Capítulo tres
El ignorante es alguien que ni siquiera sabe que no sabe.
El sueño del ignorante
En la oscuridad, como no veo, no sé ni siquiera qué hay ahí. Las cosas suceden pero yo no las veo. A la gente de la oscuridad le encanta dormir y no le gusta ser despertada. Estas personas viven en la ignorancia, y porque no ven, se dejan llevar siempre por lo que otros dicen.
NlETZSCHE
Dice Nietzsche que los ignorantes le recuerdan a los camellos que incorporan lo pasado y lo llevan en su cuerpo. Así como el duro animal acumula enormes cantidades de alimento y agua para su arduo viaje a través del desierto, así el ser humano, al principio, debe almacenar mandatos y costumbres, tiene que cargar con las reglas y repetir los hábitos. Todos empezamos camellos.
Todo empieza, una y otra vez, con nosotros ignorantes hasta de nuestra ignorancia.
En este tiempo nos basta con memorizar, que, por otra parte, es lo único que podemos hacer.
Y, como para memorizar el pasado no es necesario comprenderlo ni aprender a sacar partido de él, al principio no aprendemos ni sacamos partido de nada...
Aprovechar el pasado implicaría poder establecer un juicio de valor sobre estas reglas y costumbres, cosa que en nuestra ignorancia no estamos en condiciones de hacer.
Como he dicho, toda persona empezó siendo ignorante en una primera etapa.
Debiendo decir que sí...
Creyendo todo lo dado...
Tragando sin digerir...
Bajando la cabeza...
Aceptando seguir adelante, pase lo que pase...
Soportando el peso sin quejarse...
Respondiendo a las expectativas de los demás.
Pero esto es sólo el principio del camino y no lo único que hay.
Mientras permanecemos ignorantes recibimos información y la guardamos prolijamente en nuestras alforjas para el viaje en el desierto. Podemos cargar con el pasado pero no podemos utilizarlo como conocimiento, ya que no somos capaces de procesar la información que recibimos del exterior
Más perezosos que lentos, no sabemos negarnos.
Llegará un momento en que podremos disfrutar de cierta alegría al decir que no, pero por ahora sólo contamos con nuestro «sí».
Un «sí» que ni siquiera es muy profundo porque, sin el «no», el «sí» nunca puede ser muy profundo; es siempre débil y un tanto superficial. Decimos «sí» porque es lo que se espera que digamos, es la actitud que la sociedad nos ha
impuesto, es el «sí» de quien se somete a las órdenes de un amo. Ahora podemos comprender que Adán estaba en este estado antes de comer el fruto del árbol del conocimiento: sólo podía decir «sí».
La obediencia y la confianza ciega son siempre, para el ignorante, la única posibilidad de conseguir una recompensa.‹a type="note" l:href="#nota19"›[19]‹/a›
A los ignorantes nos gusta la paz, no queremos que se nos moleste, no queremos que suceda nada nuevo en el mundo, porque todo lo nuevo es molesto o por lo menos inquietante.
Mientras vivamos en «La Ignorancia» estaremos en contra de cualquier cambio. Nos parecerá peligroso y difícil intentar algo nuevo, pues esto implicaría enfrentar el miedo y ser creativos.
Ambas cosas implican acción e incomodidad con resultados que no podemos prever por nuestra propia ignorancia. Y no es que estemos cómodos en «no hacer» ni en decir siempre «sí», pero estamos acomodados. Si bien no es lo mismo, es bastante más placentero que la incomodidad de correr riesgos.
El «ignorante triunfador»
El ignorante es siempre un esclavo del pasado, un servidor del poder, un camello llevado por quien lo monta, y lo único que posee es memoria.
Un sometido siempre actúa en virtud y sintonía con el paquete de creencias que otros le han enseñado.
En esta primera etapa, la del ignorante, no hay más que impotencia y dependencia, porque siempre hay otro más importante que el propio ser a quien cuidar y priorizar. Padre, madre, escuela, religión, sociedad o institución, todos encarnan el deber ser.
Solamente te dejarán libre de presiones cuando te hayas convertido en un «ignorante triunfador».
Allí eres un perfecto ignorante y la sociedad ya no necesita hacer nada. En ese punto de perfección termina el trabajo de la sociedad, de la escuela, del colegio, de la universidad.
Te has convertido en un ignorante estrella, con título y todo, como he sido yo. A veces con renombre y celebridad, otras con dinero e influencia, muchas con un poder aparente, que en realidad es el eco de otros poderosos que dan las órdenes a tus espaldas (aunque a estas alturas no te moleste porque lo ignoras).
La dependencia de los ignorantes
Los que viven en la ignorancia han desarrollado por instinto dos maneras de depender: la que resulta de mirar a otros e idolatrarlos y la de los pseudo protagonistas, que necesitan ser mirados para ser.
Durante una larga etapa de tu vida, todas las personas que te rodean son, para ti, meros testigos de tus movimientos. Siempre eres consciente de que te observan, te das cuenta de que te analizan, sientes que te juzgan y de ahí proviene el miedo. Cora tantos ojos observándote, quedas reducido a un objeto.‹a type="note" l:href="#nota20"›[20]‹/a›
«Sujeto» es lo que subyace, lo que está por debajo, en el interior, lo que sujeta o sustenta todo lo exterior, la cara oculta tras las apariencias.
Un bloque de granito o de hierro es una cosa, un objeto, no esconde en su interior más que hierro o granito. Un sujeto es tal cuando bajo su fachada corporal esconde una interioridad.
Entre los ignorantes no hay ninguna subjetividad. Nada hay dentro diferente de lo que hay fuera. Por el momento es, de una u otra manera, una cosa.
Una cosa llena de miedos y de dudas.
Puede que los demás no lo aprecien; puede que no alimenten su ego; puede que no gusten de él; puede que lo rechacen. Ha quedado en sus manos, reducido a esclavo dependiente, y tiene que actuar de manera que obtenga su aprecio; tiene que reforzar el ego de los demás con la esperanza de que ellos, en respuesta, refuercen el suyo.
De pronto, se convierte en alguien que vive para los demás, porque se siente realizado si los otros están contentos con él.
Hace concesiones continuamente y vende su alma con un sencillo propósito: fortalecer su ego, hacerse famoso, ser popular.
Son los ignorantes pseudo protagonistas y dependen de la mirada ajena.
Están alegres pero no son felices. Alguien los mira, alguien los está filmando, alguien los mirará después...
Toda relajación desaparece. Toda la tranquilidad se ha esfumado. Dependes de tus testigos.
Algunas religiones que necesitan seguidores ignorantes han creado mucho miedo en la gente —y no ha sido «sin querer»— planteando la imagen de un Dios que vigila constantemente, día tras día, noche tras noche. Quizá tú duermas, pero él no duerme; él sigue sentado en tu cama y vigila. Y no sólo te vigila a ti, sino que vigila tus sueños y tus pensamientos.
Puedes ser castigado eternamente no sólo por tus actos, sino también por tus sueños, por tus deseos, por tus pensamientos y hasta por tus sentimientos más ocultos.‹a type="note" l:href="#nota21"›[21]‹/a›
No se te permite ni un solo momento de privacidad para que puedas ser tú, sin testigos.
Esta es una gran estrategia si se pretende reducir las personas a cosas. Sobre todo si las futuras víctimas quieren ser manipuladas en beneficio de unos pocos.
Una religiosidad diseñada para ignorantes nos enseñaría que el espíritu propio y natural es un mal consejero. Sostendría para nosotros, desde que somos pequeños, que la obediencia a una autoridad externa es garantía de andar en vereda. Nos diría que sólo podemos conocer la voluntad divina a través de quienes dicen ser sus intermediarios y que es preciso aceptar a pie juntillas enseñanzas y doctrinas ya fijadas como acto de fe, aunque no hayan sido y nunca puedan ser contrastadas por nuestra experiencia directa. Y si no asentimos a ellas sin más, será prueba de que nos falla la fe o de que carecemos de humildad, por lo cual mereceremos ser víctimas de la ira del Supremo o de la maldición del falso profeta de tumo.
Esta inescrupulosa actitud es utilizada en nuestra sociedad para atraer a los ingenuos, soñadores, idealistas, inmaduros o débiles de espíritu, a los que se transforma sin demasiado trabajo en personas dóciles, carentes de autoestima y perfectamente manipulables.
El que se siente inadecuado o tiene miedo y necesita mendigar aprobación, se convertirá fácilmente en esclavo si consigue con ello que le proporcionen desde el exterior la seguridad psicológica que ha perdido.
Todo esto puede llegar a niveles de mucho peligro para una comunidad: ignorantes espíritus esclavos utilizables que son mostrados como virtuosos o esclarecidos servidores de una causa noble y superior. Ignorada esclavitud a la que se llama humildad, convicción, fe ciega, compromiso o comunión (para conseguir soldados de la causa del bien que sean capaces de matar y destruir en defensa del mundo de «la virtud»).
El proceso educativo actúa, en ocasiones, de forma análoga. Con demasiada frecuencia, el alumno que mejor repite lo que sus profesores quieren que repita es premiado y reconocido. Si es exagerado, esto puede hacer creer a un alumno que el carácter complaciente y acomodaticio es la mayor de las virtudes y que la imitación es símbolo de inteligencia.
Esta es la actitud que fomenta volverse un mero testigo imitador dependiente de aquéllos que nos señalan lo que es correcto hacer, sentir y pensar según lo mande la teoría más en boga.
El sabio nunca defiende una teoría, porque no cree que la realidad sea traducible a fórmulas o ideas y porque tampoco cree que la verdad se pueda poseer. Sencillamente dice lo que piensa con toda sinceridad y calla lo que no quiere decir, también con toda sinceridad.
Abandonar la identidad
Durante muchos años de mi vida profesional defendí encarnizadamente la distinción entre ser solamente un individuo y ser una persona. En aquel momento yo relacionaba la persona como estructura con identidad propia y hablaba de «ser idéntico a uno mismo». Hace cinco años empecé a cuestionarme esta idea, en principio desde lo semántico. Todo empezó con John Welwood, a quien leía mientras trabajaba con Silvia Salinas en el libro Amarse con los ojos abiertos.‹a type="note" l:href="#nota22"›[22]‹/a› Allí encontré por primera vez la idea de la identidad como condicionamiento perverso. Para Welwood, la identidad se relaciona con lo estático de la persona, con la rigidez de la conducta, con ser siempre el mismo y responder a un esquema desarrollado con la educación y no con la evolución.
Empecé a asociar «identidad» con «identificación», y a ésta con la idea de ser idéntico a un modelo trasladado como mandato. Entonces me di cuenta de que el concepto de identidad se derrumbaba de aquel lugar deseable y caía hasta este que hoy ocupa como enemigo del dinamismo de las personas sanas.
En el sentido en el que hoy la entiendo, la identidad es, de alguna manera, el resultado de un gran empeño de nuestra época de ignorantes y también, paradójicamente, el emblema de nuestra cárcel.
En la ignorancia se defienden pocas cosas, pero una de ellas es el derecho a tener una identidad claramente definida.
Después de todo lo caminado, el concepto de identidad ha perdido aprobación en mis esquemas referenciales. Ya no me gusta porque desde esta definición no es el resultado de nuestro crecimiento interno, sino el resultado final del cóctel de introyectos y mandatos que otros han configurado para mí.
Mi identidad es el yo amaestrado, es Adán antes del Paraíso, es el mono de circo que hace lo que no quiere para agradar a quien lo alimenta.
Esta identidad, al menos, es producto de mi actitud sumisa y no el resultado del desarrollo de ser yo mismo.
En la soledad total, en la cima de una montaña o en medio de un bosque, ¿quién eres? ¿Qué tienes? ¿A qué te dedicas?
En tu soledad total, ¿quién eres? ¿Una persona muy importante o simplemente un don nadie?
En tu soledad no eres ninguna de esas dos cosas.
Para ser cualquiera de ellas necesitas los ojos de otro.
Necesitas compararte. Si no hay nadie para apreciarte o para condenarte, si no hay nadie para aplaudirte ni para abuchearte, si no hay nadie excepto tú mismo...
Tú no eres una cosa ni la otra.
Tú eres, pero no Jo que vean en tí otros.
Eres.
El ignorante lucha, trabaja, se esfuerza y se entrena para conseguir afirmar su identidad. Necesita que alguien Jo condicione, que alguien Je mande, que alguien le diga algo bonito de vez en cuando, que alguien lo defina.
Un ignorante se cruza con un conocido en la calle.
El otro Je dice:
—¿Qué tal?
El ignorante contesta:
—Usted muy bien. ¿Yo cómo estoy?
El otro tiene tus ojos, el otro es el que te sabe, el otro te dirá qué hacer y te aprobará si lo haces bien. Y si pides atención o cuidados, deberás pagar por ello.
Cuanto más dependes, cuanta más atención reclamas, mis tiendes a convertirte en una cosa, más debes parecerte a lo que los otros quieren que seas.
Si quieres admiración y halagos de la mayoría, tendrás que ser obediente con la sociedad y sus demandas, tendrás que vivir de acuerdo con los falsos valores de esa mayoría de la que esperas el aplauso.
La admiración, asegura Ambrose Bierce, es la confirmación de que el otro se parece a uno. Si necesitas de su valoración y reconocimiento, deberás pensar como todos, aunque ellos no piensen.
Si no eres tonto, no será difícil convertirte en un referente, en un ídolo, en un santo. Lo han hecho cientos de personas a las que la sociedad respeta; han sacrificado todo, se han torturado, se han suicidado, para conseguir que la gente los adore.
Si lo que quieres es adoración, respetabilidad, santidad, aplauso, entonces te volverás más y más falso, más y más de plástico.
En estos tiempos en que alguien exclama a tu lado: «¡Qué hermosa flor, parece de plástico!», tú te convertirás, si te esfuerzas mucho, pero mucho, mucho, en la más hermosa de las flores del planeta. Y serás... de plástico.
Te han enseñado valores que no son valores de verdad.
Te han enseñado cosas que básicamente son veneno.
Te han enseñado a no amarte a ti mismo.
Te lo han repetido tantas veces, que la cuestión parece ser un simple hecho, una verdad.
Pero un hombre que es incapaz de amarse a sí mismo será incapaz de amar a ningún otro. El hombre que no puede amarse a sí mismo no puede amar en absoluto.
Te han enseñado a ser altruista y nunca egoísta. Y la cosa aparenta ser muy hermosa, pero sólo lo aparenta. En realidad, esa enseñanza está destrozando tus raíces. Sólo una persona verdaderamente egoísta puede ser generosa. Si no puede quererse a sí mismo, ¿cómo va a querer a otro? El mundo del ignorante es un cúmulo de creencias y nada más. El que pertenece a este grupo vive con miedo. Tiene que demostrar que aquello en lo que cree es verdad. El que cree en lo que no sabe pero, no obstante, lo acepta como verdad, no ha nacido todavía.
Para salir de la ignorancia, lo primero es abandonar los prejuicios. Poder tener una mirada imparcial —no digo objetiva, digo no tendenciosa— para llegar a tener una visión más grande. ¿Cómo vamos a saber jamás qué es la «Verdad» si ya hemos decidido que debería ser solamente lo que ya conocemos?
Si operas desde una conclusión previa, nunca llegarás a la «Verdad». ¡Nunca!
Rabindranath Tagore ha escrito un hermoso relato sobre Buda.
Buda regresa al palacio de su padre
Durante doce años, Buda vagó por los bosques haciendo diferentes prácticas espirituales y meditando. Y al final llegó el día del regocijo supremo y, sentado debajo de un árbol, se iluminó.
Lo primero que recordó fue que tenía que volver al palacio para comunicar la buena noticia a la mujer que lo había amado, al hijo que había dejado atrás y al anciano padre que cada día esperaba que volviera. Éstas son cosas tan humanas que se llevan en el corazón, incluso en el de un Buda.
Después de doce años, Buda regresó. Su padre estaba enojado, como cualquier padre lo estaría. No pudo ver quién era Buda ni pudo ver aquello en lo que Buda se había convertido. No pudo ver su espíritu, que era tan patente y claro. El mundo entero se daba cuenta, pero su padre no podía verlo. Su padre lo recordaba con su identidad de príncipe, pero esa identidad ya no estaba ahí. Buda había renunciado a ella.
De hecho, Buda dejó el palacio precisamente para conocerse a sí mismo tal y como era. No quería distraerse con lo que los otros esperaban de él.
Pero su padre lo miraba ahora a la cara con los ojos de hacía doce años.
Le dijo:
—Soy tu padre, y aunque me hayas hecho mucho daño, aunque me hayas herido profundamente, te quiero. Soy un anciano y estos doce años han sido una tortura. Tú eres mi único hijo, y he intentado seguir vivo hasta que regresaras. Ahora estás aquí. ¡Toma, hazte cargo del palacio, sé el rey! Aunque a ti no te interese, déjame descansar. Ya es hora de que yo descanse. Has cometido un pecado contra mí, casi me has asesinado, pero te perdono y te abro las puertas.
Buda se rió y dijo:
—Padre, date cuenta de con quién estás hablando. El hombre que dejó el palacio ya no está aquí. Murió hace mucho tiempo. Yo soy otra persona. ¡Mírame!
Y su padre se enojó todavía más.
—¿Quieres engañarme? —dijo—. ¿Crees que no te conozco? ¡Te conozco mejor de lo que nadie te pueda conocer! Soy tu padre, te he traído al mundo; en tu sangre circula mi sangre, ¿cómo no voy a conocerte?
Buda respondió:
—Aun así, padre. Por favor, comprende. He estado en tu cuerpo, pero eso no significa que me conozcas. De hecho, hace doce años ni siquiera yo sabía quién era. ¡Ahora lo sé! Mírame a los ojos. Por favor, olvida el pasado, sitúate aquí y ahora.
El padre, aún así, dijo:
—Te he esperado durante todos estos años y hoy me dices que no eres el que fuiste, que no eres mi hijo, que te has iluminado... Respóndeme entonces tan sólo a una última cosa: sea lo que sea que hayas aprendido, ¿no hubiera sido posible aprenderlo aquí, en palacio, a mi lado, entre tu gente? ¿Sólo se encuentra la verdad en el bosque y lejos de nosotros?
Buda dijo:
La verdad está tanto aquí como allí. Pero hubiera sido muy difícil para mí conocerla aquí, porque me encontraba
perdido en la identidad de príncipe, de hijo, de marido, de padre, de ejemplo. No fue el palacio lo que abandoné, ni a ti, ni a los demás, sólo me alejé de la prisión que era para mí mi propia identidad.
Solamente después de deshacerse de su identidad prestada, condicionada por su educación y los mandatos de aquellos que más lo amaron, descubrirá Buda que está en condiciones de disfrutar de su ser, será por fin libre de su dependencia.
La cárcel imaginaria
Mucha gente cree que es característico del sabio escapar de la sociedad, huir a la montaña, refugiarse en la cueva. El verdadero sabio nunca escapa de la sociedad, más bien se aleja en un intento, siempre doloroso, de renunciar a su identidad.
Durante miles de años hombres y mujeres hemos vivido presos, y a nuestras prisiones les hemos puesto bellos nombres: las llamamos templos, religiones, partidos políticos, ideologías, cultura, civilización, escuelas de psicoterapia, empresa exitosa, fama, poder; honores.‹a type="note" l:href="#nota23"›[23]‹/a›
Por hermoso que sea el nombre de la prisión y por bien que se viva en tu cárcel, tú sabes que estás preso; porque quienquiera que viva conforme a una idea que lo condiciona es su prisionero.
Aunque tu celda sea de primera clase,
aunque el patio sea tan grande que tus ojos no lleguen a ver los muros,
aunque la atención en la prisión sea de cinco estrellas, aunque te prometan permisos de salida cada vez más frecuentes,
aunque las cadenas sean transparentes y no pesen demasiado comparándolas con las de otros,
aunque sea una prisión que aparentemente tú elegiste, aunque compartas la celda con aquellos a los que más quieres...
Aunque tú no quieras saberlo...
Estás preso.
Nunca entraste en la prisión. Naciste allí y te ordenaron quedarte cuando todavía no eras consciente (y posiblemente todavía no lo seas del todo).
Te condicionaron para que estudiaras, trabajaras, te enamoraras y casaras dentro de la cárcel.
Te entrenaron y te hipnotizaron para que no pudieras ver los barrotes.
Te condicionaron para que creyeras que solamente allí estarías protegido.
Te dijeron que después de todo era lo mejor a lo que podías aspirar.
El día que te enteres de dónde estás, e intentes decirlo en voz alta, los otros, tus compañeros de prisión, te dirán que es mentira. Y te dirán que la verdadera cárcel está fuera de esos muros. Y llorarán al cielo echando maldiciones para todos los que han intentado mostrarte otra verdad.
Y te dirán que la libertad no existe y que fuera está el infierno.
Te mostrarán que allí dentro puedes realmente tener todo lo que desees (menos libertad, claro).
Tratarán de seducirte con premios y aplausos para que quieras quedarte.
Te ofrecerán dinero, sexo y lujos, condiciones «especiales» porque (te dirán) tú eres especial.
Y para impedir que te vayas, te amenazarán con castigo y tortura si no aceptas su oferta.
Y, si de todas maneras te vas, quiero que sepas que... saldrán a buscarte.
Porque fuera tú eres la amenaza.
Vendrán por ti para llevarte de regreso o para mostrar tu cadáver a todos y demostrar con eso que la vida fuera es imposible.
Pero no desesperes, no te asustes... Una vez libre, si tú no quieres, nadie puede encerrarte.
¿Los buenos o los justos?
La sociedad ignorante es hipócrita y siempre quiere más a los buenos que a los justos, aunque lo niega. Acepta más fácilmente la palabra del curandero o del vidente que el diagnóstico certero del médico o el claro análisis de los que saben, aunque se llene la boca de halagos para éstos.
Los hombres disfrutan más con sus amantes y con las prostitutas que con sus esposas, aunque se casan con éstas y no con aquéllas, a las que una vez casados quieren expulsar de sus barrios.
La sociedad es hipócrita, pero no ha empezado a serlo ahora.
Todos hemos estudiado que durante la Revolución Francesa los ideólogos revolucionarios diseñaron el famoso emblema de la revolución: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Pero nunca dejaron tan a nuestro alcance el pequeño secreto de la historia... El tríptico original de la época era un poco diferente, era: Libertad, Igualdad y Justicia.
¿Qué pasó con la justicia?
¿Por qué fue cambiada?
Si puedo fantasear apoyándome en los hechos, todo indica que un brusco e irrefrenable deseo de algunos revolucionarios de tener su cabeza pegada a su cuerpo llevó a sustituir la justicia por su nada parecida reemplazante: la fraternidad. Muchos de los que siguieron entendieron el mensaje.
Para los «patriotas» dirigentes hipócritas e ignorantes de todas las naciones siempre fue mejor enarbolar las banderas de la condescendencia, la caridad, la piedad y el nepotismo que defender la justicia, porque de su mano vendría también inexorablemente un mundo más justo,‹a type="note" l:href="#nota24"›[24]‹/a› una más equitativa distribución de las riquezas, un recorte de poder de los poderosos, una cárcel un poco más que imaginaria para los corruptos.
No hay que olvidar que la adulación, la diplomacia, la condescendencia y el disimulo son grandes mentiras;
que la caridad, la beneficencia y la obsecuencia son muchas veces parte de esas mentiras;
que tanto la minimización como la exageración son falsedades;
que toda hipocresía es estúpida y sólo tiene sentido en el trato entre estúpidos o en la manipulación de los ignorantes. Si estás dejando la ignorancia, deja de mentir a la gente que te importa; debes aceptar lo importante que eres para ti mismo y dejar de mentirte. Es cuestión de adiestramiento, de madurez, de conciencia.
Pensar y sentir
El darnos cuenta nos pondrá en paz con nosotros mismos, aunque quizá nos enemiste con muchos. Por eso muchas veces volvemos a equivocarnos; muchas veces nos olvidamos de todo lo aprendido y nos lleva tiempo recordar. Eso no es importante: lo que importa es que en el momento en que lo recordemos, y seamos conscientes de que no hemos sido conscientes, no tengamos la necesidad de autorreprocharnos.
El autorreproche es ponerse a jugar con la propia herida; es como meterse un dedo en la llaga. Es desconocer la regla de oro de la conducta humana:
Cada uno hace siempre lo que le parece mejor con su nivel de conciencia y conocimiento de ese momento.
No hay necesidad de sentirse culpable. La culpa es el auto— castigo por no haber sido perfecto. Es creer que deberíamos ser omnipotentes. Es pensar que no podemos equivocarnos.
Posiblemente saber que me he equivocado sea suficiente para ayudarme a crecer. Y creciendo caeré en ese error cada vez menos.
Razonar es una cosa y racionalizar es otra totalmente diferente. No me culpo ni me arrepiento (quizá la próxima vez ni siquiera deba ir corriendo a contárselo a mi analista), pero tampoco me justifico.
Mi mente siempre tiende a racionalizar, como mecanismo de defensa: «Tenía que ser así...»
«Es culpa de los demás...»
«No tenía otra posibilidad...»
«No soy responsable...»
Al justificar mis errores protegiéndolos de mi crítica adulta, los repetiré, postergaré mi aprendizaje y anularé toda posibilidad de desarrollo.
No es fácil decidirse a crecer.
Cuando haya un conflicto entre lo superior y lo inferior, lo inferior casi siempre ganará. Si provocas un choque entre la rosa y la roca, la rosa es la que va a morir, no la roca.
La roca posiblemente ni siquiera se dé cuenta de que ha habido un choque.
OSHO
Toda nuestra historia está llena de rocas (hábitos, automatismos, mandatos, miedos, modelos y condicionamientos), y cuando empieza a crecer dentro de nosotros la flor de la conciencia, nuestras antiguas piedras encuentran miles de posibilidades de destrozarla.
Solemos confundir «pensar» con «tener conciencia», y no son lo mismo.
Mientras estamos en la ignorancia, pensar nos conecta con ensayar una y otra vez lo conocido. Puede dar la impresión de que estamos haciendo grandes avances, ¡de hecho cada vez pensamos mejor! Pero los pensamientos no son más que castillos en el aire; la conciencia es una sensación más profunda y holística, es darse cuenta de lo real. Y darse cuenta está siempre más cercano a la emoción que al pensamiento.
Los sentimientos tienen más materia y sustancia que las ideas. Por eso, aunque son en principio capaces de elevarnos, también tienen más peso y nos conectan con lo que de verdad está sucediendo fuera y dentro de nosotros.
Salir de la ignorancia
¿Por qué querría un ignorante (cualquier ignorante o nosotros mismos) salir de la ignorancia en la que vive sin saberlo?
No puede ser por curiosidad, planteamiento excluyeme de los buscadores, como veremos cuando hablemos de ellos.
No puede ser por pensar que es mejor el lugar del buscador; porque eso lo ignora.
No puede ser para mejorar su rendimiento, porque el que tiene es el único que conoce, y en todo caso un ignorante sólo compara con lo ya sucedido, nunca con su fantasía.
No puede ser bajo presión, porque eso lo lleva a fingir o a rebelarse, nunca a aprender.
Se suele decir que para recorrer el primer tramo del camino hacia volverte más sabio, tu inteligencia no puede ayudarte, tu trabajo no puede ayudarte, tu dinero no puede ayudarte y tu belleza tampoco lo hará.
Quizás el amor pueda. Y digo «quizás» porque pensar en el amor tampoco ayuda demasiado. En cambio, sentir amor, eso sí te cambiará.
La única razón posible para querer dejar el lugar seguro de la ignorancia es sentir el irrefrenable deseo de seguir a alguien que, con verdadero interés en mi bienestar, me tiende una mano pidiéndome que recorra a su lado un camino desconocido.
Estoy diciendo que la única razón para dejar de ser ignorante es sentir el afecto y la confianza suficientes de un maestro o maestra que nos muestre desinteresadamente su amor por nosotros señalándonos un rumbo. Sólo entonces aprender se vuelve un placer, una experiencia de renacimiento a nuevas experiencias, un juego.
Comparación e intoxicación
Un filósofo danés, Sóren Kierkegaard, sostenía que sólo podía ayudar a un lector ignorante si en sus obras podía adoptar la posición de éste, se situaba a su nivel y compartía su punto de partida.
Él quería hablar al lector desde un lenguaje y unos presupuestos que le fueran familiares, quería hacerlo compartiendo con él su visión del mundo y sus prejuicios.
Así, Kierkegaard escribió sus primeras obras (no filosóficas) amparando su identidad en un seudónimo. Él esperaba que en un primer momento el lector se sintiera reflejado en lo que leía y bajara su guardia al ingreso de conceptos de la sabiduría. Al hacerlo entraría en una segunda fase, donde los puntos de vista contradictorios se incorporarían a su vida saltando hacia un nuevo nivel de conciencia.
Para tan difícil tarea utilizó el cuento y la parábola cada vez que quería explicar o establecer un punto importante. En mi opinión, cada uno de sus escritos de esta época es la mano de un maestro amorosamente tendida hacia nosotros proponiéndonos empezar la marcha, invitándonos a aprender más sobre este difícil arte de vivir, dándonos cuenta de la realidad.
Transcribo aquí uno de sus más emblemáticos relatos: La trampa. Un cuento para ayudarnos en algún despertar.
La trampa (un cuento de Sóren Kierkegaard)
Había una vez una paloma salvaje; tenía su nido en el bosque cerrado, allí donde el asombro habita junto al escalofrío entre los esbeltos troncos solitarios.
No muy lejos, donde el humo asciende en la casa del labrador, habitaban algunas de sus parientes lejanas: dos palomas domésticas.
Un día hablaban entre ellas de la situación de los tiempos y del sustento. La paloma salvaje decía:
—Soy rica e inmensamente feliz, unos días encuentro mucho alimento y otros, poco; pero siempre hay algo que comer. Hasta la fecha nunca he tenido problemas. Yo confío en la naturaleza y dejo que cada día me sorprenda con su providencia.
Las palomas domésticas levantaron un poco la cabeza y dijeron que «querían lo mejor» para su prima salvaje, y por ello le hicieron ver que en realidad era pobre, que no tenía nada y que vivía en la más absoluta inseguridad, dependiendo del día a día.
Una de ellas dijo:
—Nosotras sí que tenemos el porvenir asegurado junto al labriego con quien vivimos. Cuando realiza la recolección, nos sentamos en la cumbre del tejado y vemos al labriego acarrear un saco de grano detrás de otro hasta el pajar, y entonces sabemos que hay bastantes provisiones para largo tiempo.
Esa tarde, cuando la paloma salvaje volvió a su nido, pensó por primera vez que ella era pobre. Comenzó a mirarse de otro modo, con los ojos de los demás; comparó su modo de vida con el de sus parientes y se le ocurrió pensar que debía ser estupendo saberse asegurado el sustento. Y se lamentó de tener que vivir constantemente en la incertidumbre.
«De ahora en adelante —se dijo—, lo mejor será que vaya pensando en arreglármelas para lograr hacer aunque sea un pequeño acopio de provisiones, que podría ocultar en algún lugar muy seguro para vivir tranquila.»
Desde aquel momento, la paloma salvaje empezó a estar preocupada por el sustento y por el porvenir. Conoció una angustia que no conocía. Y, en lugar de más tranquilidad, cada día conquistaba mayor inquietud.
La realidad frustraba una y otra vez su empeño de amontonar bienestar, y la paloma no volvió a estar contenta; su plumaje empezó a perder colorido y su vuelo ligereza. Todos los días conseguía su sustento, su apetito de alimento se saciaba alguna vez, pero era como si no se saciase, porque su preocupación por el acopio seguía teniendo «hambre»... No podía dejar de pensar en lo que no tenía, hasta que terminó convirtiéndose en una envidiosa de las palomas ricas.
Pensando y pensando empiezas a intoxicarte con la idea del deber ser, con la idea de la comparación, con la idea de tu tenencia o de tu carencia.
• Si siempre que estoy bien pienso que podría estar mucho mejor, estoy intoxicado.
• Si mientras como mi plato de fideos controlo el tamaño del plato que sirvieron a mi vecino, estoy intoxicado.
• Si soy médico y pienso que por eso tengo algún derecho especial, estoy intoxicado.
• Si pienso que por ser cliente de esta tienda debe descuidarse la atención a otro para dármela a mí, estoy intoxicado.
• Si creo que lo que me da derecho a ser bien tratado por un funcionario público es que pago los impuestos, estoy intoxicado.
• Si creo que es justo que yo no pase hambre porque me he ganado el dinero con el que compro mi comida, estoy intoxicado.
• Si a veces creo que soy el mejor y otras que soy el peor, en ambos momentos, estoy intoxicado.
• Si alguna vez he pensado que soy más o que soy menos, estoy intoxicado.
• Si pienso que por ser cristiano, judío, budista o ateo soy muy diferente de quienes no lo son, estoy intoxicado.
Comparar siempre es tóxico y la intoxicación crónica puede envenenarnos.
Si tú, como yo y como casi todos, has recibido el veneno en pequeñas dosis desde el día en que naciste, tal vez estés adaptado y ni te percates de que el veneno circula por tu cuerpo y anida en tu cabeza.
Mi primera dosis, por ejemplo, vino con la elección de mi nombre;
la segunda, con el color de mi batita de bebé;
la tercera, con la cintita roja que mi madre me ató contra el mal de ojo (porque yo era tan bonito...);
la cuarta, con el apodo con el que me rebautizaron mis ríos;
la quinta, con mi primer «muybiendiezsobresaliente»;
la sexta, el día que mis amiguitos de la escuela me llamaron gordo por primera vez;
la séptima...
Y podría seguir rastreando hasta el día de hoy.
Me he intoxicado lentamente, tan lentamente que me he inmunizado al veneno. Hoy soy tan inmune a la intoxicación que, cuando digo que soy argentino, que soy judío, que soy inteligente o que soy el mejor amigo de Héctor, ni me doy cuenta de que estoy pensando en términos de distinción, en términos de comparación, en términos de discriminación y no de amor.
Todo tipo de competencia es producto de un veneno. Y hay que evitar todo lo que sea tóxico. Hay que evitarlo en el plano físico, en el plano mental y en el plano espiritual.
El veneno se llama comparar, la intoxicación se llama discriminación, la enfermedad se llama competencia y la adicción se llama obsesión por ganar.‹a type="note" l:href="#nota25"›[25]‹/a›
La pasión de espiar y juzgar
En la ignorancia a la gente le interesa encontrar las imperfecciones y los defectos en las cosas ajenas. Espiando por la ventana o mirando por el ojo de la cerradura de los vecinos se sienten un poco mejor consigo mismos.
Lo hacen porque saben que las faltas de los otros los ayudan a disimular las propias. No en vano en todo el mundo triunfan los talk shows televisivos (programas donde hombres y mujeres supuestamente comunes se pelean y se insultan frente a una cámara con la ayuda de un presentador y un público que los anima a hacerlo) y los reality shows (con un planteamiento hasta casi más naive: jóvenes o actores, parejas o cantantes, conviviendo durante semanas con cientos de cámaras que los espían las veinticuatro horas del día repitiendo esas imágenes para millones de fisgones vividores de vidas ajenas).
«Qué tontos hipócritas, agresivos y dañinos,
qué ignorantes y brutos,
qué malvados y aprovechados,
qué patéticos y ridículos,
qué vanos y superficiales
Qué suerte que son ellos, sólo ellos, los que son así.»
Nos encanta caer en la tentación de salir favorecidos al comparamos con aquellos a quienes despreciamos: «Yo soy mucho mejor que ellos». O «lo que yo hago no está tan mal». La televisión legitima. Sería más saludable evitar llenar nuestra mente de tonterías. Para tener en qué pensar, cada uno de nosotros tiene bastante con lo que ya tiene, y de hecho lo que necesitamos es quitárnoslo de encima y no ir recolectando más y más basura ajena como si se tratara de algo precioso.
Existe un insecto que desde hace mucho me llama la atención. No puedo evitar ver reflejado en su modo de vivir alguna conducta propia y de muchos. Se trata del escarabajo pelotero, también llamado escarabajo estercolero.
Este insecto vive en grandes llanuras donde deambulan animales de gran tamaño: elefantes, bisontes, rinocerontes. Estos animales, después de alimentarse naturalmente, defecan y desparraman sus excrementos por la tierra. Este es el momento esperado por el escarabajo, que rápidamente se dedica a recoger el estiércol y acumularlo en una pelota (de ahí lo de «pelotero») de tamaño gigante, a veces tres o cuatro veces más grande que su cuerpo, que empuja de aquí para allá seduciendo con su fuerza y habilidad a su futura pareja.
Los escarabajos me sorprenden no sólo por su humana actitud de recoger porquería, sino porque la arrastran adonde van y ¡hasta compiten para determinar quién es el que arrastra la bola de estiércol más grande!
No reflexiones sobre los defectos de los demás, no es asunto tuyo.
No interfieras en la vida de los demás, no es asunto tuyo.
No pienses en nada que sea de otros, no es asunto tuyo.
Atisha
Sin embargo, hay grandes moralistas cuya única dedicación parece ser ver quién está obrando mal. Desperdician su vida entera husmeando el estiércol ajeno, aquí y allá, como si fueran un cruce de escarabajo pelotero y perro policía. Su único oficio en la vida es denunciar quién está obrando de manera censurable. Uno se pregunta cuál será la viga en el ojo propio con tanta paja buscada en el ajeno.
He conocido en mi especialidad algunos colegas que han decidido ser psicoterapeutas por esta misma razón. Un misterio por el que siempre se me interroga en las reuniones más íntimas es el hecho comprobable de que en mi profesión hay más individuos que se vuelven locos que en cualquier otra. «¿Por qué?», me preguntan... ¿Contagio? Seguro que no.
Lo más probable es que la mayoría de nosotros nos hayamos interesado por el fenómeno psíquico al hacernos conscientes en algún momento de nuestro propio grado de locura. Allí decidimos seguramente, por formación reactiva, tratar de encontrar alguna cura para las neurosis, sobre todo la nuestra.
Un buen psicoterapeuta puede ser el que lo ha conseguido, o por lo menos está en camino... Pero, ¿y los otros? ¿Y los que siguen tan neuróticos como antes o los que han empeorado...? ¿Para qué siguen? Ya saben que no podrán librarse de su locura por este camino.
Su única ventaja podría ser, ahora se entiende, conquistar un espacio de poder para conseguir asignar su locura a otros.
No quisiera que creyeras que todos los terapeutas entran en este perfil. De hecho, me parece que son los menos. Pero lo digo para que no creas que nosotros, los trabajadores de la salud mental, nos libramos siempre del fantasma de la proyección.
Tú, que no eres terapeuta y, como dije, no tienes obligación de escuchar los problemas de aquéllos que no te importan, escucha de ellos sólo lo esencial. Sé telegráfico al hablar y selectivo al escuchar. Si hablas menos con aquéllos que consideras inmorales, si escuchas poco a los que se llenan la boca hablando de odio y discriminación, si pierdes menos tiempo escuchando estupideces, verás que empiezas a sentir cierta sensación de limpieza, una apertura, una frescura especial como la que se siente después de tomar un baño de espuma.
Y, de paso, ya que intentas sanear el diálogo, no critiques. Sobre todo nunca critiques el amor ni la confianza. Ni los propios ni los ajenos. Sé crítico con tus opiniones, con tu cabeza y con tu estómago; sé crítico con tu propia crítica, pero no con tu corazón.
Déjate sentid sobre todo en las relaciones más íntimas, allí donde los sentimientos se sienten más cómodos y se animan hasta expresarse en palabras.
En Occidente, la sociedad urbana va camino de reemplazar la sincera y saludable necesidad de comunicación por el chisme y el rumor. Ellos no representan la necesidad de infor-
mar, ni la expresión de una idea, mucho menos un sentir; siempre expresan la vanidosa y a veces destructiva intención oculta de alardear, de manipular, de querer llegar más lejos, de hacer daño anónimamente. Si un chisme rueda de uno a otro se magnificará. Cada persona que transmite un rumor acerca de lo que le pasó a otro le añade algo: un detalle, una mentirijilla, una exageración. Cuando el chisme regrese trayendo algo añadido, cada cómplice del rumor se sentirá estúpidamente poderoso e influyente.
Cuentan que...
El bufón sin gracia
Nasrudín era el bufón de la corte de un gran rey. Un día, en una fiesta, dijo algo muy gracioso, pero el rey se sintió ofendido y le dio un golpe en la cabeza con el cetro. Nasrudín hubiera querido devolverlo, pero golpear al rey era una locura. Así que se aproximó al hombre que estaba más cerca y le propinó una patada en el tobillo.
El hombre, sorprendido, lo increpó:
—¿Por qué me pegas? Yo no te he hecho nada.
Nasrudín respondió:
—Yo tampoco he hecho nada y mira el chichón que tengo. ¿Por qué me preguntas? Yo no he empezado este juego, pregúntale al rey en todo caso. Aunque, de todas maneras, yo no lo haría; lo mejor será que le pases el golpe al que está a tu lado. El mundo es grande, si viene de vuelta ya veremos. Déjate fluir.
Si todo el mundo está haciendo el mal, uno se consuela con no ser el único que se equivoca.
A la mente le encanta la venganza aunque no se dirija a la persona indicada. Después de todo siempre se puede encontrar la justificación de una maldad si se busca en los defectos de los demás.
La historia de Nasrudín, sin reyes y sin bufones (¿no lo somos a veces?), podría traducirse en este relato...
Un mal día
Mi jefe ha sido muy duro conmigo esta mañana. Ya sé que soy su empleado, pero no soy un trapo para que me trate como una basura. Me he enfadado tanto con él que me hubiera gustado insultarlo, pero no le he querido dar una excusa para echarme. Así que mientras el imbécil me insultaba yo le sonreía haciéndome olímpicamente el estúpido. Cuando he llegado a casa he discutido con mi mujer. Ella ha protestado diciendo que yo había venido de malhumor de la oficina y que la estaba tomando con ella sin ninguna razón... ¿Sin ninguna razón? Ja! Las verduras tenían demasiada sal, las tostadas estaban quemadas y por su culpa se me ha caído el móvil en una zanja cuando intentaba atender su llamada. Como si fuera poco, al llegar a casa la calefacción se había apagado... ¿Sin razón? ¡Ja! Ella me ha dicho que estaba convencida de que yo la maltrato injustamente, pero que como no quería complicar las cosas se callaba la boca. Estuve de acuerdo en este último punto. Por la noche he escuchado el ruido del bofetón que le ha dado al niño. Es que él se lo busca. Otra vez ha llegado tarde a casa, ha vuelto a romper el anorak (con lo que cuesta un anorak) y encuna ha traído malas notas en el trabajo que hizo en casa con su madre. Mi hijo casi no ha llorado, se ha metido en su cuarto dando un portazo. Si yo ya lo conozco... Dará una patada en la puerta del armario, romperá algún juguete estrellándolo contra la pared y luego encenderá el televisor
para ver Terminator, que hoy vuelven a poner en el canal 6. Mañana al salir de la escuela quizá golpee a alguno de sus compañeros. Estoy pensando que el hijo de mi jefe va a clase con el mío... Con un poco de suerte ese niño quizá se lleve un buen golpe por culpa del desgraciado de su padre.
A diferencia del ignorante, el sabio no conoce la venganza, no hace responsable a otros de lo que sucede, quizás porque nunca se cree superior en relación con nadie ni a nada; sabe con certeza que es tan sólo un ser humano, un simple ser humano. Ni siquiera una persona, ni siquiera un individuo (algunos hombres y mujeres sabios han crecido tanto que han sido capaces de dejar incluso el adjetivo humano, y se definen solamente como un ser). Un ser capaz de incluir opuestos y contradicciones, como el universo al que pertenecen.
Recordemos la paloma salvaje de Kierkegaard. Para ella, buscar alimento había sido un juego, día tras día. Lo había sido porque era una actividad congruente; su hambre, su búsqueda y su encuentro de alimento tenían lugar siempre en el «ahora». Su conversación con las palomas domésticas sembró en ella el peso imaginario del porvenir. A partir de allí, y conectada con su temor, quiso ser coherente con su agorera fantasía (que, de hecho, ni siquiera era propia: era la de sus parientas coherentes y domesticadas).
La vida puede disfrutarse como un juego si su tiempo es el presente.
La vida puede ser disfrutada cuando es el cauce de lo que somos, la expresión congruente de nuestra manera de ser, y no un medio para llegar a ser lo que todavía no somos o para llegar a poseer lo que aún no tenemos, sea dinero, prestigio, aceptación social o seguridad.
Historias del presente
—¿Si los tiburones fueran personas —preguntó la niña al señor K—, se portarían mejor con los pececillos?
—Claro —dijo él—. Si fueran personas harían construir en el mar unas cajas enormes para los pececillos, con toda ciase de alimentos en su interior; y se encargarían de que las cajas siempre tuvieran agua fresca y adoptarían toda clase de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececillo se lastimara la aleta, le pondrían inmediatamente un vendaje de modo que no muriera antes de tiempo (...) Naturalmente, habría escuelas. En ellas los pececillos aprenderían a nadar hacia las fauces de los tiburones, se les enseñaría que para un pececillo lo más grande y lo más bello es entregarse con alegría a los tiburones (...) Si los tiburones fueran personas también cultivarían el arte, claro está. Pintarían hermosos cuadros, de bellos colores, de las dentaduras del tiburón (...) Tampoco faltaría la religión. Ella enseñaría que la verdadera vida del pececillo comienza en el vientre de los tiburones. Y si los tiburones fueran personas, los pececillos dejarían de ser, como lo han sido hasta ahora, todos iguales. Algunos obtendrían cargos y serían colocados por encima de otros. Se permitiría que los mayores se comieran a los más pequeños. Eso sería en verdad provechoso para los tiburones, puesto que entonces tendrían más a menudo bocados más grandes y apetitosos que engullir (...) En pocas palabras, si los tiburones fueran personas, en el mar no habría más que cultura.
Bertolt Brecht
Los ignorantes son coherentes, aunque no lo sepan (lo que no significa que todos los coherentes sean ignorantes), y esa coherencia los tranquiliza, aunque también los arraiga a su realidad de ignorantes.
La ignorancia es la única etapa que el individuo no consigue por sí mismo, habita en ella con absoluta naturalidad, y si nada lo saca de ahí se quedará en la ignorancia para siempre. Seguramente, esta es una de las razones por las que hay millones de ignorantes.
Uno no puede evitar ser ignorante y, de hecho, es necesario ser consciente de haber estado en la ignorancia para poder salir, alguna vez, en pos de la sabiduría.
La etapa del ignorante es inevitable, pero una vez que se ha completado debe ser abandonada.
Muchos son los que se quedan habitando para siempre este lugar conocido intentando hacer cada vez mejor sólo lo que se espera de ellos. Son los que definen la libertad como «la capacidad de elegir lo que se debe». Son los que saben que, si se apartan de la senda marcada, la sociedad los acusará, con todo derecho, de haber dejado de ser un buen ciudadano, un buen vecino, un buen amigo, un buen compañero, un buen hijo.
Llegarás a este punto muchas veces. No una, sino muchas veces.
Y allí deberás elegir entre el respeto de la gente y tu propio respeto por ti mismo.
Ojalá elijas siempre lo mejor para ti.
Eso será congruencia, aunque parezca y sea, para otros, incoherente.
Será muy difícil seguir siendo coherente cuando te transformes en un buscador. Porque siendo un buscador tu vida transcurre en demasiados estados de ánimo, en demasiados cambios, en demasiados frentes, y cada uno tiene algo que contribuye a tu crecimiento.
Un buscador no puede quedarse confinado a un pequeño espacio. Aunque le parezca confortable y cómodo, no se cierra no se queda, no se detiene, indaga y busca. Es un aventurero.
—¿Y las relaciones sexuales? —pregunta el doctor.
—Raras... —musita el hombre con resignación.
—¡Ajá! —dice el doctor—. Amigo mío, tendrá usted que dejar esas perversiones si quiere mejorar.
No hay nada que hacer: hay gente para la que todo lo raro es una perversión.