EL CALIFATO DE ABDERRAHMAN III Y LA DICTADURA DE ALMANZOR
El siglo X representa para al-Ándalus su momento de máxima expansión territorial y brillantez intelectual. El artífice de tan bonancibles décadas fue Abd al-Rahman III (Abderrahman III), nieto del gran emir Abd Allah; sucedió a éste en 912 cuando tan sólo contaba veintiún años de edad. Los retos a los que se enfrentó el flamante Emir cordobés fueron variados, pero sin duda existían dos principales: el primero, la fuerte disgregación autonómica que estaba sufriendo el estado omeya; como ya sabemos, las revueltas fronterizas se habían multiplicado en las postrimerías del siglo anterior, en consecuencia, algunas ciudades como Zaragoza, Toledo o Sevilla vivían en una casi total independencia con respecto al emirato. Por otra parte, en el interior de al-Ándalus se había vuelto crónico el conflicto librado contra Umar Ibn Hafsun y sus hijos. La segunda cuestión que preocupaba al joven Abderrahman se centraba en el sostenimiento de las fronteras exteriores andalusíes. En el norte, Navarra y León se beneficiaban de las disensiones mahometanas para aumentar sus posesiones. En el sur, más allá del Estrecho, un emergente poder musulmán comenzaba a inquietar a los dueños de Córdoba. Nos referimos a los fatimíes, quienes desde la tierra tunecina llamada por entonces «Ifriqiya» se consolidaban como califato amenazando, sin tapujos, a los omeya establecidos en Hispania.
Abderrahman III lejos de amilanarse emprendió con decisión la tarea reorganizativa de su reino. Era vital para la supervivencia estructurar el organigrama político y sobre todo el militar; con tal fin adoptó una serie de decisiones que a la postre serían fundamentales para el esplendor del futuro califato.
En el capítulo político redujo el número de visires o ministros a tan sólo cuatro de su máxima confianza, provocó una incesante movilidad de cargos funcionariales con lo que evitó el relajamiento de los mismos en las ciudades donde eran enviados. La supresión burocrática facilitó la recaudación tributaria con el consiguiente incremento patrimonial del Estado. En el aspecto militar los tributos recogidos permitieron la contratación de un potente ejército mercenario, engrosado en su mayor parte por bereberes y cristianos de diversa procedencia.
Abderrahman III consiguió de este modo el respeto tan necesario de su pueblo, y lo hizo en unos años cruciales donde se debatía la propia existencia de al-Ándalus. El joven Emir se convirtió en el revulsivo que la vieja familia omeya necesitaba para perdurar en la tierra conquistada por el primer emir independiente de Bagdad, al que por cierto Abderrahman no sólo se parecía en el nombre sino también en el aspecto físico; recordemos que la genética familiar daba como resultado emires rubios de ojos azules y de buena planta. En el caso de Abderrahman III, los cánones estéticos del linaje se cumplieron a la perfección, aunque bien es cierto que a los emires y califas andalusíes siempre les gustaron mujeres de aspecto parecido al de ellos; dichas doncellas integraban la mayor parte de los harenes reales. En el caso de Abderrahman III, por sus venas corría sangre vascona de su madre Muzna. Cuentan del Emir y posterior Califa que era un hombre corpulento, bien proporcionado, de tez pálida y de profundos ojos azul oscuro. Él mismo hacía teñir de negro sus rubios cabellos para ofrecer un rostro más serio; en todo caso, la imagen del mandatario caminaba en armonía con sus buenas dotes para el gobierno.
Durante los primeros años de poder Abderrahman trabajó ardorosamente en el intento de pacificar al-Ándalus. Poco a poco las ciudades rebeldes fueron regresando al redil omeya. Casi toda la geografía andalusí fue sometida salvo la excepción ya mencionada de Umar Ibn Hafsun quien con el nombre de Samuel, tomado en su conversión al cristianismo, seguía dominando algunas tierras desde su castillo malagueño de Bobastro. La facción de Ibn Hafsun era la auténtica pesadilla del emirato cordobés; una larvada guerra de guerrillas sostenida durante varias décadas en el interior de al-Ándalus.
Ibn Hafsun fue héroe para los cristianos y bandido rebelde para los musulmanes. Su muerte en los primeros años gobernados por Abderrahman supuso un alivio y un signo de buena suerte para el futuro del Emir. No obstante, los cuatro hijos del caudillo muladí aguantaron la refriega contra los cordobeses hasta que, por una causa u otra, fueron doblegándose al poder omeya. En enero de 928 caía la fortaleza de Bobastro y, con ella, cualquier hostilidad hacia el emirato cordobés.
Abderrahman III había sofocado momentáneamente el endémico problema de las disputas internas, su poderoso ejército daba seguridad por todo al-Ándalus; ninguna ciudad andalusí osaba discutir el mando ejercido por el futuro Califa.
En cuanto a la actuación musulmana sobre el norte peninsular, no se contuvo la ira acostumbrada, renovándose cada año el número de aceifas lanzadas desde las Marcas: Superior, Central e Inferior.
El Emir gustaba de utilizar con generosidad el término yihad o guerra santa y, en ese tiempo, los reinos cristianos acumularon méritos más que suficientes para enojar al impetuoso Emir cordobés. En 920 Abderrahman III encabeza una impresionante columna ismaelita con la intención de castigar severamente las incursiones leonesas y navarras sobre al-Ándalus. En principio los cristianos conocedores del movimiento bélico andalusí piensan que Abderrahman se va a dirigir sobre León. En Simancas son acantonadas diversas fuerzas bajo el mando del rey Ordoño II a la espera del ejército cordobés, sin embargo, Abderrahman había dispuesto otra táctica y, en una brillante maniobra de aproximación, coloca a su numerosa hueste en los terrenos riojanos y navarros sometiendo de ese modo al rey Sancho Garcés a una presión fortísima al carecer éste de la ayuda ofrecida por leoneses y castellanos. A pesar de todo, Ordoño II consigue llegar a Navarra con su ejército; el esfuerzo resulta estéril, los musulmanes dominadores de una mejor posición consiguen destrozar a los ejércitos mal organizados de Navarra y León en un llano sito a unos 25 km de Pamplona. Los cronistas árabes llamaron al lugar «Muez», mientras los cristianos lo denominaron «Valdejunquera». El desastre para las tropas cristianas fue total: cientos de caballeros y soldados leoneses y navarros fueron muertos en el campo de batalla; otros tantos en la posterior persecución. Un gran éxito para Abderrahman III quien sin haber cumplido los treinta años se mostraba como gran líder guerrero del islam y azote de sus enemigos. A todos los efectos, la victoria musulmana sólo se puede inscribir como golpe moral rotundo a los intereses cristianos, ya que no hubo anexión territorial ni modificación de las fronteras, tan sólo masacre, devastación y pillaje con el oportuno aparato propagandístico al servicio de un cada vez más influyente Abderrahman III.
Las expediciones militares mantuvieron su tónica en este período; ni cristianos, ni musulmanes, parecían interesados por el territorio del vecino. Mientras tanto, en el norte de África alguien soñaba con la apropiación de al-Ándalus; un peligro acechaba, surgido en medio del fanatismo religioso de la secta fatimí. Ese sería otro enemigo para el emirato cordobés que, curiosamente, le impulsaría hacia su apogeo.
Los fatimíes negaban cualquier clase de legitimidad a las dos dinastías dominantes en el mundo musulmán. Estos miembros de antiguas tribus arábigas veían en Fátima, hija de Mahoma, la auténtica continuadora del linaje profético. Mahoma había muerto sin dejar claro quién debía sucederle; la confusión fue aprovechada por algunas tribus para tomar el poder de la Media Luna. Estas disputas se prolongarían en el tiempo teniendo como consecuencia que muchos clanes se creyeran facultados para ejercer autoridad sobre los demás.
Los fatimíes renegaron de la ortodoxia impuesta por abasidas y omeyas, y crearon su propio santuario religioso en el norte de África; desde allí se alzaron como califato amenazando al oriente de Bagdad y al occidente de Córdoba. Constituían un incómodo vecino que tarde o temprano chocaría con unos y otros. Aunque el principal adversario de los fatimíes eran los abasidas, tampoco se desdeñaba la posibilidad de una ocupación de al-Ándalus.
Abderrahman III, en prevención de cualquier intento anexionista por parte fatimí, hizo que sus tropas desembarcaran en puntos neurálgicos del norte africano. En 927 se tomaba Ceuta, cuatro años más tarde Melilla, también cayó Tánger y en medio de todo esto se proclama el califato de Córdoba. Corre el año 929, desde ese momento, Abderrahman III se distingue como «príncipe de los creyentes y brazo armado del islam», todos le reconocerán con el sobrenombre de al-Nasir li-Din Allah, «el Vencedor por la voluntad de Dios». Al-Ándalus pasaba a ser el gran enclave musulmán de occidente, reforzando de esa manera la figura de su máximo representante Abderrahman III.
El peligro fatimí sirvió de excusa perfecta para la expansión andalusí por el norte de África; es el tramo histórico donde mayor número de kilómetros cuadrados se encuentran bajo el poder de los omeya andalusíes. El esfuerzo guerrero que suponen las conquistas territoriales da como fruto nuevas riquezas para la capital cordobesa que serán aprovechadas para su embellecimiento, mejora de las infraestructuras y ampliación del callejero.
El Califa soñaba con una Córdoba equiparable en resplandor a Bagdad o Damasco y a fe que lo consiguió, culminando ese sueño califal con la construcción de una joya arquitectónica que iba a deslumbrar al mundo conocido. En 936 un enamorado Califa ordena levantar la impresionante Madinat al-Zahra.