionado…
Mi tutor se detuvo en seco. La aguileña nariz emergió de la negrura de su rostro.
—Ya lo he dicho una vez, ¿cuántas más necesitas oírlo? ¡Nunca podría perdonarme que le pasara a Adiel cualquier cosa desagradable por mi culpa!…, no me lo podría perdonar. Para mí —Donabella levantó su incipiente barba y miró fijamente a Tortosa. Con asco—, ¡para mí sí tienen valor las promesas, los juramentos y las palabras dadas!
Fueron horas interminables en las que no cruzamos palabra. Nos pasamos toda la mañana en tensión, sin probar bocado y sin apenas movernos de nuestro sitio. Fred y Urría habían desaparecido del mapa. Al atardecer, Tortosa se fue a la cocina y trajo una tabla repleta de quesos y fiambre que colocó en la mesa del comedor. Nos indicó con la cabeza que nos sentáramos, y descorchó una botella de vino tinto. Llenó tres vasos hasta el borde y se sentó a esperar. Pronto serían las ocho de la tarde. La expectación me estaba matando.
Pierre cogió su vaso de vino y se lo bebió de un trago. Inmediatamente después, mudo, dejó unas cortezas de queso encima de la mesa y se levantó de donde estaba. Se excusó y fue a marcha perezosa en dirección a la barra, a los retretes de caballeros. Cuando ya no se escuchaban los taconeos del bastón del Francés, el cocinero se levantó de su silla y se arrimó tanto a mí que quedé cercado contra su cálido aliento. Su voz era dócil y amable.
—Adiel, muchacho, no tengas en cuenta lo que le dije a Donabella sobre colgarte de un naranjo. Nunca haría eso. Lo dije para comprobar hasta qué punto ese mentecato estaba diciendo la verdad.
—Buena actuación —dije con resignación—. Yo me lo creí.
Me había olvidado del miedo. No supe cómo, pero estaba fijamente mirándole a los ojos sin ningún temor. Tortosa sonrió y me devolvió la mirada con deleite.
—Tú y yo tenemos un juramento, lo recuerdas, ¿no?
El cocinero pareció leerme el pensamiento y sonrió maliciosamente.
—¿No lo recuerdas o no quieres recordarlo?
—Yo juré que nunca desvelaría lo que en el tesoro ponía sobre ti, y que haría todo lo posible para que Mía tampoco lo desvelara.
—Y yo juré sobre la misma cruz de Jesucristo que no te pasaría nada… mientras estuvieras conmigo.
—Eso es…
—¿Quieres que te diga una cosa que te va a tranquilizar?
Seguí mirándole con la misma confianza y asentí. Tortosa bajó aún más la voz y me arropó con sus brazos, rodeándome completamente.
—Sé que ni tú podrás cumplir tu juramento ni seguramente yo el mío. Claro que ninguno de los dos lo romperemos de manera maliciosa, por lo que no cometeremos perjurio ni seremos castigados por ello. ¿No es un consuelo saber que no tenemos que temer castigo alguno?
No sé por qué, pero aquella amenaza velada del cocinero me alivió en vez de preocuparme.
—Supongo que sí, que es un buen consuelo.
El taconeo del bastón del Francés hizo que Tortosa volviera a su silla. Me sonrió maliciosamente una última vez.
Pierre se quedó de pie, apoyado en una columna. Encendió un cigarrillo y empezó a suspirar. Era la imagen de un hombrecillo famélico y aterrado. El humo se le escapaba de entre los dedos y observaba quizá algún pensamiento que se arrastraba por el suelo con tristeza sin decir nada. Pronto sería de noche.
—¿Dónde están tus hombres?
El cocinero se encogió de hombros.
—Les he dado el día libre.
El Francés se rio. Tiró el cigarrillo y se acercó a la mesa.
—Pues entonces eres más estúpido de lo que yo creía.
Tortosa sonrió serenamente, recostándose en su silla.
—¿Y eso por qué?
Pierre me miró de reojo. Yo agaché la cabeza.
—Yo les hubiera mandado a que fueran al cementerio de la Alegría a tomar posiciones. A esconderse por ahí sin que los vieran…, por pura estrategia.
—¿Ah, sí?, ¿por pura estrategia?
—Sí, no me digas, amigo, que no lo has pensado. ¡No!, ¿no lo has pensado?
La voz del Francés atrapaba la ironía del cocinero, que le respondió con una tos inventada.
—Te pondré un ejemplo, querido amigo, de lo que es la estrategia, ¡y tú, Adiel, escucha y aprende de un veterano de guerra! En toda cruzada que se quiera ganar, y esto lo saben todos los generales de todos los ejércitos, hay que sacrificar peones de la tropa. En una batalla, una primera avanzadilla de valerosos y generosos hombres marcharán salvajemente en una carga homicida contra el hostil rival, ¡serán los que más pierdan en los prolegómenos de una victoria!, caerán como chinches, ¡pero también abatirán muchos enemigos!; en un segundo y rápido movimiento, otras fuerzas motorizadas y ayudadas por cañones de artillería rodearán todo el campo de hostilidades, masacrando, cuantas más víctimas mejor, sembrando el desconcierto y el pavor por doquier…
Tortosa exclamó cómicamente, abriendo mucho la boca, sin emoción.
—Por último, por fin, una tercera división, compuesta por el grueso del ejército y todos los mandos y estrategas, cabezas pensantes, inútiles solo en apariencia, entrarán victoriosos a desequilibrar las fuerzas…
—¡Bravo!, ¡bravo! —aplaudió el cocinero—. Ahora lo he entendido, gracias, amigo, si es que soy un asno enorme e ignorante…, gracias, gracias, amigo… Nunca podré pagarte toda la sarta de tonterías que has contado en un momento.
—Estúpido arrogante…
—Según tú, tengo que sacrificar a mis «peones» para poder ganar la «batalla»… Buena estrategia…, pero hay algo que falla en toda tu maquinación, amigo, y que hace improbable que funcione tu táctica: hay demasiados generales en esta guerra.
—Demasiados, claro… Solo hablaba para matar el tiempo…, amigo… Los dos sabemos que no eres tan estúpido como aparentas…, ¿verdad?
Me pareció que el Francés se alegró de poder escaparse de aquella conversación y volver con su preocupación inicial, esa que se arrastraba por el suelo con tristeza sin decir nada. Se encendió otro cigarrillo.
—Estamos todos nerviosos, muy nerviosos —dijo en voz baja Pierre—. Muy nerviosos.
No fue hasta las doce de la noche cuando apareció. Reconocí enseguida el rostro cetrino y el enorme mostacho gris que le tapaba media cara, y la revista vanidosa de vividor que estampaba el elegante traje negro de corte inglés que llevaba puesto. Mario, el mafioso de Ángelo, traía un mensaje, escueto:
—Don Ángelo les va a dar la oportunidad de seguir vivos. Mañana a las ocho de la mañana en el cementerio de la Alegría. Vosotros dos y el ragazzo; nada de sorpresas.