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Al llegar al Worcester College de Oxford para estudiar política, filosofía y economía, la primera impresión que tuvo Keith Townsend de Inglaterra se correspondió con todo lo que había esperado encontrar: complacencia, esnobismo, pompa y un país todavía inmerso en la era victoriana. Se era un oficial o se pertenecía a otras categorías, y puesto que él llegaba de las colonias, no le dejaron abrigar la menor duda acerca de en qué categoría encajaba.
Casi todos sus compañeros estudiantes parecían ser una versión en joven del señor Jessop, y al final de la primera semana a Keith ya le habría gustado regresar a casa, de no haber sido por su tutor universitario. El doctor Howard no podía ofrecer mayor contraste con respecto a su antiguo director, y no demostró la menor sorpresa cuando, mientras tomaban una copa de jerez en su habitación, el joven australiano le comentó lo mucho que despreciaba el sistema británico de clases, todavía perpetuado por la mayoría de pregraduados. Hasta evitó hacer comentario alguno sobre el busto de Lenin que Keith había colocado en el centro de la repisa de la chimenea, precisamente allí donde el año anterior había visto un busto de lord Salisbury.
El doctor Howard no disponía de ninguna solución inmediata para el problema de las clases. El único consejo que pudo darle a Keith fue que acudiera a lo que llamaban la Feria de Alumnos de Primer Año, donde se enteraría de todo lo que necesitaba saber sobre clubes y sociedades en las que podían ingresar los pregraduados, y quizá encontrar algo que fuera de su gusto.
Keith hizo caso de la sugerencia del doctor Howard y empleó la mañana siguiente en enterarse de por qué debía hacerse miembro del Club de Remo, la Sociedad Filatélica, la Sociedad Teatral, el Club de Ajedrez, el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales y, sobre todo, el periódico estudiantil. Pero, después de haber conocido al recién nombrado director del Cherwell, y enterarse de sus puntos de vista acerca de cómo dirigir el periódico, decidió concentrarse en la política. Rellenó los formularios de solicitud de ingreso en el Sindicato de Oxford y en el Club Laborista.
El martes siguiente, Keith averiguó la forma de llegar al Bricklayers’Arms, donde el barman le indicó la escalera que conducía a la pequeña habitación del piso superior, donde se reunía el Club Laborista.
Rex Siddons, el presidente del club, se mostró inmediatamente receloso ante la presencia de Keith, e insistió en tratarlo desde el principio con cierta distancia. Townsend mostraba todas las características de un tory conservador tradicional: un padre con un título, educación en una escuela exclusiva, una asignación privada y hasta un Magnette MG de segunda mano.
Pero, a medida que transcurrieron las semanas y los miembros del Club Laborista se vieron sometidos cada martes a la exposición de los puntos de vista de Keith sobre la monarquía, las escuelas privadas, el sistema de honores y el elitismo de Oxford y Cambridge, terminó por ser conocido como camarada Keith. Uno o dos de ellos terminaron por visitarlo en su cuarto después de las reuniones, para discutir hasta altas horas de la noche cómo podían cambiar el mundo una vez que salieran de «este terrible lugar».
Durante el primer trimestre, a Keith le sorprendió descubrir que no era automáticamente castigado, o incluso reprendido si no asistía a una clase, o si no acudía a ver a su tutor para leerle el trabajo semanal que tenía que presentarle. Tardó varias semanas en acostumbrarse a un sistema que se basaba exclusivamente en la autodisciplina y, a finales del primer trimestre su padre ya le amenazaba con cortarle la asignación en el caso de que no hincara los codos, y hasta de hacerle regresar a casa para ponerlo a trabajar.
Durante el segundo trimestre, Keith se acostumbró a escribirle una larga carta a su padre cada viernes, para detallarle el trabajo realizado, lo que pareció impulsar el flujo de su inventiva. Llegó incluso a aparecer de vez en cuando por las clases, donde se concentró en tratar de perfeccionar un sistema de ruleta, y a las reuniones con el tutor, en las que tuvo que hacer grandes esfuerzos para permanecer despierto.
Durante el trimestre del verano, Keith descubrió Cheltenham, Newmarket, Ascot, Doncaster y Epsom, y de ese modo tuvo la seguridad de que nunca dispondría de dinero suficiente para comprarse una camisa nueva o incluso un par de calcetines.
Durante las vacaciones tuvo que tomar algunas de sus comidas en la estación de tren que, debido a su proximidad a Worcester, fue habilitada por algunos pregraduados como cantina del colegio. Una noche, después de haber bebido demasiado en el Bricklayers’Arms, Keith pintarrajeó en la pared del siglo dieciocho del Worcester: «C’est magnifique, mais ce n’est pas la gare».
Al final de su primer año de estudios Keith tenía pocas cosas que demostraran su aprovechamiento durante los doce meses pasados en la universidad, aparte de un pequeño grupo de amigos que, como él, estaban decididos a cambiar el sistema en beneficio de la mayoría en cuanto terminaran sus estudios universitarios.
Su madre, que le escribía con regularidad, le sugirió que aprovechara estas primeras vacaciones para viajar por Europa, ya que quizá nunca se le presentara otra oportunidad de hacerlo. Keith siguió su consejo y planificó una ruta a la que se habría atenido si no se hubiera tropezado con el redactor jefe de crónicas del Oxford Mail mientras tomaba una copa en el pub local.
Querida madre:
Acabo de recibir tu carta con ideas sobre lo que debería hacer durante las vacaciones. Tenía la intención de seguir tu consejo y recorrer la costa francesa, para terminar quizá en Deauville, pero eso fue antes de que el redactor jefe de crónicas del Oxford Mail me ofreciera la oportunidad de visitar Berlín.
Quieren que escriba cuatro artículos de mil palabras sobre la vida en la Alemania ocupada bajo las fuerzas aliadas, y que luego vaya a Dresden para informar sobre la reconstrucción de la ciudad. Me ofrecen veinte guineas por cada artículo, a su entrega. Debido al estado precario de mis finanzas, por culpa mía, no vuestra, Berlín ha tenido precedencia sobre Deauville.
Si en Alemania encuentro postales, te enviaré una, junto con las copias de los artículos para consideración de papá. ¿Es posible que el Courier se interese por ellos?
Siento mucho no poder veros este verano. Con cariño,
Keith
Una vez terminado el curso, Keith tomó la misma dirección que otros muchos estudiantes. Condujo su MG hasta Dover, donde tomó el transbordador a Calais. Pero mientras que los demás desembarcaban para iniciar sus viajes por las ciudades históricas del continente, él dirigió su turismo descapotable hacia el noreste, en dirección a Berlín. Hacía tanto calor que, por primera vez, pudo mantener bajada la suave capota del coche.
Mientras conducía por las tortuosas carreteras de Francia y Bélgica, veía por todas partes las señales que indicaban el poco tiempo transcurrido desde que Europa estuvo en guerra. Setos y campos mutilados allí donde los tanques habían ocupado el lugar de los tractores, granjas bombardeadas que se encontraron entre los ejércitos que avanzaban y se retiraban, y ríos cubiertos de oxidado equipo militar. Al pasar ante cada edificio bombardeado y por entre kilómetros y kilómetros de paisajes devastados, se le hizo cada vez más atractiva la idea de Deauville, con su casino y su hipódromo.
Una vez que se hizo demasiado oscuro para evitar los baches en la carretera, Keith la abandonó y condujo unos pocos cientos de metros hasta un camino tranquilo. Aparcó en la cuneta y cayó rápidamente en un profundo sueño. Le despertó, todavía de noche, el sonido de los camiones que se dirigían pesadamente hacia la frontera alemana, y tomó una nota en su cuaderno: «El ejército parece levantarse sin la menor consideración para con el movimiento del sol». Tuvo que hacer girar dos o tres veces la llave de contacto antes de que el motor se pusiera en marcha. Se frotó los ojos, hizo girar el MG y regresó a la carretera principal, tratando de recordar que debía mantenerse en el lado derecho de la calzada.
Llegó a la frontera un par de horas más tarde, y tuvo que esperar en una larga cola: cada persona que deseaba entrar en Alemania era registrada meticulosamente. Finalmente, llegó ante un oficial de aduanas que revisó su pasaporte. Al descubrir que Keith era australiano, se limitó a hacerle un cáustico comentario sobre Donald Bradman y le hizo señas para que siguiera su camino.
Nada de lo que Keith había oído o leído le preparó para la experiencia de encontrarse con una nación derrotada. Su avance se hizo más y más lento a medida que las grietas de la carretera se convertían en baches y los baches en cráteres. Pronto le resultó imposible avanzar más de unos pocos cientos de metros sin tener que conducir como si estuviera en un autito de choque en un parque de atracciones junto al mar. Y en cuanto lograba acelerar por encima de los sesenta kilómetros por hora, se veía obligado a pararse en la cuneta para dar paso a otro convoy de camiones, el último de los cuales llevaba estrellas en sus portezuelas, que pasaba junto a él por el centro de la calzada.
Decidió aprovechar una de esas paradas imprevistas y comer en una posada que vio junto a la carretera. La comida era incomestible, la cerveza floja, y las miradas hoscas del posadero y de sus clientes le dejaron bien claro que allí no se le recibía bien. Ni siquiera se molestó en pedir un segundo plato. Pagó rápidamente y se marchó.
Avanzó lentamente hacia la capital alemana, kilómetro tras kilómetro, y llegó a las afueras de la ciudad pocos minutos antes de que se encendieran las lámparas de gas. Empezó a buscar inmediatamente un pequeño hotel por entre las calles secundarias. Sabía que, cuanto más se acercara al centro, con menos probabilidad podría permitirse pagar el precio.
Finalmente, encontró una pequeña casa de huéspedes en la esquina de una calle bombardeada. La casa se mantenía en pie, como si de algún modo no se hubiera visto afectada por todo lo ocurrido a su alrededor. Pero esa ilusión se disipó en cuanto abrió la puerta principal. El sombrío vestíbulo estaba iluminado por una sola vela, y un conserje con pantalones muy holgados y una camisa gris se hallaba sentado tras un mostrador, con expresión malhumorada. Efectuó pocos intentos por responder a los esfuerzos de Keith por conseguir una habitación. Keith solo sabía unas pocas palabras de alemán, de modo que finalmente levantó la mano abierta, con la esperanza de que el conserje comprendiera que deseaba quedarse cinco noches.
El hombre asintió con un gesto, de mala gana; tomó una llave del gancho de un tablero, por detrás de él y condujo a su huésped por una escalera sin alfombra, hasta una habitación situada en un rincón del segundo piso. Keith dejó la bolsa que llevaba en el suelo y contempló la pequeña cama, la única silla, la cómoda a la que le faltaban tres manijas de ocho, y la destartalada mesa. Cruzó la habitación y miró por la ventana hacia los montones de cascotes; no pudo dejar de pensar en el sereno estanque de patos que se contemplaba desde su habitación en el colegio. Se volvió para dar las gracias, pero el conserje ya se había marchado.
Después de sacar sus cosas de la bolsa, Keith acercó la silla a la mesa, junto a la ventana, y durante un par de horas, y sintiéndose culpable por asociación, se dedicó a escribir sus primeras impresiones de la nación derrotada.
Keith despertó a la mañana siguiente en cuanto el sol entró por la ventana sin cortinas. Tardó algún tiempo en lavarse en un lavabo sin tapón y por cuyo grifo solo surgía un hilillo de agua fría. Decidió no afeitarse. Se vistió, bajó al vestíbulo y abrió varias puertas, en busca de la cocina. Una mujer situada delante de un horno se volvió y hasta consiguió dirigirle una sonrisa. Luego, le indicó que se sentara ante una mesa.
En su dificultoso inglés, le explicó que había escasez de todo, excepto de harina. Le puso delante dos grandes rebanadas de pan cubiertas con una tenue sugerencia de lo que debía de ser mermelada. Le dio las gracias y se vio recompensado con una sonrisa. Después de tomar un segundo vaso de lo que se le aseguró que era leche, regresó a su habitación, se sentó al borde de la cama, comprobó la dirección donde tendría que efectuarse la entrevista, y luego trató de encontrarla en un mapa desfasado de la ciudad, que había encontrado en Blackwell’s, de Oxford. Al salir del hotel pasaban unos pocos minutos de las ocho, pero no era una cita a la que quisiera llegar tarde.
Keith ya había decidido organizar su tiempo de modo que pudiera pasar por lo menos un día en cada sector de la ciudad dividida; tenía la intención de visitar el sector ruso en último lugar, para poder compararlo con los tres controlados por los aliados. Por lo que había visto hasta el momento, supuso que solo podía ser mejor, y sabía que eso complacería a sus compañeros del Club Laborista de Oxford, convencidos de que el «Tío Joe» estaba realizando mucho mejor trabajo que Attlee, Auriol y Truman juntos, a pesar de que lo máximo que habían viajado la mayoría de ellos hacia el este no iba más allá de Cambridge.
Keith se detuvo varias veces para preguntar la dirección de la Siemensstrasse. Finalmente, encontró el cuartel general de los Servicios Británicos de Relaciones Públicas y Control de la Información. Faltaban unos pocos minutos para las nueve. Aparcó el coche y se unió a la corriente de militares y mujeres con uniformes de diversos colores que subían los anchos escalones de piedra y desaparecían tras las puertas oscilantes. Un cartel advertía que el ascensor estaba estropeado, de modo que subió a pie los cinco pisos hasta la oficina del PRISC. A pesar de que llegaba pronto para su cita, se presentó en el despacho principal.
—¿En qué puedo servirle, señor? —le preguntó una joven cabo sentada tras una mesa.
Hasta entonces, ninguna mujer le había tratado de «señor», y no le gustó.
Extrajo una carta del bolsillo interior de la chaqueta y se la entregó.
—Tengo una cita con el director a las nueve.
—Creo que no ha llegado todavía, señor, pero lo comprobaré. —Tomó un teléfono y habló con un colega. Luego colgó y le dijo—: Alguien saldrá a recibirle dentro de unos minutos. Siéntese, por favor.
Los pocos minutos resultaron convertirse en una hora y, para entonces, Keith ya había leído los dos periódicos que había sobre la mesita de café, aunque no se le ofreció ningún café. Der Berliner no era mucho mejor que el Cherwell, el periódico estudiantil del que tanto se burlaba en Oxford, y Der Telegraf era todavía peor. Pero como el director del PRISC aparecía mencionado casi en cada página de este último, Keith confió en que no se le pidiera su opinión.
Finalmente, apareció otra mujer, que preguntó por el señor Townsend. Keith se levantó de inmediato y se acercó a la mesa.
—Soy Sally Carr —dijo la mujer con un enérgico acento londinense—. Secretaria del director. ¿En qué puedo servirle?
—Le escribí desde Oxford —contestó Keith con la esperanza de que su tono de voz sonara como su él tuviera más años de los que tenía en realidad—. Soy periodista del Oxford Mail, y se me ha encargado escribir una serie de artículos sobre las condiciones de vida reinantes en Berlín. Tengo una cita para ver… —hizo girar la carta—, al capitán Armstrong.
—Ah, sí, ya recuerdo —asintió la señorita Carr—, pero me temo que el capitán Armstrong se encuentra esta mañana de visita en el sector ruso, y no espero que regrese hoy a la oficina. Si puede usted volver mañana por la mañana, estoy segura de que estará encantado de recibirle.
Keith procuró no dejar entrever su decepción, y le aseguró que regresaría a las nueve de la mañana siguiente. Podría haber abandonado su plan de entrevistarse con Armstrong de no haber sido porque este capitán en particular sabía más sobre lo que sucedía realmente en Berlín que todos los demás oficiales de estado mayor juntos.
Dedicó el resto del día a explorar el sector británico, y se detuvo con frecuencia para tomar notas sobre todo aquello que considerara noticiable: cómo se comportaban los británicos con los alemanes derrotados, tiendas vacías que trataban de servir a demasiados clientes, colas para adquirir alimentos en la esquina de casi cada calle, cabezas inclinadas cada vez que se intentaba mirar a un alemán a los ojos. En la distancia, un reloj hizo sonar las doce campanadas. Entró en un ruidoso bar lleno de soldados uniformados y se sentó en el extremo de la barra. Cuando el camarero le preguntó finalmente qué deseaba, pidió una jarra de cerveza y un bocadillo de queso; al menos, creyó haber pedido queso, pues su alemán no era lo bastante fluido como para estar muy seguro. Sentado ante la barra, se dedicó a tomar algunas notas más. Mientras observaba a los camareros que iban de un lado a otro realizando su trabajo, se dio cuenta de que si uno vestía ropas de civil se le servía después que a cualquier otra persona que vistiera de uniforme.
Los diferentes acentos que escuchó en el local le recordaron que el sistema de clases se perpetuaba incluso allí donde los británicos ocuparan la ciudad de otros. Algunos de los soldados se quejaban, con tonos que no habrían complacido nada a la señorita Steadman, de lo mucho que tardaba en solucionarse su papeleo antes de que pudieran regresar a casa. Otros parecían resignados a llevar el uniforme toda la vida, y solo hablaban de la próxima guerra y de dónde se libraría. Keith frunció el ceño al oír decir a alguien: «Rasca un poco y, por debajo, todos son unos condenados nazis». Pero después del almuerzo, tras continuar con su exploración del sector británico, le pareció que, al menos en la superficie, los soldados estaban bien disciplinados y que la mayoría de los ocupantes parecían tratar a los ocupados con moderación y cortesía.
Cuando los tenderos empezaron a bajar sus cierres metálicos y a cerrar sus puertas, Keith regresó a su pequeño MG. Lo encontró rodeado de admiradores, cuyas miradas de envidia no tardaron en transformarse en cólera al ver que el dueño del coche vestía ropas civiles. Regresó lentamente hacia su hotel. Después de tomar un plato de patatas y col en la cocina, subió a su habitación y pasó las dos horas siguientes dedicado a escribir todo lo que podía recordar de la experiencia del día. Más tarde, se acostó y leyó Rebelión en la granja, hasta que la vela chisporroteó y se apagó.
Aquella noche, Keith durmió bien. Después de otro intento por lavarse con agua helada, hizo un poco entusiasta esfuerzo por afeitarse antes de bajar a la cocina. Allí le esperaban varias rebanadas de pan cubiertas de mermelada. Después de desayunar, recogió sus papeles y se dispuso a acudir a su cita. Si se hubiera concentrado más en la conducción, y menos en las preguntas que deseaba plantearle al capitán Armstrong, no habría girado a la izquierda en la rotonda. El tanque que avanzaba hacia él fue incapaz de detenerse con tan poco tiempo de advertencia, y aunque Keith hundió el pie en el freno y solo golpeó la esquina de su pesado guardabarros, el MG efectuó un giro completo, se subió a la acera y se estrelló contra una farola de cemento. Se quedó sentado tras el volante, tembloroso.
El tráfico que lo rodeaba se detuvo, y un joven teniente saltó del tanque y corrió hacia él para comprobar que no había resultado herido. Keith se bajó cautelosamente del coche, un poco conmocionado, pero después de unos saltos y movimientos con los brazos comprobó que no tenía nada más que un ligero corte en la mano derecha y un tobillo inflamado.
Al inspeccionar el tanque, vieron que no mostraba señal alguna del encontronazo, a excepción de la desaparición de la capa de pintura en una pequeña parte de su guardabarros. El MG, en cambio, daba la impresión de haber participado en una batalla en toda regla. Fue entonces cuando Keith recordó que, durante su estancia en el extranjero, solo tenía cubierto el seguro por daños a terceros. No obstante, le aseguró al oficial de caballería que la culpa de lo sucedido no era suya, y después de que el teniente le indicara a Keith cómo llegar hasta el taller más próximo, se despidieron.
Keith abandonó el MG y echó a caminar hacia el taller. Llegó al patio unos veinte minutos más tarde, dolorosamente consciente de lo inapropiadamente vestido que iba. Al encontrar finalmente al único mecánico que hablaba inglés, este le prometió que eventualmente alguien iría a retirar el vehículo.
—¿Qué significa «eventualmente»? —preguntó Keith.
—Eso depende —contestó el mecánico, que se frotó las yemas de los dedos índice y pulgar—. Mire, todo es una cuestión de… prioridades.
Keith sacó la cartera y extrajo un billete de diez chelines.
—¿No tiene dólares? —preguntó el mecánico.
—No —contestó Keith con firmeza.
Después de indicarle dónde estaba el coche, continuó su viaje hacia la Siemensstrasse. Ya llegaba con diez minutos de retraso a su cita en una ciudad donde había pocos trenes y menos taxis. Al llegar al cuartel general del PRISC, pensó que ahora le había tocado a él hacer esperar cuarenta minutos a alguien.
El cabo sentado tras la mesa le reconoció casi inmediatamente, pero no le transmitió noticias muy alentadoras.
—El capitán Armstrong tuvo que salir hace unos minutos para acudir a una cita en el sector estadounidense —le dijo—. Le esperó durante más de una hora.
—Maldita sea —exclamó Keith—. Tuve un accidente cuando venía hacia aquí, y he venido lo más rápidamente que he podido. ¿Podré verle en algún momento, durante el día?
—Me temo que no —contestó ella—. Tiene toda la tarde ocupada en reuniones en el sector estadounidense.
Keith se encogió de hombros.
—¿Podría indicarme cómo llegar al sector francés?
Mientras recorría las calles de otro sector de Berlín, tuvo poco que añadir a su experiencia del día anterior, excepto para recordar que en esta ciudad se hablaban por lo menos dos idiomas en los que no podía conversar. Eso provocó que pidiera una comida que no deseaba, y una botella de vino que no se podía permitir.
Después de almorzar, regresó al garaje para comprobar cómo iban las cosas con su coche. Al llegar ya se habían encendido las luces de gas y la única persona que hablaba inglés se había marchado a casa. Keith vio su MG en el rincón del patio, en el mismo estado ruinoso en que lo había dejado por la mañana. Lo único que pudo hacer el ayudante fue señalar el número ocho de su reloj.
A la mañana siguiente, Keith estaba en el garaje a las ocho menos cuarto, pero el hombre que hablaba inglés no llegó hasta las 8,13. Rodeó el MG varias veces, pensativo, antes de darle su opinión.
—Pasará por lo menos una semana antes de que pueda dejarlo en condiciones de funcionar —dijo tristemente. Esta vez, Keith le ofreció una libra—. Bueno, quizá pueda arreglarlo en un par de días… Como ve, todo es cuestión de prioridades —repitió.
Keith decidió que no podía permitirse el lujo de ser máxima prioridad.
Luego, de pie en el atestado tranvía, se dedicó a considerar el estado de sus fondos, o más bien la falta de ellos. Si quería sobrevivir durante otros diez días, pagar su cuenta en el hotel y la reparación de su coche, tendría que pasarse el resto del viaje renunciando al lujo del hotel y dormir en el MG.
Keith bajó del tranvía en la parada que ahora ya le era familiar, subió los escalones y pocos minutos más tarde se encontraba ante la mesa, unos minutos antes de las nueve. Esta vez solo le hicieron esperar veinte minutos, con los mismos periódicos para leer, antes de que la secretaria del director reapareciera con una expresión azorada en su rostro.
—Lo siento mucho, señor Townsend —se disculpó—, pero el capitán Armstrong ha tenido que volar inesperadamente a Inglaterra. Su segundo, el teniente Wakeham, le recibirá con sumo gusto.
Keith pasó casi una hora con el teniente Wakeham, que no dejaba de llamarle «muchacho», le explicó por qué no podía entrar en Spandau y no dejó de gastarle algunas bromas sobre Don Bradman. Al marcharse, Keith tuvo la sensación de haber aprendido más cosas sobre el estado del críquet inglés que acerca de lo que sucedía en Berlín. Pasó el resto del día en el sector estadounidense, y se detuvo varias veces en las calles para hablar con los soldados. Le dijeron con orgullo que no abandonaban su sector hasta que llegara el momento de regresar a Estados Unidos.
A últimas horas de la tarde, al pasar de nuevo por el garaje, el mecánico que hablaba inglés le prometió que el coche estaría terminado a la tarde siguiente, listo para que se lo llevara.
Al día siguiente, Keith se desplazó en tranvía hasta el sector ruso. Pronto descubrió lo muy equivocado que estaba al suponer que no podría aprender nada nuevo de la experiencia. El Club Laborista de la Universidad de Oxford no se sentiría complacido al saber que los hombros de los berlineses orientales parecían más hundidos, sus cabezas más inclinadas y su paso más lento que los de sus conciudadanos de los sectores aliados, y que ni siquiera parecían capaces de hablarse los unos a los otros, y mucho menos con Keith. En la plaza principal, una estatua de Hitler había sido sustituida por otra todavía más grande de Lenin, y una enorme efigie de Stalin dominaba casi todas las esquinas de las calles. Después de varias horas de deambular por calles tristes, con tiendas desprovistas de gente y de artículos, y de no poder encontrar un solo bar o restaurante, Keith regresó al sector británico.
Decidió que si a la mañana siguiente conducía hasta Dresde podría terminar pronto su trabajo, y pasar entonces un par de días en Deauville para reponer sus menguadas finanzas. Se puso a silbar al saltar a un tranvía que lo dejaría frente al garaje.
El MG le esperaba en el patio delantero, y tuvo que admitir que su aspecto era magnífico. Alguien se había dedicado incluso a limpiarlo, y el capó rojo brillaba bajo la luz nocturna.
El mecánico le entregó la llave. Keith se sentó tras el volante, la hizo girar en el contacto y el motor se puso en marcha inmediatamente.
—Estupendo —dijo.
El mecánico hizo un gesto de asentimiento. Una vez que Keith se bajó del coche, otro empleado del garaje se inclinó y sacó la llave del contacto.
—¿Cuánto es? —preguntó Keith, que sacó la cartera.
—Veinte libras —contestó el mecánico.
Keith se giró en redondo y lo miró.
—¿Veinte libras? —barbotó—. Pero yo no tengo veinte libras. Ya se ha embolsado usted treinta chelines, y ese maldito coche solo me costó treinta libras.
Aquella información no pareció impresionar al mecánico en lo más mínimo.
—Tuvimos que cambiar el árbol del cigüeñal y reconstruir el carburador —le explicó—. Y no ha sido nada fácil encontrar las piezas de repuesto, por no hablar de la mano de obra. En Berlín no hay mucho espacio para esta clase de lujos. Veinte libras —repitió.
Keith abrió la cartera y empezó a contar sus billetes.
—¿Cuánto supone eso en marcos alemanes?
—No aceptamos marcos alemanes —dijo el mecánico.
—¿Por qué no?
—Los británicos nos han advertido que llevemos cuidado con las falsificaciones.
Keith decidió llegado el momento para probar con una táctica diferente.
—¡Esto no es más que una extorsión! —aulló—. ¡Haré que le cierren el taller!
El alemán no se dejó conmover.
—Es posible que hayan ganado ustedes la guerra, señor —le dijo secamente—, pero eso no quiere decir que no tengan que pagar sus facturas.
—¿Cree que puede salir bien librado de esto? —le gritó Keith—. Informaré de este asunto a mi amigo el capitán Armstrong, del PRISC. Entonces se dará cuenta de quién manda aquí.
—Quizá sea mejor que llamemos a la policía y dejemos que sean ellos quienes decidan quién manda.
Ese solo comentario bastó para silenciar a Keith, que recorrió el patio varias veces, arriba y abajo, antes de admitir.
—No tengo veinte libras.
—Entonces, quizá tendrá que vender el coche.
—Eso nunca —dijo Keith.
—En ese caso, tendremos que guardárselo en el garaje, al precio diario habitual, hasta que pueda pagar la factura.
Keith se puso más y más rojo, mientras los dos hombres permanecían de pie, junto a su MG, con aspecto notablemente impávido.
—¿Cuánto me ofrecería por él? —preguntó finalmente.
—Bueno, en Berlín no existe una gran demanda de coches deportivos de segunda mano con el volante a la derecha —dijo—. Pero supongo que podría ofrecerle cien mil marcos alemanes.
—Pero si me acaba de decir que no hace tratos en marcos alemanes.
—Eso es solo cuando vendemos. Pero las cosas son muy diferentes cuando compramos.
—¿Suponen esos cien mil marcos una cantidad superior a mi factura?
—No —contestó el mecánico. Hizo una pausa, sonrió y añadió—: Pero procuraremos ofrecerle una buena tasa de cambio.
—Condenados nazis —murmuró Keith.
Al iniciar su segundo año de estudios en Oxford, Keith se vio presionado por sus amigos del Club Laborista para que se presentara a la elección del comité. Ya había llegado a la conclusión de que, aunque el club contaba con más de seiscientos miembros, era el comité el que se reunía con los ministros del gabinete cuando estos visitaban la universidad, y los que tenían el poder para tomar resoluciones. Seleccionaban incluso a los que asistían a la conferencia del partido y, de ese modo, contaban con la posibilidad para influir sobre la política del partido.
Al anunciarse el resultado de la votación para el comité, a Keith le sorprendió comprobar el margen tan amplio por el que había sido elegido. Al lunes siguiente asistió a su primera reunión de comité, en el Bricklayers’Arms. Se sentó al fondo, en silencio, sin creer apenas en lo que estaba ocurriendo delante de sus mismos ojos. En el seno de aquel comité se reproducían todas aquellas cosas que más despreciaba sobre Gran Bretaña. Eran reaccionarios, estaban llenos de prejuicios y, cuando se trataba de tomar verdaderas decisiones, eran ultraconservadores. Si alguien planteaba una idea original, se discutía durante largo rato y luego se olvidaba rápidamente en cuanto la reunión se suspendía y todos bajaban al bar. Keith llegó a la conclusión de que ser un miembro del comité no iba a ser suficiente si deseaba ver convertidas en realidad algunas de sus ideas más radicales. Decidió que, en su último año, se convertiría en el presidente del Club Laborista. Al comentar sus ambiciones en una carta dirigida a su padre, sir Graham le contestó que le interesaban mucho más sus perspectivas de obtener un título, ya que llegar a ser el presidente del Club Laborista no tenía tanta importancia para alguien que confiaba pudiera sucederle como propietario de un grupo periodístico.
El único rival que tenía Keith para ocupar el puesto parecía ser el vicepresidente, Gareth Williams, hijo de un minero que, a partir de la escuela elemental de Neath, a la que había asistido, obtuvo una beca y poseía, desde luego, todas las calificaciones adecuadas.
La elección de puestos estaba programada para dos semanas después de la fiesta de San Miguel, el 29 de septiembre. Keith se dio cuenta de que cada hora de la primera semana sería crucial para sus esperanzas de ser nombrado presidente. Puesto que Gareth Williams era más popular en el comité que entre los socios, Keith sabía exactamente dónde tendría que concentrar todas sus energías. Durante los diez primeros días del trimestre invitó a su habitación, a tomar una copa a varios de los miembros liberados del club, incluidos algunos estudiantes de primer curso. Noche tras noche, consumieron cajas de cerveza, tarta y vino corriente, todo ello a expensas de Keith.
A falta de veinticuatro horas para la votación, Keith creía tenerlo todo bien atado. Comprobó la lista de miembros del club, marcó con una señal a todos aquellos con los que ya había hablado y que estaba razonablemente seguro de que le votarían, y con una cruz a los que sabía que apoyaban a Williams.
La reunión semanal del comité, celebrada la noche antes de la votación, se prolongó demasiado, pero Keith disfrutó con el considerable placer de pensar que esta sería la última vez que tendría que soportar una resolución inútil tras otra, que solo terminarían en la papelera más cercana. Permaneció sentado en el fondo de la estancia, sin aportar ninguna contribución a las innumerables enmiendas y subcláusulas que tanto gustaban a Gareth Williams y a sus compinches. El comité discutió durante casi una hora la desgracia que suponían las últimas cifras de desempleo, que afectaban ya a 300 000 obreros. A Keith le habría gustado señalar a sus hermanos que había por lo menos 300 000 personas en Gran Bretaña que, en su opinión, eran simplemente inútiles para el trabajo, pero pensó que decir algo así no sería muy prudente precisamente el día antes de buscar su apoyo en la urna.
Se hallaba reclinado en su asiento, casi dormitando, cuando cayó el obús. Fue durante la discusión de «Otros asuntos» cuando Hugh Jenkins (del St. Peter), alguien con el que Keith apenas se hablaba, no solo porque hacía que Lenin pareciera un liberal, sino porque era el aliado más próximo de Gareth Williams, se levantó pesadamente de su asiento en la primera fila.
—Hermano presidente —empezó a decir—, he sido advertido de que se ha producido una violación del artículo número nueve de los reglamentos, subsección C, relativa a la elección de cargos para este comité.
—Explícate —dijo Keith, que ya tenía sus planes para el hermano Jenkins una vez que fuera elegido, unos planes que no se encontrarían en la subsección C de ningún reglamento.
—Eso es precisamente lo que me propongo hacer, hermano Townsend —afirmó Jenkins, que se volvió a mirarle—, sobre todo porque la cuestión te afecta directamente.
Keith se adelantó en su asiento y prestó más atención por primera vez desde que empezara la reunión.
—Parece ser, hermano presidente, que el hermano Townsend se ha dedicado durante los diez últimos días a solicitar apoyo para su candidatura al puesto de presidente de este club.
—Pues claro que lo he hecho —replicó Keith—. ¿De qué otro modo podría esperar ser elegido?
—Bueno, me alegra que el hermano Townsend muestre tanta franqueza al respecto, porque de ese modo, hermano presidente, no habrá necesidad de llevar a cabo una investigación interna.
En el rostro de Keith apareció una expresión de extrañeza, que se mantuvo hasta que Jenkins se explicó.
—Está perfectamente claro, que el hermano Townsend ni siquiera se ha molestado en consultar los reglamentos del partido, en los que se afirma sin el menor género de dudas que está estrictamente prohibido emplear cualquier forma de solicitar el voto para ocupar un puesto en la organización. Solo tiene que consultar el artículo nueve, subsección C del reglamento.
Keith tuvo que admitir que no disponía de un reglamento y que jamás lo había consultado, y mucho menos por lo que se especificaba en su artículo nueve y en todas sus subsecciones.
—Lamento mucho verme en la obligación de proponer la aprobación de una resolución por parte de este comité —continuó Jenkins—. Que el hermano Townsend sea descalificado para tomar parte en la elección de mañana y al mismo tiempo que sea expulsado de este comité.
—Una cuestión de orden, hermano presidente —intervino otro miembro del comité, que se puso en pie en la segunda fila—. Creo que eso son dos resoluciones.
El comité pasó a discutir, durante otros cuarenta minutos, si era una o dos resoluciones las que tendrían que votar. La cuestión se solucionó finalmente mediante una enmienda introducida en la proposición: por una votación de once contra siete, se decidió que se votarían dos resoluciones. Siguieron varios discursos y cuestiones de orden sobre el tema de si se permitiría al hermano Townsend participar en la votación de las dos resoluciones planteadas. Keith dijo que, de todos modos, se abstendría en la votación de la primera resolución.
—Muy generoso por tu parte —dijo Williams con una sonrisa burlona.
A continuación, el comité aprobó una resolución por diez votos contra siete, y una abstención, por la que se descalificaba al hermano Townsend para presentarse como candidato a presidente.
Williams insistió en que el resultado de la votación quedara debidamente registrado en las actas de la reunión, por si acaso alguien decidiera presentar una apelación en el futuro. Keith dejó bien claro que no tenía la menor intención de apelar. Williams no pudo apartar la sonrisa burlona de su rostro.
Keith no se quedó para conocer el resultado de la votación sobre la segunda resolución y ya se encontraba en su habitación mucho antes de que se produjera la votación. Se perdió así la prolongada discusión que se produjo acerca de si debían imprimirse nuevas papeletas de votación, ahora que solo había un candidato para ocupar el puesto de presidente.
Al día siguiente, fueron varios los estudiantes que dejaron bien claro lo mucho que lamentaban la descalificación de Keith. Pero este ya había decidido que el Partido Laborista no entraría probablemente en el mundo real antes de finales de siglo, y que él podía hacer bien poco al respecto, por no decir prácticamente nada, incluso en el caso de que hubiera podido convertirse en presidente del club.
Aquella noche, en los alojamientos, el rector del colegio aportó su juicio mientras tomaba una copa de jerez.
—Debo decirle que no me siento desilusionado con el resultado, porque, tengo que advertirle, Townsend, que, en opinión de su tutor, si continuara usted trabajando de la misma forma irregular con que lo ha venido haciendo durante estos dos últimos años, es muy improbable que llegue a conseguir calificación alguna por parte de esta universidad. —Antes de que Keith pudiera decir algo en su defensa, el rector añadió—: Naturalmente, soy muy consciente de que un título por Oxford no tendrá una gran importancia en la carrera que ha elegido, pero me permito sugerirle que será una grave decepción para sus padres si tuviera que dejarnos, después de tres años de estudios, sin haber logrado absolutamente ninguna titulación que lo atestigüe.
Aquella noche, al regresar a su habitación, Keith se tumbó en la cama y pensó seriamente en la advertencia del rector. Pero fue una carta llegada pocos días más tarde la que finalmente le aguijoneó para entrar en acción. Su madre le escribió para comunicarle que su padre había sufrido un ligero ataque cardiaco, y confiaba en que, dentro de poco tiempo, él estuviera ya dispuesto para asumir alguna responsabilidad.
Keith le puso inmediatamente una conferencia a su madre, en Toorak. Cuando finalmente logró la comunicación, lo primero que le preguntó fue si deseaba que regresara a casa.
—No —contestó ella con firmeza—. Pero tu padre espera que dediques ahora más tiempo a concentrarse en la obtención de tu título ya que, de otro modo, cree que tu estancia en Oxford no habrá servido para nada.
Una vez más, Keith decidió confundir a los examinadores. Durante los ocho meses siguientes asistió a todas las clases y no faltó a ninguna reunión con el tutor. Con ayuda del doctor Howard, continuó estudiando durante los dos cortos períodos de vacaciones, lo que le permitió cobrar conciencia del poco trabajo realizado durante los dos últimos años.
Casi empezó a desear haberse llevado consigo a Oxford a la señorita Steadman, en lugar del MG.
El lunes de la séptima semana de su último trimestre, vestido con un sombrío traje oscuro, cuello blanco y pajarita, y su bata de pregraduado, se presentó en la escuela de exámenes superiores. Durante los cinco días siguientes se sentó en la mesa que se le asignó, con la cabeza inclinada y contestó todas las preguntas que pudo de los once exámenes que se le hicieron. La tarde del quinto día, al salir a la luz del sol, se unió a sus amigos, sentados en los escalones de las escuelas, para tomar champaña con cualquier viandante que pasara y quisiera unirse a ellos.
Seis semanas más tarde, Keith se sintió muy aliviado al encontrar su nombre en la lista de los incluidos por la escuela examinadora entre quienes habían obtenido una licenciatura en Filosofía y Letras (con título). A partir de ese momento, nunca reveló la clase de título obtenido, aunque tuvo que estar de acuerdo con la opinión del doctor Howard, según la cual eso tenía muy poca importancia para el desempeño de la carrera en la que estaba a punto de embarcarse.
Keith hubiera querido regresar a Australia apenas un día después de conocer el resultado de los exámenes, pero su padre no quiso saber nada al respecto.
—Espero que vayas a ver a mi viejo amigo Max Beaverbrook, y trabajes para él en el Express —le dijo por la línea telefónica, entre ruidos de estática—. Beaver puede enseñarte en seis meses mucho más de lo que has aprendido en Oxford en tres años.
Keith se contuvo para no decirle que eso no había sido un gran logro.
—Lo único que me preocupa, papá, es tu estado de salud. No quiero quedarme en Inglaterra si regresar a casa significa que puedo ayudarte a aliviar la presión a la que te ves sometido.
—Nunca me he sentido mejor, muchacho —replicó sir Graham—. El médico me asegura que casi he vuelto ya a la normalidad y, mientras no fuerce las cosas, aún me queda mucho tiempo por delante. A la larga, me serás mucho más útil si aprendes tu oficio en Fleet Street, en lugar de regresar a casa ahora y ponerte bajo mis órdenes. Voy a llamar ahora mismo a Beaver. Así que procura escribirle unas líneas…, hoy mismo.
Esa tarde, Keith le escribió a lord Beaverbrook y, tres semanas más tarde, el propietario del Express concedió al hijo de sir Graham Townsend una entrevista de quince minutos.
Keith llegó a Arlington House con quince minutos de anticipación, y recorrió St. James durante varios minutos para hacer tiempo antes de entrar en el impresionante edificio. Tuvo que esperar otros veinte minutos antes de que una secretaria lo acompañara hasta el enorme despacho de lord Beaverbrook, desde donde se dominaba el parque de St. James.
—¿Qué tal está su padre? —fueron las primeras palabras de Beaver.
—Se encuentra bien, señor —contestó Keith.
Se mantuvo de pie, delante de la mesa, puesto que no se le había ofrecido asiento.
—¿Y quiere usted seguir sus pasos? —preguntó el viejo, mirándole.
—Así es, señor.
—Bien, en ese caso, mañana, a las diez, se presenta en el despacho de Frank Butterfield, en el Express. Es el mejor subdirector que puede encontrarse en Fleet Street. ¿Alguna pregunta?
—No, señor —contestó Keith.
—Bien —replicó Beaverbrook—. Le ruego que transmita mis saludos a su padre.
Bajó la cabeza, lo que pareció ser una señal de que la entrevista había concluido. Treinta segundos más tarde, Keith estaba de nuevo en St. James, no muy seguro de que aquella entrevista hubiera tenido lugar.
A la mañana siguiente se presentó ante Frank Butterfield, en Fleet Street. El subdirector parecía incapaz de dejar de correr de un periodista a otro. Keith intentó mantenerse a su lado, y no tardó mucho en comprender del todo por qué Butterfield se había divorciado tres veces. Pocas mujeres en su sano juicio habrían tolerado aquel estilo de vida. Butterfield se llevaba el periódico a la cama cada noche, excepto el sábado, y esa era su implacable amante.
A medida que transcurrieron las semanas, Keith empezó a aburrirse de seguir a Frank por todas partes, y se sentía cada vez más impaciente por obtener una visión más amplia de cómo se producía y gestionaba un periódico. Frank, consciente de la inquietud del joven, diseñó un programa para mantenerlo totalmente ocupado. Pasó tres meses en el departamento de tiraje, los tres siguientes en el de publicidad, y otros tres en los talleres. Allí encontró innumerables ejemplos de miembros del sindicato que se dedicaban a jugar a las cartas cuando debían de estar trabajando en las prensas, o que interrumpían ocasionalmente el trabajo entre una taza de café y otra para escaparse a hacer apuestas en el local del corredor más cercano. Algunos llegaban a fichar bajo dos o tres nombres, y recibían un sobre con un salario por cada uno de los nombres.
Cuando Keith ya llevaba seis meses en el Express, empezó a cuestionarse que el contenido editorial fuera todo lo que importaba para producir un periódico con éxito. ¿Acaso él y su padre no deberían haber dedicado todas aquellas mañanas de domingo a controlar el espacio de publicidad del Courier con la misma atención con que leían la primera página? Y cuando criticaban los titulares del Gazette, en el despacho del viejo, ¿no deberían haberse ocupado más bien de que el periódico no tuviera personal excesivo, o de que no se dispararan los gastos de los periodistas? En último término, y por enorme que fuera la tirada de un periódico, el objetivo final debería ser sin duda obtener el mayor beneficio posible para la inversión. A menudo discutió el problema con Frank Butterfield, quien tenía la impresión de que las prácticas establecidas desde hacía tiempo en los talleres eran probablemente irreversibles a aquellas alturas.
Keith escribía a su casa con regularidad, en cartas extensas en las que exponía sus teorías. Ahora que experimentaba de primera mano muchos de los problemas a los que se enfrentaba su padre, empezaba a temer que las prácticas sindicales que eran tan comunes en los talleres de Fleet Street pudieran llegar también a Australia.
Al final de su primer año, Keith envió un largo memorándum a Beaverbrook, en Arlington House, a pesar de que Frank Butterfield le aconsejó que no lo hiciera. Expresaba en él su opinión de que los talleres del Express contaban con un personal excesivo y superfluo, en una proporción de tres a uno, y que, puesto que los salarios constituían sus principales gastos, no existía ninguna esperanza de que un grupo periodístico moderno pudiera conseguir beneficios de aquel modo. Alguien iba a tener que enfrentarse a los sindicatos en el futuro. Beaverbrook ni siquiera le dirigió una nota para agradecerle el envío del informe.
Sin dejarse amilanar por ello, Keith inició su segundo año de trabajo en el Express dedicándole horas que ni siquiera sabía que existieran cuando estuvo en Oxford. Eso sirvió para reforzar su opinión de que, tarde o temprano, tendrían que producirse grandes cambios en la industria periodística, y con todo ello preparó un largo memorándum para su padre, que tenía la intención de analizar con él en cuanto regresara a Australia. En el memorándum explicaba con toda exactitud qué cambios creía que sería necesario hacer en el Courier y el Gazette para que ambos periódicos pudieran seguir siendo solventes durante la segunda mitad del siglo veinte.
Keith se encontraba hablando por teléfono, en el despacho de Butterfield, disponiendo su vuelo de regreso a Melbourne, cuando un mensajero le entregó el telegrama.