Capítulo siete
El sabio no sabe todo lo que sabe.
Génesis individual y social de la sabiduría
Cada vez que nos topamos con la obra de un genio reconocemos en ella nuestros propios pensamientos rechazados que vuelven a nosotros con cierta majestad prestada. Tal vez un desconocido mañana dirá, con seguro buen sentido, lo que ya habíamos pensado, y nos veremos obligados a recibir de otro, avergonzados, nuestra propia opinión.
R. W. Emerson
La mayoría de los hombres y mujeres se quedan atascados en la etapa del ignorante, trabados en su esfuerzo por pertenecer a la masa mecanizada que vive en piloto automático. Muchos menos transitamos la etapa del buscador; y también nos atascamos en ella. En este grupo «selecto» pondría a casi todos los intelectuales, pensadores y filósofos; a muchos artistas y profesionales comprometidos y a la mayoría de los que se llaman a sí mismos revolucionarios. Quizá sea cierto que estamos algo más despiertos que los ignorantes, pero la tarea no está terminada. No hemos llegado a ser conocedores de nada y nos falta mucho para acercarnos siquiera a la etapa de la sabiduría.
Del ignorante al buscador hay un cambio de actitud, una decisión.
Del buscador al conocedor hay una evolución, un trabajo.
Ambos son espacios conquistados por cada individuo para sí mismo.
El tercer cambio, del conocedor al sabio, solamente es posible si se lleva a cabo una transformación profunda: debe haber una revolución.
Los bienes más preciados no deben ser buscados ni esperados. Pues el hombre no puede encontrarlos si sale en su búsqueda; sólo encontrará en su lugar falsos bienes, cuya condición apócrifa quizá no sabrá discernir.
SlMONE WEIL
Solemos escuchar las voces que nos dicen que ya no quedan verdaderos maestros, que ya no hay sabios entre nosotros, que sólo nos rodean algunos falsos profetas y muchos estafadores de la elocuencia. Sin embargo, yo estoy convencido de que hay muchos hombres y mujeres sabios entre nosotros; lo que sucede es que no sabemos o no queremos reconocerlos. Estamos dormidos. Para que la sociedad pueda disfrutar de su sabiduría es necesario empezar por entrenar y multiplicar la existencia de buenos oyentes, dispuestos a escuchar a los que más han vivido.
En Occidente, el respeto por el pasado ha sido desplazado por el miedo al futuro, y el respeto por los ancianos ha encontrado como reemplazo el culto a la juventud y a la productividad. Lo útil es ser joven y manejar conocimientos, dinero y poder. Cuanto más, mejor
Nos cuesta más enfrentarnos a la palabra esclarecida que ensayar una acción elegida al azar. Preferimos acudir a gente que nos preste su hombro, que aporte soluciones premoldeadas y que colabore con lo que hace falta hacer, antes que recurrir a los que nos obligan a pensar y, por ello, «nos traen más problemas».
Manipulación de masas
Lo cierto es que cualquier ideología puede proveerte de unas cuantas soluciones funcionales, una decena de respuestas estructuradas que evitan que tengas que buscarlas tú mismo. En términos de gasto energético esto suena muy económico, parece relajado y, además, es muy confortable. Sin embargo, estas ideologías no te harán más libre ni te ayudarán a volverte más sabio.
Tanto las seudo religiones, comandadas casi siempre por algún supuesto iluminado mesiánico, como los fundamentalismos de todo color y signo guiados por líderes carismáticos y demagógicos, utilizan las herramientas de las pasiones exacerbadas y el miedo de los angustiados crónicos para transformar la vida de sus seguidores en un campo de batalla. Los enemigos son siempre los otros, los diferentes, los rebeldes, los discriminados, los que se oponen a la causa.
Los otros son los responsables de todo lo malo que nos pasa.
Otro tanto sucede, aunque no sería esperable, en el ámbito científico, donde muchas veces mentes privilegiadas pero carentes de sabiduría se interpretan mal entre sí y no se escuchan aunque fingen prestarse atención.
No en vano todos los sabios dicen que la verdadera libertad consiste en ser libre de toda ideología.
Afortunadamente, pese a la aparente tendencia de la sociedad a cegarse a la luz del saber, reaparece cada tanto la figura del sabio. Así sucede, de una manera o de otra, saliendo de la conciencia colectiva o del mar de las emociones de los pueblos.
Desde el principio de los tiempos, en toda situación difícil para una comunidad, cuando el sentido común no es suficiente, cuando lo aprendido de boca en boca no basta o la duda permanece más tiempo del soportable, el hombre ha encontrado y consultado al viejo sabio, brujo, mago o matemático (según el nombre que le ponga cada cultura a quien representa la fuente del saber). Él o ella es quien aporta sensatez.
Cuantas más personas hayan perdido el rumbo, cuanto más se hayan alejado estas personas, cuanto más tiempo lleven perdidas, más posibilidades habrá de que su mente se abra a encontrar al maestro.
Los maestros son siempre pocos y se los ve mejor cuando hay oscuridad, porque en lo oscuro hay más posibilidades de ver lo que resplandece.
Existe un período histórico preciso que fue denominado por el filósofo Karl Jaspers «la época axial»: una etapa que representa el eje del pensamiento de la humanidad. Se la puede situar entre los siglos VIII y V a.C., y se trata de una época en la que misteriosamente la sabiduría emerge con una fuerza inusitada en todo el mundo entonces conocido, posiblemente como consecuencia de los oscuros años que la precedieron.
En Grecia nace en este período la filosofía. Aquí podemos rastrear el pensamiento de los presocráticos (Heráclito, Pitágoras, Anaxágoras) y las figuras de Sócrates, Platón y, más tarde, Aristóteles.
En el mundo hindú, esta es la época de los Upanishads, textos de gran profundidad que serán la fuente de los principales despliegues del pensamiento de la India: Buda y Mahavira.
En el antiguo Irán, vive entonces Zaratustra; y en Tierra Santa, los profetas bíblicos, verdaderos maestros de vida.
En China, en tomo al siglo VI a.C. aparece el taoísmo y también el confucionismo.
El taoísmo es sobre todo un modo de vida, pero también representa, por lo menos para mí, una de las manifestaciones más profundas, depuradas y sutiles que haya encontrado la sabiduría. Sus principales representantes son Lao Tse, autor del hermoso y enigmático Tao Te Ching, y Chuang Tzu, su discípulo y autor entre mil cosas de una de las más bellas alegorías jamás escritas.
Chuang Tzu soñó que era una mariposa.
Al despertar ignoraba si era Tzu el que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.
Todo crecimiento es doloroso, todo despertar es arriesgado. Toda conciencia deviene de una duda. Así que imaginemos qué tarea ciclópea debió representar para los hombres de aquel entonces ser los primeros en despertar.
Ser sabio significa estar continuamente consciente, es poder verlo todo con más claridad, es rechazar la mentira, la propia y la ajena. Si eres un sabio no puedes vivir dormido ni permitir que los demás transiten su existencia hipnotizados o sonámbulos, y esto implica todavía algunos peligros más. Porque, siempre que sucede un despertar, la parte del mundo que duerme deberá oponerse; la sociedad se convierte en su antagonista.
La mayoría de nosotros acordamos sin saberlo con el viejo proverbio árabe:
No despiertes al esclavo, porque quizá esté soñando que es libre.
Pero el sabio dirá: «¡Despierten al esclavo! Especialmente si sueña con la libertad. Despiértenlo y háganle ver que es un esclavo; sólo mediante esa conciencia podrá quizá liberarse».
Si un tonto, un corrupto o un inmoral se postula para presidente, primer ministro o jefe de gobierno de un país, los analistas más despiertos anunciarán: «Esto es peligroso para el país, si llega al poder robará a manos llenas, tendrá una conducta impropia de un mandatario». Parece que los pobres analistas no se dan cuenta de que la gente ya sabe que son así y que los elige porque son indignos.
Escuché decir a mi amigo el doctor Marcos Aguinis:
«Los pueblos no tienen los gobernantes que se merecen, pero sí aquellos que se les parecen».
Es cierto que a la gente le gusta aquellos que se parecen a ella, que son como ella, que hacen y viven lo que le gustaría hacer y vivir, aunque sean moralmente despreciables. Estas personas no les son extrañas. Un sabio les sería extraño. Y jamás lo votarían como dirigente.
El mundo está completamente dormido y mucha gente está disfrutando de sus sueños, tratando de que sean más interesantes y tengan más colorido que la realidad.
Imagina que entonces aparece un hombre que empieza a gritar desde los tejados: «¡Despierten!»
La mayoría de los que duermen se sobresaltan. Muchos no quieren despertar, porque saben que cuando el sueño termine deberán enfrentarse a la verdad.
Vivir con gente ciega y tener ojos es una situación peligrosa.
La gran mayoría no sabe que en esa verdad puede haber alegría y entonces terminarán odiándolo, lo convertirán en un desclasado, será un paria, y simbolizará para ellos el emblema de una ofensa intolerable.
Es más fácil destrozar el espejo y olvidarse de la fealdad que aceptar que uno es como el espejo lo refleja.
Ciertamente, que alguien te quiera despertar cada vez que sueñas con algo agradable es intolerable.
Rajneesh nos llamaba la atención sobre cómo Sócrates se hizo intolerable para Atenas, al igual que Jesús se volvió intolerable para Roma y Gandhi se hizo intolerable para el Reino Unido.
Quizás por decir esas cosas el mismo Rajneesh se volvió intolerable para los Estados Unidos.
La presencia de cada uno de ellos se convirtió en una gran ofensa. Mirarlos, escucharlos, cruzarse con ellos significaba ver la fealdad en el espejo, esa fealdad que nos negamos a ver porque es la verdad.
La tienda de la verdad es un cuento escuchado a Anthony de Mello.
La tienda de la verdad
El hombre paseaba por aquellas pequeñas callejuelas de la ciudad de provincias. Como tenía tiempo, se detenía unos instantes ante cada escaparate, delante de cada tienda, en cada plaza. Al girar una esquina se encontró de pronto frente a un modesto local cuya marquesina estaba en blanco. Intrigado, se acercó y arrimó la cara al cristal para poder mirar dentro del oscuro escaparate... Pero en el interior sólo vio un atril que sostenía un cartel escrito a mano.
El anuncio era curioso:
Tienda de la verdad
El hombre, sorprendido, pensó que era un nombre de fantasía, pero no pudo imaginar qué vendían. Entonces entró y, acercándose a la señorita que estaba en el primer mostrador, preguntó:
—Perdón, ¿es ésta la tienda de la verdad?
—Sí, señor. ¿Qué tipo de verdad está buscando? ¿Verdad parcial, verdad relativa, verdad estadística, verdad completa...?
Pues sí, allí vendían verdad. Él nunca se había imaginado que esto fuera posible: llegar a un lugar y llevarse la verdad. Era maravilloso.
—Verdad completa —contestó sin dudarlo.
«Estoy tan cansado de mentiras y de falsificaciones —pensó—. No quiero más generalizaciones ni justificaciones, engaños ni fraudes.»
—¡Verdad plena! —ratificó.
—Perdón, ¿el señor ya sabe el precio?
—No, ¿cuál es? —contestó rutinariamente, aunque en realidad él sabía que estaba dispuesto a pagar lo que fuera por toda la verdad.
—Mire: si usted se la lleva —dijo la vendedora—, posiblemente durante un largo periodo de tiempo no pueda dormir del todo tranquilo.
Un frío recorrió la espalda del hombre, que pensó durante unos minutos. Nunca se había imaginado que el precio fuera tan alto.
—Gracias y disculpe... —balbuceó finalmente, antes de salir de la tienda mirando al suelo.
Se sintió un poco triste al darse cuenta de que todavía no estaba preparado para la verdad absoluta, de que todavía necesitaba algunas mentiras donde encontrar descanso, algunos mitos e idealizaciones en los cuales refugiarse, algunas justificaciones para no tener que enfrentarse consigo mismo.
«Quizá más adelante...», pensó, intentando mitigar la vergüenza que le daba su propia cobardía...
Así nos comportamos a veces, huyendo de lo que sabemos que es la verdad. Huuimos para tranquilizamos, para no actuar, sólo para no enfrentamos a lo que nos duele o mitigar nuestra incapacidad de aceptar las contradicciones.
También es cierto que nuestra mente está condicionada para declarar inaceptables algunas realidades. Por ejemplo, es imposible para nuestra mente occidental renegar del viejo concepto filosófico (no siempre verdadero) que se conoce como de la «no-contradicción», al que Aristóteles considera el principio de todos los principios, y que se puede enunciar más o menos así:
Es imposible que el mismo atributo se dé y no se dé simultáneamente en el mismo sujeto y en un mismo sentido. Es imposible que uno mismo admita simultáneamente que una misma cosa es y no es.
Se trata de la línea de pensamiento más representativa de nuestra mentalidad occidental: afirmar ciertos aspectos de la realidad despreciando otros.
Si afirmamos uno de los términos de una polaridad, necesariamente deberemos excluir a su contrario.
Usualmente entendemos las cosas solamente al enfrentarlas a su opuesto:
—comprendemos el Yo al contraponerlo con todo lo que no es Yo.
—comprendemos la ausencia, al contrastarla con la presencia.
—comprendemos la alegría en relación con la pena.
—comprendemos el bien al enfrentarlo con el mal.
—comprendemos el antes en su relación con el después.
—etcétera.
... Y esto puede sonar muy lógico, pero no siempre es verdad.
Escher nos muestra cómo una cosa puede ser a la vez cóncava y conversa; cómo sus figuras, en el mismo punto y al mismo tiempo, suben y bajan la escalera...
Heráclito, quizás el más claro, sencillo y brillante de los filósofos occidentales de la Antigüedad, era conocido como «el Oscuro». Posiblemente porque, aunque admitía que nuestra mente conceptual no puede pensar que algo sea y no sea a la vez, creía eso es debido sólo a una restricción racionalista y no a una limitación de la realidad.
Vivimos mirando un mundo de opuestos mutuamente excluyentes que definen nuestra realidad, pero se nos pasa inadvertida la unidad que muchas veces los enlaza.

Y entonces buscamos: placer sin dolor, ascensos sin descensos, vida sin muerte, certezas sin dudas, éxito sin fracaso, palabras sin silencio,
y una economía de crecimiento ilimitado sin recesos.
Dividimos el mundo en dos, y queremos sólo una mitad. Como si fuera posible detener la oscilación de un péndulo en uno de sus extremos.
Aristóteles nos ayuda, Heráclito nos complica. Aristóteles es un conocedor, quizás un maestro. Heráclito es un sabio.
Sabios y maestros
Un maestro es un conocedor que, porque así lo desea, porque su corazón se lo manda o porque su espíritu lo impulsa, está decidido a compartir lo que sabe mostrándolo (de «mostrar» viene la palabra «maestro») a los que saben un poco menos, a los que ignoran lo que no saben y, también, a los que creen que saben lo que en realidad no saben.
Un sabio también puede ser un maestro, aunque en realidad ya no le interesa.
El sabio difícilmente dará clases, difícilmente tendrá auténticos discípulos. Es posible que tenga seguidores, pero nunca alumnos.
Aristóteles ha sido un deslumbrante emblema del razonamiento lógico. Lo mismo podría decirse de Descartes o de Hegel. Todos ellos elaboraron espléndidos mapas teóricos del pensamiento. Heráclito, en cambio, no trabaja su concepción apoyándola en complejos planteamientos teóricos. Tampoco lo hace Lao Tse. Tampoco Osho. Ellos invitan a una transformación interna, al abandono de todos los mapas, al nacimiento de una nueva visión.
La sabiduría nos irrita cuando pretende enseñamos que es imprescindible percibir la unidad latente en los opuestos. Vulnera nuestra capacidad lógica, por mínima que ésta sea. Y, sin embargo, nos señala el ansiado camino de la verdad.
El peligro de la concepción dual
La imagen de la decrepitud, encarnada en un anciano, de la degeneración física, representada en la figura de un enfermo, y del sufrimiento moral, en la peregrinación que entre gritos y llantos conducía un cadáver a la pira funeraria, constituyen la visión que reveló a Siddharta la fugacidad y la limitación propias de todo lo existente.
Como ya te conté, el joven príncipe Siddharta (que tras su iluminación sería llamado Buda) tuvo que escapar de su palacio, donde vivía rodeado de todos los lujos y era objeto de sumo respeto y admiración, para toparse con lo que, quebrando su ilusión de completa felicidad, lo llevaría a su iluminación.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con nosotros, que no somos Siddharta, que no somos príncipes en la opulencia, que ni
siquiera tenemos un palacio? ¿Qué podríamos dejar atrás si quisiéramos ver el mundo de esta nueva forma?
Acompáñame en este juego.
Imagina que tu vida se transforma en la que algunas veces deseas que sea: una existencia sin dolor, sin caídas, sin frustraciones...
Imagínalo con firmeza y estarás de inmediato encerrado en tu ilusorio palacio mental, ciego al mundo dual en el que sombra y luz van siempre de la mano.
En la vida de todos los días, la fantasía de la felicidad total entendida como un tiempo de acontecimientos exclusivamente positivos nos hace leer la realidad de una manera engañosa y condicionada.
Por poner solamente el más terrible de los ejemplos reales, pensemos cómo nuestra ocasional holgura o confort nos hacen olvidar; la mayoría de las veces, que la indigencia de tres cuartas partes de la población mundial y la destrucción ecológica del planeta son, en gran medida, el precio del bienestar socioeconómico del mundo desarrollado.
No estoy diciendo que el bienestar, la abundancia o la belleza deban dejar de ser los ideales de la vida humana. Ni siquiera estoy proponiendo (nada más lejano a mi interés) que algún atisbo de culpa impida que disfrutes del privilegio de lo que tienes.
Lo que digo es que la verdadera belleza, el verdadero bien y la verdadera abundancia, tal vez no sean polos de una dualidad, sino más bien el resultado de su aceptación, puesto que su presencia está ligada a la reconciliación de los opuestos. Paradójicamente...
Sólo la felicidad basada en darse cuenta de la no permanencia de todo cuanto existe podrá ser permanente.
La felicidad integradora no se planifica ni se intenta conseguir por medio de la acumulación de logros, y por eso jamás depende de que se cumplan ciertas condiciones. No sólo no excluye la experiencia del dolor, sino que se alcanza a través de la aceptación de éste como ingrediente intrínseco a la existencia.
Tampoco nuestro desarrollo personal puede apoyarse en negar, desconocer^ ignorar o esconder aquellos aspectos que más nos desagradan o que más complican nuestra relación con los demás.
Para la psicología profunda jungiana, la suma de estos aspectos oscuros que no reconocemos como propios es fundamental para nuestro desempeño eficiente. El creador de la psicología profunda los denomina «la sombra».‹a type="note" l:href="#nota35"›[35]‹/a›
Cuando éramos niños, los adultos nos decían cómo éramos y cómo debíamos ser. Nos decían qué aspectos eran buenos y cuáles eran malos; nos daban a entender que su amor dependía, en gran parte, de que los primeros predominaran sobre los segundos.
Así fue como comenzamos a negar en nosotros aquellas características que fueran incompatibles con lo que debíamos ser si queríamos ser aceptados, cuidados y amados.
Así comenzó nuestra neurosis.
Así nació «la sombra».
En virtud de este fenómeno, todo lo que negamos y que, por ello, no expresamos de forma directa, lo actuamos sin damos cuenta o lo proyectamos, es decir, lo percibimos fuera de nosotros.
Nuestra patología, nuestra ignorancia o nuestra neurosis no suceden porque tengamos aspectos oscuros, es decir; por la presencia de «la sombra»; suceden por el intento de escindir lo que originalmente es uno, por no aceptar que somos quienes somos, con aspectos oscuros incluidos.
Y entonces aparece un sabio, un maestro, un iluminado, que me urge a abandonar la creencia de que sé quién soy; me fuerza a admitir que en realidad estoy dormido y me insulta sin decirlo recordándome la frase de Chuang Tzu:
«Sólo los estúpidos se creen muy despiertos».
Me dice que se trata de mi vida y que soy responsable ante mí mismo.
Me asegura que mi mayor responsabilidad no está orientada hacia la nación, hacia la iglesia o hacia la gente, sino hacia mí: a que viva mi vida de acuerdo con mi propia luz. Dondequiera que vaya, con quienquiera que esté y sin hacer ninguna concesión.
Un sabio puede ser muy molesto.
El sabio ermitaño
Una antigua tradición griega hace del sabio un viajero.
El sabio no siempre es un ermitaño; muchas veces vive entre la gente, canta, baila, grita, llora, ríe, ama y medita, aunque de vez en cuando vuelve a su cueva en las montañas. Se relaciona con todos, pero regresa una y otra vez a la compañía solitaria de sí mismo.
El sabio debe deambular; como lo hacía Sócrates por las calles o Zaratustra por los bosques, contemplando e investigando.
Viajar lo enfrenta con lo diferente y tomar distancia le permite captar la singularidad y la rareza de lo propio.
Con la distancia se logra relativizar lo familiar y se descubre que lo propio no es lo «natural» ni lo absoluto, tampoco la regla.
No hay mejor antídoto contra el dogmatismo que descubrir y participar del mundo.
El sabio del que hablamos es justamente el que interactúa con el género humano, no aquel que imaginamos en lo alto de la montaña absolutamente abstraído de la vida cotidiana. La principal relación que liga a este sabio con su entorno es el amor, y es su condición de viajero la que le permite diseminar su saber y liberar a otros.
El camino de la ignorancia a la sabiduría necesita en todas sus etapas algunos espacios y tiempos de soledad exterior. Cuatro maestros me dieron cuatro diferentes razones para ello, y cada uno me contó un cuento.
El primero me enseñó que era necesario ejercitar ese estado interior de no-confrontación.
¡Qué bien te veo!
Dos amigos se encuentran y uno le dice al otro:
—¡Oye, qué bien te veo...! Estás espléndido... ¡Cuánto me alegra!
—Sí, la verdad es que estoy muy bien... —contesta el otro.
—¡Pero si hasta pareces diez años más joven! —exclama el primero—. Dime, ¿cuál es el secreto?
—No hay secreto —contesta el otro—. Lo que sucede es que hace unos años tomé una decisión que cambió mi vida...
—Hombre... ¿Y cuál fue esa decisión, si se puede saber...?
—NUNCA discuto con nadie. Por ninguna razón.
—¿Cómo que nunca discutes?
—No, jamás. Nunca discuto.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¿Nunca, nunca? —insiste el primero.
—¡Nunca!
—Eso es imposible... —dice, alzando apenas la voz.
—Sí, tienes razón, es imposible.
El segundo me enseñó a no querer ser el que sabe entre los que no saben.
El barquero
Cruzando un río de China, inesperadamente un viajero reconoció en el barquero a Lao Tse. Al propio Lao Tse en persona.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó intrigado—. Tus discípulos te buscan por toda China para escuchar tu palabra sabia...
—Mi palabra, sabia o no, va conmigo a donde yo voy —contestó Lao Tse—. Entre mis discípulos, lo que digo tiene más valor porque lo ha dicho Lao Tse que por lo dicho en sí mismo. Aquí, en cambio, la gente que viaja me escucha...
Y cuando digo algo que le sirve a alguien, lo recuerda y lo usa como una herramienta útil. Además, cuando otro le pregunta «¿Dónde has aprendido eso?», el hombre puede contestar: «Me lo dijo un día un barquero».
El tercero me advirtió del peligro de dejarme convencer. Porque los que no soportan la libertad ajena son mayoría.
El orador insistente
Un hombre llegó a un pueblo con una banqueta. Colocándola en la plaza, se subió a ella y, altavoz en mano, empezó a hablar con determinación a la gente que pasaba. En su discurso les invitaba a disfrutar del amor; de la comunicación, a escucharse unos a otros. Casi doscientas personas lo aplaudieron cuando el disertante bajó de la improvisada tarima.
A la mañana siguiente, otra vez el disertador llegó a la plaza y, desde su banqueta, habló para los transeúntes. También esta vez más de un centenar de personas lo escuchó disertar sobre la comunicación y sobre el amor.
Cada día el hombre iba a la plaza y hablaba, cada vez más pasional y cada vez más claro y vehemente en su discurso. Sin embargo, por alguna razón, cada día menos gente se detenía a escucharlo. Hasta que, en efecto, el día decimocuarto, nadie, pero absolutamente nadie fue a escucharlo. De cualquier modo, él hizo su habitual discurso, exactamente como si miles de personas atendieran sus palabras.
Y así continuó haciéndolo. Todos los días el hombre iba a la plaza y, subido al banquito, ya sin megáfono, hablaba apasionadamente sobre la importancia del amor y de escuchar al prójimo. La plaza, sin embargo, seguía desierta.
Una mañana, uno de los comerciantes de la zona se le acercó cariñosamente y le dijo:
—Disculpe, señor. Usted ha venido aquí a la plaza durante un mes. Al principio mucha gente lo escuchaba. Cada vez han ido viniendo menos personas, hasta que desde hace quince días nadie viene a escucharlo. ¿Para qué sigue hablando? Al principio yo podía entenderlo, pero ahora... Ahora, la verdad, ya no lo entiendo.
—Lo que pasa es que al principio yo hablaba para convencer a otros —dijo con entusiasmo el disertante—. Hoy, en cambio, hablo para estar seguro de que ellos no me han convencido a mí.
El cuarto sugirió que me proteja de aquellos que fallaron en el intento de hacer fracasar a sus maestros.
Experimento con cangrejos
En un laboratorio de experimentación, dos grandes peceras llenas de cangrejos llaman la atención de un visitante que, claramente, ve que una de ellas tiene una tapa de vidrio mientras la otra permanece destapada.
En eso pasa por allí el científico. El visitante lo detiene:
—Disculpe que le moleste...
—Sí, cómo no...
—¿Podría decirme por qué está tapada la pecera de la derecha?
El científico le contesta:
—Mire, es simple: sin la tapa los cangrejos escaparían.
Intrigado, el visitante no puede evitar la segunda pregunta:
—¿Y por qué no se escapan los cangrejos de la otra pecera?
Con paciencia de entendido, el investigador le explica:
—Los de la derecha son cangrejos de una especie muy desarrollada, y tarde o temprano descubren que subiéndose unos encima de otros pueden hacer una escalera por la cual todos puedan escapar del encierro, y así lo hacen.
—¿Y los de la otra pecera nunca lo descubren? —pregunta con ingenuidad el neófito.
—Claro que lo descubren —dice el científico—, pero estos cangrejos son muy poco evolucionados. Cuando la escalera está montada y el primer cangrejo trepa por ella, apenas llega al borde, alguno de sus compañeros lo tira para abajo para que no consiga escapar.
De estos cuatro maestros aprendí que la soledad puede ser sana y necesaria para ciertas etapas de nuestro crecimiento. Por supuesto, siempre que no signifique una huida y siempre que no sea definitiva ni permanente.
Cuanta más solidez interior se conquista, menos necesario se vuelve el aislamiento, y por eso los sabios se marchan y luego vuelven para transmitir su enseñanza, para compartir su experiencia y liberar a otros del sueño.
El sabio siempre retorna del aislamiento a la vida cotidiana; tiene necesidad de volver para relacionarse con otras almas. Por eso combate y actúa en el mundo, escribe y habla a otros para aclararse pero, sobre todo, para permanecer fiel a sí mismo. Su fuego interior amenazaría con apagarse si no se recuperase en otros hombres encendiendo así nuevos corazones.
Para conocer, agrega un poco cada día.
Para ser sabio, quita un poco cada día.
Lao Tse
El verdadero sabio busca vaciarse. El hombre actual, por el contrario, busca llenar su cabeza de cosas.
Nos sobrecargamos de información, porque confiamos en el paradigma occidental «conocer para tener poder».
Posiblemente por eso estamos entrenados para evitar la sensación de vacío. Tenemos miedo al estado de quietud y de silencio. Buscamos llenar todos los espacios con palabras y con movimiento, pues no soportamos la idea de la nada.
Te propongo un ejercicio más
Encuentra al menos una hora cada día para sentarte en silencio y no hacer nada.
Para estar completamente desocupado.
Tan sólo mirando lo que pasa en tu interior.
AI principio, mirando las cosas que hay dentro de ti, te pondrás muy triste; sentirás sólo oscuridad, nada más...
Y aparecerán cosas desagradables.
Todo tipo de agujeros negros.
Sentirás angustia.
Ninguna clase de éxtasis en absoluto.
Pero, si persistes, si perseveras,
llegará el día en que todas esas angustias desaparecerán. Debajo de la última de las angustias, encontrarás el éxtasis.
La sabiduría es una transformación, una trascendencia, una liberación.
Filosóficamente hablando, la sabiduría sería la comprensión de la unidad existente en toda dualidad.
Pero, en la medida en que el otro desaparece, soy uno con él.
Basta que una sola persona no sea libre para que nadie lo sea totalmente.
Esta es la razón por la que, después de despertar; los sabios se imponen la misión de transformar el universo ayudando a otros a despertar.
La imagen que nos deja la prosa de Eckhart simboliza la manera de hacerlo.
Cuando un maestro hace una imagen de madera o de piedra, no hace que la imagen entre en la madera, sino que va sacando las astillas que la mantenían escondida y encubierta. No le da nada a la madera, sino que le quita y expurga la cobertura, le saca el moho, y entonces resplandece lo que yacía escondido por debajo.‹a type="note" l:href="#nota36"›[36]‹/a›
El sabio percibe el mundo como propio, se integra formando parte viva del flujo natural. Goza de instante en instante la novedad de todo aquello que lo rodea. Ve a través de un ojo renovado que ha despertado de un largo sueño.
A diferencia del buscador y del maestro-conocedor; el sabio habla muy poco, permanece mucho tiempo callado, en silencio, rodeado de una multitud, dentro y fuera de la sociedad, mezclándose libremente entre todos, pero viviendo su propia unidad.
El sabio es capaz de desnudar la verdad porque ha vivido.
El intelectual que sólo la ha estudiado la recubre, la empapela con palabras para que sólo la entiendan los que juegan su juego.
El que ha vivido dice lo más profundo del modo más sencillo. El que sólo ha leído dice lo más simple del modo más complejo.
El que ha vivido acude a la razón únicamente como medio para articular y expresar lo que ve.
El intelectual que sólo ha estudiado se aferra a aquello que dice conocer; pone toda su confianza en la razón e interpreta lo que ve para justificar lo que cree.
Un joven dijo a otro: «Tengo un amigo que es un hombre de mucha fe y habla con Dios cada noche. Me dijo que el fin del mundo está cerca».
Su amigo dudó de la veracidad de su aseveración.
El primero siguió: «¿Cómo va a mentir un hombre que habla con Dios?»
Para muchos, el mundo es el juego de Dios.
Para muchos, la historia es un chiste cósmico.
En muchas tradiciones metafísicas y espirituales se dice que la actividad más elevada, la que compete al Ser y a lo Absoluto, es el juego.
No entrarás en el reino de los cielos hasta que te conviertas en un niño.
Un sabio es como un niño que juega.
Juega desde que abre los ojos cada mañana hasta el anochecer. A ratos persigue a sus amigos, más tarde se esconde de todos, y disfruta de perderse y del encuentro posterior.
Al igual que los niños, el sabio no recorre el camino con la mente volcada en la llegada, sino que cada tramo es aventura: las baldosas, los zapatos de los demás, el verde de los árboles... Todo es parte del escenario del juego...
Y cuando le pedimos que deje de jugar y se ocupe de las cosas importantes del mundo, él sigue jugando, con el lápiz en la mano, frente al monitor del ordenador; dejándonos a todos pendientes de su palabra y, muchas veces, sin saber qué decir...
El sabio disfruta de su vida mientras juega. Hace cálculos, adivina las intenciones de los demás y denuncia la verdad sin tapujos.
El sabio nunca abandona el juego, nunca deja de estar metido en él porque «ahora» es su único tiempo, el juego de vivir transcurre en un eterno presente.
Los buenos jugadores son capaces de reír, aburrirse, enfadarse y hasta quejarse... Pero todo es parte de la diversión. Cada situación es nueva y cada movimiento una sorpresa. Por dramática que parezca, saben que es solamente una instancia de la cual podrán reírse al momento siguiente.
No hay manera de descentrarse cuando uno es su propio centro.
Cuando miramos la imagen del Buda que ríe, vemos que su risa, verdaderamente, sale de su vientre. Todo él parece reír, y cada parte de su ser parece vibrar en armonía. Lo vemos sereno y atrayente como si se riera de nuestro estúpido esfuerzo por querer ser mejores que los demás.
La figura que nos muestra al Buda que ríe nos invita a pensar en una deseada combinación de inocencia y absoluta libertad respecto del pasado.
Pero nosotros cargamos todavía con nuestros rencores, gritamos aún nuestras quejas y seguimos recordando el dolor de las heridas, aunque ya no duelan.
Mientras sigamos peleando con el pasado, no podremos reírnos de él, y hasta que no podamos reír no estaremos realmente libres.
Durante los años que vivimos en la Ignorancia sólo podíamos disfrutar de lo conocido, porque únicamente en ese contacto nos sentíamos seguros. Como ignorantes, dependíamos del pasado y de todo lo conseguido en ese pasado. Luego aprendimos a decir que «no» y aprendimos a aprender.
Como buscadores estamos en camino de liberarnos de nuestro pasado ignorante, pero todavía tenemos miedo de él; está demasiado cerca, quizá temamos que vuelva.
Es difícil asumir con entereza, por ejemplo, que no tenemos ninguna obligación de tratar con quienes no nos respetan ni aceptan, ni con quienes no apoyan nuestro camino hacia nosotros mismos, sobre todo con las personas más queridas, porque tendemos a sentirnos comprometidos con todos aquellos a los que hemos estado vinculados estrechamente en el pasado.
El conocedor sabe que sus obligaciones y compromisos han desaparecido, pero lo ata estar sorprendido y orgulloso de eso.
El ignorante dice «sí» porque es incapaz de decir «no», y es lógico dado su momento evolutivo decir que sí.
El buscador dice «no» para afirmar su autonomía y liberarse del yugo de la intimidación del deber, y es lógico que se diferencie del ignorante diciendo que no.
El conocedor dice «sí» o «no» cada vez que su conocimiento le dice que esa es la verdad, y cambia cuando la verdad cambia o su honesta percepción de ella se modifica.
El sabio dice «sí»... porque sí.
No pretende ni busca demostrar nada. Su «sí» nunca excluye el «no» y podría volverse un «no» en coexistencia con su «sí».

Cuando se trascienden las dualidades, se deja de decir «sí» a todo y «no» a todo.
Cuando ya no se está obsesionado con ningún ismo, cuando ya no se siente uno identificado ni con el ignorante ni con el buscador, cuando no se es ni un reaccionario ni un revolucionario y no hace falta protegerse mediante una bandera o un grupo selecto para sentirse con derecho a exponer la propia idea; en fin, cuando se es capaz de simplemente estar y de ser consciente, entonces el pensamiento se ilumina y el individuo despierta.
Llegar a ser sabio
El sabio no pretende nada: ni ser bueno, ni ser fuerte, ni ser dócil, ni ser rebelde, ni ser contradictorio, ni ser coherente... Sólo quiere ser.
Y ese único deseo, el de querer ser, es la esencia de la fascinación que nos producen su ingenuidad y su frescura.
El hombre y la mujer sabios han aprendido que la belleza de lo verdadero no es algo que pueda conservarse, ni repetirse ni imitarse, y que lo bello consiste en la continua novedad que irradia espontáneamente todo aquello que se limita a ser lo que es.
El viejo sabio es tal no porque sea viejo, sino por haber visto muchas cosas, por haber saboreado experiencias, por haberlas vivido.
Es muy difícil —o, mejor dicho, imposible— encontrar jóvenes sabios. Conocedores tal vez; pero como sólo se puede saborear; gustar y vivir experiencias con el paso de los años, la edad es condición necesaria de la sabiduría.
Sólo un hombre de edad avanzada puede llegar a ser sabio.
Un sabio puede no ser un erudito, porque la sabiduría no tiene nada que ver con la erudición. Jesús no fue un intelectual, Buda tampoco. Quizá por eso no escribieron libros. Quizá por eso no discriminaban a los que los cuestionaban.
La sabiduría siempre es cautelosa, quizá porque, por naturaleza, está emparentada con la duda y por eso nunca puede estar confinada en una teoría.
Todas las teorías, con su fachada inmutable, son siempre menos que un efímero instante de vida realmente vivido.
El sabio vive de instante en instante. Se enfrenta a aquello que le depara la vida con una conciencia fresca, no con una experiencia pasada.
Esta reflexión de Chuang-Tzu quizá nos acerque a una mayor comprensión...
La barca vacía
Tienes tu bote amarrado en el muelle y ves a tu vecino que vuelve de pescar en el río. Él se halla remando de espaldas a la costa y no ve que dirige su barco en dirección al tuyo.
Le gritas, pero no te escucha. La proa de su bote va directa a tu pequeño barco. Gritas, golpeas el muelle, aplaudes... Pero ni caso...
Finalmente, su bote choca contra el tuyo y daña considerablemente la pintura y la madera de proa.
Te enojas, lo insultas, le reclamas, quisieras pegarle...
En eso, miras tu bote amarrado a tu muelle. Notas de inmediato que la corriente ha soltado la amarra del bote de tu otro vecino y lo empuja corriente abajo en tu dirección.
Tratas de tomar un madero para evitar el choque, pero no lo consigues.
Finalmente, el daño en tu bote es el mismo que en la situación anterior, pero esta vez no insultas, no te cabreas, no quieres pegar a nadie...
Conclusión: la primera vez te enfadaste porque había
alguien en el bote. Si el bote hubiera estado vacío, te habrías ahorrado también ese enfado.
Si alguien te insulta, te enojas. Pero ¿con quién?
Cada insulto recrea otros insultos.
Cada vez que eres insultado tu mente recuerda a todos los que te han insultado alguna vez... Y te enojas más.
Pero, otra vez... ¿Con quién? ¿Y para qué?
Quédate en silencio.
Sé consciente... Mírate sólo en el presente... Y tú verás.
Pero estamos entrenados a mirar siempre a través del pasado, a mirar a través de la experiencia, a través de la memoria. Nunca en contacto directo con la saludable novedad de la experiencia.
El sabio consigue finalmente ser parte permanente del fluir de la naturaleza. Todos los condicionamientos y mandatos de su educación y todas las restricciones y costumbres culturales que le han sido impuestas y fijadas en su memoria han desaparecido.
El único problema que conserva en su relación con los demás —aunque quizá no sea correcto decir que lo conserva, sino más bien que lo ha producido— es el de la comunicación verbal.
La palabra es la constante problemática de los sabios. Una barrera infranqueable entre su experiencia y el mundo.
En su lucha por compartir su verdad, el sabio intenta hablar el idioma del ignorante. Una actitud loable, pero que
condiciona al ignorante a quedarse en el espacio limitado por la reducción de su lenguaje. Cuando, por el contrario, quiere utilizar su propio lenguaje, irremediablemente se pone en situación de no ser entendido por la mayoría.
Por eso el sabio que es también maestro se expresa usualmente por medio del símbolo, la paradoja y la contradicción. Nos indica una tarea, nos pone en acción, nos plantea un conflicto y así actúa sobre nosotros en forma indirecta.
Lao Tse usó el idioma del sabio.
Nadie lo entendió, pero no fue asesinado (como Jesús, como Sócrates y como otros que murieron por el enojo de la mayoría, que no podía aceptar lo que decían).
Lao Tse murió de viejo porque nadie se preocupaba por él.
El sabio no proporciona conocimiento; siempre hay que tomarlo de él.
El sabio sólo está ahí, abierto. Se puede aprender de él, pero no enseñará nada.
Decía Lao Tse:
El que sabe no habla.
El que habla no sabe.
Diría yo:
El que sabe mucho no habla y el que habla mucho no sabe.
(Dejando que cada uno ponga las comas después o antes de «mucho», según lo desee...)
En China se dice que se aprende mucho más del maestro estando con él que escuchando sus palabras. Las clases de las grandes escuelas filosóficas del lejano Oriente eran caminatas al lado del hombre sabio, en las que nadie decía una palabra, nadie hacía un comentario, nadie «aprovechaba» para hacer ninguna pregunta.
A este «caminar al lado» se le llamaba satsan.
Existe una historia, me la contaron hace muchos años; dicen que es verdadera y, aunque no lo haya sido, me encanta pensar en ella como un evento realmente sucedido.
Lao Tse, quizá el más grande sabio jamás nacido, supo una mañana que debía partir. Se acercaba su final y él quería morir en las montañas, en el Tibet, en soledad.
Aquella tarde, por primera vez en semanas, habló con sus discípulos y les avisó que partiría. Ellos, que lo amaban, le pidieron que se quedara, que les permitiera atenderlo hasta su último día, que no los privara de su presencia iluminadora.
Lao Tse contestó lacónicamente:
—No.
Al amanecer, cargando unas pocas cosas, empezó su larga y última peregrinación. Algunos de sus discípulos lo siguieron en silencio durante horas y horas, pero cuando vieron que el maestro decididamente los ignoraba, comprendieron que debían regresar...
Entrar o salir de China representaba, en aquel entonces, como ahora, atravesar la muralla, la Gran Muralla China. Al pasar por la puerta del Norte, el guardia de control lo reconoció y ¡o detuvo.
—¡Dónde vas? —le preguntó.
—Se aproxima mi hora —contestó el sabio— y he preferido dejar mi cuerpo en las montañas.
—Supongo que habrás dejado por escrito todo lo que sabes —dijo el guardia—. Además de instrucciones para todos, pues son muchos los que, como yo, hemos escuchado de ti pero nunca hemos podido aprender de ti.
—La palabra escrita —dijo el anciano— difícilmente ayude a nadie a descubrir la verdad.
El soldado se sorprendió de la respuesta y, aprovechándose del poder que le daba su posición, le informó de que no lo dejaría pasar hasta que escribiera su sabiduría en un libro.
—Sin este requisito —le aseguró— no te dejaré salir de China.
Lao Tse se resistió durante horas, pero finalmente se dio cuenta de que aquel hombre jamás cambiaría de parecer.
Cuenta la historia que, al oscurecer, en una sola noche, Lao Tse escribió el Tao Te Ching. El famoso Tao.
El Tao Te Ching comienza con una frase que podríamos traducir así:
Todo lo que puede decirse de la verdad,
no es totalmente verdadero...