Capítulo seis

El maestro

El conocedor o maestro es el que sabe que sabe

A fuerza de dudas y sed de conocimiento, el buscador comienza a interactuar con otros puntos de vista. Se da cuenta de que está en un ámbito de sombras, que nada es completamente oscuro ni totalmente luminoso. Comienza a distinguir los matices, comienza a adentrarse en la crítica de su propio descubrimiento de sí mismo.‹a type="note" l:href="#nota29"›[29]‹/a›

El buscador que consigue llegar a Gnosis ya es un ser centrado y conoce casi todos los mecanismos del poder. Continúa siendo un egoísta y ante todo se elige a sí mismo, pero trabaja intensamente día a día para establecer un equilibrio entre lo que su entorno le intenta imponer y lo que él desea hacer. En esto se basa su nueva conquista: la autodependencia.

Ahora no persigue la acumulación de conocimiento; la cantidad no es para él un valor, pero sí la calidad. Lo aprendido le permite trazar su propio mapa y afrontar el desafío de recorrerlo. Haber llegado hasta aquí supone, además, que es lo suficientemente adulto como para elegir qué desea comer y procurarse ese alimento; ya ha comido durante largo tiempo de lo que le han dado en la boca, cuando era un niño y mientras vivió en la Ignorancia.

Antes no tenía alternativas, ahora está dispuesto a probar nuevos rumbos.

Antes era un esclavo, ahora es libre.

Antes sólo evaluaba los resultados, ahora ha descubierto su amor por la verdad.

Y esto es ya un problema.

El mundo vive de mentiras.

El autoengaño, la falsedad y la distorsión son, para algunos, ámbitos muy confortables, seguros y acogedores.

Siempre es posible crear una mentira a tu medida, una «verdad» que se ajuste a tus necesidades.

No cuesta mucho. Mentiras aceptables y fascinantes se pueden encontrar por todas partes.

Pueden ser muy hermosas a los oídos de los demás y de ti mismo si te ocupas de ello.

Lo «mejor» de las mentiras es que se ajustan a ti, nunca requieren que tú te ajustes a ellas.

Son muy amables, no requieren nada de tu parte; no te exigen, no te obligan a comprometerte. Están listas para servirte.

La Verdad, en cambio, no está para servirte; tú tendrás que servir a la Verdad.

La autenticidad sólo puede ser total; no admite concesiones. Si las admitiera, no sería tal.

Cuando te conviertas en servidor de la Verdad, y la contemples desde donde estés, en lugar de creer que te pertenece y que te sigue, serás un conocedor, un maestro, un genio o un iluminado, y habrás llegado a destino.

«Sabiduría —nos decía Heráclito— es poder decir la verdad.»

El mundo es...

Hagamos juntos un pequeño ejercicio.

Completa esta frase sin pensar demasiado:

«El mundo es...» (Termínala con lo que a ti se te ocurra que define el mundo y lo que hay en él).

Si yo compartiera contigo lo que ahora se me ocurre, diría:

«El mundo es... una enorme pelota rebotando por el universo».

Hazlo ahora, antes de seguir leyendo. Y, si tienes oportunidad, anota tus frases en un papel cualquiera.

No te quedes con una sola. Sigue...

«El mundo es...»

«El mundo es...»

Escribo mi segunda frase:

«El mundo es un lugar extraño que te muestra primero sus peores aspectos y al que hay que explorar si quieres encontrarle algo bueno».

Hazlo ahora, para sacarle más jugo al ejercicio. Y si no tienes con qué escribir, sólo recuerda lo que has pensado, cada frase, palabra por palabra.

¿Ya está?...

Bien, acompáñame ahora en el trabajo arduo de «darnos cuenta».

Reemplacemos en nuestras frases «El mundo es...» por «Yo soy...», y mantengamos el resto tal como lo escribimos.

Las mías quedarían así:

«Yo soy... una enorme pelota rebotando por el universo.» (Creo que debería ocuparme de ponerme a dieta de una vez por todas...)

«Yo soy... una persona extraña que te muestra primero sus peores aspectos y a la que hay que explorar si quieres encontrarle algo bueno.» (Pues... sí.)

Intenta utilizar este ejercicio para darte cuenta de algo de ti, para confirmar lo que ya sabías; pero también para tomar conciencia de esto:

Veo el mundo de acuerdo con lo que soy yo, al menos, de acuerdo con lo que veo en mí.

La gente se pelea. Unos dicen: «El mundo es malo». Otros: «El mundo es bueno». Y el mundo no es así, ni es de aquella otra manera.

El mundo tiene espinas, tiene rosas, tiene noches y tiene días. El mundo es absolutamente neutro, equilibrado y lo incluye todo.

Unos proponen cambiar el mundo (es la idea de la mente científica), otros cambiar la propia mirada (es el sentir del mundo interno). Son dos puntos de vista diametralmente opuestos: la ciencia buscando en lo externo y el alma, la emoción o la sabiduría, en lo interno. Pero los sentimientos (pura emoción) y el pensamiento (pura razón) tarde o temprano habrán de encontrarse, porque su búsqueda es la misma. Se reunirán más rápido si las personas descubrimos el mundo espiritual. Y es imprescindible, porque la sabiduría sin ayuda de la ciencia jamás será suficiente y la ciencia sin sabiduría llegaría a destruir el mundo.

El pesimista construye un infierno a su alrededor y luego decide mudarse para vivir en él.

En muchos aspectos, el mundo depende de ti y de lo que escojas. Si has decidido mirar sólo lo malo, vivirás en un mundo terrible y dañino. Si, por el contrario, ves lo mejor a tu alrededor; tendrás la posibilidad de encontrar un mundo donde valga la pena vivir.

Inténtalo, prueba a ver la vida en términos optimistas...

En conexión con tu arista más espiritual, podrás entender que, si cambias tu actitud interna, el mundo externo también cambiará. El mundo de los demás quizás sea el mismo, pero tus ojos son ahora diferentes; tú no eres el mismo. Y no es el mero hecho de que tú lo veas diferente, sino que, en efecto, tu cambio provoca un cambio en el mundo.

Bayazid de Bistam, un místico sufí, solía contar en sus últimos años la siguiente anécdota.

«Al principio preguntaba a la gente: ¿Dónde está Dios? Y un día el milagro sucedió y empecé a preguntar: ¿Dónde no está Dios?»

Empieza con lo negativo y encontrarás lo positivo.

Los sabios de la India suelen utilizar esta metáfora: ¿Has cavado alguna vez un pozo en busca de agua? Aunque estés cavando en el lugar correcto, al principio sólo encuentras tierra, rocas y basura. Después de mucho trabajo encuentras el lodo, que lo ensucia todo y dificulta el trabajo. Un poco más abajo llegas al agua, aunque al principio está muy sucia y contaminada. Y, si sigues cavando, llegarás al agua limpia, que brotará cada vez más pura.

Exactamente lo mismo nos pasa cuando exploramos nuestro propio ser.

Al principio es duro y frustrante: lo que encuentras es siempre desagradable y maloliente; pero confía y persevera, porque al final aparece siempre lo mejor de ti, el más puro, prístino y transparente «tú» que existe.

El trabajo siempre hay que hacerlo con lo negativo; lo positivo es la recompensa.

Un buscador está orgulloso del camino recorrido, aunque sabe que le queda mucho por recorrer. El conocedor sabe que su camino se agranda a medida que lo va recorriendo, pero tiene además la certeza de su finitud. Por eso se da cuenta de que hay muchas cosas que nunca llegará a hacer y otras que jamás llegará a conocer.

Es evidente, incluso para los buscadores, que la satisfacción de las necesidades se acompaña de una subjetiva sensación de alegría, de placer o de sosiego (como sucede cuando bebemos un vaso de agua fresca estando sedientos); pero al llegar

aquí, el conocedor descubre que no todos los dolores ni todas las alegrías provienen de cosas tangibles o descriptibles.

Yo mismo, que nunca he llegado tan lejos, me he cruzado al menos cuatro o cinco veces con personas que parecían tenerlo todo: un buen trabajo, educación, dinero más que suficiente, una pareja aparentemente maravillosa y una salud envidiable. Sin embargo, no podían evitar una profunda sensación de vacío y de futilidad; una odiosa pregunta silenciosa: «¿Y esto es todo?»

Ese vacío existencial es un dolor «esencial», no se solventa con nada que se pueda tener.

Nunca avanzaremos si creemos que se trata de un vacío relacionado con la necesidad de cosas, de experiencias o de logros. Ninguna cosa, persona, situación, actividad o adquisición puede llenarlo, porque se trata de un vacío de nosotros mismos; un vacío que muchas veces se corresponde con la ausencia de un sentido para nuestra vida.

Demasiadas veces los que logran una meta perseguida con ahínco durante años encuentran en dicho logro el preámbulo de una pesadilla, pues la carrera hacia el éxito y el reconocimiento los ha encarcelado en una fachada. La identidad ha logrado su meta, pero el Yo esencial ha sido olvidado.

Lo que soy: ¿apariencia o realidad?

Cada descripción está condicionada por los instrumentos de observación de los que se disponga en cada caso y por un determinado lenguaje, que a su vez presupone un modelo descriptivo. Es conocido el hecho de que para los esquimales existen por lo menos quince palabras que se traducirían al castellano como «hielo». Nosotros no necesitamos diferenciar esos estados, pero para ellos es vital.

Así, para los niños que habitan en un mundo mágico de padres idealizados y reyes generosos y omnipotentes, el mundo es un lugar seguro, protegido y proveedor. Un universo diseñado para nuestro placer y satisfacción, que lo único que nos exige es ser obedientes, buenos niños.

Sin embargo, la explicación o la concepción que tengamos del mundo no es suficiente para aumentar nuestra comprensión. La explicación es un mapa y un mapa puede sernos muy útil, desde luego, pero únicamente en la medida en que sepamos que sólo es un mapa y que su valor es exclusivamente instrumental y orientativo.

La fotografía de mi tía no es mi tía, del mismo modo que la palabra fuego no quema.

Es innegable que el hombre sólo puede comprenderse a través del pensamiento; y el hombre pensante está forzosamente asediado por la duda, (el prefijo du significa división o dos). Al mismo tiempo, reflexionando sobre su vida, el conocedor toma conciencia de que cada vez es más libre y no depende ideológicamente de nada ni de nadie; porque el individuo es también su propio creador y el gran responsable de su vida.‹a type="note" l:href="#nota30"›[30]‹/a›

La costumbre —en cierto modo cientificista— de volver absoluta nuestra particular manera de analizar las cosas es tan miope como la actitud de un jugador de ajedrez que se permite decir a los que juegan a las damas que el modo como mueven sus piezas es incorrecto y carece de sentido.

El arqueólogo

Un viejo chiste iniciático cuenta que, en su viaje por Oriente, el científico e investigador ganador del Premio Oxker— Kugben encontró un cartel tallado en piedra que decía:

Ruinas Egipcias

Con empeño, lo destrozó con su pequeña hacha de explorador. De regreso a la civilización, aseguró a la comunidad científica que aquel cartel mentía, pues en él no había nada de egipcio...

* * *

La palabra «apariencia» tiene dos significados para nosotros. Uno es neutro: la apariencia entendida como lo directamente perceptible en algo. El otro lleva cierta connotación negativa: la apariencia entendida como lo ilusorio o lo que incita al engaño.

Pero estos dos conceptos no se excluyen. La filosofía perenne ha aludido a la capacidad que tiene la realidad de ser fuente de ilusión, de cautivar y absorber nuestra mente y nuestros sentidos haciéndonos olvidar que la apariencia es únicamente eso, apariencia; en el sentido de ser la expresión de algo que está más allá de ella misma.

La sabiduría no dice en ningún momento que haya que desdeñar el mundo que percibimos para acceder a «la Realidad» (que supuestamente «se oculta» detrás de él). Al contrario, está claro que la apariencia es sólo parte de la forma de manifestarse de esa realidad.

Lo que denominamos «mundo», lejos de ser una realidad incuestionable e independiente de nosotros, es algo que construimos e interpretamos a partir del pequeñísimo porcentaje de información que recibimos a través de los sentidos, que sólo captan un número muy limitado de impresiones.

Por eso nuestra visión contiene, desde el principio, un cierto nivel de imaginación, de interpretación y de relleno.

Cuando decimos o pensamos «mesa», «silla» o «yo», creemos conocer la naturaleza de aquello que así denominamos y, por lo mismo, sentimos tener cierto control sobre ello. Pero, ¿es realmente así?

La sabiduría nos da una respuesta unánime a esta pregunta:

NO.

Para el taoísmo, todo lo que solemos llamar «el mundo que habitamos» no es más que una serie de olas en el océano inconmensurable (el Tao) de la totalidad real.

«Nuestra mente ordinaria, en complicidad con los sentidos —dice Lao Tse—, sólo puede conocer esas olas fugaces y volubles. Pero, más allá de ese vaivén, posibilitándolo y sosteniéndolo, aparece la Vida, insondable, ilimitada, inagotable.»

Cuando miras algo, seguramente estés viendo la esencia de las cosas, pero te imaginas que solamente ves una nube o un árbol.

Nisargadatta

Nuestro lenguaje, la forma como llamamos a cada cosa, a cada persona, a cada situación, sumado a nuestra capacidad conceptual de pensar es decir explica^ argumentar, justificar y prever, nos proporcionan, sin duda, un control funcional sobre nuestro mundo interno y externo: nos permiten describirlo, catalogarlo, dividirlo, organizado y compartirlo.

Pero te aseguro que no nos dan a conocer la naturaleza esencial del mundo ni de ninguna de las cosas de él; no nos proporcionan un conocimiento de las cosas en su intimidad.

Confundimos los límites propios de la realidad de las cosas con la manera como las vemos o pensamos, olvidando nuestra limitadísima capacidad perceptiva.

Al conocer a alguien, no percibimos directamente a la persona en sí, sino ciertos rasgos, determinado color de pie!, algunos gestos específicos, cierto tono de voz, una manera de comportarse... Esto equivale a decir que conocemos su apariencia. Y aunque sabemos que las personas son más que lo que vemos, decimos que tal o cual persona es de tal manera o de tal otra (lo cual es verdad aunque no sea toda la verdad).

Cuando oigo una voz, oigo a esa persona; cuando rozo su piel, rozo a esa persona; lo que no hay que olvidar es que ella es mucho más.

Obviamente, también nos pensamos a nosotros mismos, nos construimos, nos interpretamos y nos imaginamos según cómo nos percibimos. Nos completamos y dibujamos más o menos a nuestro antojo con las pequeñas correcciones que motiva la mirada ajena.

Pero, ¿quién soy yo?

Suponemos de nosotros mismos que tenemos una determinada identidad. Nos vemos y tratamos de presentarnos de acuerdo con esa autoimagen, muchas veces tan distante de la realidad que otros construyen...

La identidad es el acto de identificación gracias al cual nos descubrimos pensando:

«Yo soy esto, pero no soy aquello.»

«Esto es mío, pero eso otro no lo es.»

«Tengo ciertas cualidades, pero también ciertos defectos...» «Me faltan muchas cosas, pero poseo otras que me compensan...»

«Tengo a mis hijos, mi estatus, mi trabajo.»

«Tengo mis conocimientos, mi carrera, mis influencias...»

La suma de estas y otras frases parecidas afirma la idea que tengo de mí mismo y me ayuda a pensar que me conozco. Desata la idea de que tengo control sobre mí y, por ende, control sobre mis acciones y emociones.

Partiendo de esa fantasía, me tranquilizo apostando por mi capacidad de poder insertarme en el universo.

Nos narra Chuang Tzu una curiosa historia.

La extraña belleza de Hsi Shih

Cuando la bella Hsi Shih en su pequeño pueblo fruncía el entrecejo por alguna pena de su corazón, todos los vecinos fa encontraban bellísima.

Una mujer muy fea del mismo pueblo, que también veía a Hsi Shih más hermosa cuanto más apenada, decidió mejorar su propio aspecto siguiendo su ejemplo. Todos los días, al salir de su casa, oprimía su corazón llenándose de preocupaciones y fruncía el ceño. Al mirarla, los habitantes del barrio la veían más fea todavía. Si eran ricos, cerraban ruidosamente las puertas de sus mansiones y no salían de ellas; si eran pobres, cogían a su mujer e hijos y huían del pueblo.

La mujer fea insistía variando la manera de fruncir el entrecejo, pero nunca tuvo éxito. El pueblo se fue vaciando, pero ella nunca pudo descubrir en qué radicaba la belleza del entrecejo fruncido de Hsi Shih.

* * *

La belleza no pretendida y no consciente de sí misma de la bella Hsi Shih es una metáfora de la esencia personal tuya, querido lector. La imitación grotesca de la mujer fea, una metáfora de tu deber ser.

Agregada a toda nuestra distorsionada percepción de la realidad, aparece nuestra voluntariosa actitud de tratar de ser de una manera determinada.

Pretendemos esforzarnos para conseguir dejar de ser de la manera que somos.

Un conocedor no pretende ser virtuoso, inteligente, revelador ni dotado, pero es consciente de quién es y lo transmite sin desearlo.

La virtud de un maestro es su fidelidad a su propio ser, el respeto consciente y activo por lo que ya es y sabe que es.

La esencia no es algo que tenga que buscarse, alcanzarse, procurarse ni adquirirse; sencillamente no hay que obstaculizar su libre expresión.

No se trata aquí de la desintoxicación de los mandatos que determinaban mi identidad desde fuera, de la que hablamos al referirnos al buscador. Aquí es el descubrimiento de que en un ser vivo dinámico como el nuestro, en un mundo cambiante como el que habitamos, en una realidad fáctica tan impredecible como la de estos tiempos, ¿qué sentido podría tener la pretensión de ser siempre los mismos, es decir, tener una identidad definida?

No es posible bañarse dos veces en el mismo río.

Heráclito

Tanto el ignorante como el buscador experimentan como amenaza todo lo que cuestiona su autoimagen y como positivo todo lo que la confirma o eleva. Ambos creen, cada cual a su manera, que su vida social, seguridad y afirmación personal dependen del mantenimiento y del engrandecimiento de sus imágenes sobre sí mismos.

El ignorante trata de parecerse a lo que el exterior le dice que debe ser.

El buscador confunde la expresión cambiante de su ser con una nueva identidad adquirida, sin condicionamientos.

Tratando de ser esto o aquello, ambos se olvidan de abandonarse a lo más gozoso y fácil: simplemente ser.

El maestro, en cambio, elige respetar su propio fluir espontáneo limitándose a ser y abandonando las identificaciones mentales, incluso aquéllas por las cuales nos obstinamos en ser mejores.

Saber o creer

Sube hasta lo más alto, porque Las alturas guían sólo en las alturas.

Ve hasta las raíces, porque allí están los secretos, no en las flores.

Antonio Porchia

Antes de querer saber más, es importante ser congruente con cada cosa que encaro, con cada concepto que me define, con cada pedazo de la verdad en la que creo. Cuanto más profundo voy, más y más profundamente me conozco.

Cuando creo ciegamente en algo que no sé, empiezo a acumular oscuridad.

Es posible que, más adelante, en el camino, llegue a descubrir que el saber al que llegue será el mismo en el que me habían dicho que creyera. Pero, aún así, por ahora, es importante conocer la diferencia entre creer y saber...

Creer es opinar, y no tiene nada de malo.

Saber es tener certeza, y es muy tranquilizador...

Yo no supongo que mañana saldrá el sol. Yo lo sé. Y también sé que no es lo mismo...

Otros pueden contarte cómo han conseguido llegar a este lugar. Pueden escribir sobre las dificultades que debieron evitar, qué los ayudó y qué les hizo daño. Y tú puedes creerles.

Muchos podrían darte pequeñas pistas acerca del camino, pero nadie puede ofrecer fotografías ni rutas selladas; porque cada individuo es único y tendrá que pasar por experiencias únicas. Experiencias que tal vez nadie ha tenido antes y que quizá nadie vaya a tener jamás.

Porque nadie puede saber por ti.

Nadie puede crecer por ti.

Nadie puede buscar por ti.

Nadie puede hacer por ti lo que tú mismo debes hacer. La existencia no admite representantes.

Algunas cosas que sucederán en tu camino no le sucedieron a tu maestro en el suyo.

Algunas cosas que sucederán en tu camino no sucedieron ni sucederán en el mío.

Podrías creerme, pues te aseguro que lo que te digo es cierto. Sin embargo, nunca lo sabrás hasta que lo hayas vivido.

No habrás llegado hasta que sean tus pies los que pisen la senda.

Nadie puede estar exactamente en tu lugar y tener tu mismo punto de vista, ni siquiera aquellos que están muy cerca de ti.

El maestro que sabe

El verdadero maestro que ha alcanzado la cima siempre será liberal y considerado. No es posible que sea testarudo, nunca le escucharás decir: «Este es el único camino». No sólo porque existen en el mundo tantos caminos como personas, sino porque desde arriba siempre se puede ver que hay muchos caminos. Cuando el maestro se haya elevado a la sabiduría (después de haber llegado a la cima y seguir subiendo, ¿recuerdas?), verá incluso algunos senderos por los que nadie ha conseguido subir, ni siquiera él mismo.

Desde la cima, el maestro puede ver a los que suben, descubriendo, recorriendo y trazando cada uno su propia ruta, y puede, si el discípulo se deja, mostrar un atajo o avisar de un abismo...

Durante siglos el maestro fue el prototipo de hombre virtuoso.‹a type="note" l:href="#nota31"›[31]‹/a› El término «virtuoso» (virtus significa potencia o esencia) no designaba al que actuaba de una determinada manera, sino al que estaba en contacto con su esencia, con su potencia, con su verdad.

El conocedor es, muchas veces, aún más egoísta que el buscador. De hecho, revisando los datos íntimos de la historia, descubriremos que los grandes maestros, los revolucionarios de cada disciplina, los poetas, los pintores, los músicos, han sido en general muy egoístas. Viven su vida, hacen lo suyo. Han dejado de formar parte de cualquier estructura, se han liberado de ellas. Están más allá, tanto que muchas veces son observados por casi todos como dementes por anticiparse a lo que va a suceder o por saber con certeza lo que nadie sabe. Recordemos a Van Gogh y su terrible final. Pobre, despreciado e internado en un manicomio.

Al saborear una fruta (o una rica comida, o un buen vino) tenemos la vivida experiencia interior de ese contacto, una vivencia cualitativamente muy diferente del conocimiento que tiene quien ha oído y puede repetir la descripción verbal que otros han hecho de su sabor.

Sabe más acerca del sabor del grano de mostaza aquel que ha probado un grano, que el que ha estado toda la vida viendo pasar por delante de su casa caravanas de camellos cargados de sacos de granos de mostaza.

Proverbio árabe

No hay que confundirse: un maestro es un conocedor^ pero no alguien que tenga todas las respuestas. No es alguien que pueda explicarlo todo ni que conozca todos los porqués.

El maestro no cree, sabe, y quizá por eso no se conforma con que le creas. El maestro desea que tú también sepas.

Despertar

Todos hemos experimentado en algún momento de nuestra vida la sensación de comprenderlo todo claramente.

La diferencia entre nuestros instantes de claridad y lo que puede vivenciar un maestro o un sabio es que éstos viven constantemente sintiendo esa claridad.‹a type="note" l:href="#nota32"›[32]‹/a›

En las filosofías orientales, el verdadero conocimiento se considera un «despertar», sugiriendo que da acceso a la comprensión definitiva y profunda de algún aspecto de la realidad.

Cada mañana no sólo despierta nuestra mente, abandonando el carácter ilusorio del anterior estado de sueño, sino que todo nuestro ser transita un mundo distinto, el mundo de los ojos abiertos.

El despertar del que hablamos aquí no es sinónimo de adquisición de unos cuantos nuevos conocimientos: es un «darse cuenta», un abrir los sentidos, una percepción fresca de un mundo nuevo o un nuevo nivel de conciencia de un mundo real.

El conocimiento verdadero incluye una transformación, tras la cual ni el que conoce ni el mundo que es conocido serán los mismos.

Este es el tipo de conocimiento que otorga el camino hacia la sabiduría: llamémoslo comprensión, visión, toma de conciencia o, como en Oriente, despertar.

Una noche, triste noche, descubrí que los Reyes Magos no existían.

Un 5 de enero, mientras espiaba escondido esperando ver a Melchor; Gaspar y Baltasar en sus camellos, vi a mis padres colocando mi regalo de reyes junto a mis zapatos.

Me quedé un rato largo mirando la escena... Cuando volví a mi cama, me di cuenta de que mis compañeros de la escuela, con los que yo discutía desde hacía semanas defendiendo mi fantasía, decían la verdad...

Aquella noche lloré un poco, pensé mucho y no dormí nada.

A la mañana siguiente, con mi regalo todavía sin abrir y en un absurdo deseo de confirmar lo que había descubierto, me senté en la cocina delante de mi mamá, que estaba haciendo una masa. La miré sin decir nada, esperando vaya a saber qué palabra o qué gesto.

Mi mamá se debió dar cuenta, porque me dijo simplemente:

—Los Reyes Magos no existen, Jorge...

Y recuerdo que yo, inmóvil, tragué saliva y le pregunté, tratando de aferrarme a algo que se me escapaba:

—El Ratoncito Pérez tampoco, ¿verdad?

Mi mamá hizo un gesto negativo con la cabeza, me sonrió y me ensució la nariz con un poco de harina.

Y yo supe, sin que nadie me lo dijera, que ya nada sería igual.

Yo no era el mismo y el mundo tampoco.

Seguramente se podrá decir, y será cierto, que yo espiaba porque sabía; se podrá argumentar que aquella mentira de los reyes era un error pedagógico de entonces; se podrá creer que todos los niños lo saben (yo juro que no lo sabía hasta aquel día); pero lo cierto es que esta experiencia, con el tiempo, significó un cambio importante en mi vida.

Fue a partir de entonces cuando empecé a investigar acerca de la sexualidad, cuando mi relación con mis compañeros de clase mejoró, cuando me di cuenta de que mi papá no era el mejor jugador de ajedrez del mundo...

Había crecido. Y en este sentido, como sucederá después tantas veces, lo comprendido (aquí acerca de los Reyes Magos) es accidental. Que sea accidental no le quita valor a la experiencia, porque lo que importa realmente es que exista una vivencia transformadora: eso es lo que nos modifica y nos obliga a despertar.

La mayoría de las veces nuestra transformación real necesita estar ligada íntimamente a cierto proceso de aprendizaje, a una determinada información nueva para nosotros, la cual nos abre a un grado de comprensión diferente.

Las modificaciones de nuestro modo de actuar no sustentadas en un incremento de nuestra comprensión se reducen tan sólo a un cambio de hábitos, un aprendizaje de loros o una compulsión a la repetición.

El conocedor ha explorado la vida en todos sus sabores y de todas las maneras posibles: dulce, amargo, ácido y agrio, rápido, lento, pausado, explosivo. Ha probado lo bueno y lo malo. Ha sentido la vibración del despertar con la música, con el baile, con la poesía, con la pintura, con la escultura, con la arquitectura, con el sexo, con la rebeldía, con el amor y con el odio...

Ha hecho muchas cosas, ha estado en velatorios, en hoteles, en hospitales, en fiestas; ha ganado y perdido trabajos, amigos y amores; se ha peleado, se ha rendido, ha celebrado; le han pasado cosas como chocar; engordar; besar, nadar; se ha sentido vejado, alegre, avergonzado, pleno, encerrado y libre. Ha sido jardinero, zapatero, carpintero, pordiosero, catedrático y basurero... Y en todas sus actividades ha experimentado, desafiado, cambiado, disfrutado, llorado y explorado.

Todos los grandes maestros y los grandes inventores han sido gentes que habían recibido formación para algo diferente de aquello por lo que los recordamos. Gente que tuvo el coraje de entrar en territorios nuevos, territorios donde no eran expertos.

Los hombres y las mujeres educados para aplastar su coraje permanecen aferrados a las cosas que mejor saben hacer. Y siguen haciéndolas toda su vida. Y cuanto más las hacen, más eficientes se vuelven; y cuanto más eficientes se vuelven, menos capaces son de intentar algo nuevo.

El conocedor es totalmente diferente; de alguna manera está parado justo en el polo opuesto. El maestro sostiene que no tener una idea clara sobre uno mismo no es un inconveniente para nuestra veracidad, pues nuestra verdad en ningún caso es una idea o una imagen mental; es la voz silenciosa, nuestro propio ser; que nos habla siempre en presente, que nos inspira cómo actuar o comportarnos ahora, y no después.

Ser nosotros mismos es despojarnos de toda simulación —no temer mostrar o expresar lo que somos—, y también es despojarnos de toda pretensión —no pretender ser lo que no somos ni obstinamos en ser algo en particular—. Es una ineludible honestidad respecto de nuestro propio ser, nuestra propia situación y nuestra propia verdad, aquí y ahora.

Imaginemos un ejercicio

La próxima vez que estés triste, en lugar de evadirte en alguna actividad u ocupación, en lugar de visitar a un amigo o ver una película o encender la radio o el televisor, en lugar de escapar... deja toda actividad, cierra los ojos y entra en tu tristeza. Mírala sin juzgarla y sin juzgarte, sin condenar ni condenarte. Obsérvala, obsérvate. Mírala como miras una nube de lluvia en un día que quieres soleado. Pero no te enfades.‹a type="note" l:href="#nota33"›[33]‹/a›

No te confundas, no estoy hablando de concentración.

Concentrarse significa enfocar la mente, reducir la atención a un punto. La mente concentrada se vuelve muy poderosa y, por eso, más peligrosa que nunca.

Darse cuenta y aceptar es algo totalmente diferente. No se trata de enfocar sino de estar alerta y sin foco. No es forzar, sino permitir. No es concentrarse en el exterior ni en el interior. No es buscar un pensamiento adecuado ni sentir una emoción específica. Es estar consciente del presente, sin juzgarlo, sin resistirlo, sin enojos.

Sólo podemos enfadarnos si nos oponemos a los hechos.

Intenta estar enojado y, al mismo tiempo, aceptar sin restricciones la realidad, y verás. Nadie ha sido capaz de hacer coincidir las dos cosas a un tiempo; y no creo que tú seas la excepción.

La falta de aceptación es la raíz de casi todas las enfermedades de la mente, de la mayoría de los padecimientos del espíritu y del corazón y, de alguna manera también, la primera causa de muchas enfermedades del cuerpo.

La única medicina efectiva contra esta trampa que nos tendemos a nosotros mismos es la aceptación serena de lo que es.

La experiencia que te propongo se llama «Continuo de la conciencia», y es uno de los pilares de la salud mental para nosotros los gestálticos.

Mira, piensa, siente y vive, todo el tiempo... Y nacerá en ti esa conciencia.

Y, cuando nace la conciencia, poco a poco, sales del pasado y del futuro y entras en el presente. En la libertad que sólo tienen los que han cancelado las urgencias...

Pero hay varios tipos de libertad.

Hay una libertad de, una libertad para y una tercera que es simplemente libertad (ni de ni para).

La primera, libertad de, es una reacción. Está orientada a luchar contra el pasado para librarte de él. «Yo puedo hacer esto y lo otro, que antes no podía, porque ahora...».

El psicoanálisis intenta darte esta libertad, libertad de los traumas pasados, de las heridas de la niñez. La terapia clásica se basa fundamentalmente en el pasado, porque debes ir hacia atrás para liberarte de él, tienes que llegar al trauma original aunque éste sea tu propio nacimiento, como lo señala la terapia primal. Sólo entonces serás libre.

La segunda clase es libertad para. Una idea orientada hacia el futuro. Si la libertad de es una idea política y terapéutica, esta segunda libertad es más poética, más visionaria, más utópica.

Muchos han intentado centrar aquí la libertad esencial, pero eso no es posible, porque cuando te orientas hacia el futuro no puedes vivir en el presente. Y tu esencia vive en el presente. Tú no vives en el pasado ni vives en el futuro, tienes que vivir aquí y ahora.

La tercera libertad es una idea más espiritual, ancestral, mística.

En su presencia, todos tus sentidos se vuelven tan puros, tan sensibles, tan agudos, tan despiertos y tan vivos, que tu vida entera cobra una nueva intensidad.

De nada sirve saber que está sonando una música maravillosa, si nos tapamos los oídos para no escuchar. De nada nos sirve la enorme belleza que nos rodea si vivimos con los ojos cerrados.

La existencia entera está celebrando este momento...

Y ni siquiera nos enteramos de la fiesta, creyendo que no estamos invitados.

Si lo descubres, te sentirás misteriosamente lleno de entusiasmo. El mundo será el mismo, pero a la vez será diferente: los árboles te parecerán más verdes, el azul del cielo más profundo, la gente más viva y más hermosa...

Vivir auténticamente, nos enseña la sabiduría, no es planificar lo que vamos a ser, sino descubrir; a cada instante, lo que somos.

La referencia de lo que fuimos o hicimos ayer nos puede ser útil, pero no nos otorga una orientación definitiva acerca de lo que tenemos que ser o hacer hoy.

Nuestro deber para con los demás, cuando es sincero, pasa siempre por nuestro compromiso con nosotros mismos.

Cuando has dejado de ser un buscador, ya no ansias la atención de los demás; al contrario, te conviertes en testigo de tu propio ser, empiezas a observar tus pensamientos, deseos, sueños, motivaciones, avaricias y envidias; creas una nueva clase de conciencia dentro de ti. Te conviertes en un centro silencioso que observa todo lo que sucede.

Si aparece en ti la ira, la observas. Y el milagro ocurre: si observas la ira, sin juzgarla adecuada ni inadecuada, si te observas sin censurarte, ésta desaparece antes de ser reprimida.

Los necios disfrazados de santos tendrán que reprimir su ira.

Y harán lo mismo con su sexualidad. Y con su avaricia. Y con sus pasiones más turbulentas.

Y cuanto más reprimes algo, más profundiza en tu subconsciente. Se vuelve parte de tus cimientos y empieza a afectar tu vida desde ahí. Es como tapar una herida que supura. La herida tardará más en curar, quizá no se cure nunca.

Nuestras ideas preconcebidas sobre nosotros mismos sólo poseen un valor relativo y provisional. Quizás orientativo, pero nunca determinante.

El conocedor es alguien que sabe quién es, pero admite sin avergonzarse que no puede prever sus futuras acciones ni posee criterios para valorar adecuadamente qué le sucederá, ni cómo reaccionará frente a los hechos.

Un conocedor vive la vida de acuerdo con su propia naturaleza y no de acuerdo con los valores de los demás. No sólo tiene su propia visión del universo sino que también posee el coraje de vivir de acuerdo con ella.

La necesidad de ser coherente

Durante mucho tiempo defendí mi derecho de ser contradictorio. Decía yo que era lógico y esperable cambiar de parecer y que lo importante no era la contradicción en sí sino la coherencia.

Leyendo y escuchando a los maestros aprendí que «coherencia» viene de «herencia» y significa, por ende, intentar ser fiel a lo heredado, al pasado, a lo que otros han dejado y puesto en mí.

Hoy ya no pretendo ser coherente y quisiera dejar de desear que tú lo seas.

Quiero ser cada vez más y más congruente y, si puedo, ayudar a otros a que también lo consigan.

Ser coherentes nos relaciona con el pasado. Porque ser coherente significa vivir de acuerdo con un Yo que ya no soy.

En absoluta concordancia con alguien del pasado, en línea con un Yo que, si existió y dejó su huella, hoy ha muerto.

Intentar ser coherente es querer vivir una historia repetida. Significa no permitir a la vida que tenga nada nuevo para ofrecerte.

Si permaneces quieto dejas de ser río, te has vuelto un estanque, y la vida

ya no fluye a través de ti.

Las flores

se abrirán en primavera,

pero a menos que abras tu ventana

nunca advertirás su fragancia.

Los pájaros

volverán del invierno una y otra vez, pero si no levantas la mirada al cielo ni siquiera podrás enterarte.

El sol

sin duda saldrá mañana,

pero si dejas cerradas tus puertas

sus rayos JAMÁS iluminarán tu cuarto.

Martha Morris

Camino de la sabiduría aprenderemos que quedarnos atrapados en algunos de nuestros propios pensamientos sólo puede hacemos sufrir.

Mi dolor existencial es la lucha entre la conciencia de lo que soy y el mundo de mis representaciones internas, creencias e interpretaciones.

En otras palabras, la preocupación, la angustia y el temor son en general el castigo que nos imponemos como resultado de no haber sido lo que suponemos que deberíamos ser.

Ser coherente es, en sentido estricto, un estúpido esfuerzo por ser fiel a todo lo adquirido en el pasado; es ser como ya se ha sido, decir lo que ya se dijo, hacer hoy lo que se hizo ayer, responder a las expectativas que nuestro comportamiento ha ido creando en los demás.

Hagamos la siguiente operación matemática:

Lo que creo que soy

*

Mis rígidas costumbres y tradiciones

*

Mis hábitos dañinos

*

Los mandatos aceptados

*

Los condicionamientos incorporados

*

La totalidad de los introyectos

*

El hueco de lo negado

Si sumamos con cuidado, obtendremos la fórmula de nuestra identidad más coherente.

Ser coherente es intentar ser siempre idéntico a mí mismo, idéntico a los que han diseñado, en mi educación, esta identidad.

Nuestro Yo ignorante, tan coherente, se realimenta con los logros y con el aplauso de los demás ignorantes que nos confirman nuestro camino para poder reafirmar el suyo.

El placer de la tarea cumplida

Es cierto que cuando conquistamos alguna de nuestras metas, nos alegramos temporalmente y confirmamos que existe un premio a nuestro esfuerzo y coherencia. Pero nunca nos damos cuenta de que nuestro gozo, que es genuino, no se debe al placer narcisista de haber llegado sino a que, por un momento, abandonamos la lucha por llegar a ser y nos relajamos simplemente en lo que somos.

No nos damos cuenta de que la alegría es posible porque, como premio al logro, nos damos el permiso de abandonar el vértigo constante de tratar de llegar.

El placer del objetivo cumplido refuerza la idea de que ese es el camino y una nueva meta comienza, un nuevo objetivo, una nueva zanahoria, una nueva promesa para el futuro que nos instale por un instante más, como en el pasado, en el mundo de los triunfadores.

Aquí y ahora

El ahora nos libera, entre otras cosas, de lo que podríamos denominar la trampa del ayer y la trampa del mañana. Dos trampas imaginarias, porque el ayer es sólo nuestro recuerdo del supuesto pasado y el mañana es nada más que nuestra fantasiosa anticipación del supuesto futuro.

El ahora es la única realidad, aunque no sea la más agradable de las realidades.

Siempre es ahora \ nunca es ayer; nunca es mañana.

Huimos hacia el pasado y hacia el porvenir al darles el rango de realidades objetivas y absolutas (como si fueran independientes de nosotros) y al sentirnos aprisionados por ellos. Tememos el futuro que es, a su vez, la proyección mental de nuestra particular interpretación del pasado.

El ignorante prefiere sufrir por lo que pasó y no hacer por temor a lo que pasará, antes que asumir la responsabilidad de lo que le pasa y correr los riesgos de actuar en congruencia con su deseo y con su necesidad de hoy.

La existencia consiste, en última instancia, en una guerra entre la identidad adquirida y el auténtico ser. Y el campo de batalla de esta guerra somos nosotros mismos y la relación que mantenemos con los demás.

Para darse cuenta de las consecuencias que podría acarrear esta lucha, basta leer aquel discurso que

Winston Churchill dirigió a los ingleses durante la guerra:

Con la misma convicción y certeza con la que os dije hace unos meses que las cosas eran así como eran y que nunca podrían ser de otra manera, os digo hoy, sin ninguna duda, que las cosas son totalmente diferentes y que nunca fueron ni podrían llegar a ser como os dije entonces.

Por supuesto, la sociedad respeta al hombre coherente, porque el hombre coherente es predecible. Sabes lo que va a hacer mañana, sabes cómo va a reaccionar.

Al hombre coherente se le puede manejar; se le puede manipular fácilmente. Sabes qué botones hay que apretar para que actúe. El hombre coherente es una máquina, en verdad no es un hombre. Lo puedes enchufar y desenchufar y se comportará a tu gusto.

Ser coherente es el desesperado intento de ser predecible para codos.

Como reconocimiento, la sociedad llama a esa coherencia «tener carácter».

Un maestro que se acerca a la sabiduría no tiene carácter; no por debilidad de espíritu, sino porque no hay nada que demostrar. Su conducta está más allá del carácter; porque ha aprendido que no puede permitirse la comodidad de una respuesta siempre igual; porque el carácter se gana sólo a costa de renunciar al cambio.

Un conocedor descubre que lo que importa es ser congruente, ser libre de ser quien es en cada momento, libre de encontrar la conducta que satisfaga su momento presente, libre de volverse impredecible para los demás sin sentirse culpable de la decepción de los otros.

Ser congruente es estar vivo y cambiante hoy, aquí y ahora.

Se trata de una armonía diferente: la de la belleza del ser siendo.

EJ hombre sabio vive la vida en todos sus aspectos; es un arco iris y vive todo su espectro. Todos los colores son suyos

y por eso no puede ser coherente. De hecho, seguramente no le interesa serlo. Es cambiante, diferente, vivo, creativo... y contradictorio.

¿Qué hubiera sido de nosotros, los que amamos a Picasso, si después de su etapa azul, el maestro hubiera querido ser coherente y se hubiera resistido a ampliar su paleta?

¿Es necesario un maestro?

Al principio de la búsqueda, el encuentro con un maestro es más inevitable que imprescindible. A menos que estés en contacto con alguien que haya salido de la ignorancia, es imposible que llegues a destino. Los obstáculos son millones y muchas son las puertas falsas, infinitas las tentaciones, muy alta la probabilidad de extraviarse.

Sin la compañía de alguien que conozca el camino, que haya viajado por él, que lo haya recorrido hasta el final, sin ponerte en manos de alguien en quien confíes, al que te puedas entregar, honesta y totalmente, acabarás extraviándote.

Para que la sabiduría surja, la condición es tener una permanente disposición a ser discípulo, a aprender de otros, a admitir todo lo que no sé; y sobre todo —contra nuestra estructura narcisista—, estar dispuesto a aceptar que alguien puede saber más que yo.

Atención: es necesario ser capaz de crear un vínculo con el maestro en el que no exista dependencia.

Aprender de un hombre de conocimiento es fácil. Puede dar a su alumno todo lo que sabe, puede transmitirlo en forma simple, para él el lenguaje es un vehículo suficiente.

Un hombre de conocimiento es un profesor, y si camina hacia la sabiduría es también un maestro.

Un hombre sabio rara vez es un buen profesor.

Si alguna vez lo eligió así, sigue siendo un gran maestro, aunque difícilmente pueda hacerse cargo de nuestro aprendizaje.

El sabio, como veremos, si bien nos muestra la verdad todo el tiempo, descarta la idea de enseñarla.

Pero el maestro, a diferencia de algunos profesores y catedráticos, a diferencia de muchos intelectuales y pensadores contemporáneos, nunca está bajo ningún poder establecido. Nunca tiene como misión alegrar la vida de nadie y no enriquece a ninguno. Posiblemente sirva para confrontar a los mentirosos, para enojar a los soberbios, para enardecer a los fanáticos y, en el mejor de los casos, para despertar a los que duermen... Pero todo eso, como se comprende, no es motivo de mucha dicha.

Es más fácil que la gran multitud siga a un falso maestro que a uno auténtico. El conocedor, detrás de su palabra, tendrá sólo a la escasa gente que sea capaz de entenderlo y, cuando se vuelva sabio, quizá no lo comprenda nadie.

La actitud en extremo honesta y espontánea del maestro verdadero suscita muchas veces sospechas entre aquellos para quienes la simulación ha llegado a ser una segunda naturaleza. Ante este ser transparente y sin dobleces, piensan: «¿Qué pretende éste? ¿Qué querrá?» Sencillamente, no pueden entender que no pretenda nada, que no tenga secretos ni estrategias.

El comportamiento simple y directo es tan poco habitual que cualquier persona honesta puede parecer muy poco fiable a quienes han hecho del disimulo y de la especulación una actitud cotidiana y por lo tanto esperable.

La franqueza es con frecuencia irritante para aquellos que ven en el maestro el espejo que les muestra necesariamente su propia distorsión, su verdadera deformidad.

Ser auténtico y directo nos lleva algunas veces a ser malinterpretados, y otras muchas a resultar previsiblemente molestos.

El maestro espejo será condenado por las masas, quizá incluso asesinado.

John Lennon anticipó dos años antes de su muerte:

«Me van a crucificar.»

Un maestro es el que hace de la estupidez una cosa vergonzosa y de la mentira una ofensa.

Su misión es ayudar a la libertad; alertar a los hombres para que no confundan el resentimiento con la justicia ni la moral con la educación. Conseguir que no se tome la claridad como intransigencia y que nadie crea que es lo mismo repetir que aprender.

No tiene valor alguno simplemente citar lo que otra persona haya dicho.

Repetir una verdad que no ha sido hecha propia es repetir una mentira.

Krishnamurti

Pero no hace falta sentirse un maestro ni considerarse un sabio para buscar la verdad, y mucho menos para empezar a pensar.

El creador; el buscador o el conocedor no son necesariamente eruditos, ni necesitan llegar a serlo. Todos podemos empezar a crear el camino desde nuestra propia experiencia.

La sabiduría, como está dicho, empieza en la ignorancia.

Platón nos enseña:

Sócrates: ¿Es que no has oído que soy hijo de una excelente y vigorosa partera llamada Fenáreta?

Teéteto: Sí, eso ya lo he oído.

Sócrates: ¿Y no has oído también que practico el mismo arte?

Teéteto: No, en absoluto.

Sócrates: Mi arte tiene las mismas características que el de ella, pero se diferencia en el hecho de que asiste a los hombres y no a las mujeres, y examina las almas de los que dan a luz, pero no sus cuerpos. Ahora bien, lo más grande que hay en el arte de ayudar a parir es la capacidad que se tiene de poner a prueba por todos los medios si lo que se engendra es algo imaginario y falso o fecundo y verdadero. (...) Los que tienen trato conmigo, aunque parecen algunos muy ignorantes al principio, en cuanto avanza nuestra relación, todos hacen admirables progresos. Y es evidente que no aprenden nunca nada de mí, pues son ellos mismos y por sí mismos los que descubren y engendran muchos bellos pensamientos. No obstante, los responsables del parto somos él, Dios y yo.

La imagen de la partera es realmente interesante y atractiva. Sócrates libera el pensamiento de la ignorancia del interlocutor poniéndolo de cara a ella. Es un maestro sabio que se limita a señalar el problema sin dar soluciones. Él sólo muestra el obstáculo y señala el sendero... El resultado de ese parto, como mínimo, es un buscador un poco más cerca de la sabiduría.

El famoso «método socrático» o mayéutica se basa en la interrogación que Sócrates dirige a sus interlocutores, confesando su ignorancia. De esta manera, él los obliga a responder a preguntas acerca del tema en discusión y luego muestra cómo esas respuestas son absurdas, ilógicas, contradictorias o, simplemente, no contestan la pregunta.

La mayéutica es el arte de parir aquellas ideas que ya estaban en la mente de sus interlocutores sin que éstos lo supieran, dar a luz unos conocimientos que éstos poseen virtualmente pero que no conocían.

Un reflejo de este método socrático lo encontramos muy frecuentemente en el trabajo psicoterapéutico. El paciente, a través de sus propias palabras y con ayuda del terapeuta, llega a un conocimiento de sí mismo que no poseía, aunque ya estaba en él. Es decir, da a luz contenidos intrapsíquicos que no eran del todo conscientes.

Este proceso es, de hecho, uno de los dos sentidos principales hacia los que se orienta el trabajo psicoterapéutico y que justifica por sí mismo toda la psicología en cuanto tarea asistencial.‹a type="note" l:href="#nota34"›[34]‹/a›

Muchos terapeutas usamos con frecuencia la imagen metafórica de buscar al anciano sabio que habita en el interior de cada uno.

Una parte de nosotros sabe simplemente porque ha vivido absolutamente consciente. Es sabia aunque no haya leído un solo libro y aunque no haya salido de su barrio natal.

Una parte de nosotros encarna la suma de lo más profundo y sofisticado de la sabiduría ancestral y tiene casi misteriosamente todas las respuestas a nuestras angustias y dificultades.

Lo mejor es buscar maestros cuyo discurso no sea incomprensión, cuya animación no encierre ningún reproche, cuya mirada no juzgue, cuyo consuelo no exaspere en vez de calmar.

S. Kierkegaard

Uno de mis maestros decía siempre:

«Yo soy un extractor de espinas y todo mi trabajo se parece a la siguiente descripción.

Tienes una espina en tu pie, yo traigo una aguja (que indudablemente se parece a otra espina) para sacar la espina que hiere tu pie. Eso es todo.

Pero ambos debemos permanecer alerta. La primera y la segunda espina son parecidas, no existe diferencia cualitativa. Cuando la primera espina esté fuera, ayudada por la segunda, hay que tirar las dos.

Cuando algo que digo o hago saca una de tus dudas, no debes poner mis respuestas en el lugar que han dejado vacío tus preguntas.

Cuando te olvides de lo que ha sido respondido, olvídate también de la respuesta. De lo contrario, te creará problemas.»

No te enamores de las palabras, ni dependas de las ideas; son sólo herramientas, espinas que pueden usarse para extraer otras espinas, antes de deshacerse de ambas...

Shimriti