APOGEO LEONÉS Y ALBOR CASTELLANO

El testamento de Alfonso III, el Magno, y la consiguiente repartición de su reino entre sus herederos, García, Ordoño y Fruela, propició la aparición del nuevo reino leonés. El primogénito García I se empeñó en seguir hostigando las fronteras de al-Ándalus. Su pronta desaparición en 914, dejó vía libre para que su hermano, Ordoño II, asumiera el trono estableciendo la capital en León; de este tiempo surge el asalto y conquista de Talavera. Durante toda la centuria, León se convertirá en un complejo entramado de intereses dinásticos en los que se sucederán diversos monarcas que no conseguirán otra cosa, sino debilitar a este reino defensor de las antiguas costumbres góticas, y por ende, de la más rancia tradición católica; no olvidemos que, a estas alturas de la historia, Santiago de Compostela constituye después de Roma el segundo enclave importante de la cristiandad y su defensa, por tanto, es fundamental para mantener vivo el espíritu de «la Cruzada» contra el infiel musulmán.

En 912 Abderrahman III llega al poder en al-Ándalus. Gracias a su buen gobierno la endémica crisis del emirato omeya se torna esplendorosa con la fuerza del carismático líder andalusí; es momento para la irrupción del Califato.

Abderrahman descolla como la personalidad más influyente de la península Ibérica en unos años donde los reinos norteños deambulan erráticos en la búsqueda de cabezas coronadas capaces de aglutinar sentimientos e intereses comunes. Las alianzas políticas y matrimoniales entre navarros y leoneses se hacen más necesarias que nunca, mientras los condados catalanes avanzan firmes en su ansiada independencia de los debilitados francos.

Abderrahman III, convencido islamita proclama la yihad o guerra santa contra el infiel cristiano, en el deseo de asestar un golpe definitivo a los eternos enemigos del norte peninsular. El mismo se pone al frente de un impresionante ejército compuesto por levas cuajadas de entusiastas soldados de Alá; comenzaba un calendario de azote y guerra para las huestes de la cristiandad.

Nos encontramos en el verano de 920: los pueblos y ciudades a uno y otro lado de la frontera se preparaban para las acostumbradas razias o aceifas pero, en esta ocasión, el ataque musulmán iba encabezado por el todavía emir Abderrahman III. Los servicios de espionaje de los dos bandos funcionaron esos días de forma frenética; lo que en principio parecía una aceifa contra Zamora se desveló como un ataque generalizado sobre Navarra. El rey Ordoño II, quien esperaba una acometida en Simancas, acudió a toda prisa en ayuda del rey navarro Sancho Garcés. Todo fue inútil y los dos monarcas junto a sus tropas fueron batidos en Valdejunquera. De ese llano navarro llamado por los cronistas árabes Muez, fueron pocos los caballeros y guerreros cristianos que lograron escapar. Sin embargo, la victoria musulmana no fue aprovechada convenientemente en la modificación de cualquier tipo de frontera establecida.

Ordoño II siguió guerreando hasta su fallecimiento en Zamora en 924, fecha en la que su hermano Fruela II, el Cruel, ocupó el trono aunque de forma efímera dado que meses más tarde moriría víctima de la lepra.

Después de tanto desbarajuste monárquico provocado por García I, Ordoño II y Fruela II, llegaba una cierta unificación bajo los designios del endeble Alfonso IV, el Monje. Éste, víctima de una depresión provocada por el fallecimiento de su mujer Urraca, abdicó en favor de su hermano Ramiro II en 930. Su posterior internamiento en un monasterio debió aclararle las ideas, pues al año siguiente reivindicó su perdido trono enzarzándose en una guerra civil contra su hermano. Ya era demasiado tarde para Alfonso, Ramiro, lejos de abandonar el poder recurrió a la vieja costumbre goda de sacar los ojos a cualquier enemigo aspirante a la corona. El desorbitado Alfonso IV, el Monje, moriría poco más tarde en el monasterio de San Julián, en León, entre la indiferencia de todos.

El mundo hispánico en la época califal.

Ramiro II desprovisto de oposiciones familiares se lanzó a una suerte de razias sobre al-Ándalus. Atacó la fortaleza de Madrid devastándola; más tarde, cruzaría el Duero para internarse en Extremadura.

No existían en estas campañas intención alguna de recuperar localidades, más bien, se trataba de asolar territorio enemigo capturando sus tesoros mientras se causaba el mayor número de bajas entre los infieles musulmanes. Con todo predominaba una justificación económica para esas acciones bélicas.

En este período la pobreza por la que atravesaban los diferentes reinos cristianos era preocupante. Se dependía en exceso de los cultivos y ganadería sin que existiera una sólida actividad mercantil; la circulación de moneda era mínima. En los primeros decenios, tras la invasión musulmana, se mantuvo el dinero visigodo; posteriormente, se recurrió al trueque y a las monedas acuñadas por las cecas de al-Ándalus.

Los artesanos trabajaban según las necesidades de los nobles y poco más; nacía la trashumancia gracias a la expansión territorial. En ese siglo era frecuente ver el trasiego ganadero desde las montañas a los valles o al revés; en todo caso, economías de subsistencia que de poco servían a una población numerosa.

En el siglo X se trataba de solventar la merma económica con las campañas guerreras. La dificultad estribaba en la notable potencia enarbolada por el nuevo califa Abderrahman III. Sus resonantes victorias sobre los cristianos obligaban a éstos a un vasallaje casi humillante.

Ramiro II y su osadía bélica insultaron al omeya quien no tuvo el menor inconveniente en proclamar una nueva guerra santa en el año 939. Desde Córdoba se enviaron manifiestos a todo al-Ándalus; en los documentos se incitaba a los buenos creyentes para que se alistaran en el ejército de Abderrahman. El llamamiento fue oído por unos 100.000 hombres quienes gustosos o no, integraron una formidable columna militar conducida por el propio Califa. La comitiva tomó el camino de antiguas calzadas romanas rumbo al corazón del reino leonés. Mientras tanto, Ramiro II organizaba sus huestes en las cercanías de Simancas, lugar enclavado en la provincia de Valladolid, muy cerca de Tordesillas. Simancas formaba parte de una estrategia fundamental a la hora de defender el reino. Su caída en manos musulmanas supondría un serio revés moral para el futuro de León.

El rey Ramiro II, consciente del símbolo que suponía mantener Simancas, acumuló la casi totalidad de sus fuerzas disponibles a la espera del impresionante ejército ismaelita; miles de hombres de uno y otro bando estaban dispuestos a luchar y morir en la defensa de sus creencias. Corría el mes de julio del año 939 y los cristianos se preparaban para la primera gran victoria sobre los musulmanes después de dos siglos de invasión y derrotas. ¿Estarían las tropas cristianas suficientemente motivadas para soportar la embestida del magnífico y bien pertrechado ejército cordobés?