JOSE CASTRO ARAGON

EL PODER DEL JUEZ


... que ser valiente no salga tan caro,

que ser cobarde no valga la pena...

JOAQUÍN SABINA


El juez más veterano de Palma de Mallorca pertenece a ese nutrido grupo de juristas que llegó a la judicatura por avatares de la vida, no por vocación. Es más, la parafernalia que rodea a la figura del juez le disgustaba. Nacido en Córdoba en 1945, de su infancia y adolescencia no hay demasiados datos, porque José Castro guarda con celo su vida privada y porque rehúye las confidencias con los medios de comunicación. Lo que no es obstáculo para que siempre haya facilitado la labor del departamento de prensa del Tribunal Superior de Justicia de Baleares y para que, cuando ha tenido que enfrentarse a micrófonos y cámaras, lo haya hecho con educación y mesura.

Fan de Joan Manuel Serrat, idolatra a Joaquín Sabina por sus iconoclastas letras. Y, sobre todo, le encanta ser anfitrión, recibir en casa a familiares y amigos —categoría que incluye a algunos de los funcionarios de su juzgado— y agasajarles como corresponde, aunque su pericia en la cocina sea bastante deficiente. A menudo confiesa a sus visitas que durante mucho tiempo acarició la idea de abrir un bar, algo que no descarta hacer en el futuro para ocupar los tiempos muertos de la jubilación. Dato que desconcierta a quienes le escuchan, pues saben que José Castro no suele frecuentar las cafeterías o restaurantes de Palma. Cuando la fecha del retiro asomaba ya por el borde del calendario, una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial elevó a los setenta y dos años el límite de ejercicio en activo de los jueces, por lo que su proyecto hostelero tendrá que esperar.

I

E

studió la enseñanza primaria y secundaria en el Colegio Cervantes de los hermanos Maristas de su ciudad natal y, tras concluir la licenciatura de Derecho, pronto se sintió más inclinado por asegurarse una nómina que por el ejercicio libre de la abogacía, por lo que no dudó en opositar al cuerpo de funcionarios de prisiones. Aprobó y realizó las prácticas en la cárcel de Carabanchel.

Su primer destino como titular de la plaza fue en el penal de máxima seguridad de Córdoba, desde donde fue trasladado a la prisión Modelo de Barcelona. No falta quien muestra extrañeza al conocer esta parte de su currículo, pero el juez Castro siempre replica en estos casos que esa etapa debería ser de obligado cumplimiento para todos los miembros de la judicatura «y así saber a dónde se manda a la gente, porque a menudo cuando dictamos una orden de prisión, en realidad no sabemos a dónde mandamos al detenido».

En la capital catalana dejó de encontrarle un sentido a su trabajo en las prisiones y decidió cambiar. Pidió la excedencia y preparó de nuevo oposiciones, las primeras que se convocaron, a secretario de juzgado. Así llegó por fin a un juzgado y así fue como descubrió que un juez es gente normal que lleva una vida normal, que no está obligado a impartir justicia todos los días a todas horas y que su trabajo no consiste en encarcelar a la gente, sino en ayudar a los más indefensos y «bajarles los humos» —como le gusta decir cuando le preguntan— a quienes exhiben prepotencia. Es este uno de los defectos que más le exasperan.

Opositó a juez e ingresó en la carrera en julio de 1976. Tras el habitual peregrinaje por los antiguos juzgados comarcales y de distrito, así como por varios juzgados mixtos de primera instancia e instrucción, llegó a Palma de Mallorca en enero de 1989. La elección de la capital balear fue casual. Su primera mujer vio un folleto turístico en una agencia de viajes y decidió que parecía un buen sitio para vivir.

Su primer destino en la isla fue el Juzgado de lo Social Número 2, donde permaneció un lapso breve pero suficiente para labrarse una reputación de juez minucioso. Cuenta la leyenda que, antes de resolver asuntos como reclamaciones de indemnización o solicitudes de pensiones de incapacidad, trataba siempre de comprobar de manera sibilina si el demandante, en efecto, padecía las lesiones que decía sufrir. Cuando es interrogado sobre ello, el magistrado ni confirma ni desmiente y se limita a exhibir una sonrisa socarrona.

Procedentes de Lanzarote, el proceso de adaptación de la familia al nuevo emplazamiento no fue traumático. Para que sus tres hijos no sintieran el traslado como una ruptura incluso localizó un gimnasio en el que pudiesen continuar sus prácticas de kárate, aunque el dueño del local pronto los animó a probar una disciplina nueva, el kendo, moderno arte marcial japonés centrado en el manejo del sable de bambú o shinai.

El cambio fue para bien, porque los tres destacaron pronto en esa especialidad y atesoran diversos campeonatos de España y Europa, a los que acudían acompañados de su padre, que ejerció de «madre de la Pantoja», ríe ahora al recordarlo. El hijo mayor, David, es seleccionador del equipo nacional de la disciplina y dirige varios centros de adiestramiento en las Islas Baleares. Los otros dos ejercen el Derecho como abogado y procurador.

En noviembre de 1990 llegó al Juzgado de Instrucción Número 3 de Palma. Cuando lo abandone, en diciembre de 2017, le habrá dedicado veintisiete años de manera continuada. Por antigüedad —ocupa el puesto 216 en el escalafón oficial de la carrera—, hace mucho tiempo que podría haber ascendido a la Audiencia Provincial, o al Tribunal Superior, pero nunca lo ha intentado. «No me gusta equivocarme en compañía de otros, me equivoco solo», explica a sus allegados, a los que reconoce que «nunca me ha gustado la Audiencia, nunca».

Tampoco se planteó volver a su ciudad natal. José Castro siempre ha defendido que no es bueno que los jueces ejerzan la jurisdicción en su tierra, porque eso siempre genera vinculaciones por la familia o de amistad. No reniega de sus orígenes; al contrario, le encantan el flamenco y el salmorejo y el rabo de toro, pero su vida ya ha arraigado en Palma, donde viven sus tres hijos, sus cuatro nietos y María, su actual pareja.

Siempre se sintió cómodo en la isla y se esforzó por ser uno más. Por ello no dudó en sumarse a las quejas ciudadanas contra la gigante ampliación del puerto de pescadores del Molinar, próximo a su anterior domicilio. Eso sí, limitó su activismo a colgar carteles de protesta en el balcón de la casa, porque su condición de juez le inhibió a la hora de participar en otro tipo de protestas callejeras. Nunca ha hecho gala de activismo político alguno, ni siquiera gremial, porque no milita en ninguna de las asociaciones profesionales existentes en la judicatura. En varias ocasiones ha sido sondeado sobre su disponibilidad para integrar una lista electoral u ocupar un cargo público, y en todas dejó clara desde el principio su rotunda negativa, lo que abortó cualquier intento de presentarle una propuesta en firme.

Apasionado de las motos, tuvo varias, algunas de alta cilindrada. Aunque presume de no haber infringido nunca las normas de circulación, algún amigo suyo desvela que a veces, cuando las condiciones de la carretera lo permitían, apretaba con alegría el puño del acelerador. Empero, muestra de cordura fue su decisión de pasarse a un modesto scooter incapaz de alcanzar altas velocidades cuando fue consciente de que, cosas de la edad, las facultades físicas ya no le permitían exprimir como a él le gustaba el alto cubicaje de las máquinas que conducía.

Además, por prescripción facultativa tuvo que aficionarse a la bicicleta, y los mallorquines se han acostumbrado ya a verle pedalear los cinco kilómetros que separan la sede de los juzgados de su más reciente casa al borde del mar. Y si bien es cierto que tuvo un percance serio que le envió unos días al hospital con varias costillas afectadas, el ejercicio consiguió hacerle perder peso y estilizar su figura, aunque ya cuando la instrucción del caso Nóos concluía y su presencia en los medios de comunicación comenzaba a ralear.

Y conserva como un capricho personal un BMW ZE comprado de segunda mano y que, hoy, tras tres lustros de uso, se acerca a la condición de antigualla.