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En cuanto Townsend pasó por los trámites aduaneros, encontró a Sam que le esperaba fuera de la terminal para conducirlo a Sydney. Durante el trayecto, que duró veinticinco minutos, Sam puso a su jefe al día de lo que ocurría en Australia. No le dejó la menor duda en cuanto a lo que debía sentir con respecto al primer ministro, Malcolm Fraser, anticuado y sin tacto, así como acerca del Teatro de la Ópera de Sydney, un despilfarro de dinero que ya se había quedado obsoleto. Pero sí le dio una información que no estaba anticuada.

—¿Dónde se enteró de eso, Sam?

—Me lo dijo el chófer del presidente del consejo.

—¿Y qué tuvo que decirle usted a cambio?

—Solo que regresaba usted de Londres en una visita rápida —contestó Sam cuando ya se detenían frente a la sede central de Global Corp, en Pitt Street.

Las cabezas se volvieron al pasar Townsend por las puertas giratorias, cruzar el vestíbulo y entrar en el ascensor que le esperaba para llevarlo directamente al último piso. Pidió que viniera el director a verle antes de que Heather tuviera la oportunidad de darle la bienvenida.

Townsend recorrió su despacho de un lado a otro mientras esperaba, y solo se detuvo alguna que otra vez para admirar el nuevo teatro de la ópera que, como Sam, habían sido rápidos en condenar todos sus periódicos, excepto el Continent. A solo ochocientos metros de distancia se levantaba el puente que había sido hasta entonces la construcción característica de la ciudad. En el puerto, las embarcaciones de vela navegaban con sus mástiles relucientes bajo el sol. Aunque Sydney había duplicado su población, ahora le parecía terriblemente pequeña en comparación con la época en que se hizo cargo del Chronicle. Tenía la sensación de contemplar una ciudad provinciana.

—Qué alegría de tenerle de vuelta por aquí, Keith —dijo Bruce Kelly al entrar.

Townsend se giró en redondo para saludar al primer hombre que había nombrado como director de uno de sus periódicos.

—Y también es una alegría estar de vuelta, Bruce. Ha pasado mucho tiempo —le dijo al estrecharle la mano.

Se preguntó si habría envejecido tanto como el hombre calvo y con exceso de peso que ahora se encontraba de pie ante él.

—¿Cómo está Kate?

—Detesta Londres, y parece pasar más tiempo en Nueva York, pero confío en que pueda reunirse conmigo a la semana que viene. ¿Qué ha estado ocurriendo aquí?

—Bueno, como habrá visto por nuestros informes semanales, las ventas han superado ligeramente las del año pasado, y los beneficios alcanzan unos niveles récord. Así que supongo que ha llegado el momento de jubilarme.

—Esa es exactamente la razón por la que he regresado a casa, para hablar con usted —dijo Townsend.

La sangre desapareció del rostro de Bruce.

—¿Lo dice en serio, jefe?

—Nunca he hablado más en serio —afirmó Townsend frente a su amigo—. Le necesito en Londres.

—¿Para qué? —preguntó Bruce—. El Globe no es la clase de periódico que yo esté preparado para dirigir. Es demasiado tradicional y británico.

—Precisamente por eso pierde ventas a cada semana que pasa. En primer lugar, sus lectores son tan viejos que prácticamente se me mueren. Si quiero adelantar a Armstrong, le necesito como próximo director del Globe. Hay que reconfigurar todo el periódico. Lo primero que hay que hacer es convertirlo en un tabloide.

Bruce miró a su jefe, con incredulidad.

—Pero los sindicatos no lo tolerarán jamás.

—También tengo planes para ellos —dijo Townsend.

Armstrong observó con orgullo la banda que se extendía por debajo de la cabecera del Citizen. Pero aunque las ventas del periódico se habían mantenido estables, empezaba a tener la sensación de que Alistair McAlvoy, el director más antiguo de Fleet Street, quizá no fuera el hombre adecuado para llevar a cabo su estrategia a largo plazo.

Armstrong seguía extrañado ante la repentina partida de Townsend a Sydney. No podía creer que siguiera permitiendo el descenso continuo en la tirada del Globe sin plantear batalla. Pero mientras el Citizen superara en ventas al Globe en una proporción de dos a uno, Armstrong no vacilaba en recordarles cada mañana a sus leales lectores que él era el propietario del periódico de mayor venta en Gran Bretaña. Armstrong Communications acababa de declarar unos beneficios de diecisiete millones de libras durante el año anterior, y todo el mundo sabía que su director general miraba ahora hacia el oeste para su próxima gran adquisición.

Personas que imaginaban saber de qué hablaban le habían dicho seguramente mil veces que Townsend se había dedicado a comprar acciones del New York Star. Lo que no sabían era que él también había hecho lo mismo. Russell Critchley, su abogado en Nueva York, le había advertido que una vez que estuviera en posesión de más del cinco por ciento de las acciones, tendría que hacerlo público según las normas de la Comisión de Bolsa, y declarar si tenía la intención de aumentar su participación hasta apoderarse de la compañía.

Ahora tenía poco más del cuatro y medio por ciento de las acciones del Star, y sospechaba que Townsend se encontraba más o menos en la misma posición. Pero, por el momento, cada uno de los dos se contentaba con sentarse y esperar a que fuera el otro quien hiciera el primer movimiento. Armstrong sabía que Townsend controlaba más imprentas urbanas y estatales en Estados Unidos que él mismo, a pesar de su reciente adquisición del Milwaukee Group y de sus once periódicos. Ambos sabían igualmente que el New York Times nunca se pondría a la venta, y que el premio definitivo que podían encontrar en la Gran Manzana consistía en controlar el mercado de los tabloides.

Mientras Townsend permanecía en Sydney, preparando sus planes para el lanzamiento del nuevo Globe sobre un público británico que no sospechaba lo que se avecinaba, Armstrong voló a Manhattan para preparar su asalto al New York Star.

—Pero Bruce Kelly no sabía nada de eso —dijo Townsend mientras Sam le conducía desde el aeropuerto Tullamarine a la ciudad de Melbourne.

—No esperaba yo que lo supiera —replicó Sam—. Él nunca ha tenido la oportunidad de hablar con el chófer del presidente del consejo.

—¿Intenta decirme que un chófer puede saber algo de lo que no ha oído hablar nadie más en el mundo periodístico?

—No. El vicepresidente también lo sabe porque lo estaba discutiendo con el presidente en los asientos traseros del coche.

—¿Y el chófer le ha dicho que el consejo se reúne a las diez de esta mañana?

—Así es, jefe. De hecho, en estos precisos momentos conduce al presidente del consejo a esa reunión.

—¿Y que el precio acordado era de doce dólares por acción?

—Eso fue lo que el presidente y el vicepresidente acordaron en el coche —contestó Sam mientras conducía hacia el centro de la ciudad.

A Townsend no se le ocurrieron más preguntas que hacerle a Sam sin parecer como un completo estúpido.

—Supongo que no estaría usted dispuesto a apostar por ello, ¿verdad? —preguntó mientras el coche giraba hacia Flinders Street.

Sam pensó por un momento en la propuesta, antes de contestar.

—A mí me parece bien, jefe. —Hizo una pausa antes de añadir—. Cien dólares a que tengo razón.

—Oh, no —replicó Townsend—. Su salario de un mes, o damos media vuelta y regresamos de inmediato al aeropuerto.

En ese momento, Sam se pasó un semáforo en rojo y evitó por poco chocar contra un tranvía.

—De acuerdo —asintió—, pero solo si Arthur recibe el mismo trato.

—¿Y quién demonios es Arthur?

—El chófer del presidente del consejo.

—De acuerdo, usted y Arthur acaban de cerrar un trato —dijo Townsend cuando el coche se detuvo frente a las oficinas del Courier.

—¿Cuánto tiempo quiere que le espere? —preguntó Sam.

—El tiempo que sea necesario para que pierda usted el salario de un mes —contestó Townsend, que bajó y cerró con fuerza la portezuela del coche.

Townsend observó el edificio en el que su padre iniciara su carrera como periodista en la década de los años veinte, y donde él mismo había cumplido con su primera misión como periodista en prácticas cuando todavía estaba en la escuela, y que su madre vendió más tarde a un rival sin decírselo siquiera. Desde el sendero de acceso distinguió el despacho donde había trabajado su padre. ¿Podía ser realmente cierto que el Courier estuviera a la venta sin que ninguno de sus asesores profesionales se hubiera enterado de nada? Esa misma mañana había comprobado el precio de la acción, antes de tomar el primer vuelo desde Sydney; el precio era de 8,40 dólares. ¿Podía arriesgarlo todo fiándose de la palabra de un chófer? Empezó a desear que Kate estuviera con él para darle su opinión. Gracias a ella, La amante del senador, de Margaret Sherwood, había logrado aparecer dos semanas consecutivas en los últimos puestos de la lista de libros más vendidos del New York Times, y el segundo millón de dólares le fue devuelto íntegro. Ante la sorpresa de ambos, el libro también obtuvo críticas razonables en periódicos que no le pertenecían a Townsend. A Keith le divirtió recibir una carta de la señora Sherwood en la que le preguntaba si estaría interesado en un contrato por tres libros.

Townsend cruzó las puertas dobles y pasó bajo el reloj situado sobre la entrada del vestíbulo. Permaneció un momento de pie ante un busto de bronce de su padre, y recordó cómo se había estirado de niño para tratar de tocarle el cabello. Eso no hizo sino ponerlo más nervioso.

Se volvió y cruzó el vestíbulo para unirse a un grupo de personas que entraron en el primer ascensor disponible. Todos guardaron silencio en cuanto se dieron cuenta de quién era. Apretó el botón y las puertas se cerraron. No había estado en aquel edificio desde hacía treinta años, pero aún recordaba dónde se hallaba situada la sala del consejo de administración, a unos pocos metros más allá de lo que había sido el despacho de su padre.

Las puertas se abrieron en los departamentos de circulación, publicidad y editorial, antes de que se quedara finalmente a solas en el ascensor. En el piso de los ejecutivos salió precavidamente al pasillo y miró en ambas direcciones. No vio a nadie. Giró a la derecha y se dirigió hacia la sala del consejo. Su paso se hizo más lento al pasar ante el antiguo despacho de su padre. Luego, se hizo más y más lento, hasta que llegó ante la puerta de la sala del consejo.

Estaba a punto de darse media vuelta, abandonar el edificio y decirle exactamente a Sam lo que pensaba de él y también de su amigo Arthur, cuando recordó la apuesta. Si no hubiera sido tan mal perdedor, quizá no habría llamado a la puerta y hubiera entrado sin esperar respuesta.

Dieciséis rostros se volvieron y le miraron fijamente. Esperó a que el presidente del consejo le preguntara qué demonios creía estar haciendo, pero nadie dijo nada. Era casi como si todos hubieran esperado su visita.

—Señor presidente —empezó a decir—. Estoy dispuesto a ofrecer doce dólares por cada acción del Courier. Puesto que mañana mismo salgo para Londres, o cerramos el trato ahora mismo, o no lo haremos.

Sam estaba sentado en el coche, a la espera de que regresara su jefe. Durante la tercera hora de espera, llamó por teléfono a Arthur y le aconsejó que invirtiera el salario del próximo mes en acciones del Melbourne Courier, y que lo hiciera antes de que el consejo de administración efectuara una declaración oficial.

A la mañana siguiente, cuando Townsend emprendió el vuelo hacia Londres, emitió un comunicado de prensa para informar que Bruce Kelly ocuparía el puesto de director del Globe y que el periódico iba a ser convertido en un tabloide. Solo un puñado de expertos apreciaron la importancia de aquel nombramiento. Durante los días siguientes se publicaron perfiles de la carrera de Bruce en diversos periódicos nacionales. Todos ellos informaban que había sido director del Sydney Chronicle durante veinticinco años, estaba divorciado, tenía dos hijos mayores y, aunque se decía que Keith Townsend no tenía amigos íntimos, Bruce era lo más cercano. El Citizen se alegró cuando no se le concedió un permiso de trabajo, y sugirió que dirigir el Globe no podía considerarse como un trabajo. Aparte de eso, no se publicó mucha más información sobre el último inmigrante procedente de Australia. Bajo el titular «R. I. P», el Citizen informaba a sus lectores que Kelly no era más que un director de pompas fúnebres que había sido traído para enterrar algo que todo el mundo aceptaba ya como muerto desde hacía años. Pasaba a decir que por cada ejemplar vendido del Globe, el Citizen vendía ahora tres. La verdadera cifra era de 2,3 pero Townsend ya empezaba a acostumbrarse a las exageraciones de Armstrong cuando se trataba de estadísticas. Hizo enmarcar la cabecera y la colgó de la pared del nuevo despacho de Bruce, a la espera de su llegada.

En cuanto Bruce aterrizó en Londres, incluso antes de ocuparse de encontrar un sitio donde vivir, empezó a engatusar a los periodistas de los tabloides. A la mayoría de ellos no pareció preocuparles las advertencias del Citizen, según las cuales el Globe se encontraba en una espiral descendente sin retorno y no podría sobrevivir si Townsend no llegaba a un acuerdo con los sindicatos. El primer nombramiento de Bruce recayó en Kevin Rushcliffe quien, según se le había asegurado, había adquirido una excelente fama como subdirector del People.

La primera vez que Rushcliffe tuvo que editar el periódico porque Bruce se tomó el día libre, recibió una demanda de los abogados que representaban al señor Mick Jagger. Rushcliffe se limitó a encogerse de hombros y comentó: «Era una historia demasiado buena como para dedicarse a comprobarla». Después de haber pagado una indemnización sustancial y de haber publicado una nota de disculpa, los abogados recibieron instrucciones de vigilar más cuidadosamente el periódico cuando Rushcliffe lo tuviera que editar en el futuro.

Algunos periodistas curtidos pasaron a formar parte del equipo editorial. Al preguntárseles por qué habían abandonado unos puestos de trabajo seguros para unirse al Globe, señalaron que se les ofrecían contratos por tres años y que, de todos modos, no les importaba demasiado.

Durante las primeras pocas semanas bajo la dirección de Bruce, las ventas siguieron bajando. Al director le habría gustado disponer de más tiempo para discutir el problema con Townsend, pero el jefe parecía estar continuamente enzarzado en negociaciones con los sindicatos de artes gráficas.

El día del lanzamiento del Globe como tabloide, Bruce celebró una fiesta en las oficinas para ver salir el nuevo periódico de las prensas. Se sintió decepcionado al comprobar que no acudieron muchos de los políticos y personajes famosos a los que había invitado. Más tarde se enteró de que asistían a una fiesta organizada por Armstrong para celebrar el septuagesimoquinto aniversario del Citizen. Un antiguo empleado del Citizen, que ahora trabajaba para el Globe, indicó que en realidad el periódico solo existía desde hacía setenta y dos años.

—Bueno, en ese caso se lo tendremos que recordar a Armstrong dentro de tres años —dijo Townsend.

Pocos minutos después de la medianoche, a punto de acabar la fiesta, un mensajero entró en el despacho del director para comunicarle que las prensas se habían estropeado. Townsend y Bruce bajaron inmediatamente a la imprenta y descubrieron que los obreros habían apagado las máquinas y se habían marchado a casa. Se remangaron las camisas y emprendieron la desesperada tarea de intentar volver a poner en marcha las prensas, pero pronto descubrieron que se había introducido literalmente un palo en la maquinaria. Al día siguiente solo llegaron a los quioscos 131 000 ejemplares, ninguno de los cuales se pudo distribuir más allá de Birmingham, ya que los conductores de trenes habían acudido en apoyo de sus compañeros del sindicato de artes gráficas.

Decía el titular del Citizen de la mañana siguiente. El periódico dedicaba toda la página cinco a sugerir que había llegado el momento de volver a imprimir el viejo Globe. Después de todo, el «inmigrante ilegal», como se empeñaban en llamar a Bruce, había prometido nuevos records de ventas y, en efecto, los había conseguido: el Citizen superaba ahora al Globe por una proporción de treinta a uno. Sí, ¡treinta a uno!

En la página siguiente, el Citizen ofrecía a sus lectores una apuesta de cien contra uno a que el Globe no podría sobrevivir más de seis meses. Townsend extendió inmediatamente un cheque por importe de mil libras y lo hizo entregar a mano en el despacho de Armstrong, pero no obtuvo acuse de recibo. No obstante, una llamada de Bruce a la Asociación de la Prensa se aseguró de que la historia fuera difundida por todos los demás periódicos.

En la primera página del Citizen del día siguiente, Armstrong anunció que había ingresado en el banco el cheque de mil libras de Townsend y declaraba que puesto que el Globe no tenía esperanzas de sobrevivir otros seis meses, ofrecería una donación de 50 000 libras al Fondo de Beneficencia de la Prensa y otras 50 000 libras a cualquier institución de caridad elegida por el señor Townsend. A finales de esa misma semana, Townsend había recibido ya más de cien cartas de destacadas instituciones caritativas en las que se le explicaba por qué debería elegir su causa particular.

Durante las pocas semanas que siguieron, el Globe raras veces logró imprimir más de 300 000 ejemplares diarios, un hecho que Armstrong no dejó de recordar a sus lectores. A medida que transcurrieron los meses, Townsend aceptó que finalmente tendría que llegar a un acuerdo con los sindicatos. Pero sabía que eso sería imposible mientras el Partido Laborista permaneciera en el poder.