II

La infancia de Ana Ferrer es una historia feliz a caballo entre Valencia y Madrid. Su madre decidió dar a luz en la capital, pero vivió al borde del Mediterráneo hasta que, con siete años, su padre, magistrado, fue destinado a los juzgados madrileños de la plaza de Castilla. La pasión por el Derecho es herencia paterna, pero la fuerza vital la heredó de su madre, una cordobesa con estudios elementales que, empero, tuvo claro desde el principio que sus cuatro hijos, dos chicas y dos chicos, debían estudiar en igualdad de condiciones. Su tercera hija no reniega hoy de la deuda de agradecimiento con una generación de madres «que tomaron la decisión de que las mujeres nos incorporáramos al mundo laboral».

Además de la formación universitaria de su padre, su abuela fue maestra, lo que configuró un ambiente familiar que despertó temprano el interés de Ana Ferrer por el estudio. Nunca fue empollona, aunque sí responsable, de esas niñas que hacen los deberes todos los días. Primero en el centro de las Hermanas Ursulinas en la calle Príncipe de Vergara y luego en el de la Divina Pastora de la calle Santa Engracia, fue una estudiante feliz y obediente que nunca destacó por sus buenas notas.

En todo su expediente académico solo figura una matrícula de honor, ya en la facultad, en la asignatura de Derecho Canónico, lo que hubiese sorprendido a su progenitor. Daniel Ferrer Martín fue durante muchos años decano de los juzgados de Madrid. Quienes le trataron destacan su facilidad natural para atrapar el cariño de los que le rodeaban. Fue él en persona quien dirigió los decisivos primeros pasos en la carrera de su tercera hija. Ninguno de los otros tres hermanos siguió su estela, y los tres se inclinaron por carreras técnicas.

«Yo tenía muy claro que quería ir a la universidad y que quería hacer Derecho, y tenía claro que quería ser juez, ese era mi objetivo», reconoce, transparente, Ana Ferrer, que duda al precisar si se trató de vocación temprana o del simple reflejo de seguir el ejemplo paterno. Por la razón que fuese, hizo el Curso de Orientación Universitaria en el Centro de Estudios Universitarios San Pablo, lo que le aseguraba el acceso a una Universidad Complutense que le dio vértigo, «porque a lo mejor luego no me gustaba y podía perder el tiempo y le daba vueltas a si la influencia paterna me había hecho decidir una cosa que quizás podía no gustarme».

El primer curso en la Facultad de Derecho no ayuda a despejar las dudas. Derecho Romano, Derecho Natural... Pero a Ana Ferrer le entró el gusanillo, que el Derecho Penal convirtió en pasión un año después, a pesar de que «mi padre era más civilista y siempre decía que el Penal es muy duro para las mujeres, pero ya ves», sonríe. Fue una época interesante, alejada ya del bullicio de la Transición, lo que le ahorró algunas carreras delante de los grises, aunque no algún susto por las correrías de ciertos grupúsculos de extrema derecha, muy activos en su facultad.

El alejamiento de la efervescente actividad política no impidió que el ambiente reinante obligase a los alumnos a tomar posición ante los acontecimientos en curso, y Ana Ferrer descubrió que analizaba cuanto sucedía a su alrededor con mirada progresista. Una evolución natural, concluye, «porque nunca he sido conservadora ni en mis maneras de pensar ni en mi forma de comportarme».

Mientras realizaba el segundo curso, su padre falleció con solo cincuenta y ocho años, episodio que marcó a Ana Ferrer por la quiebra sentimental y, de manera accesoria, porque se vio en la necesidad de ayudar al sostenimiento familiar. Un conocido de la familia la avisó de que había trabajo en el Tribunal Tutelar de Menores y la convenció de que, dada la situación económica familiar, debía aceptar el empleo. Y así lo hizo. «Vivíamos del sueldo de mi padre, no teníamos otra fuente de ingresos, empecé a trabajar en Menores y me vino muy bien, porque me abrió los ojos».

El trabajo como delegada técnica en el tutelar y la carrera universitaria delinearon su vocación por el Derecho, porque a los estudios académicos sumó el contacto con la calle, con una sociedad desestructurada que empujaba a las personas a delinquir porque no tenían nada, tampoco nada que perder. Son enseñanzas que no figuran en los libros de texto, que ignoran a «esos chavales que tenían pocos recursos para salir adelante, a los que la marginalidad abocaba a la delincuencia, realidad que me impactó de una forma total». Por eso su vocación se torció de forma orientada e inapelable hacia el Derecho Penal. «A mí siempre me ha gustado el crimen», dice ahora, y termina la frase con una carcajada, como si estuviera cometiendo una travesura por desvelarlo.

Como delegada técnica del Tribunal Tutelar de Madrid, Ana Ferrer tenía que visitar a los menores bajo control de aquel en sus barrios, en sus casas, detectar sus carencias y necesidades y rebuscar recursos entonces casi inexistentes para asegurarles desde una ocupación hasta un medio de disfrutar de unas vacaciones similares a las de cualquier otro niño o joven de la época. Y eso deja huella. «No es que yo viviera en una burbuja, pero sí muy cómoda en una familia de clase media en la que no me ha faltado de nada, con mayores o menores estrecheces, pero con unos padres que se ocupaban de todo y unos hermanos que nos llevamos fenomenal y con una existencia feliz».

No fue una opción libremente escogida. Sin haber alcanzado el ecuador de sus estudios universitarios, no entraba todavía en sus planes inmediatos la búsqueda de un trabajo remunerado, pero el fallecimiento de su padre precipitó su llegada al mundo laboral para ayudar a la economía familiar. Y fue ese factor, más que la universidad, el que la empujó a hacer del Derecho, sobre todo del Derecho Penal, un objetivo profesional.

Tras una licenciatura sin complicaciones, las oposiciones tampoco fueron obstáculo para el acceso a la carrera judicial, aunque tras aprobar los dos primeros ejercicios, allá por junio de 1983, solicitó en el tutelar un permiso especial sin sueldo para centrarse en la preparación del último examen. Como tantos otros opositores, fueron meses de hasta dieciséis horas diarias de estudio, en los que el cansancio hace flaquear el ánimo en jóvenes que dudan si merece la pena el esfuerzo, si hay recompensa. «La vida luego te permite recuperarlo todo, pero son años en los que te aíslas del mundo».

Superada con éxito en octubre la dura prueba de la oposición, la Escuela Judicial es un buen sitio para despresurizarse, aliviar toda la tensión de los meses anteriores. El sempiterno problema de las vacantes en la carrera judicial obliga a que los alumnos accedan de inmediato a los juzgados, y a Ana Ferrer, piruetas del destino, le tocó el de Instrucción Número 16 de Madrid. Aquella Navidad ardió la discoteca Alcalá 20, siniestro en el que perecieron ciento once personas. La aspirante a jueza se libró por la mínima: el suceso le correspondió al Juzgado de Instrucción Número 15, cuyo titular era Jacobo López Barja de Quiroga, hoy en la Sala Quinta, de lo Militar, del Supremo.

No solo sorteó aquel dramático incendio, sino que tuvo la fortuna de acabar las prácticas en el juzgado sin tener que levantar un solo cadáver, una de las pruebas de fuego para cualquier juez novato. Llegó al Juzgado de Distrito de Valdepeñas con veinticinco años, y apenas tres meses después fue destinada a un juzgado mixto de Linares, una plaza con mucho movimiento, tanto de procesos civiles como penales, y que sufría un cierto colapso provocado por la constante llegada de titulares que apenas permanecían escasos meses en el juzgado.

El paso del tiempo convierte lo vivido en una sucesión de anécdotas amables, pero fueron tiempos duros que incluyeron el chocar de bruces con un caso de corrupción judicial anidado entre el personal de su propio juzgado. En realidad, nada del otro mundo en aquella época: el secretario judicial agilizaba o frenaba determinados procesos en función de la mordida que percibiese a cambio. «Todo el mundo lo sabía, pero nadie hacía nada», recuerda la jueza, que acabó con esa práctica a base de paciencia y con cierta dosis de suerte.

No fue agradable el proceso, porque afectó a uno de los personajes más reconocidos del pueblo, donde gozaba de muy buena fama por su eficacia. Y tuvo que lidiar con otra práctica perezosa de los juzgados, la costumbre del resto de los funcionarios de mirar para otro lado ante situaciones similares. Pero si una jueza como ella estaba decidida a no tolerar o aceptar la injusticia que llegaba de fuera, mucho menos aún la que arraigaba en su propio juzgado.

Todo ello de manera simultánea a padecer una de las pesadillas de muchos de los jueces de aquella generación, el azote mortal que absorbió el alma de muchos jóvenes durante los primeros años de la década de los ochenta. El consumo de heroína disparaba las muertes por sobredosis y malgastaba a una juventud muy deteriorada. Ana Ferrer perdió la cuenta de los cadáveres que tuvo que levantar en Linares. Aunque lo de menos es la cifra, lo esencial es el hecho de que «cuando vives en un pueblo pequeño los ves a todos, ves cómo se van destruyendo, compruebas que esa generación de mi misma edad prácticamente ha quedado esquilmada».

Por eso cuando en 1984 ingresó en la carrera, eligió lo que eligió. Por expediente y escalafón tras el acceso, pudo haber escogido juzgado en una capital de provincia, incluso un juzgado de distrito de Madrid, pero prefirió un núcleo urbano más pequeño que le asegurase un contacto más cercano con los ciudadanos. Por eso la procesión por Valdepeñas o Linares hasta llegar en 1987 a Aranjuez (Madrid), donde la diosa Temis le tenía preparada una sorpresa: coincidió con el magistrado Javier Martínez-Lázaro, titular del otro juzgado de la localidad y hoy su marido.

«Ya le tenía echado el ojo», reconoce ahora con picardía. Le había visto en un debate televisivo en el que participó junto a otros tres jueces —Clara Bayarri, Ramón Rodríguez Arribas y Juan Alberto Belloch—. El tema a tratar giraba en torno a dos jóvenes que habían sido detenidos por darse un beso en la calle. Las opiniones de los tertulianos pasaron pronto de lo académico a lo banal, y algunos de los comentarios, observados hoy, no tienen desperdicio. El debate subió de tono y la juez Bayarri, que defendía la libertad para besar, reconoció sin pudor que ella se bañaba desnuda en el mar, confesión explosiva que provocó un respingo del veterano Rodríguez Arribas.

El primer encuentro de los jueces Ferrer y Martínez-Lázaro —Tito para todos— en los juzgados de Aranjuez fue más bien un tropezón. Él era el decano y aprovechó la llegada de la nueva jueza, más joven e inexperta, para intentar imponer un sistema de reparto de asuntos que le beneficiaba. Ella no discutió: «Le dije que de acuerdo, pero que a cambio no me quedaba con las guardias». Él captó el mensaje y acordaron un reparto equitativo de los nuevos casos que entraban a diario. Uno a cero.

Después la cosa fue más sencilla: «de tanto ir y venir, de tanto charlar y charlar, nos enamoramos». Con el paso de los años, mantienen una pauta de conducta que les funciona: hablar lo menos posible de los temas del juzgado, sobre todo los asuntos más complicados. Solventan así una espinosa situación: la magistrada ejerce en la Sala de lo Penal del Supremo, en la sección encargada de revisar, entre otras cosas y entre otras causas, las juzgadas por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, a la que pertenece su marido. Las normas que regulan la abstención de los magistrados en la Ley Orgánica del Poder Judicial evitan cualquier suspicacia jurisdiccional, pero en la intimidad del hogar determinadas resoluciones judiciales pueden resultar espinosas.