Capítulo DOS

Paraíso ganado

Todos podemos llegar a ser sabios.

Acompáñame ahora a recorrer una historia alternativa siguiendo la idea de un señor llamado Harold Kushner. De su mano vamos a tomar una nueva perspectiva.

En esta versión, que bien podrían haber filmado Fellini, Almodóvar o Woody Alien, el mito original se modifica:

Eva se encuentra con la serpiente. Esta la tienta para que coma del fruto prohibido, pero ahora Eva le dice:

—No. El fruto es tentador, pero esta prohibido. Dios lo mandó así.

La serpiente, astuta y seductora, intenta convencerla con la teoría del miedo del jefe a que los humanos se vuelvan dioses. Eva contesta cortésmente:

—No, gracias,

Y sigue su camino por d Par ano, de lo más campante-

Maravilloso, ¿verdad? Beso y medalla para Eva (aunque la tengamos dónde prenderle la medalla V»

¿Qué pasaría después?

En esta versión, en la que Eva no come del fruto prohibido, tampoco pide a su compañero que coma. Y cuando aparece el Jefe (que ya sabe lo que pasó porque en esta versión Dios pregunta poco o, por lo menos, no pregunta lo que ya sabe), los premia.

¿Y cuál es el premio?

El premio es que pueden quedarse eternamente en el Paraíso comiendo del árbol de la vida y de todos los demás, menos de uno, disfrutando del clima ideal, el alimento superabundante, la paz y la bendición de no tener que trabajar ni pensar en la muerte.

Todo bien.

Muy bien.

Divinamente bien.

Dos angelitos, ellos;...

Eso sí: ¡De hacer el amor ni hablemos!

¿Cómo que no?

No.

Recordemos que la sexualidad aparece sólo fuera del Paraíso, desde la conciencia del deseo, al darse cuenta de la desnudez propia y ajena, que vino añadida al conocimiento del mal (o del bien).

En esta historia alternativa, de Adán y Eva premiados en el Paraíso, Adán, por supuesto, nunca aprenderá a usar un arado ni nada que se le parezca, porque no hay necesidad: todo es absolutamente perfecto y él se pasa los días saltando, caminando y escuchando a los pajaritos...

Eva no ha conocido los dolores de parto, ya que ni siquiera ha tenido la oportunidad de conocer los placeres del sexo.

Ambos viven eternamente... Y sin exigencias.

Eternamente satisfechos, estériles, solitarios e inmortales.

De la humanidad, cero. Ningún tipo de forma humana además de ellos, ninguna posibilidad de que alguien los acompañe, ningún descendiente, nada...

Los hombres y mujeres de los que descendemos son supuestamente el resultado generacional de la procreación de aquellos dos primeros padres y, por lo tanto, si ellos no «se conocieron»...¡Nada!

Entonces, debemos pensar que al final hemos tenido suerte, es decir, si Eva no hubiese desobedecido, otra sería la historia.

La primera mujer fue la mayor responsable de librarse a sí misma y a su hombre del previsible aburrimiento del Paraíso eterno, y salvó por añadidura a toda la humanidad de su inexistencia.

La expulsión se convierte así mucho más en una oportunidad y una liberación que en una venganza divina.

Si el mito bíblico, tal como llegó a nosotros, tiene algo que decirnos, será llamar nuestra atención sobre un hecho revelador:

La humanidad existe porque a alguien se le ocurrió transgredir una norma, cuestionar un mandato, desconfiar de una palabra, desobedecer una regla.

La bendición del castigo

Nuestra historia cultural, al igual que la personal, nos da a elegir entre la tranquilidad, la comodidad inmóvil de la obediencia o la inquietud de dejar de obedecer, de arriesgarse a transgredir y, a partir de ahí, conquistar el libre albedrío.

La libertad se conquista después de atreverse a saber sobre el bien y el mal. Y a este conocimiento, parece decir el mito, no se accede si antes no nos atrevemos a rebelarnos ante lo preestablecido. El libre albedrío empieza fuera del Paraíso.

El resultado «peligroso» de esta manera de pensar es que ser expulsados del Paraíso no parece entonces un castigo...

Volvamos a revisar el tema:

¿Cuáles fueron los castigos? Parir con dolor.

Depender de las decisiones de otro. Trabajar para ganarse el pan. Morir.

Para una muja; parir con dolor significa tanto real como simbólicamente muchas cosas; pero si leemos la frase con mente amplia y metafórica, podremos llevar más lejos su interpretación:

Nada de lo que crees y nada de lo que generes te va a ser gratuito: tus decisiones siempre involucrarán a otros con quienes tendrás que aprender a convivir, desde tu nacimiento hasta tu muerte.

Imaginemos la voz de un padre o una madre diciéndole a su hijo estas mismas cosas en nuestras propias palabras:

«Si no obedeces, no podrás seguir siendo un mantenido, un protegido, un infante; si quieres tomar decisiones, tendrás que trabajar para poder comprar con tus propios recursos lo que desees».

«Si no obedeces sin chistar lo que se te manda, nada te será fácil; en cambio, si decides obedecer sin cuestionar, podrás tener todo lo que necesitas.

Si desobedeces... ¡Arréglatelas como puedas!»

«De todas maneras, ahora que no estaré siempre para protegerte, porque también yo voy a morir, es bueno que sepas que no eres autosuficiente, que siempre va a haber otro cuya decisión influirá sobre tu vida, en el presente y en el futuro.»

Ahora todo empieza a tener un nuevo sentido... La salida del Paraíso está llena de avisos, mucho más que de castigos.

Estos castigos son la sincera advertencia de lo que es la vida fuera del Paraíso, sin depender de nadie, siendo tú responsable de lo que te pase.

Debo resaltar que un aviso no es ningún castigo y que esta expulsión se parece demasiado a aquello por lo cual he trabajado toda mi vida como terapeuta.

Sostengo ahora, después de lo dicho que, si Dios existe, la verdad... es que estuvo muy bien.

La fantasía de la creación es maravillosa...

Gracias a este «castigo», la humanidad progresa y así sigue creciendo...‹a type="note" l:href="#nota12"›[12]‹/a›

Gracias a este «castigo», nosotros existimos y somos.

La Biblia, vista como una metáfora, podría mostrar la historia de la evolución humana.

El mito, más allá de la idea de Dios, es la historia de la humanidad.

Expulsados del Paraíso aparecen todas las dificultades que nos harán crecer; aparecen los obstáculos; y este es el precio de la libertad. Ahora todo depende de ti, incluso la vida de tu hermano.

Entre las condenas de la expulsión, la más difícil de tolerar es la que se refleja en la frase de Dios cuando le dice a Adán que, por haber comido del árbol, debe saber que de polvo es y al polvo volverá, es decir; morirá.

¿No será éste el castigo?

Puede ser, pero también podríamos pensar que el verdadero castigo es la conciencia de que vamos a morir, tener absoluta conciencia de que nuestra vida es finita, de que no viviremos para siempre.

Aunque, de todas maneras, no parece un gran castigo. Puestos a elegir, ¿quién en su sano juicio elegiría la inmortalidad?

Mito y cultura

En esta lectura, que propongo de la mano de otros, nuestro progreso y crecimiento dependen de la desobediencia. Sin embargo, cada uno de nosotros debe decidir cómo interpreta la historia de la creación.

Como Bateson decía: «No podemos percibir el mundo, sólo podemos apoyarnos en la interpretación que hacemos de él». El mundo no es como nosotros lo percibimos, sino que sólo habitamos el mapa que construimos. Vivimos nuestra vida en concordancia y sintonía con ese mapa y no con el mundo verdadero.

Pero, ¿cómo es nuestro mapa?

Los dos pueblos

Un hombre joven, cargando una pesada maleta, llega caminando hasta la entrada de un pueblo. Allí, sentado en una roca, hay un anciano fumando su pipa.

—¿Cómo es la gente de este pueblo? —se anima a preguntarle.

—¿Cómo era la gente del pueblo del que vienes? —le responde el anciano.

—Aquella gente era muy desagradable: ladrones, aprovechados, malhumorados y tristes. Cada día trataban de aprovecharse y sacar un beneficio de su vecino. El chisme y el resentimiento eran moneda corriente allí. Por eso pregunto antes de entrar. ¿Cómo es aquí la gente?

—Me temo —dijo el anciano— que no vas a encontrar mucha diferencia. Aquí la gente es igual a la del lugar de donde vienes. Lo siento.

—Entonces creo que seguiré hasta el próximo pueblo —dijo el joven antes de continuar su camino—. Adiós.

—Adiós —dijo el viejo mientras seguía fumando su pipa.

Pasaron unas horas y otro joven, muy parecido en su aspecto y actitud al anterior, se acercó al anciano.

—¿Cómo es la gente de este pueblo? —le preguntó también.

—¿Cómo era la gente del pueblo del que vienes? —respondió nuevamente el anciano.

—Oh, mi gente era muy agradable. El lugar donde nací está poblado de gente maravillosa. Todos se ayudaban unos a otros. El amor y la compasión eran moneda corriente allí y uno siempre se encontraba en la calle o en el bar con alguien a quien contarle un problema o con quien compartir una alegría. Me dolió tener que irme. ¿Cómo es por aquí?

—¿Aquí? —dijo el anciano—. Aquí no encontrarás mucha diferencia. En este pueblo la gente es igual a la del lugar de donde vienes. Bienvenido.

Y el joven entró en el pueblo.

Si en nuestro mapa personal todos son enemigos, viviremos defendiéndonos...

Si en nuestro mapa personal todos son víctimas, viviremos sintiéndonos culpables...

Si en nuestro mapa sólo existe el dolor, toda nuestra vida quedará marcada por el sufrimiento...

Si, finalmente, nos encontramos recorriendo la vida apoyados en un mapa que establece que el que desobedece la paga y que el precio es la muerte, sólo viviremos intentando portamos bien, caminando de puntillas, obedeciendo las normas impuestas, aceptando el orden preestablecido...

La cultura es un mapa compartido del territorio.

Si este mapa representa a la sociedad como un todo, el mito de la creación es una guía de cómo se debe trazar el mapa.

• Podríamos trazar un recorrido donde se estableciera que desobedecer o transgredir siempre tiene consecuencias nefastas. O trazar un recorrido donde atrevemos a lo nuevo de vez en cuando sea un punto de partida de cosas mayores y mejores.

• Podemos vivir pensando que dejarnos caer en la tentación de aquello que nos atrae terminará dañándonos.

O pensar que quien traspasa una regla determinada siempre llegará más lejos que el que nunca se planteó la posibilidad de hacer algo diferente, algo nuevo, algo no del todo avalado por la sociedad que lo antecede.

• Ciertamente, podemos recorrer el camino con seguridad aprovechando el mapa que los demás trazaron antes. O arriesgarnos a transitar los caminos nuevos porque tienen más posibilidades de aportar nuevas respuestas y experiencias diferentes.

En este nuevo recorrido hacia la sabiduría, mi propuesta es revisar nuestras creencias e ideas para tratar de cambiar el mapa que hasta hoy nos limitaba; explorar las costumbres heredadas y atrevernos a cambiarlas si de verdad ya no nos sirven.

El dragón de la cultura

Todos sabemos que el ser humano nace y se desarrolla en el seno de una cultura; pero la palabra «cultura» se puede usar por lo menos en dos sentidos: uno referido al conjunto de conocimientos que el hombre por sí mismo ha cosechado o adquirido (como cuando decimos: «es un hombre culto»);‹a type="note" l:href="#nota13"›[13]‹/a› otro, el que se refiere al conjunto de creencias o costumbres que caracterizan un determinado territorio o espacio temporal en el cual la persona se halla inserta (la cultura española, argentina, occidental, contemporánea, etcétera).‹a type="note" l:href="#nota14"›[14]‹/a›

Ambos sentidos se encuentran íntimamente vinculados, dado que la sociedad (cultura) está configurada por la suma de conocimientos y costumbres (cultura), pero también impone al individuo conocimientos y costumbres (a cuya totalidad llamamos también cultura).

Darnos cuenta de que la cultura nos impone cosas es ya un paso adelante en nuestro camino hacia la desobediencia creadora.

Y si hay una imposición de ideas y conceptos, sería bueno ahondar en la cuestión de cómo funciona el mecanismo de la cárcel sociocultural antes de reaccionar contra ella.

Retomo las palabras de Nietzsche, quien en el siguiente texto nos ilustra sobre el gran villano:

Hay muchas cosas pesadas para el espíritu, pero el espíritu es fuerte y paciente, quiere pelear con el gran dragón para conseguir la victoria.

¿Quién es el dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor?

«Tú debes» se llama el dragón.

Y ante él, el espíritu libre dice: «Yo quiero».

«Tú debes» le cierra el paso.

«Todos los valores han sido ya creados. No puede haber ningún Yo quiero.»

Así habla el dragón.

Pero el espíritu quiere hacer su voluntad. Y entonces conquista el mundo.

El dragón representa lo que hemos estado llamando «cultura», normas socialmente aceptadas y estipuladas cuya armadura está constituida por valores más o menos aceptados por todos que se establecen como definitivos e incuestionables.

¿Y cómo llegan estas normas a ser incuestionables? Es decir, ¿cómo llegan a ser valores?

Una respuesta posible es que llegan a ser tales a fuerza del hábito y la costumbre, de la repetición y la persecución, de la amenaza y el castigo. De la mano de la familia y la escuela, la policía y la justicia, los hospitales y los gobiernos, llegan disfrazados a veces de reglas de sana convivencia y otras veces de buenos modales. Las grandes instituciones establecen y diseminan esos valores que son impuestos a los individuos y luego transmitidos por ellos, para bien y para mal, a sus hijos, familiares, vecinos, amigos...

Cuanto más civilizados nos volvemos, menos libertad

hay.

Krishnamurti

Si el mayor conocimiento no siempre va acompañado de una mayor libertad es porque a veces nos encontramos frente a los habituales malabaristas de la palabra, los pedantes medianamente ilustrados o los mediocres de las ideas.

Nuestra sociedad funciona muchas veces como un grupo de represión-exclusión, dejando de lado a aquéllos que no asumen determinadas normas. A través del «tú debes», la sociedad se vuelve represiva, fija límites a la acción del individuo, vedándole casi en forma total la libertad creativa, generando un tipo de saber «obediente» que vuelve al ciudadano mecánico y manejable.

El filósofo francés Michel Foucault destinó la mayor parte de su obra a desenmascarar estas instituciones y sus estrategias. Con insuperable claridad denunció tácticas y manipulaciones de dominación que la sociedad ejerce sobre nosotros para sostener los mencionados «tú debes».

Foucault dice que lo que yace como fundamento de la imposición social es siempre la lucha por el poder. Como ciudadanos, ejercemos poder, reconducimos poder, lo engrandecemos y perfeccionamos. El hombre sufre el poder y lo ejerce.

En su libro Vigilar y castigar,‹a type="note" l:href="#nota15"›[15]‹/a› Foucault habla de la manera como la sociedad impone las reglas y condena a aquéllos que no se adaptan a ellas.

Si en la Antigüedad el «raro» era excluido, ahora es «disciplinado», es decir, se le discrimina sin echarle, intentando rectificarle, corregirle, encaminarle.

La sociedad practica así una especie de «ortopedia» sobre el individuo descarriado que debe convertirse en un «hombre recto», según lo que la mayoría cree que «está bien».

Foucault ilustra su libro con varios grabados, entre ellos el de Andry, en el cual aparece una recta estaca que simboliza la ley social, y una cuerda que nos sujeta a ella, impidiendo que nos desarrollemos libremente, frenando la creatividad y alejándonos de la instructiva equivocación. (Véase ilustración en la página 133.)

La estaca de Andry simboliza las normas a las que hay que someterse, pero también sugiere que la estaca que ha sido clavada, como tutor, puede arrancarse.

El problema es que nos hemos acostumbrado a la soga y nos hemos reclinado en la estaca. Estamos como el elefante encadenado del cuento,‹a type="note" l:href="#nota16"›[16]‹/a› creyendo que no podemos lo que alguna vez no pudimos, y nos resignamos a ello.

Puede parecer que nos haría falta una fuerza descomunal para empezar a liberarnos de estas ataduras; sin embargo, cualquier hombre o mujer que comprenda que está en condiciones de decir no a la opresión y al control, puede deshacerse de las sogas que lo condenan y empezar a crecer según su propio rumbo.

Esta decisión es el primer paso.

Que cada uno de vosotros sea su propia isla, cada uno su propio refugio.

Buda

La supuesta inutilidad del saber

Los jóvenes leen en las bibliotecas creyendo que es su deber aceptar el pensamiento de Cicerón, Locke o Bacon, y olvidan que cuando ellos escribieron esos libros eran sólo jóvenes de bibliotecas en las que no existían todavía esos libros.

R.W. Emerson

Dada nuestra tendencia a sobrevalorar lo práctico y lo útil, solemos despreciar la actividad reflexiva, la filosofía o la meditación. Cotidianamente nos cruzamos con personas que consideran improductivo todo lo que no conduzca a resultados tangibles, evidentes e inmediatos. Sobran los ejemplos y las señales de cómo se considera al saber una virtud inútil y culturalmente prescindible.

• Los especialistas en programas educativos suelen reducir y acotar el estudio de filosofía, sociología y ética en los planes de estudio oficiales de las escuelas primarias y secundarias. Esta tendencia, que me inquieta, expresa la postura de muchos que consideran que las asignaturas de humanidades son disciplinas prescindibles.

• Voces de poderosos e influyentes de la sociedad demandan, valoran y remuneran más a aquellos que exhiben mayores conocimientos técnicos o especializados.

• Los gobernantes demandan especialistas en estadística y tecnócratas, expertos en economía, o en demagogia, pero nunca pensadores (y mucho menos sabios... ¿Dónde los buscarían?).

• Para la mayoría, la filosofía ha llegado a ser considerada algo abiertamente inútil y la sabiduría un reino inaccesible. De ambas se sospecha que pocas cosas importantes pueden obtenerse.

• Los filósofos y los hombres y mujeres más sabios, salvo excepciones, suelen apartar la mirada ante este hecho, sin asumir la responsabilidad de lo mucho que tienen que decir y la gravedad de callarlo.

Habrá que tener cuidado. Si se avala el descrédito del saber y se menosprecia el valor del pensamiento crítico, lo que es una moda o un capricho de un dirigente no tardará en volverse una ideología que nos penetre sin darnos cuenta.

Una sociedad sin críticos en el horizonte es siempre una sociedad amenazada, un caldo de cultivo para la manipulación y el autoritarismo.

Muchas veces siento que los ideales que animan a algunos jóvenes, asumidos como verdades y valores, individuales o colectivos, son en realidad establecidos y transmitidos por los creativos de las agencias publicitarias o por los compositores de música de moda para vender sus productos en ese mercado cada vez mayor.

Para comprender nuestro rechazo a todo lo que consideramos inútil (aunque sea injustamente), la mitología nos cuenta el drama de Sísifo, a través de la pluma de Albert Camus.

El mito de Sísifo

Sísifo era, según Homero, el poeta que narra la historia, el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, tenía cierta inclinación por los bienes ajenos y cierta fascinación por la estafa y el engaño. Mientras él era gobernador en Corinto, la bella Egina fue raptada por Júpiter; el Dios supremo del Olimpo.

Asoepus, el padre de la joven, salió en su búsqueda desconcertado por su desaparición. Llegado a Corinto, Sísifo, que sabía del rapto, se ofreció a informar sobre él a Asoepus, con la condición de que diese agua a la ciudad, pues ésta padecía de una sequía que amenazaba la vida de todos sus habitantes.

Asoepus se enteró así de la perfidia de Júpiter y rescató a su hija. Por su delación, los dioses juzgaron a Sísifo y Júpiter lo condenó a muerte.

En el poema, Homero cuenta cómo el astuto Sísifo consiguió encadenar a Thanatos (la Muerte misma), logrando así volverse inmortal.

Los dioses no toleran el desafío de los humanos, quizá por eso atraparon a Sísifo una vez más y por la fuerza lo llevaron a los infiernos, donde estaba ya preparado su castigo. Una condena que sirviera de ejemplo para que a nadie más se le ocurriera perjudicar a uno de los dioses.

Sísifo debía empujar sin cesar una enorme roca hasta la cima de la montaña. Al llegar allí, la piedra rodaría hacia abajo hasta el valle, desde donde el trabajo debía recomenzar.

Júpiter había pensado, con fundamento, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

* * *

Imaginémonos portadores de una cámara en un extraño telediario mitológico. Hemos sido elegidos para cubrir la noticia del héroe frente a su desafío.

Nos acercamos al Monte Hades. Allí está Sísifo, el cuerpo casi desnudo, el rostro crispado, la tensión en los brazos, un hombro y la cara aplastados contra la roca, el pie hundido en el fango, empujando. Vemos en sus manos todo el esfuerzo del cuerpo para empujar la enorme piedra, tenso para hacerla rodar, luchando para lograr que suba por la pendiente cien veces recorrida.

Al final de esta escena, en un tiempo infinito, parece alcanzarse la meta.

Sísifo ve, y nosotros con él, la cima del Hades, el lugar donde debe depositar finalmente su piedra.

Pero, qué extraño designio: sus fuerzas se agotan.

Justo en ese momento, ni antes ni después: ahí.

Siente que no puede más...

La roca resbala de sus manos cansadas y sangrientas y el héroe contempla cómo la piedra desciende en apenas instantes hacia el mundo inferior, desde el que deberá volver a subirla...

Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio hacia los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada.

Si este mito es trágico, lo es sobre todo porque su protagonista tiene conciencia de lo inútil de su tarea. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo, si a cada paso lo sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?

El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y su destino no es menos absurdo, pero se vuelve trágico sólo en los raros momentos en que se hace consciente.

Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante cada descenso...

Tal como Camus nos obliga a pensar, lo terrible del castigo no radica especialmente en que es eterno, ni en el tremendo esfuerzo que exige a Sísifo, ni en la arbitrariedad y sinsentido de la tarea, sino en su conciencia de lo inútil de su esfuerzo. Es esta conciencia la que lo lleva a la desesperación y la locura.

Volvamos, pues, a nuestro tema: la sabiduría.

Trabajar por ella pensando que es una ardua tarea, un trabajo que no lleva a ningún resultado trascendente, tiene siempre sabor a esfuerzo injustificado y desechable.

¿Será útil la sabiduría?

El problema empieza antes. Empieza por definir a qué vamos a llamar útil.

Algo es claramente útil cuando se constituye en un medio para lograr un fin, es decir; el valor que posee se deriva de los resultados prácticos que posibilita.

En tal sentido lo útil es siempre intercambiable por otra cosa que cumpla la misma función. Puedo prescindir de un martillo y utilizar en su lugar una piedra; puedo prescindir de una brújula y orientarme contemplando las estrellas o el curso del sol.

Las actividades utilitarias aumentan nuestro haber nuestras posesiones: a través de ellas adquirimos todo tipo de logros, de posesiones materiales o sutiles, y desarrollamos nuestras habilidades físicas y psíquicas.

Existe también una utilidad superior a la instrumental: la denominada «intrínseca». Es la utilidad propia de las cosas, estados o actividades que son un fin en sí mismas, donde lo útil se refiere al ser.

Contemplar la belleza, jugar.

conocer;

amar;

crear,

imaginar...

... son actividades y estados que poseen esta otra forma de «utilidad».

Obviamente, creo que habría que agregar a la lista la búsqueda de sabiduría.

Indagar en la verdad no tiene utilidad extrínseca, aunque está muy lejos de ser inútil. La inclinación al saber es un impulso acorde con nuestra naturaleza humana e indisociable de ésta: toda persona ansia profundamente ver y comprender; todos sentimos como indeseables la ceguera, la ignorancia y el engaño.

El que se conmueve ante la contemplación de algo profundamente bello sabe que su contemplación es un tesoro; no necesita tasadores que le confirmen el valor o la utilidad de su experiencia.

Jean Cocteau solía asegurar:

«Sé que la poesía es indispensable,

pero no sabría decir para qué».

El ser humano tiene una profunda necesidad de sentido. Pero el que enfrenta su vida y sus actividades como Sísifo, tratando de convertir todo en algo beneficioso, termina cayendo en el más profundo vacío existencial.

El mito de Sísifo parece decirnos que las actividades estrictamente utilitarias, aunque sean exitosas, terminarán igualmente marchitando nuestro espíritu.‹a type="note" l:href="#nota17"›[17]‹/a›

El sabio, a diferencia de Sísifo, se consagra desinteresadamente a la verdad. Es aquel que investiga con disponibilidad y atención las claves de la existencia.

El sabio quiere la verdad por ella misma, no por su posible provecho, sus resultados o sus frutos. La verdad se ha simbolizado tradicionalmente como una mujer desnuda, con nada para ofrecer más que ella misma.

La mayoría de los humanistas pensamos que la esencia del saber es su carácter libre y, precisamente por eso, su valor no se deriva de su potencial.

Si dijéramos que uno de los fines de la sabiduría es nuestra transformación profunda estaríamos mintiendo. El fin de la sabiduría es el saber, y si alguna transformación pudiera ocurrir en su búsqueda, eso no significa que ella sea el medio para lograrla.

Si la definiéramos como gestora de ciertos resultados, la sabiduría se volvería dependiente de ellos.‹a type="note" l:href="#nota18"›[18]‹/a›

Si queremos ver los progresos de un gimnasta, no le preguntamos por sus pesas sino por el estado de sus músculos.

Del mismo modo, si queremos saber si alguien es un verdadero sabio, no nos vale que nos muestre lo que ha aprendido, su arsenal de erudición, su tener o haber intelectual, sino lo que ha visto por sí mismo, lo que irradia su propio ser, la manera como vive y actúa.

Epicteto

Cómo nos daremos cuenta de que estamos en el camino hacia la verdad y la sabiduría?

Casi todos los que lo han encontrado nos hablan de las mismas señales vivenciales:

• descubrimiento de una absoluta paz interior,

• transformación profunda que no ha sido buscada ni esperada,

• cambio ascendente y permanente de nuestro nivel de conciencia,

• certeza de unidad que trasciende a la persona,

• marcado aumento de la alegría.

Yo no soy un sabio y posiblemente nunca lo sea, pero dedico mi tiempo y mi energía a ayudar a que otros sientan el deseo y tengan la fuerza de convertirse en tales.

Suelo decir de mí que no soy un psicoterapeuta, que ya no trabajo como médico y mucho menos como psiquiatra. Soy, como he dicho antes, un ayudador, alguien que decidió hace mucho compartir lo aprendido con el fin de facilitar la tarea de los que vengan detrás.

Lo hago lo mejor que puedo, que seguramente no es lo mejor que se puede hacer, pero exijo comprensión: trabajo con mis propias limitaciones, que no son pocas.

Intento conseguir para cada persona con la que me vinculo profesionalmente el deseo de una vida más sana, más comprometida, más inteligente, más sabia.

No soy una persona religiosa. No soy ningún santo. No soy un místico, ni siquiera un ser tremendamente espiritual; pero intento cada día, desde hace años, acercarme a la sabiduría de los que saben y, si puedo, ayudar a alguien a que se acerque también a este camino.

Terapia, docencia, educación: todo se trata de empujar cariñosamente a otros...

• a ser más conscientes,

• a ser más libres,

• a quererse más a sí mismos,

• a elegir cada vez más lo que armonice mejor con su esencia.