17
—Capitán Armstrong, le estoy muy agradecido por haber venido a verme tan rápidamente.
—No hay de qué, Julius. Cuando surgen problemas, nosotros, los judíos, debemos permanecer juntos —le aseguró Armstrong, que dio unas palmaditas sobre el hombro del editor—. Dígame en qué puedo ayudarle.
Julius Hahn se levantó y se puso a recorrer el despacho de un lado a otro, mientras informaba a Armstrong de toda la serie de desastres que habían afectado a su empresa durante los dos últimos meses. Armstrong le escuchó con atención. Hahn se sentó finalmente tras su mesa y preguntó:
—¿Cree usted que puede hacer algo para ayudarme?
—Me gustaría, Julius. Pero como usted mismo conocerá mejor que nadie, los sectores estadounidense y ruso son dos mundos aparte.
—Me temía que esa pudiera ser su respuesta —dijo Hahn—, pero Arno me ha comentado muchas veces que su influencia se extiende mucho más allá del sector británico. No habría considerado siquiera la idea de molestarle si mi situación no fuera tan desesperada.
—¿Desesperada? —preguntó Armstrong.
—Me temo que esa sea la única palabra adecuada para describirla —asintió Hahn—. Si los problemas continúan durante un mes más, algunos de mis clientes más antiguos perderán su confianza en mi capacidad para efectuar las entregas, y es posible que me vea obligado a cerrar uno, o quizá incluso dos de mis talleres.
—No sabía que las cosas estuvieran tan mal —dijo Armstrong.
—Están peor. Aunque no puedo demostrarlo, tengo la sensación de que quien está detrás de todo esto es el capitán Sackville. Como sabe, nunca nos hemos llevado demasiado bien. —Hahn hizo una pausa, antes de preguntar—: ¿Cree usted que se trata, simplemente, de antisemitismo?
—No se me habría ocurrido mirarlo de ese modo —dijo Armstrong—. Pero la verdad es que no le conozco tan bien. Veré si puedo utilizar a algunos de mis contactos para descubrir si se puede hacer algo por ayudarle.
—Es muy amable por su parte, capitán Armstrong. Si pudiera usted ayudar, le estaría eternamente agradecido.
—Estoy seguro de que así sería, Julius.
Armstrong abandonó el despacho de Hahn y ordenó a su chófer que lo llevara al sector francés, donde intercambió una docena de botellas de Johnnie Walker etiqueta negra, por una caja de clarete que ni siquiera el mariscal de campo Auchinleck había probado en su reciente visita.
De regreso al sector británico, Armstrong decidió pasar a ver a Arno Schultz y tratar de descubrir si Hahn le decía toda la verdad. Al llegar al Telegraf se sorprendió al ver que Arno no estaba en su despacho. Su ayudante, cuyo nombre nunca lograba recordar, explicó que el señor Schultz había obtenido un permiso de veinticuatro horas para visitar a su hermano en el sector ruso. Armstrong ni siquiera sabía que Arno tuviera un hermano.
—Ah, capitán Armstrong —dijo el ayudante—, le complacerá saber que anoche tuvimos que imprimir de nuevo cuatrocientos mil ejemplares.
Armstrong asintió con un gesto y salió, convencido de que todo empezaba a encajar. Hahn tendría que estar de acuerdo con sus condiciones dentro de un mes, si esperaba mantenerse en el negocio. Comprobó su reloj y le ordenó a Benson que le dejara en el despacho del capitán Hallet. Al llegar, dejó la caja de doce botellas de clarete sobre la mesa de Hallet, antes de que el capitán tuviera la oportunidad de decir nada.
—No sé cómo lo consigue —dijo Hallet, que abrió el cajón superior de su mesa y extrajo un documento de aspecto oficial.
—Zapatero a tus zapatos —dijo Armstrong, por utilizar un tópico que le había oído decir al coronel Oakshott el día anterior.
Durante la hora siguiente, Hallet explicó a Armstrong todas y cada una de las cláusulas del borrador del contrato, hasta que estuvo seguro de que él comprendía por completo las implicaciones, y de que todo concordaba con sus exigencias.
—Y si Hahn está de acuerdo en firmar este documento —dijo Armstrong una vez que llegaron al último párrafo—, ¿puedo estar seguro de que será apoyado en un tribunal inglés?
—De eso no cabe la menor duda —contestó Stephen.
—¿Y por lo que se refiere a Alemania?
—Puede decirse lo mismo. Le puedo asegurar que es absolutamente estanco, aunque me sigue extrañando… —el abogado vaciló un momento antes de continuar—, por qué querría Hahn cambiar una parte tan sustancial de su imperio a cambio del Telegraf.
—Digamos que, de ese modo, yo también podría cumplir una o dos de sus exigencias —dijo Armstrong, que colocó una mano sobre la caja de clarete.
—Así lo espero —dijo Hallet, que se levantó de su silla—. Y a propósito, Dick, mi documentación de desmovilización ha llegado finalmente. Espero regresar pronto a casa.
—Felicidades, compañero —dijo Armstrong—. Eso son noticias maravillosas.
—Sí, ¿verdad? Y, naturalmente, si alguna vez necesita de un abogado cuando regrese a Inglaterra…
En cuanto llegó a su oficina, veinte minutos más tarde, Sally le advirtió que en su despacho esperaba una visita que afirmaba ser un buen amigo, a pesar de que ella no le había visto antes.
Armstrong abrió la puerta y se encontró con Max Sackville, que recorría la estancia de un lado a otro, impaciente.
—La apuesta queda anulada, compañero —fue lo primero que le dijo.
—¿Qué significa eso de «anulada»? —preguntó Armstrong, que introdujo el contrato en el cajón superior de su mesa y cerró con llave.
—Lo que he dicho… Anulada. Acaba de llegar mi documentación. Me envían de regreso a Carolina del Norte a finales de este mes. ¿No es una gran noticia?
—Desde luego que lo es —asintió Armstrong—, porque una vez que se marche usted, Hahn logrará sobrevivir, y entonces yo cobraré mil dólares.
Sackville lo miró fijamente.
—No le haría mantener las condiciones de una apuesta a un viejo amigo cuando han cambiado las circunstancias, ¿verdad?
—Desde luego que lo haría, compañero —afirmó Armstrong—. Y, lo que es más importante, si intenta escaquearse, a estas horas de mañana lo sabrá todo el mundo en el sector estadounidense. —Armstrong se sentó ante su mesa y observó las pequeñas gotas de sudor que aparecieron en la frente de Sackville. Esperó un momento más, antes de añadir—: Le diré lo que podemos hacer, Max. Me conformaré con setecientos cincuenta dólares, pero solo si me los paga hoy mismo.
Transcurrió casi un minuto antes de qué Max empezara a humedecerse los labios.
—No hay ninguna esperanza —dijo—. Podré acabar con Hahn antes de finales de mes. Solo tendré que acelerar las cosas un poco…, compañero.
Salió precipitadamente del despacho y dejó a Armstrong convencido de que podría acabar con Hahn él mismo. Quizá había llegado el momento de echarle una mano. Tomó el teléfono y le dijo a Sally que no quería que nadie lo molestara durante por lo menos una hora.
Una vez que hubo terminado de mecanografiar los dos artículos con un solo dedo, los repasó cuidadosamente antes de introducir algunos pequeños cambios en los textos. Introdujo la primera hoja de papel en un sobre sin membrete y lo cerró. Tomó el teléfono y le pidió a Sally que llamara a su chófer. Benson escuchó con atención, mientras el capitán le dijo lo que quería que hiciese; después le pidió que repitiera sus órdenes, para asegurarse de que no había malinterpretado nada, sobre todo aquella parte en que le pedía que se vistiera de civil.
—Y no debe hablar de esta conversación con ninguna otra persona, Reg, y quiero decir absolutamente con ninguna. ¿Me he explicado con bastante claridad?
—Sí, señor —asintió Benson.
Tomó el sobre, saludó y salió del despacho.
Armstrong sonrió, apretó el intercomunicador de su teléfono y le pidió a Sally que le trajera la correspondencia. Sabía que la primera edición del Telegraf no estaría a la venta en la estación hasta poco después de la medianoche. Ningún ejemplar llegaría a los sectores estadounidense o ruso hasta por lo menos una hora después. Era vital que la sincronización del tiempo fuera perfecta.
Estuvo en su despacho durante todo el resto del día, comprobando las últimas cifras de distribución que le presentó el teniente Wakeham. También llamó al coronel Oakshott y le leyó el artículo propuesto. El coronel no vio razón alguna para cambiar ni una sola palabra y estuvo de acuerdo en que se publicara en la primera página del Telegraf de la mañana siguiente.
A las seis de la tarde, el soldado Benson, vestido nuevamente de uniforme, llevó a Armstrong a su piso, donde pasó una noche relajada con Charlotte. Ella pareció sorprendida y encantada al ver que regresaba tan pronto a casa. Después de acostar a David, cenaron juntos. Él tomó hasta tres platos de su cocido favorito, y Charlotte decidió no comentarle que quizá estaba engordando un poco.
Poco después de las once, Charlotte sugirió que era hora de acostarse. Dick estuvo de acuerdo, pero dijo:
—Saldré un momento a comprar la primera edición del periódico. Solo tardaré unos minutos.
Comprobó su reloj. Eran las 11,50. Salió a la calle y se dirigió lentamente hacia la estación, adonde llegó pocos minutos después de que se hubiera tenido que entregar la primera edición del Telegraf.
Comprobó de nuevo su reloj; eran casi las doce. Llegaban con retraso. Pero quizá eso no fuera más que una consecuencia del desplazamiento de Arno al sector ruso para visitar a su hermano. Solo tuvo que esperar unos pocos minutos más para ver la familiar camioneta roja que doblaba la esquina y se detenía ante la entrada de la estación. Se ocultó entre las sombras, por detrás de una gran columna y vio como un gran fardo de periódicos caía con un golpe sordo sobre la acera, antes de que la camioneta se dirigiera hacia el sector ruso.
Un hombre salió de la estación y se inclinó para desatar la cuerda en el momento en que Armstrong salió de entre las sombras y se dirigió hacia él. Al verlo, el hombre lo reconoció, hizo un gesto de asentimiento y le entregó el ejemplar de la parte superior del fardo.
Armstrong leyó rápidamente el artículo de la primera página, para asegurarse de que no habían cambiado una sola palabra. No, no lo habían hecho. Todo estaba tal y como él mismo lo había mecanografiado, incluso el titular.
Julius Hahn, presidente de la famosa editorial de su mismo nombre, se vio sometido anoche a una creciente presión para ofrecer una declaración pública referente al futuro de su empresa.
Su principal periódico, Der Berliner, no ha aparecido en las calles de la capital durante los seis últimos días y, según se dice, algunas de sus revistas se publican con varias semanas de retraso. Uno de los principales distribuidores dijo anoche: «Ya no podemos confiar en que las publicaciones de Hahn estén en la calle de un día para otro, y nos vemos obligados a considerar otras alternativas».
No se pudo encontrar a Herr Hahn, que pasó el día reunido con sus abogados y contables, para que hiciera algún comentario, pero un portavoz de la empresa admitió que no alcanzarían las previsiones proyectadas para el presente año. Finalmente contactado anoche, Herr Hahn se negó a hablar oficialmente acerca del futuro de la empresa.
Armstrong sonrió y comprobó su reloj. La segunda edición estaría a punto de salir de la imprenta, pero todavía no estaría preparada para ser distribuida por las camionetas que regresaban. Se dirigió lentamente hacia el Telegraf, adonde llegó diecisiete minutos más tarde. Entró y pidió a gritos ver inmediatamente en el despacho de Herr Schultz a quien estuviera a cargo. Un hombre, al que Armstrong no habría reconocido aunque se lo cruzara en la calle, se apresuró a reunirse con él.
—¿Quién es el responsable de esto? —le gritó Armstrong al tiempo que arrojaba un ejemplar de la primera edición del periódico sobre la mesa.
—Fue usted —le contestó el subdirector, sorprendido.
—¿Qué quiere decir con que fui yo? —preguntó Armstrong—. Yo no he tenido nada que ver con esto.
—Pero el artículo nos fue enviado directamente desde su oficina, señor.
—No, yo no lo envié —dijo Armstrong.
—Pero el hombre dijo que usted le había dado órdenes de entregarlo personalmente.
—¿Qué hombre? ¿Lo había visto usted antes? —preguntó Armstrong.
—No, señor, pero me aseguró que llegaba directamente desde su oficina.
—¿Cómo iba vestido?
El subdirector guardó silencio durante un momento.
—Creo recordar que llevaba un traje gris, señor —contestó finalmente.
—Cualquiera que trabajara para mí habría llevado uniforme —dijo Armstrong.
—Lo sé, señor, pero…
—¿Le dio su nombre? ¿Le mostró alguna tarjeta de identificación que demostrara su autoridad?
—No, señor, no lo hizo. Yo solo supuse…
—¿Que usted «solo supuso»? ¿Por qué no tomó el teléfono y comprobó que yo había autorizado la publicación de ese artículo?
—No me di cuenta de que…
—Santo cielo. Una vez que leyó el artículo, ¿no consideró preguntar si debía editarse?
—Nadie lee su trabajo antes de editarlo, señor —contestó el subdirector—. Va directamente a la imprenta.
—¿Nunca ha comprobado usted los contenidos?
—No, señor —contestó el subdirector, ahora con la cabeza agachada.
—¿De modo que no hay ningún responsable de esto?
—No, señor —contestó el subdirector, tembloroso.
—En ese caso está usted despedido —gritó Armstrong, mirándolo fijamente—. Quiero que salga inmediatamente de aquí. Inmediatamente, ¿me ha comprendido? —El subdirector pareció disponerse a protestar, pero Armstrong aulló—: Si no ha retirado sus objetos personales de su despacho dentro de quince minutos, llamaré a la policía militar.
El subdirector salió del despacho, arrastrando los pies, y sin decir una sola palabra más.
Armstrong sonrió, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla de Arno. Comprobó su reloj. Estaba seguro de que ya había transcurrido tiempo más que suficiente. Se subió las mangas de la camisa, salió del despacho y apretó un botón rojo que había en la pared. Todas las máquinas de imprimir se detuvieron pesadamente.
Una vez que estuvo seguro de contar con la atención de todos, empezó a ladrar una serie de órdenes.
—Que los conductores salgan a la calle y recuperen todos los ejemplares de la primera edición que puedan encontrar.
El director de transporte salió corriendo hacia el patio y Armstrong se volvió hacia su impresor jefe.
—Quiero que se saque ese artículo sobre Hahn y se incluya este en su lugar —dijo.
Sacó una hoja de papel del bolsillo de la chaqueta y se la entregó al desconcertado jefe del taller, que empezó a preparar inmediatamente un nuevo bloque tipográfico para la primera página, dejando espacio en la esquina superior derecha para la fotografía más reciente que tenían del duque de Gloucester.
Armstrong se volvió hacia un grupo de mozos de almacén que esperaban a que la siguiente edición saliera de las máquinas.
—Ustedes —les gritó—. Ocúpense de destruir todos los ejemplares de la primera edición que queden todavía en el taller.
Los hombres se desparramaron hacia diferentes sitios y empezaron a reunir todos los periódicos que pudieron encontrar, incluso los antiguos.
Cuarenta minutos más tarde llegó apresuradamente al despacho de Schultz una prueba de la nueva primera página. Armstrong leyó con atención el otro artículo que él mismo había escrito aquella mañana acerca de la propuesta visita a Berlín del duque de Gloucester.
—Está bien —asintió, una vez que hubo terminado la revisión—. Empecemos a sacar inmediatamente la segunda edición.
Una hora más tarde Arno abrió la puerta del taller, entró precipitadamente y se sorprendió al encontrar al capitán Armstrong, con las mangas de la camisa subidas, ayudando a cargar en las camionetas la recientemente impresa segunda edición. Armstrong indicó con un dedo hacia su despacho. Una vez cerrada la puerta tras ellos, le contó todo lo que había, hecho desde el momento en que leyó lo publicado en la primera página de la primera edición.
—He conseguido retirar la mayoría de los primeros ejemplares, que he ordenado destruir —le dijo a Schultz—. Pero no he podido hacer nada con los veinte mil que se han distribuido en los sectores ruso y estadounidense. Una vez que cruzaron el puesto de control, ya no pudimos hacer nada por recuperarlos.
—Qué suerte que encontrara usted la primera edición en cuanto salió a la calle —dijo Arno—. Me siento culpable por no haber llegado antes.
—No es usted culpable de nada —le aseguró Armstrong—. Pero su subdirector sobrepasó con creces su responsabilidad al decidir seguir adelante e imprimir ese artículo sin molestarse siquiera en consultar con mi oficina.
—Me sorprende. Suele ser un hombre muy responsable y fiable.
—No tuve más remedio que despedirlo inmediatamente —dijo Armstrong, que miró directamente a Schultz.
—No tuvo más remedio, claro —dijo Schultz, que seguía pareciendo angustiado—, aunque me temo que el daño haya sido irreparable.
—Temo no comprenderlo —dijo Armstrong—. Conseguí retirar todos los primeros ejemplares, excepto unos pocos.
—Sí, soy consciente de ello. En realidad, no podría haber hecho usted más. Pero justo antes de cruzar el puesto de control tomé un ejemplar de la primera edición que llegó al sector ruso. Solo llevaba en casa unos pocos minutos cuando Julius me llamó para decirme que su teléfono no había dejado de sonar durante la hora anterior. La mayoría de las llamadas eran de minoristas angustiados. Le prometí que acudiría al taller y averiguaría cómo pudo haber sucedido una cosa así.
—Puede decirle a su amigo que me ocuparé personalmente de investigar lo sucedido —le prometió Armstrong. Se bajó las mangas de la camisa y se puso de nuevo la chaqueta—. Estaba cargando los ejemplares de la segunda edición en las camionetas cuando llegó usted, Arno. Quizá sea tan amable de hacerse cargo de todo ahora que está aquí. Mi esposa…
—Desde luego, no faltaba más —asintió Arno.
Armstrong abandonó el edificio con las últimas palabras de Arno todavía resonando en sus oídos:
—No podría usted haber hecho más, capitán Armstrong. No podría haber hecho más.
Y, desde luego, Armstrong estaba totalmente de acuerdo con él.
A Armstrong no le sorprendió nada recibir una llamada telefónica de Julius Hahn a primeras horas de la mañana siguiente.
—Siento mucho lo ocurrido con la primera edición —le dijo antes de que Hahn tuviera oportunidad de hablar.
—No fue por culpa suya —dijo Hahn—. Arno me ha explicado que pudo haber sido todo mucho peor de no haber sido por su intervención. Pero me temo que ahora necesito otro favor de usted.
—Haré todo lo que pueda por ayudarlo, Julius.
—Es muy amable por su parte, capitán Armstrong. ¿Sería posible que viniera usted a verme?
—¿Le parece que lo haga en algún momento de la semana que viene? —preguntó Armstrong, que pasó con naturalidad varias hojas de su dietario.
—Temo que se trate de algo mucho más urgente que eso —dijo Hahn—. ¿Cree que existe alguna posibilidad de que podamos vernos hoy mismo, a cualquier hora?
—Bueno, no es algo conveniente en estos momentos —dijo Armstrong, que no dejaba de mirar la página en blanco de su dietario—, pero como esta tarde tengo otra cita en el sector estadounidense, supongo que podría pasar a verle hacia las cinco, pero solo podré quedarme quince minutos. Espero que lo comprenda.
—Lo comprendo, capitán Armstrong, pero le estaría muy agradecido aunque solo fueran esos quince minutos.
Armstrong sonrió al colgar el teléfono. Abrió con la llave el cajón superior de la mesa y sacó el contrato. Durante la hora siguiente revisó cada cláusula para asegurarse de que quedaran cubiertas todas las eventualidades. La única interrupción que se produjo fue una llamada del coronel Oakshott para felicitarlo por el artículo sobre la próxima visita del duque de Gloucester.
—De primera clase —le asegure—. De primera clase.
Después de un prolongado almuerzo en el comedor de oficiales, Armstrong dedicó las primeras horas de la tarde a despachar una serie de cartas sobre las que Sally le insistía desde hacía semanas. A las cuatro y media le pidió al soldado Benson que lo llevara al sector estadounidense. Pocos minutos después de las cinco, el jeep se detuvo frente a las oficinas del Berliner. Un nervioso Hahn le esperaba ya en lo alto de los escalones y le hizo pasar rápidamente a su despacho.
—Debo disculparme nuevamente por nuestra primera edición de anoche —empezó por decirle Armstrong—. Me encontraba cenando con un general del sector estadounidense y, desgraciadamente, Arno había ido al sector ruso a visitar a su hermano, de modo que ninguno de los dos supimos en qué andaba metido su subdirector. Lo despedí inmediatamente, claro, y he puesto en marcha una investigación interna. Si yo no hubiera pasado por la estación hacia la medianoche…
—No, no, usted no tiene la culpa de nada, capitán Armstrong. —Hahn hizo una pausa, antes de añadir—: Sin embargo, los pocos ejemplares que llegaron a los sectores estadounidense y ruso fueron más que suficientes para provocar el pánico entre algunos de mis clientes más antiguos.
—Lamento mucho saberlo —dijo Armstrong.
—Temo que hayan caído en malas manos. Uno o dos de mis suministradores más fiables me han llamado hoy exigiendo que en el futuro les pague por adelantado, y eso no será nada fácil después de todos los gastos extra que he tenido que afrontar durante los dos últimos meses. Ambos sabemos que es el capitán Sackville el que está detrás de todo esto.
—Siga mi consejo, Julius —le dijo Armstrong—, y no se le ocurra mencionar su nombre al hablar de este incidente. No tiene usted pruebas, absolutamente ninguna prueba, y él es la clase de hombre que no vacilaría en cerrar su negocio en cuanto le diera la más mínima excusa.
—Pero es que se dedica a poner sistemáticamente de rodillas a mi empresa —se quejó Hahn—. Y no sé qué he podido hacerle yo para merecer este trato, del mismo modo que tampoco sé cómo impedírselo.
—No se altere tanto, amigo mío. Hace ya algún tiempo que vengo reflexionando sobre su situación, y es posible que haya encontrado una solución.
Hahn lo miró con una sonrisa forzada, pero no pareció quedar convencido.
—¿Qué le parecería si lograra que devolvieran al capitán Sackville a Estados Unidos antes de fin de mes? —le preguntó Armstrong.
—Eso solucionaría todos mis problemas —contestó Hahn con un profundo suspiro. Pero aún mantenía la expresión dubitativa—. Si pudieran enviarlo a su casa…
—A finales de mes —repitió Armstrong—. No obstante, Julius, eso va a exigir forzar mucho las cosas en los niveles más altos, por no hablar de…
—Cualquier cosa, estaría dispuesto a hacer cualquier cosa. Solo tiene que decirme lo que desea.
Armstrong sacó el contrato del bolsillo interior, lo dejó sobre la mesa y lo empujó suavemente hacia él.
—Usted firme esto, Julius, y yo me ocuparé de que Sackville sea enviado de regreso a Estados Unidos.
Hahn leyó el documento de cuatro páginas, primero rápidamente y luego con mayor lentitud, hasta que finalmente lo dejó sobre la mesa, delante de él. Luego levantó la mirada y dijo con voz sosegada:
—Veamos si comprendo bien las consecuencias de este acuerdo en el caso de que lo firme. —Hizo una nueva pausa y tomó otra vez el contrato—. Recibiría usted los derechos de distribución en el extranjero de todas mis publicaciones.
—Así es —contestó Armstrong en voz baja.
—Supongo que por eso se refiere a Inglaterra… —Vaciló antes de añadir—: Y la Commonwealth.
—No, Julius. Me refiero al resto del mundo.
Hahn comprobó de nuevo el contrato. Al llegar a la cláusula donde se especificaba, asintió con gesto serio.
—A cambio de lo cual yo recibiría el cincuenta por ciento de los beneficios.
—Así es —asintió Armstrong—. Después de todo, Julius, fue usted mismo quien me dijo que buscaba a una empresa británica que le representara una vez que terminara su contrato actual.
—Cierto, pero en aquellos momentos no sabía que actuaba usted en el negocio editorial.
—He trabajado en esto durante toda mi vida —dijo Armstrong—. Y una vez que me desmovilicen regresaré a Inglaterra para hacerme cargo del negocio de la familia.
Hahn lo miró, confundido.
—Y a cambio de estos derechos —continuó—, me convertiría en el único propietario del Telegraf. —Hizo una nueva pausa—. Tampoco sabía que era usted el propietario de ese periódico.
—Tampoco lo sabe Arno, de modo que debo pedirle que tome esa información como algo estrictamente confidencial. Tuve que pagar por sus acciones bastante más de lo que valían en el mercado.
Hahn asintió con un gesto, y luego frunció el ceño.
—Pero si yo firmara este documento, sería usted millonario.
—Y si no lo firma —le recordó Armstrong—, podría terminar en la bancarrota antes de finales de mes.
Ambos hombres se miraron fijamente durante un rato.
—Es evidente que ha reflexionado usted mucho sobre mi problema, capitán Armstrong —dijo finalmente Hahn.
—Solo pensando en lo que son sus mejores intereses —asintió Armstrong. Hahn no hizo ningún comentario, de modo que añadió—: Permítame demostrarle mi buena voluntad, Julius. No quisiera que firmara usted ese documento si el capitán Sackville todavía se encuentra en el país el primer día del mes que viene. Pero si para entonces ha sido sustituido, espero que lo firme usted ese mismo día. Por el momento, Julius, un apretón de manos entre los dos será suficiente para mí.
Hahn guardó silencio durante unos segundos más.
—No puedo argumentar nada en contra de eso —dijo finalmente—. Si ese hombre ha salido del país para finales de mes, firmaré el contrato en su favor.
Los dos hombres se levantaron y se estrecharon la mano solemnemente.
—Y ahora, será mejor que me marche —dijo Armstrong—. Todavía tengo que entrevistarme con una serie de personas y ocuparme de mucho papeleo si quiero asegurarme de que Sackville sea enviado a Estados Unidos en el término de tres semanas.
Hahn se limitó a asentir con un gesto.
Armstrong despidió a su chófer y recorrió a pie las nueve manzanas que le separaban de las oficinas de Max, para asistir a su habitual sesión de póquer de los viernes por la noche. El aire frío le aclaró la cabeza y al llegar ya estaba dispuesto para poner en marcha la segunda parte de su plan.
Max limpiaba la mesa con gestos de impaciencia.
—Sírvase una cerveza, compañero —le dijo en cuanto Armstrong se hubo sentado ante la mesa—, porque esta noche, amigo mío, va a perder.
Dos horas más tarde, Armstrong había ganado unos ochenta dólares y Max no se había relamido los labios en una sola ocasión durante toda la noche. Tomó un largo trago de cerveza mientras Dick barajaba las cartas.
—No me ayuda nada el pensar que si Hahn sigue en el negocio a finales de mes, le deberé otros mil dólares, lo que será suficiente para dejarme pelado.
—Por el momento, debo admitir que tengo todas las posibilidades de ganar la apuesta. —Armstrong hizo una pausa tras entregarle a Max la primera carta—. Sin embargo, hay circunstancias en las que podría estar de acuerdo en renunciar a la apuesta.
—Solo tiene que decirme lo que debo hacer —dijo Max, con las cartas boca arriba, sobre la mesa. Armstrong fingió concentrarse en su mano y no dijo nada—. Cualquier cosa, Dick. Haría cualquier cosa…, excepto matar a ese condenado kraut.
—¿Qué le parece si le permitimos vivir de nuevo?
—No estoy seguro de comprenderle.
Armstrong colocó la mano sobre la mesa y miró fijamente al estadounidense.
—Quiero que se asegure de que Hahn reciba toda la electricidad que necesita, todo el papel que pida, y que encuentre una mano amiga cada vez que se ponga en contacto con su oficina.
—Pero ¿por qué este repentino cambio de intenciones? —preguntó Max con recelo.
—En realidad, es bastante sencillo, Max. Lo que sucede es que me he estado cubriendo las espaldas con algunos primos del sector británico. He apoyado la apuesta de que Hahn estará todavía en el negocio dentro de un mes, de tal modo que si ahora lo invirtiera usted todo, yo ganaría bastante más que los mil dólares que le tendría que pagar a usted.
—Viejo y astuto bastardo —exclamó Max, relamiéndose los labios por primera vez aquella noche—. Acaba de cerrar un trato, compañero.
Y tras decir esto extendió su mano sobre la mesa. Armstrong se la estrechó y cerró con ello el segundo acuerdo al que llegaba en ese mismo día.
Tres semanas más tarde, el capitán Max Sackville subía a un avión con destino a Carolina del Norte. No tuvo que pagarle a Armstrong más que los pocos dólares que perdió en la última partida de póquer. El primero de mes fue sustituido por el mayor Bernie Goodman.
Aquella tarde, Armstrong se dirigió al sector estadounidense para entrevistarse con Julius Hahn, que le entregó el contrato firmado.
—No sé cómo lo ha podido conseguir —dijo Hahn—, pero debo admitir que las palabras surgidas de sus labios parecieron llegar a oídos de Dios.
Se estrecharon las manos.
—Espero mantener una prolongada y fructífera asociación con usted —fueron las últimas palabras de Armstrong antes de despedirse.
Hahn no hizo ningún comentario.
A primeras horas de la noche, al llegar al piso, le dijo a Charlotte que su documentación de desmovilización había llegado finalmente y que se marcharían de Berlín antes de que terminara el mes. También le hizo saber que se le habían ofrecido los derechos para representar la distribución de todas las publicaciones de Julius Hahn en el extranjero, lo que significaría que tendría trabajo desde el mismo instante en que descendieran del avión, en Londres. Empezó a recorrer la estancia, barbotando una idea tras otra, pero Charlotte no se quejó esta vez, de tan feliz como se sentía ante la idea de salir de Berlín. Cuando finalmente él dejó de hablar, ella lo miró y le dijo:
—Siéntate, Dick, porque yo también tengo una noticia que darte.
Armstrong les prometió al teniente Wakeham, al soldado Benson y a Sally que podían estar seguros de contar con un trabajo si se decidían a abandonar el ejército, y todos ellos le dijeron que se pondrían en contacto con él en cuanto les llegara su documentación de desmovilización.
—Dick, ha hecho usted un trabajo magnífico para nosotros, aquí, en Berlín —le dijo el coronel Oakshott—. En realidad, no sé cómo voy a poder sustituirle. De todos modos y tras su brillante sugerencia de fusionar el Telegraf y el Berliner, hasta es posible que no haya necesidad de sustituirle.
—Me pareció la solución más evidente —dijo Armstrong—. Permítame añadir, señor, que he disfrutado mucho formando parte de su equipo.
—Es muy amable al decirlo, Dick —agradeció el coronel. Bajó el tono de voz y añadió—: Dentro de poco, yo también voy a ser desmovilizado. Una vez que regrese usted a la vida civil, póngase en contacto conmigo si se entera de algo adecuado para un viejo soldado.
Armstrong no se molestó en visitar a Arno Schultz para despedirse, pero Sally le dijo que Hahn le había ofrecido el puesto de director del nuevo periódico.
La última visita de Armstrong antes de entregar su uniforme en el almacén de suministros, fue para acudir a la oficina del mayor Tulpanov, en el sector ruso, y en esta ocasión el hombre del KGB sí que le invitó a almorzar con él.
—Lubji, ha sido un verdadero placer observar su golpe de mano con Hahn —dijo Tulpanov, indicándole una silla—, aunque solo sea desde la distancia.
Un ordenanza les sirvió vodka y el ruso levantó su copa al aire.
—Gracias —dijo Armstrong, devolviéndole el cumplido—. Y no en menor medida por el papel que jugó usted en ello.
—Insignificante —dijo Tulpanov, tras dejar la copa vacía sobre la mesa—. Pero es posible que no siempre sea así, Lubji. —Armstrong enarcó una ceja, con expresión interrogativa—. Es posible que se haya asegurado los derechos de distribución en el extranjero de la mayor parte de la investigación científica alemana, pero todo eso no tardará mucho en quedar desfasado, y entonces necesitará del último material ruso…, siempre y cuando quiera mantenerse en la vanguardia del juego, claro.
—¿Y qué esperaría usted a cambio? —preguntó Armstrong llevándose a la boca otra cucharada de caviar.
—Por el momento, Lubji, dejemos las cosas como están y digamos que ya me pondré en contacto con usted de vez en cuando.