17

… MORIR DE FRÍO…

Estoy seguro de que a Pierre le bullían en su cabeza tantas o más dudas que a mí sobre quién era esa mujer misteriosa que se hizo pasar por la novia del desventurado amigo mío; sobre qué secreto o guarda contenía la llave que se había llevado. Pero esto es una suposición mía; el Francés, en su creencia de tener toda la sabiduría necesaria que un hombre puede llegar a poseer, no era capaz de percatarse de que su ignorancia estaba más teñida en su frente que el miedo al desconcierto en la mía. Yo lo veía así, él era lo más parecido a un amigo; a fin de cuentas nadie más en el mundo podía decirme, en aquellos días de mi vida, qué era lo mejor o lo peor que podía sucederme. Pocas veces parecía estar nervioso o cabreado. Eso me ayudaba a no desfallecer.

—No hay que darle más vueltas a las cosas que las que se merecen —me decía en un tono tranquilizador—. Al final todo tiene solución. Incluso la muerte es una solución.

Hacía tiempo que no me fijaba en la cojera del Francés. Caminaba a lo largo y ancho de la cocina con una taza entre sus manos, humeante. Los pasos parecían acortarse, al tiempo que en mi mente yo esperaba el cojeo de la pierna más estirada, o de la más corta. Al final, uno termina por acostumbrarse a las pequeñas taras que ve todos los días, se quedan paridas y pegadas en una rutina de imperfecciones interminables.

—No creo que Ángelo trabaje con mujeres, por lo que descarto que sea uno de sus secuaces el que fue con la mujer misteriosa al pueblo a recoger esa llave.

—Pero… ¿no recuerdas lo que te dije de la mujer a la que escuché murmurar en la casa de Ángelo? Podría ser la misma.

—Sería difícil de creer. Para Ángelo, una mujer es una posesión carente de valor. A excepción de su propia esposa, no creo que exista ninguna que le merezca confianza. Por lo que yo sé, la señora de Ángelo es demasiado mayor y fea como para parecerle bella a ningún pobre viejo. Eso sí, entiendo que hay que remover las pocas luces que aún tenemos porque el tiempo se nos escapa.

—Sí —dije sin saber lo que afirmaba—. Yo pienso lo mismo.

El resplandor de la calle entraba por los cristales impolutos de la ventana, apenas era una luz velada y brillante. Por el horizonte se apreciaba una siembra de nubarrones y oscuridad que preludiaba un día colmado de lluvia y frío.

—Iremos de nuevo al cementerio de la Alegría y le llevaremos al guarda la foto de tu tutor que nos trajimos de la joyería. De esa manera saldremos de dudas. Él nos dirá si Donabella es el mismo hombre que se montó en el taxi con aquella mujer, y si es él quien repitió visita en dos ocasiones.

Camino del cementerio de la Alegría, en el coche, intenté recordar, en vano, si alguna vez, en alguna ocasión, Tito Donabella me contó algo sobre el cruento y enigmático pasado de mi padre. Siempre tuve la impresión de que mi tutor pretendía por todos los medios evitar el tema, pero yo lo achacaba al miedo de este por remover algunas heridas de cuando eran jóvenes y amigos. Seguramente me equivocaba.

—No me gusta el cielo —observó Pierre después de aparcar el Citroën en el mismo sitio que la última vez que estuvimos allí—. Parece que va a caer una buena tormenta. Bajemos y démonos prisa.

La sillita se encontraba en el mismo sitio, incluso la sombra y su limonero, pero no había rastro del hombre que fumaba su pipa pausadamente. Saltamos el pequeño barrizal que había delante de nosotros y oteamos lo poco de horizonte que podíamos otear. No veíamos por ningún sitio al guarda.

—Igual no está —dije.

—Iremos a los naranjos, puede que se encuentre allí.

El Francés me agarró de la manga bruscamente y me indicó con la cabeza que le siguiera.

—¿Cómo dijo este que se llamaba? —me preguntó casi riendo—. ¿Pollito?

—Pañitos —contesté—, dijo que le llamaban Pañitos.

—Eso, eso…, Pañitos.

Empezamos a gritar su nombre en medio de los naranjos; el vozarrón de Pierre retumbaba entre los troncos de los árboles trayéndole de rebote un silencio solo acompañado de algún susurro que el viento acarreaba del norte.

—No está. Mala suerte.

—Estoy cansándome de tanta mala suerte —refunfuñó Pierre—. Vayamos al final de esta hilera…, aquello parece un muro de piedra…, ¿una cuadra?…, ¿un establo?…

El cielo comenzó a tronar en el mismo instante en el que los mugidos de unas vacas nos confirmaron la utilidad de aquellas paredes embarradas y sucias a las que nos dirigíamos. El techo, por llamarlo de alguna manera, lo formaban cuatro vigas de madera que sostenían a otros cuatro tablones apolillados y asimétricos. Los tabiques del cobertizo apenas eran una argamasa de cal, arena y agua, húmedas y agrietadas. Empezó a llover. Parecían caer chuzos del firmamento, goterones de agua mezclados con granizo. El Francés y yo nos metimos debajo de aquella techumbre miserable a resguardarnos de ese inesperado chaparrón. Nos hicimos un hueco entre las dos bestias que moraban en aquel lugar.

—¡Lo que nos faltaba! —Pierre encendió un cigarrillo y se puso de cuclillas, resignado—. Tomemos esto con calma, Adiel. Las tormentas a estas alturas de la primavera no son tan violentas como en el verano, en diez minutos pasaremos del diluvio universal a la calma más absoluta.

Las dos vacas estaban inquietas. El granizo golpeaba con fuerza la madera que nos cubría.

—¿Odias a tu padre?

La pregunta me cogió por sorpresa. El Francés miraba al suelo envuelto en una nube de humo.

—Es natural que un hijo odie a su padre, a veces. Eso no significa que no lo quieras, ni que tengas la extraña sensación de que fue un buen tipo. Los enamorados se quieren más cuanto más se odian, ¿lo sabías? Todos hemos odiado…

—Yo nunca odiaré a mi padre —le interrumpí—. Nunca podré odiarlo porque no lo conocí.

—Di mejor que nunca lo admitirías, que nunca serías capaz de reconocer que sientes odio por un ser querido.

—Si sintiera odio por un ser querido, no sería un ser querido, sería un ser odiado.

Pierre surgió de entre el humo del tabaco como una aparición, me señaló con el cigarro encendido, muy serio, agarró una pequeña china del suelo, me la tiró a los pies y meneo una y otra vez la cabeza riendo a carcajadas. Su risa era contagiosa.

—¡No te enfades, Adiel! —dijo—. ¡Borra esa expresión de tu cara! ¡No odias a tu padre! ¡Me has convencido!

Las palabras del Francés tenían un marcado tono de burla.

—¿Cómo podrías odiar a alguien que no has conocido?, ¡tienes razón!, tienes razón…

Ya hacía rato que notaba en los huesos un frío húmedo, el propio para pillar una buena pulmonía. No se oía otra cosa que el ruido de la tormenta, los truenos y el eco sordo de las patadas del aguacero en el tejado. La lluvia avanzaba a rachas, casi a tientas, unas veces golpeaba de levante y otras de poniente. En algunos momentos nos dejaba respirar con tímidos descansos, apenas segundos de suaves descansos.

—Tengo mucho frío —dije—. Estoy calado.

Pierre apagó el cigarrillo que tenía entre los dedos en un charco de agua. Me dirigió una de sus medias sonrisas antes de levantarse de donde estaba y de hablarme con voz tranquila, casi amable:

—Sí, será mejor que intentemos llegar al coche e ir a casa a ponernos ropa seca. No es buena idea esperar a que salga el sol, ¿verdad?

—No, no lo es —dije tiritando de frío.

Las dos bestias del establo resoplaban turbadas, posiblemente por nuestra compañía.

—Morir de frío… —dijo el Francés a modo de preludio—. Es una manera horrible de morir, pero…, aunque parezca mentira, no es una muerte dolorosa, ni cruel.

Mientras le contemplaba, en una especie de gozo por lo absurdo, Pierre se afanaba en hablar con la suavidad suficiente y justa para impresionarme. Sus ojos marrones parecían brillar con el frío que le aprisionaba; los cuarteados labios se movían levantándose de entre sus propias palabras; las gotas de agua que caían de su frente se estrellaban sin oposición en la nariz. Le había oído hablar tantas veces, y a la vez tan pocas, que no era ninguna novedad para mí el no saber qué quería o qué pretendía decirme. Al Francés no le importaba parlotear sobre lo diáfano del ser humano, del sufrimiento, o de la muerte. Me hizo un gesto de fastidio, como si supiera lo que estaba pensando, y continuó explicándome lo indecoroso que era morirse de frío.

—Al principio aparecen dificultades para razonar, así como confusión y desconcierto. Poco después desaparecen totalmente los reflejos, y las pupilas se dilatan de manera que el iris queda inmóvil, inerte. Enseguida un sopor profundo te hace perder la conciencia, la sensibilidad…, la capacidad del movimiento. Y, por último, si no se pone rápidamente remedio, el corazón fatalmente se detiene…

Creo que emití un gruñido que tanto podía expresar malestar como asombro. Pierre abrió los ojos lo máximo que pudo y rompió a reír. Aliviado, yo también reí.

—A la de tres salimos corriendo, sin parar hasta llegar al coche —propuso el Francés en mitad del estruendo que produjo un trueno—. ¿Preparado?

—Sí —contesté, hundiéndome hasta las cejas una gorra de lana y abotonándome hasta el último de los cierres de la chaqueta.

El Francés se dispuso en el borde del establo, con media cabeza al descubierto.

—¡A la de una!…, ¡a la de dos!… —Pierre salió corriendo trastabillado antes de terminar de contar—… ¡A la de tres!

Empecé a correr a un ritmo bastante rápido por detrás del Francés, que, a pesar de su cojera, conseguía mantenerse por delante de mí sin ningún esfuerzo. Veíamos moverse al son del viento y la lluvia una ringlera de naranjos dispuestos de dos en dos, pareándose en igualdad de tamaño y ramaje. El barro empezaba a colarse por los dobladillos de los pantalones y el agua nos golpeaba en el rostro sin piedad. Corríamos como alma que lleva el diablo, braceando a destiempo y jadeando con brío a causa del esfuerzo.

El porche lo teníamos enfrente. La penumbra de la lluvia nos impedía ver con claridad más allá de unos pocos pasos, pero después del porche se encontraría la sillita, el limonero, su sombra, el barrizal, y a cinco metros nuestro coche. Al mismo tiempo que nosotros, por el cielo corrían nubes negras que lloraban a mares, llenando todo el campo de un lodo interminable y espeso. Pierre se paró un segundo a respirar, apretándose los riñones con fuerza antes de subir los dos escalones que nos llevaban al porche de la entrada de ese huerto gastado de naranjos anegados.

Todo se paró. De pronto, todo se paró.

Yo solo pude ver cómo la silueta de alguien, una silueta tenebrosa y rodeada de miedo, surgió de la nada, estrellando contra la cabeza del Francés una especie de pala que aferraba en alguna parte…, dejándole tirado, en un suelo sucio.

Di un grito ahogado.

Quedé hipnotizado, seducido por la sangre de Pierre que se mezclaba con el eco de la lluvia, y con la tierra y el agua. El aguacero, al contrario de lo que pensó en un principio el Francés, había decidido perpetuarse durante una eternidad. Ahora el agua caía con tal virulencia que apenas se podía distinguir a un palmo de distancia. Intenté moverme, correr, saltar, hacer algo, pero estaba confundido, y cuando me quise dar cuenta ya no podía hacer nada. Cubrieron mi ojos, taparon mi boca, ataron mis manos y me introdujeron en el maletero de un coche.

Empecé a rezar…, no quería morir de frío.

—Tranquilo. No te pasará nada.

Su voz me era familiar.

—Solo haz lo que ellos te pidan.

Esa voz de mujer.

—Cuando me vaya puedes quitarte la cinta de los ojos.

La misma voz de mujer.

—Descansa.

La cerradura crujió al cerrarse la puerta. Me encontraba dentro de una habitación totalmente a oscuras, sin ventanas. Me habían secado y cambiado de ropa, aunque en ningún momento habían permitido que me quitara la venda de los ojos.

Me acurruqué en un rincón. No podía dormir, no podía descansar. La lluvia golpeaba estrepitosamente en mi cabeza. La risa descontrolada del Francés retumbaba en la habitación. No podía quitarme de encima la imagen de esa sangre mezclada con el barro, en el suelo, al lado del cuerpo inmóvil. Me estaba volviendo loco; estaba loco de miedo.

Intenté controlarme y llorar para aliviar un poco la tensión que me comprimía. Distraje la atención acogiendo para mis nostalgias cualquier ruido que pudiese escuchar. Normalmente disfrutaba durmiendo con la ventana abierta, así las cantinelas de la intemperie me acompañaban durante mis horas de sueño. Hice lo mismo. Intenté abrir una ventana en mi soledad para dejar que se colaran esas coplas inoportunas de la calle.

Cerré los ojos y escuché esas coplas inoportunas de la calle.

Lo primero que oí fue al tranvía rodar muy cerca de donde estaba, casi pude sentir a mi lado los raíles calientes temblando al pasar. Los coches en la carretera apenas hacían ruido, escondidos en la lejanía, un leve susurro. Se escuchaban pasos, unos pasos sordos, ahogados, como los de una persona mayor o enferma. Después alguien reía en un lugar indeterminado de ese mismo edificio. Un vaso caía al suelo. Un niño lloraba. Alguien corría, se acercaba a la puerta, podía incluso sentir cómo apoyaba la cabeza en la pared intentando escuchar mi respiración asustada.

Extrañamente, no me sentía débil o incapaz de tomar decisiones. Tenía el convencimiento de que no había solución posible, y eso, por raro que parezca, me tranquilizaba. En aquel momento de confusión opinaba que la lucha sería inútil e innecesaria si probaba a creer en una justa por la que luchar. Consideraba que debía abandonarme, en cuanto pudiera, a los placeres de la ignorancia, a la blasfemia de una humanidad escéptica que miraría siempre al lado de lo absurdo. Me abandonaría a la felicidad barata, a esa que no atiende a razones del alma ni que sufre de desamor.

Me haría mudo, sin silencios.