ENTRE ALMOHADES Y BENIMERINES

A principios del siglo XIII el poder almohade en la península Ibérica comenzaba a ofrecer signos de evidente debilidad, la eterna falta de cohesión interna provocada por las disputas tribales, facilitaba una constante presión de los reinos hispano-cristianos sobre las fronteras de una al-Ándalus cada vez más menguada en su territorio. Las osadías de un ejército castellano, por fin reconstruido tras el desastre de Alarcos, incitaron al califa al-Nasir a proclamar una nueva Guerra Santa contra los infieles de la fe verdadera. El propósito final de la misma no era otro sino el de recuperar las posesiones perdidas en cinco siglos de guerras peninsulares. La yihad supondría un golpe definitivo para los intereses cristianos y una rehabilitación del imperio almohade.

Desde 1210, no hay que descartar que fuera antes, un inmenso y heterogéneo ejército musulmán se empezó a reunir en la zona norteafricana dominada por los almohades. Miles de guerreros se alistaron estimulados por el aliento de la yihad. Al-Nasir contaba con tropas reclutadas en todos los confines de su imperio. Es difícil estipular el número exacto de sus hombres; como hemos dicho, algunos cronistas árabes las cifraron en más de 600.000, aunque este número se antoja exagerado. Una previsión más acorde con los efectivos movilizados por los ejércitos medievales de la época y siempre pensando que aquella empresa fue descomunal dados los objetivos del Califa, nos hablaría de unos 150.000 combatientes. En todo caso una mole guerrera que supondría el mayor problema al que se habían enfrentado los reinos cristianos de la península Ibérica.

En el ejército de al-Nasir formaban soldados de diversos orígenes, por ejemplo, unidades mercenarias turcas, los famosos agzaz, arqueros de élite infalibles con sus arcos guzzi; también se encontraban los guerreros de la guardia negra, núcleo duro del ejército almohade y siempre dispuestos a morir por su líder o por el islam. El cuerpo principal del ejército almohade lo constituían una suerte de unidades más o menos profesionalizadas con soldados provenientes de todos los rincones de ese vasto imperio. Mauritanos, bereberes, tunecinos, libios, egipcios, senegaleses o los propios andalusíes daban una idea sobre la mezcolanza de aquel contingente bélico.

En 1211 el ejército almohade cruzaba el estrecho de Gibraltar para acuartelarse en Sevilla, la capital administrativa de al-Ándalus; durante meses se estuvo abasteciendo y organizando de la forma más adecuada. Los guerreros de Alá se entrenaban minuciosamente a la espera de un combate que ya se antojaba formidable. En ese tiempo se enviaron algunas columnas a los puntos estratégicos de la frontera con el fin de recabar todos los datos posibles sobre el enemigo. Pronto llegaron noticias sobre las intenciones del papa Inocencio III para declarar la Santa Cruzada sobre los musulmanes; estas nuevas, lejos de amilanar a los hombres de al-Nasir, provocaron encendidas soflamas fundamentalistas que animaban a la lucha total contra el infiel cristiano. Se avivaron, de ese modo, los preparativos bélicos y a principios de 1212 el ejército almohade se mostraba perfectamente engrasado cara a los futuros acontecimientos. Una vez pertrechado el inmenso contingente, al-Nasir dio la orden de iniciar la marcha hacia Sierra Morena. Las primeras vanguardias tomaron posiciones ya mediada la primavera. El plan original del Califa consistía básicamente en esperar la llegada del ejército cruzado, confiando en el cansancio que, a buen seguro, el tránsito por la llanura manchega ocasionaría entre los hombres de la Santa Cruzada cristiana. Como ya he referido en páginas anteriores, los cruzados encontraron los pasos oportunos que les permitieron adentrarse por la serranía andaluza.

El 16 de julio de 1212 se produjo un tremendo choque armado que dio como resultado una severa derrota para los almohades. Los cristianos por su parte, con más o menos la mitad de efectivos que sus oponentes, habían conseguido con un único golpe suprimir cualquier tipo de amenaza almohade, además del práctico desmoronamiento de aquel imperio musulmán. Al-Nasir muy afectado por lo sucedido en las Navas de Tolosa se retiró a Marrakesh donde falleció al año siguiente víctima de los excesos, acaso intentando olvidar tanto desastre. Su heredero Yusuf II sólo pudo gobernar al-Ándalus nominalmente hasta 1223. Finalmente, el poder almohade se desintegró dando paso a una nueva etapa de reinos de taifas; algo a lo que al-Ándalus estaba, por desgracia, muy acostumbrada. Los almohades aún resistieron en el norte de África hasta 1269, momento en el que otra dinastía musulmana, los benimerines, tomaba las riendas de esa parte tan convulsa del planeta. Mientras tanto, en la península Ibérica se consolidaba el reino nazarí de Granada.