26

Armstrong comprobó de nuevo los horarios de vuelo a Nueva York. Luego consultó la dirección de la señora Sherwood en la guía telefónica de Manhattan, e incluso telefoneó al Pierre para asegurarse de que la suite presidencial estaba reservada a su nombre. No podía permitirse llegar tarde a esta reunión, ni aparecer el día equivocado o acudir a la dirección errónea.

Ya había depositado veinte millones de dólares en el Manhattan Bank, repasado la declaración de prensa con su asesor de relaciones públicas, y advertido a Peter Wakeham que preparara al consejo de administración para un anuncio especial.

Alexander Sherwood le había llamado por teléfono la noche anterior, para decirle que había hablado con su cuñada antes de que ella emprendiera su crucero anual. Ella le había confirmado que la cifra acordada era de veinte millones de dólares, y esperaba con impaciencia reunirse con Armstrong a las once de la mañana, en su apartamento, al día siguiente de su regreso. Cuando él y Sharon subieron al avión, se sentía bastante seguro de que en el término de veinticuatro horas sería el único propietario de un periódico nacional que solo era superado en circulación por el Daily Citizen.

Aterrizaron en Idlewild pocas horas antes de que el Queen Elizabeth atracara en el muelle 90. Una vez instalados en el Pierre, Armstrong caminó hasta la Calle 63 para estar seguro de saber con exactitud dónde vivía la señora Sherwood. Después de una propina de diez dólares, el portero le confirmó que esperaban su regreso a últimas horas de ese mismo día.

Aquella noche, durante la cena en el hotel, él y Sharon apenas hablaron. Armstrong empezaba a preguntarse por qué se había molestado en traerla consigo. Ella se acostó mucho antes de que él se dirigiera al cuarto de baño, y al salir ya se había quedado dormida.

Al acostarse, intentó pensar en todo lo que pudiera salir mal entre ahora y las once de la mañana siguiente.

—Creo que ella supo en todo momento lo que pretendíamos —dijo Kate siguiendo con la mirada el Rolls de la señora Sherwood hasta que desapareció de la vista.

—No pudo haberlo sabido —dijo Townsend—. Pero aunque fuera así, terminó por aceptar las condiciones que yo deseaba.

—¿O las que ella deseaba? —preguntó Kate en voz baja.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Solo quiero decir que todo fue un poco demasiado fácil para mi gusto. No olvides que ella no es una Sherwood, sino que fue simplemente lo bastante inteligente como para casarse con uno.

—Empiezas a mostrarte demasiado recelosa para tu propio bien —observó Townsend—. No olvides que ella no es Richard Armstrong.

—Solo me convenceré cuando ella haya firmado los dos contratos.

—¿Los dos?

—No se desprenderá de su tercio del Globe hasta no estar segura de que vas a publicar su novela.

—No creo que haya ningún problema para convencerla de eso —dijo Townsend—. No debemos olvidar que está desesperada… después de que su manuscrito fuera rechazado quince veces antes de encontrarse conmigo.

—¿O fue ella la que te vio venir?

Townsend miró hacia el muelle en el momento en que una limusina negra se detenía junto a la pasarela. Un hombre alto y rechoncho, de cabellera negra y revuelta, bajó del asiento trasero y levantó la mirada hacia la cubierta de paseo de los pasajeros.

—Tom Spencer acaba de llegar —dijo Townsend. Se volvió hacia Kate y añadió—: Deja de preocuparte. Para cuando te encuentres de regreso en Sydney ya seré el propietario del 33,3 por ciento del Globe, algo que no podría haber conseguido sin ti. Llámame en cuanto aterrices en Kingsford-Smith y te informaré de cómo van las cosas.

Townsend la tomó en sus brazos y le dio un beso antes de que ambos regresaran a sus camarotes separados.

Townsend tomó las maletas y se apresuró a descender al muelle. Su abogado de Nueva York caminaba rápidamente alrededor del coche, una costumbre de sus tiempos como corredor de campo a través, según le había explicado una vez a Townsend.

—Disponemos de veinticuatro horas —le dijo Townsend después de estrecharle la mano.

—¿De modo que la señora Sherwood cayó en su red? —preguntó el abogado, que condujo a su cliente hacia la limusina.

—Sí, pero quiere dos contratos —dijo Townsend después de subir al coche—, y ninguno de los dos es el que le pedí que preparara cuando le llamé desde Sydney.

Tom extrajo una libreta amarilla de su maletín y se la colocó sobre las rodillas. Había comprendido desde hacía tiempo que este no era un cliente al que le gustara hablar de cosas superficiales. Empezó a tomar notas mientras Townsend le informaba de los detalles de las condiciones de la señora Sherwood. Cuando llegaron ya estaba enterado de todo lo ocurrido durante los últimos días, y empezaba a experimentar una respetuosa admiración por la vieja dama. Planteó una serie de preguntas, y ninguno de ellos se dio cuenta del trayecto hasta que el coche se detuvo frente al Carlyle.

Townsend bajó inmediatamente, empujó las puertas giratorias y entró en el vestíbulo, donde encontró a los asociados de Tom, que le esperaban.

—¿Por qué no se inscribe usted? —le sugirió Tom—. Informaré a mis colegas de lo que me ha dicho hasta el momento. Cuando esté preparado, reúnase con nosotros en la Sala Versalles, en el tercer piso.

Una vez que Townsend hubo firmado el formulario de registro, se le entregó la llave de su habitación habitual. Deshizo la maleta antes de tomar el ascensor para bajar al tercer piso. Al entrar en la Sala Versalles se encontró a Tom que caminaba alrededor de una larga mesa e informaba a sus dos colegas. Townsend se sentó en la cabecera más alejada de la mesa, mientras Tom continuaba su incansable paseo. Solo se detenía cuando necesitaba preguntar más detalles sobre las exigencias de la señora Sherwood.

Después de haber recorrido así varios kilómetros, y devorado montones de bocadillos recién preparados y consumir litros de café, terminaron de perfilar los borradores de ambos contratos.

Poco después de las seis entró una camarera para correr las cortinas, y Tom se sentó por primera vez para leer lentamente los borradores. Una vez que hubo terminado la lectura de la última página, se levantó.

—Esto es todo lo que podemos hacer por ahora, Keith —dijo—. Será mejor que regresemos a la oficina y nos dediquemos a preparar los dos documentos. Sugiero que nos reunamos mañana a las ocho para que pueda usted repasar el texto final.

—¿Hay alguna otra cosa en la que deba pensar antes de que llegue ese momento, consejero? —preguntó Townsend.

—Sí —contestó Tom—. ¿Está absolutamente seguro de eliminar esas dos cláusulas en el contrato del libro en las que Kate insistió tanto?

—Absolutamente. Después de haber pasado tres días con la señora Sherwood, le puedo asegurar que ella no sabe nada sobre publicación de libros.

—No fue así como lo entendió Kate —dijo Tom con un encogimiento de hombros.

—Kate se mostraba demasiado precavida —observó Townsend—. Nada me impide imprimir cien mil ejemplares del maldito libro y guardarlos todos en un almacén de New Jersey.

—No —admitió Tom—, pero ¿qué sucederá cuando el libro no aparezca en la lista de los más vendidos del New York Times?

—Lea la cláusula correspondiente, consejero. En ella no se hace mención a ninguna limitación de tiempo. ¿Le preocupa alguna otra cosa?

—Sí. Tendrá que disponer de dos órdenes de pago confirmadas y por separado a las diez de la mañana. No quiero arriesgarme a entregarle cheques a la señora Sherwood; eso solo le daría una excusa para no firmar el acuerdo final. Puede estar seguro de una cosa: Armstrong dispondrá de una orden de pago confirmada por importe de veinte millones de dólares cuando aparezca a las once.

Townsend asintió con un gesto.

—El mismo día en que le informé sobre el contrato original, di orden de transferir el dinero desde Sydney al Manhattan Bank. Podemos recoger las dos órdenes de pago confirmadas a primeras horas de la mañana.

—Bien. En ese caso, nos marchamos.

Tras regresar a su habitación, Townsend se derrumbó sobre la cama, agotado, y se sumió inmediatamente en un profundo sueño. No se despertó hasta las cinco de la mañana siguiente y le sorprendió descubrir que todavía estaba completamente vestido. Sus primeros pensamientos fueron para Kate y dónde estaría ella en aquellos momentos.

Se desnudó, tomó una prolongada ducha de agua caliente y luego se dispuso a pedir un desayuno madrugador. ¿O fue más bien una cena tardía? Repasó el menú del servicio permanente de habitaciones y se decidió finalmente por el desayuno.

Mientras esperaba a que se lo sirvieran, Townsend vio las noticias del informativo matinal. Estaban dominadas por la aplastante victoria de Israel en la guerra de los Seis Días, aunque nadie parecía saber dónde estaba Nasser. En el programa Today se entrevistó a un portavoz de la NASA que habló sobre las posibilidades de Estados Unidos de situar a un hombre en la Luna antes que los rusos. El informe meteorológico auguraba el descenso de un frente frío sobre Nueva York. Durante el desayuno, leyó el New York Times, seguido por el Star, y comprendió con exactitud qué cambios haría en ambos periódicos si fuera el propietario. Trató de olvidar que la Comisión Federal de Comunicaciones le incordiaba continuamente con preguntas sobre su imperio estadounidense en expansión, y le recordaba las normas de propiedades cruzadas que se aplicaban a los extranjeros.

—Existe una solución muy simple a ese problema —le había dicho Tom en varias ocasiones.

—Nunca —contestaba él con firmeza. Pero ¿qué haría si ese fuera el único modo de apoderarse del New York Star?—. Nunca —repitió, aunque ya no lo hiciera con la misma convicción.

Durante la hora siguiente, vio el mismo noticiario en la televisión y leyó los mismos periódicos. A las siete y media ya estaba enterado de todo lo que sucedía en el mundo, desde El Cairo hasta Queen’s, e incluso en el espacio. A las ocho menos diez tomó el ascensor y descendió a la planta baja, donde encontró a los dos abogados jóvenes que ya le esperaban. Parecían llevar ambos los mismos trajes, camisas y corbatas que el día anterior, aunque por lo visto habían encontrado un momento para afeitarse. No les preguntó dónde estaba Tom; sabía que estaría paseando por el vestíbulo, y que se uniría a ellos en cuanto terminara de hacer su circuito.

—Buenos días, Keith —saludó Tom, que estrechó la mano de su cliente—. He reservado una mesa tranquila para nosotros en un rincón de la cafetería.

Una vez servidos los tres cafés solos y uno con leche, Tom abrió el maletín, extrajo dos documentos y se los entregó a su cliente.

—Si ella está de acuerdo en firmarlos —le dijo—, el 33,3 por ciento del Globe será suyo, así como los derechos de publicación de La amante del senador.

Townsend repasó el documento con lentitud, cláusula tras cláusula, y empezó a comprender por qué los tres habían permanecido despiertos durante toda la noche.

—Bien, ¿qué hacemos a continuación? —preguntó una vez terminada la lectura, devolviendo los contratos a su abogado.

—Tiene usted que recoger las dos órdenes de pago confirmadas en el Manhattan Bank y procurar estar ante la puerta de la señora Sherwood a las diez menos cinco, porque vamos a necesitar cada minuto de esa hora si queremos que todo esté firmado antes de que aparezca Armstrong.

Armstrong también empezó por leer los periódicos de la mañana momentos después de que los dejaran delante de la puerta de su habitación. Al pasar las páginas del New York Times, también él pudo darse cuenta de los cambios que introduciría si pudiera echarle mano a un periódico de Nueva York. Una vez que hubo terminado de leer el Times, se dedicó a hacer lo mismo con el Star, pero este no le retuvo la atención durante mucho tiempo. Dejó los periódicos a un lado, encendió la televisión y empezó a zapear entre los canales para pasar el tiempo. Prefirió una vieja película en blanco y negro, interpretada por Alan Ladd, antes que una entrevista a un astronauta.

Dejó la televisión encendida cuando se dirigió al cuarto de baño, sin pensar siquiera que pudiera despertar a Sharon.

A las siete ya estaba vestido y se sentía más inquieto a cada minuto que pasaba. Cambió al programa Buenos días, América y vio al alcalde, que explicaba cómo tenía la intención de tratar con el sindicato de bomberos y sus exigencias de mayor seguro de desempleo.

—¡Propinar una patada a esos bastardos donde más duela! —gritó ante las cámaras.

Apagó finalmente la televisión cuando el meteorólogo informó que iba a hacer otro día caluroso, sin nubes y con temperaturas que superarían los veinticinco grados…, en Malibú. Armstrong tomó la polvera de Sharon, que estaba sobre la mesa de tocador, y se golpeó ligeramente la frente. Luego se la guardó en el bolsillo. A las siete y medio tomó el desayuno en la habitación, sin haberse molestado en pedir nada para Sharon. Al salir de la suite, a las ocho y media, para reunirse con su abogado, ella todavía no se había movido.

Russell Critchley le esperaba en el restaurante. Armstrong empezó por pedir un segundo desayuno antes de sentarse. Su abogado extrajo del maletín un voluminoso documento y empezó a informarle de su contenido. Mientras Critchley tomaba café, Armstrong devoró una tortilla de tres huevos, seguida por cuatro bollos cubiertos de espeso jarabe.

—No preveo que se produzca ningún verdadero problema —dijo Critchley—. Se trata virtualmente del mismo documento que su cuñado firmó en Ginebra aunque, naturalmente, ella no ha pedido ningún pago en especies o en dinero negro.

—Y no tiene más alternativa que aceptar los veinte millones de dólares como liquidación si quiere cumplir con las condiciones del testamento de sir George Sherwood.

—En efecto —asintió el abogado. Consultó otra carpeta, antes de añadir—: Parece ser que los tres firmaron un compromiso cuando heredaron las acciones. Ese compromiso estipulaba que si deseaban vender tendrían que hacerlo a un precio acordado al menos por dos de las tres partes. Como sabe, Alexander y Margaret ya han establecido un precio de veinte millones de dólares.

—¿Por qué harían una cosa así?

—Si no lo hubieran hecho, no habrían heredado nada, según las condiciones establecidas en el testamento de sir George. Evidentemente, él no deseaba que los tres se pelearan por el precio.

—¿Y sigue aplicándose la regla de los dos tercios? —preguntó Armstrong, que extendió jarabe sobre uno de los bollos.

—Así es. La cláusula es un tanto ambigua —dijo Critchley, que pasó las páginas de otro documento—. La tengo aquí. —Empezó a leer—: «En el caso de que cualquier persona o compañía adquiera el derecho a ser registrada como propietaria de por lo menos el 66,6 por ciento de las acciones emitidas, esa persona o compañía tendrá la opción sobre la compra del resto de las acciones emitidas, a un precio por acción igual al precio medio por acción pagado por esa persona o compañía por las acciones previamente adquiridas».

—Condenados abogados. ¿Qué demonios significa todo eso? —preguntó Armstrong.

—Como ya le dije por teléfono, si está ya en posesión de las dos terceras partes de las acciones, al propietario de la tercera parte restante, en este caso sir Walter Sherwood, no le quedará más alternativa que venderle sus acciones exactamente por el mismo precio.

—De ese modo, podré ser el propietario del cien por cien de las acciones antes de que Townsend se entere siquiera de que el Globe está a la venta.

Critchley sonrió, se quitó las gafas de media luna y comentó:

—Fue muy considerado por parte de Alexander Sherwood haberle mencionado ese dato cuando se reunió usted con él en Ginebra.

—No olvide que eso me costó un millón de francos suizos —le recordó Armstrong.

—Creo que será dinero bien empleado —asintió Critchley—, siempre y cuando pueda usted disponer de una orden de pago confirmado por importe de veinte millones de dólares, a favor de la señora Sherwood…

—Tengo dispuesto pasar a recogerla por el Bank of New Amsterdam a las diez en punto.

—En ese caso, y puesto que ya es usted el propietario de las acciones de Alexander, tendrá derecho a comprar el tercio restante, perteneciente a sir Walter, exactamente por la misma cantidad, y él no podrá hacer nada al respecto.

Critchley consultó su reloj y mientras Armstrong untaba de jarabe un nuevo pedido de bollos, él permitió que el camarero le sirviera una segunda taza de café.

Exactamente a las 9,55, la limusina de Townsend se detuvo frente a un elegante edificio de piedra marrón de la Calle 63. Bajó a la acera y se dirigió hacia la puerta, seguido por sus tres abogados. Evidentemente, el portero esperaba visitas para la señora Sherwood. Lo único que dijo después de que Townsend le dijera su nombre fue: «En el ático», y señaló hacia el ascensor.

Al abrirse las puertas del ascensor, en el último piso, una doncella les esperaba para recibirles. Un reloj del salón hizo sonar las diez campanadas cuando la señora Sherwood apareció en el pasillo. Iba vestida con lo que la madre de Townsend habría descrito como un vestido de cóctel, y pareció un poco sorprendida al encontrarse con cuatro hombres. Townsend le presentó a los abogados y la señora Sherwood les indicó que la siguieran hasta el comedor.

Al pasar bajo una magnífica araña y recorrer un largo pasillo lleno de muebles Luis XIV y de cuadros impresionistas, Townsend comprendió a dónde habían ido a parar algunos de los beneficios obtenidos por el Globe con el paso de los años. Al entrar en el comedor se encontraron con un hombre de edad avanzada, aspecto distinguido y un espeso cabello gris, que llevaba gafas de montura de concha y un traje negro de chaqueta cruzada. El hombre se levantó de la silla que ocupaba, en el otro extremo de la mesa.

Tom reconoció inmediatamente al socio más antiguo de Burlingham, Healey & Yablon y sospechó por primera vez que quizá esta tarea no resultara tan fácil de llevar a término. Los dos hombres se estrecharon la mano cálidamente. A continuación, Tom presentó a Yablon a su cliente y a sus dos asociados.

Una vez que estuvieron todos sentados y la doncella les hubo servido té, Tom abrió su maletín y le entregó los dos contratos a Yablon. Consciente de la limitación de tiempo que se les había impuesto, empezó a informar lo más rápidamente que pudo al abogado de la señora Sherwood del contenido de los documentos. Al hacerlo, el anciano le planteó una serie de preguntas. Townsend tuvo la sensación de que su abogado tuvo que haberlas contestado todas de modo satisfactorio, porque una vez terminada la lectura de la última página, el señor Yablon se volvió hacia su clienta.

—Tengo la satisfacción de poder decirle que puede usted firmar estos dos documentos, señora Sherwood, siempre y cuando las órdenes de pago estén en orden.

Townsend miró su reloj. Eran las 10,43. Sonrió mientras Tom abría de nuevo el maletín y sacaba las dos órdenes de pago. Antes de que pudiera entregarlas, la señora Sherwood se volvió hacia su abogado y preguntó:

—¿Estipula el contrato del libro que si Schumann no imprime cien mil ejemplares de mi novela en el término de un año después de firmado este acuerdo, tendrán que pagar una penalización de un millón de dólares?

—Sí, así lo estipula —contestó Yablon.

—¿Y que si el libro no aparece en la lista de más vendidos del New York Times tendrán que pagar otro millón?

Townsend sonrió, perfectamente consciente de que en el contrato no existía ninguna cláusula sobre la distribución del libro, y no se imponía tampoco ninguna limitación de tiempo para que la novela apareciera en la lista de libros más vendidos. En cuanto imprimiera cien mil ejemplares, algo que podía hacer en cualquiera de sus imprentas en Estados Unidos, todo aquello solo le costaría unos cuarenta mil dólares.

—Todo eso queda cubierto en el segundo contrato —confirmó el señor Yablon.

Tom trató de ocultar su asombro. ¿Cómo era posible que un hombre de la experiencia de Yablon hubiera pasado por alto aquellas dos omisiones tan flagrantes? Townsend demostraba tener razón, y ellos parecían haberse salido con la suya.

—¿Y el señor Townsend puede presentarnos las órdenes de pago por las cantidades completas? —preguntó la señora Sherwood.

Tom deslizó sobre la mesa las dos órdenes de pago hacia el señor Yablon, que se las entregó a su clienta sin mirarlas siquiera.

Townsend esperó a que la señora Sherwood sonriera. Pero ella frunció el ceño.

—Esto no es lo que acordamos —dijo.

—Creo que sí lo es —aseguró Townsend, que había recogido las órdenes de pago de manos del director del Manhattan Bank esa misma mañana, y las había comprobado cuidadosamente.

—Esta es correcta —dijo la señora Sherwood sosteniendo la de veinte millones de dólares—. Pero esta otra no es lo que yo pedí.

Townsend la miró, confuso.

—Pero usted estuvo de acuerdo en que el adelanto por su novela fuera de cien mil dólares —dijo, notando una extraña sequedad en la boca.

—Eso es cierto —asintió con firmeza la señora Sherwood—. Pero yo tenía entendido que esta orden de pago debería ser por importe de dos millones cien mil dólares.

—Esos dos millones de dólares se tendrían que pagar en una fecha posterior, y solo en el caso de que no lográramos cumplir con su estipulación relativa a la publicación del libro —dijo Townsend.

—Ese no es un riesgo que esté dispuesta a aceptar, señor Townsend —dijo ella, mirándolo fijamente desde el otro lado de la mesa.

—No comprendo.

—Permítame explicárselo. Espero que abra usted con el señor Yablon una cuenta con dos millones de dólares en depósito. El señor Yablon será el único árbitro que determine quién debe recibir el dinero dentro de doce meses. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Mire, mi cuñado Alexander obtuvo un beneficio extra de un millón de francos suizos en forma de un huevo Fabergé, y ni siquiera se molestó en informarme de ello. Tengo por lo tanto la intención de obtener un beneficio extra de más de dos millones de dólares por mi novela, sin molestarme tampoco en informarle.

Townsend se quedó con la boca abierta. El señor Yablon se reclinó en su silla, y Tom comprendió entonces que no había sido él la única persona en trabajar durante toda la noche.

—Si demuestra estar fundada la confianza de su cliente en su capacidad para cumplir el acuerdo —dijo el señor Yablon—, le devolveré este dinero dentro de doce meses, con los intereses correspondientes.

—Por otro lado —dijo la señora Sherwood, que ya no miraba a Townsend—, si su cliente no tuvo nunca la intención de distribuir mi novela y convertirla en un verdadero bestseller

—Pero eso no fue lo que usted y yo acordamos ayer —dijo Townsend, que miró directamente a la señora Sherwood.

Ella le devolvió una mirada dulce desde el otro lado de la mesa.

—Lo siento, señor Townsend. Le mentí —dijo sin el menor rubor.

—Eso quiere decir —intervino Tom mirando el reloj de pared—, que solo le deja a mi cliente once minutos de tiempo para entregarle otros dos millones de dólares.

—Creo que serán doce minutos —dijo el señor Yablon—. Tengo la sensación de que ese reloj siempre se ha adelantado un poco. Pero no planteemos objeciones mezquinas por un minuto más o menos. Estoy seguro de que la señora Sherwood le permitirá utilizar uno de sus teléfonos.

—No faltaba más —asintió la señora Sherwood—. Mire, como decía siempre mi difunto esposo: «Si no puede pagar hoy, ¿por qué debe uno creer que podrá pagar mañana?».

—Pero tiene usted mi orden de pago confirmada por importe de veinte millones de dólares —dijo Townsend—, y otra por importe de cien mil dólares. ¿No es eso prueba suficiente?

—Y dentro de diez minutos, tendré la orden de pago del señor Armstrong por la misma cantidad, y sospecho que él también estará encantado de publicar mi libro, a pesar del bien planteado artículo de Claire…, ¿o debo llamarla Kate?

Townsend permaneció en silencio durante otros treinta segundos. Consideró la alternativa de correr el riesgo de aquel farol, pero al mirar el reloj se lo pensó mejor.

Se levantó de la silla y se acercó rápidamente al teléfono situado sobre una mesita lateral, comprobó el número en su pequeña libreta de teléfonos y marcó siete números. Después de lo que pareció una espera interminable, pidió que le pusieran directamente con el director. Oyó otro clic y una secretaria se puso al aparato.

—Soy Keith Townsend, necesito hablar urgentemente con el director.

—Temo que se encuentra reunido en estos momentos, señor Townsend. Ha dado instrucciones de que no se le moleste durante una hora.

—Muy bien, en ese caso puede usted ocuparse de esto en mi nombre. Necesito efectuar una transferencia por importe de dos millones de dólares a una cuenta en el término de ocho minutos. En caso contrario, el acuerdo al que hemos llegado yo y el director esta mañana no se cumplirá.

Se produjo una pausa, antes de que la secretaria contestara.

—Le haré salir de la reunión, señor Townsend.

—Pensé que lo haría —dijo Townsend, que escuchaba el tic-tac de los segundos que pasaban en el reloj de pared, por detrás de él.

Tom se inclinó sobre la mesa y le susurró algo al señor Yablon, que asintió con un gesto, tomó su pluma y empezó a escribir. En el silencio que siguió, Townsend escuchó el rasgueo de la pluma del abogado sobre el papel.

—Aquí Andy Harman —dijo una voz al otro extremo de la línea.

El director escuchó con atención mientras Townsend le explicaba lo que necesitaba.

—Pero eso solo me deja seis minutos de tiempo, señor Townsend. En cualquier caso, ¿dónde tiene que depositarse el dinero?

Townsend se volvió para mirar a su abogado. En ese momento, el señor Yablon terminó de escribir, arrancó la hoja de papel del bloc y se la entregó a Tom, que se la pasó a su cliente.

Townsend le leyó al director los detalles de la cuenta de depósito del señor Yablon.

—No le hago ninguna promesa, señor Townsend —le dijo—, pero le volveré a llamar en cuanto pueda. ¿En qué número puedo localizarle?

Townsend le indicó el número del teléfono que tenía ante él y colgó.

Regresó lentamente a la mesa y se dejó caer en la silla, con la sensación de haber gastado hasta su último centavo. Solo confiaba en que la señora Sherwood no le cobrara la llamada.

Nadie de los reunidos alrededor de la mesa dijo nada mientras los segundos pasaban ruidosamente. La mirada de Townsend apenas si era capaz de apartarse del reloj de pared. A medida que transcurrió cada minuto, se acostumbró a reconocer el clic familiar que producía el minutero. Y a cada uno de ellos se sentía menos seguro de sí mismo. Lo que no le había dicho a Tom era que el día anterior había transferido exactamente veinte millones cien mil dólares desde su cuenta en Sydney al Manhattan Bank de Nueva York. Puesto que en aquellos momentos eran las dos de la madrugada menos unos minutos en Sydney, el director del banco no tenía la menor posibilidad de comprobar si disponía de otros dos millones de dólares.

Otro clic. Cada uno de ellos empezó a sonar como si fuera una bomba de relojería. Luego, el sonido desgarrador del teléfono inundó la estancia. Townsend se precipitó hacia la mesita para cogerlo.

—Es el portero, señor. Puede decirle a la señora Sherwood que acaba de llegar el señor Armstrong, acompañado por otro caballero y que en estos momentos suben en el ascensor.

Unas gotitas de sudor aparecieron en la frente de Townsend, al comprender que Armstrong había vuelto a derrotarle. Regresó despacio a la mesa en el momento en que la doncella recorría el pasillo para salir a recibir a la visita que la señora Sherwood esperaba para las once. El reloj de pared empezó a hacer sonar las campanadas: una, dos, tres… Y en ese momento el teléfono sonó de nuevo. Townsend volvió a contestar, consciente de que aquella era su última oportunidad.

Pero el que llamaba deseaba hablar con el señor Yablon. Townsend se volvió hacia la mesa y le entregó el teléfono al abogado de la señora Sherwood. Mientras Yablon atendía la llamada, Townsend empezó a mirar a su alrededor. ¿Habría alguna otra forma de salir del apartamento? No se podía esperar de él que se encontrara frente a frente con un jactancioso Armstrong.

El señor Yablon colgó el teléfono y se volvió hacia la señora Sherwood.

—Era una llamada de mi banco —le informó—. Me confirman que los dos millones de dólares se encuentran en mi cuenta de depósito. Y como ya le he dicho desde hace algún tiempo, Margaret, estoy convencido de que ese reloj suyo adelanta un minuto.

La señora Sherwood firmó inmediatamente los dos documentos que estaban sobre la mesa, delante de ella y a continuación reveló una información sobre el testamento de sir George Sherwood que pilló por sorpresa, tanto a Townsend como a Tom. Este último recogió los documentos en el momento en que ella se levantó de la mesa.

—Síganme, caballeros —dijo la señora Sherwood.

Condujo rápidamente a Townsend y a sus abogados a través de la cocina y los hizo salir por la escalera de incendios.

—Adiós, señor Townsend —dijo antes de retirarse de la ventana.

—Adiós, señora Sherwood —saludó él con una ligera inclinación.

—Y a propósito… —añadió ella.

—¿Sí?

—¿Sabe una cosa? Debería casarse usted con esa joven, se llame como se llame.

—Lo siento —decía el señor Yablon en el momento en que la señora Sherwood regresaba al comedor—, pero mi cuenta ya ha vendido sus acciones del Globe al señor Keith Townsend, a quien, por lo que tengo entendido, ya conoce usted.

Armstrong no pudo creer lo que escuchaban sus oídos. Se volvió a su abogado, con una expresión de furia en su rostro.

—¿Por veinte millones de dólares? —le preguntó Russell Critchley en voz baja al abogado de edad avanzada.

—En efecto —contestó Yablon—. La cifra exacta que su cliente acordó a principios de este mes con el cuñado de la señora Sherwood.

—Pero Alexander me aseguró la semana pasada que la señora Sherwood había acordado venderme a mí sus acciones en el Globe —protestó Armstrong—. He volado a Nueva York especialmente para…

—No ha sido su vuelo a Nueva York lo que ha influido en mi decisión, señor Armstrong —intervino con firmeza la vieja dama—. Sino más bien el que hizo usted a Ginebra.

Armstrong la miró fijamente por un momento. Luego, se dio media vuelta, regresó al ascensor del que había salido apenas unos minutos antes, y cuyas puertas todavía estaban abiertas en el ático. Mientras él y su abogado descendían, barbotó varias maldiciones, antes de preguntar:

—Pero ¿cómo se las arregló ese tipo?

—Solo cabe imaginar que se entrevistó con la señora Sherwood en algún momento durante su crucero.

—Pero ¿cómo descubrió que yo andaba metido en un negocio para apoderarme del Globe?

—Tengo la sensación de que no encontrará usted la respuesta a esa pregunta a este lado del Atlántico —dijo Critchley—. Sin embargo, no todo está perdido.

—¿Qué demonios quiere decir?

—Ya tiene usted en su poder un tercio de las acciones.

—Townsend también tiene el otro —dijo Armstrong.

—Cierto, pero si lograra usted hacerse con las acciones de sir Walter Sherwood, estará usted en posesión de las dos terceras partes de la compañía, y a Townsend no le quedaría más remedio que venderle su tercio…, con una pérdida considerable.

Armstrong miró a su abogado y el esbozo de una sonrisa se vislumbró apenas sobre su rostro de amplia papada.

—Y con Alexander Sherwood que sigue apoyando su causa, el juego dista mucho de haber terminado —añadió el abogado.