CAPÍTULO II
—¿CUÁNTO NECESITAS? —le había preguntado Harry Beckett.
La brillantez de los días en Holanda resultó ilusoria. Ya la garra de la nostalgia estaba alcanzando a David a través del Mar del Norte. Estaba demasiado próximo a Inglaterra. Tenía que regresar a su patria y luchar hasta el fin —el fin de Colin y el fin de su madre— o tenía que marcharse lejos.
—Si puedes prestarme...
—No estamos hablando de préstamos —dijo Harry.
—Sí, estamos hablando de eso.
—Eres un orgulloso, ¿no es cierto?
—Sí. Eso es exactamente lo que soy.
Harry le prestó el importe del pasaje hasta Sud África, y doscientas libras más. Sud África debía estar suficientemente lejos. No había ninguna razón para que eligiera ese lugar, no conocía a nadie, y Metclifft no había hecho ningún negocio directo con la Unión. pero esas eran las mejores razones para elegirla. Allí nadie lo buscaría. Era un territorio completamente extranjero, donde podría perderse, o redescubrirse a sí mismo.
David trabajó durante un año en Johannesburg e hizo el suficiente dinero para pagar a Harry. Luego se mudó a la provincia del Cabo.
Había habido un aviso en el Cape Times que lo atrajo. Se requería un gerente general para una fábrica de envases en el distrito de Elgin. "Perspectivas de desarrollo", decía el aviso: un término vago, pero que podía prometer un trabajo duro y una eventual satisfacción.
David lo solicitó y obtuvo el puesto.
Tenia la sensación de que no lo hubiera obtenido, a no ser porque algo "andaba mar". No dieron la menor importancia a su falta de referencias. Le hicieron algunas preguntas sutiles sobre su capacidad de organización y aptitud financiera, y lo eligieron en seguida, como si estuvieran seleccionando un boxeador profesional rudo. El criterio era que la personalidad era más importante que las credenciales. Dos hombres lo entrevistaron, y cuando hubieron expresado su conformidad, le dijeron que su decisión estaría sujeta a la ratificación de Mrs. Voorhees. La firma es suya, agregaron.
Preguntó si Mrs. Voorhees querría verlo. Respondieron que no era probable. Todo lo que ella quería ver, eran las ganancias de una fábrica en crecimiento. Desde la muerte de su esposo, vivía sola y no se tomaba interés en los asuntos rutinarios del negocio.
Cualquier cosa que ellos resolvieran, Mrs. Voorhees apoyaría la decisión. David comenzó a trabajar.
Evidentemente, la fábrica necesitaba un gerente que la impulsara. El anterior la había dejado, con un corto preaviso, por habérsele ofrecido un trabajo mejor en una de las más grandes compañías. La fábrica Voorhees había sido una empresa pequeña que había crecido durante la última década, pero en los últimos dieciocho meses había mostrado signos de perder sus mercados. La compra de fruta de granjas individuales diseminadas, significaba que las máquinas no siempre trabajaban al debido ritmo. Las órdenes urgentes no podían ser satisfechas porque había un excedente de manzanas, e insuficiente cantidad de damascos. (Un estado de cosas que nunca se debió permitir que ocurriera, pensó David, estableciendo un paralelo con Metcliffe.)
Para eso estaba allí. Tenía que racionalizar la compra de fruta y la producción de artículos envasados. La ecuación parecía simple; pero había docenas de factores que debían tenerse en cuenta.
Los dos hombres que lo habían contratado eran, nominalmente, directores adjuntos. Tal vez hubieran trabajado bastante bien en épocas anteriores cuando Voorhees vivía y los supervisaba. Ahora querían que la fábrica marchara sola, en tanto ellos hacían pequeños negocios marginales privados en Capetown, a ochenta kilómetros de distancia, o se divertían en la playa de Gordon's Bay. Estaban dispuestos a dejar que David reorganizara como quisiera, siempre que no los fastidiara demasiado, y no reclamara su presencia muy a menudo.
Pronto comprendió que una reorganización interna no sería suficiente. Ninguna forma de trabajo en los procesos de la fábrica, ninguna mejora en los procesos contables, ni la entrega comprometida, haría que las ganancias fueran lo que debía ser. Era desde afuera de donde debían venir los cambios. Necesitaban sus propias granjas, y trabajar de acuerdo con un plan, practicable, de cosechas. Necesitaban sus propios depósitos, y una manera de manejar los excedentes estacionales.
David proyectó los requerimientos mínimos. Le llevó dos fines de semana completos, dedicados a los cálculos, y muchas tardes recorrieron el distrito. Cuando se lo presentó a los dos directores, sonrieron.
—Ella no va a dar el dinero para esto.
—Esto es demasiado importante. Vamos bien como estamos; no seamos demasiado ambiciosos.
—Pero, si Mrs. Voorhees quiere hacer dinero...
—Déjelo por nuestra cuenta. Le presentaremos el proyecto y veremos lo que dice, pero no se haga demasiadas ilusiones.
Pasaron quince días, sin que volviera a verlos.
Cuando los llamó por teléfono a la oficina en Capetown, habían salido para arreglar algunos embarques al Reino Unido, o para discutir el abastecimiento al por mayor de un restaurante. Cuando, por fin, fueron a la fábrica, David preguntó:
—¿Tuvieron suerte?
—¿Suerte" —dijo como un eco Bamberg, que tenía una cara grande y curtida, con una voz imperturbable y perezosa.
—Me refiero a la expansión, las sugestiones que les adelanté la última vez que nos vimos.
—¡Oh! Eso... no —Bamberg meneó jovial mente la cabeza—. No hubo nada que hacer. Lo lamento, pero es así. Mrs. Voorhees no tiene tanta cantidad de dinero.
David quería discutirlo. Quería preguntar en qué forma habían planteado el asunto a la mujer, qué detalles le habían dado, si le habían explicado bien que teman los medios de aumentar grandemente los ingresos en un plazo de cinco años. Sin embargo, se controló. Estaba aprendiendo que no podía arrojarse sobre las cosas, en la forma en que lo había hecho en el pasado. Aquí no era más que un empleado. Su libertad de acción estaba circunscrita a límites determinados. Ya no tenía el privilegio de tomar decisiones y obligar a que se cumplieran hasta el fin, encargándose de todo.
Pero a mediados de la semana siguiente, la vieja impaciencia se apodero de él una vez más. Era un hombre acostumbrado a hacer las cosas por sí mismo. Iría a ver, por propia determinación, a Mrs. Voorhees.
Se dirigió a Capetown, y de allí a Costantia, donde las casas se levantaban entre lujuriosas cortinas de flotes, aisladas y distantes. No se había anunciado por teléfono. Si ella rehusaba verlo tendría que volver, e imaginó que los dos directores no estarían muy complacidos cuando supieran lo ocurrido.
Mrs. Voorhees tenía muy poco más de cuarenta años de edad. Se decía que tenía mal genio, pero que era generosa Y paciente con las personas que le gustaban. Aparentemente, le gustaban pocas. Se recogía mucho en sí misma, en esa zona residencial de ambiente estirado. Sin embargo, sus maneras, cuando recibió a David, eran bastante agradables.
—Me alegro de tener la oportunidad de conocerlo, Mr. Bromley.
David había sido Edward Bromley desde antes de llegar a Sud África, pero todavía no se había acostumbrado a ello. Siempre esperaba que alguien lo denunciara en cualquier momento como un impostor. Siempre percibía tonos escépticos en cada voz que pronunciaba las sílabas de su nombre. La suave aceptación con que lo acogió Mrs. Voorhees lo intimidó durante los primeros minutos de la entrevista, Y por un momento no pudo estudiarla detenidamente, ni sentir que se estaba estableciendo un contacto.
No era una mujer bonita, y probablemente nunca lo había sido. Pero a pesar de su piel apagada y del desvanecido tinte de su pelo, quemado por el sol, tenía un atractivo muy especial que le era propio. La atracción residía en una sensación de controlada fuerza de carácter. Era tímida y, sin embargo, equilibrada; parecía satisfecha de su vida retirada, pero tenia una mente vivaz y podría, en realidad, estar esperando que alguien la volviera a la corriente de la vida ordinaria.
—Es muy amable de su parte el haberme recibido, Mrs. Voorhees. No debí haber venido en esta forma, pero como estaba en la ciudad pensé que podía tener la oportunidad de darle algunos detalles más del plan que expuse a Mr. Bamberg hace poco.
—¿Plan?
—Sí —su sospecha de que era posible que ni siquiera se lo hubieran mencionado, se había confirmado, salvo que ella fuera menos, verídica y atenta de lo que parecía...—. Como usted sabe, tengo algunas ideas para la expansión de la fábrica y para asegurar el abastecimiento de productos debidamente espaciado.
—¡Qué interesante!
La manera en que lo dijo le hizo pensar que no estaba interesada, y que él bien podía estar perdiendo el tiempo. David respondió con una brusquedad que no había calculado:
—¿Tal vez usted desea que no la moleste con tales asuntos Mrs. Voorhees?
La boca pequeña y llena sonrió con tristeza y juventud.
—Me encanta que me moleste. Continúe Mr. Bromley.
David explicó cómo podría establecer, si se le diera la oportunidad, contratos definidos a largo plazo con los granjeros locales. Podría instalar una nueva planta de almacenamiento frigorífico. Se fijarían sistemas de incentivos para los trabajadores, en la fábrica, de manera que los buenos se quedaran en la firma, sin buscar mejoras en compañías más grandes.
—Costará dinero —dijo David.
—Tengo dinero —respondió Mrs. Voorhees—. No para tirarlo, pero sí para invertirlo en lo que me parezca sensato.
—¿Y qué piensa usted de esto?
—Es usted muy persuasivo, Mr. Bromley —respondió ella—. Estoy segura de que usted sabe lo que está diciendo; pero, dígame...
—¿Sí...?
Esperaba que ella preguntara lo que no había entendido o lo que, por lo menos, no estuviera muy claro. En cambio, dijo:
—¿Por qué motivo está usted en Sud África? ¿Qué le hizo abandonar Inglaterra?
—Yo... —sabía que debía parecer muy confundido; como un criminal—. Londres —dijo— era demasiado triste. —Era una blasfemia. La sola mención de Londres trajo a su mente, su excitante y ruidosa belleza refinada. Pero continuó diciendo—; Siempre había deseado venir a Sud África. Tuve la oportunidad de hacerlo. Leí su anuncio y me gustó. Me gusta mi trabajo, y me gustaría más si tuviese la amplitud que necesito.
—La tendrá, Y ahora, Mr. Bromley, ¿puedo invitarlo a comer?
—En verdad, no debiera...
—Su compañía no puede dejar de ser interesante —dijo Mrs. Voorhees— aun cuando sólo hable de negocios.
Si el comentario era una coquetería, fue formulado sin expresión alguna.
Sólo meses después, cuando David la conoció bien, descubrió qué esfuerzo tenía que hacer ella para hablar corrientemente en un nivel personal. Su marido debió haber sido un tieso europeo en Sud África, sin ningún talento para apreciarla. Su rostro parecía prohibir que nadie le hiciera una broma ni el más simple comentario agradable; pero en su propio lenguaje, ella luchaba por parecer cómoda y, como resultado, algunas veces desbarraba en desairadas vaguedades que llevaban a difíciles silencios en la conversación.
Pero David aprendió a estimarla. Bamberg y su socio podían desaprobar la nueva influencia que David ejercía sobre Mrs. Voorhees, pero reconocieron que sería poco acertado interferir. Ahora, recorría el camino entre Elgin y Constantia, varias veces por semana, no tanto por las conferencias como por el placer de dar los informes de los progresos que hacía en la fábrica. A ella le gustaba escucharlo; por más difícil que fuera para ella demostrar entusiasmo, David sabía que estaba satisfecha.
Tenía su vida ocupada, y en cierta forma, era satisfactoria. En cierta forma… todo andaba bien siempre que no pensara en Inglaterra. En Joan.
Había maneras de no pensar en Joan. Estaba su trabajo, el que realizaba en forma insaciable, contento de que una tarea le absorbiera la mente por completo, mientras estaba despierto. Y cuando su cuerpo necesitaba el solaz que ninguna cantidad de trabajo podía proporcionarle, iba a Strand, donde Marion tenia su "bungalow".
Marion era buena para él, y a él le gustaba pensar que también era bueno para Marion. Tenía treinta y cinco años, suave, de músculos firmes, y capaz. Era una diseñadora de vestidos y considerada como excéntrica porque vivía cerca de la playa, todo el año. No le gustaba asistir a fiestas, y no quería casarse. David estaba encantado de que ella no quisiera casarse. Se complementaban. Eran francos entre sí, algunas veces ni se veían durante un par de semanas, porque uno de ellos lo había decidido así o, más a menudo, porque dejaban que sucediera... y no se hacían preguntas. Tal vez hubiera habido algún hecho desagradable en su vida que la hubiera asustado acerca del matrimonio. Era raro, porque era una mujer cálidamente sensual. Era parte de su pacto tácito, no hacerse preguntas. Ella sabia que David había venido de Inglaterra, pero no quería saber por qué; o, si deseaba saberlo, se las arregló para reprimir su curiosidad.
David no era feliz, pero estaba satisfecho durante esos espacios de tiempo. Al final del primer año se encontró con que las cosas andaban tan bien, que personalmente no tenía bastante que hacer, y entonces propuso una mayor expansión, persuadiéndose a sí mismo de que la firma podía soportarla, pero sabiendo también que él, personalmente, lo necesitaba.
—Usted debería exigirse menos —dijo Mrs. Voorhees, cuando él le indicó sus nuevos planes, pero lo dejó hacer; y trascurrió un año más sin mucha pena.
Entonces Marion anunció que dejaba el Strand. Se iba a Nueva Zelandia... No sabía por qué había elegido Nueva Zelandia. Era otro país nuevo y otro país virgen, y probablemente no lo encontraba demasiado diferente de éste. Pero sentía que aquí ya no había nada más que hacer; tenía que cambiar.
En la oscuridad, en el familiar bungalow y con la familiar suavidad de la espalda de Marion bajo sus manos, cuando ella se reclinó satisfecha contra él, David preguntó:
—¿Quieres que vaya?
—No. No lo creo, mi querido.
—No quiero quedarme aquí para siempre...
—No —dijo ella, besándole el hombro— tú quieres volver a Inglaterra.
—Estás equivocada.
—Eventualmente —dijo ella—, tú volverás a Inglaterra. No sé por qué, y tampoco sé qué es lo que te espera allá, o no te espera, según el caso... Pero con seguridad volverás.
Él quería retenerla, y al mismo tiempo sentía que sería injusto —para ella más que para él— por muy segura de sí misma que pretendiera estar. De manera que la dejó ir, sintiéndose solo por un tiempo, pero se repuso.
—Trabaja demasiado... —ahora Mrs. Voorhees estaba tomando la costumbre de insinuar variaciones sobre el tema en la mayor parte de sus conversaciones—. Usted debería descansar... Edward.
Se había convertido en Edward. Ella hablaba de él como Edward, con convicción, y él comenzó a creer que, después de todo, podía ser su verdadero nombre... Luego le llevó a comprender que su nombre era Emma y que no se opondría a que el la llamara así.
Ahora iba a visitar la fábrica dos o tres veces al mes.
—No debo descuidar mi propiedad —dijo ella con su risita dura. Pero cuando estaba allí, no prestaba mayor atención a su propiedad; sólo escuchaba a David, cualquier cosa que éste dijera.
Una vez la llevó de vuelta hasta el Paso de Sir Lawry. Se detuvieron, apartándose del camino, porque ella se lo pidió. La vista que se extendía desde la planicie del Cabo hasta Table Mountain era perturbadora en su claridad y, allá lejos, en la bahía, el agua brillaba con inalterable resplandor sus ondas dominadas por la inmóvil brillantez trasformadas en un espejo ondulado.
—Usted no necesitaba ya estar todo el tiempo en la fábrica —le dijo—. La ha dirigido espléndidamente... podemos poner otra persona como supervisor, y usted podría trasladarse a la oficina de Capetown. Sería mucho menos agotador.
—Pero, ¿qué haría yo allí?
—Menos de lo que está usted haciendo ahora. ¿Seria tan terrible? —lo miró directamente—. Si usted quiere, puedo... convertir la parte posterior de mi casa en un pequeño departamento para usted. Le ahorrará el tener que pagarse alojamiento. ¿Usted... no querrá estar siempre solo, verdad?
Ella no lo miraba, y su perfil no traducía nada. Pero su voz lo traslucía todo. Él no podía darle ninguna respuesta que la satisficiera... ninguna respuesta más que una... que no estaba en él darla.
—Es muy amable de su parte. Le estoy agradecido. Pienso que es una idea maravillosa, pero...
—¿Pero?
—Me he acostumbrado a estar en el lugar de trabajo, cuidando las cosas a medida que se desarrollan, observando todos los procesos... ¡observando cada manzano a medida que crece! —trató de que su risa sonara ligera y fácil.
—Usted trabaja demasiado —era una frase conocida. Muchas cosas sobre su vida se estaban haciendo muy familiares, y estaban atándolo gradualmente, poco a poco—. Usted se entrega a las cosas en cuerpo y alma, ¿verdad?
Esas palabras levantaron un eco. El eco de una antigua acusación... la voz de Joan diciéndole que debía pensar más en su vida privada, y menos en Metcliffe.
Supo que debía volver a Inglaterra. Indudablemente no podía quedarse acá, fomentando esperanzas sentimentales falsas, en esta mujer que había sido tan buena con él, pero por la que no sentía más que un afecto de camarada. Marion tenía razón. Tarde o temprano, volvería a Inglaterra. Estaba cansado del sol de este lugar, de su dura luminosidad. Quería la luminosidad de la ciudad sucia, y sus teatros... y Wimbledon.
Se mudó a las zonas viñateras por un tiempo, pero ahora que estaba en vísperas de marcharse, supo que sólo podría haber un destino.
Emma lo había convertido, si no en un hombre rico, por lo menos en un hombre que podría costearse la vida, y tener un capital para invertir. No mucho; pero sí suficiente. Bastante para empezar un pequeño negocio, que pudiera ocupar totalmente su pensamiento, para no caer en la tentación de ver a su madre o a Joan.
Volvió a Londres, no a buscar amigos que ya no podían serlo, ni a buscar aquellas personas que sólo se perjudicarían con su regreso; retornó a Londres, porque Londres era lo que le pertenecía y donde tenía que estar. Con terquedad; insistió en no entrar en contacto con nadie que ya conociera. Con terquedad, comenzó a construir su propia vida interior, su vida, su propia vida material, con Roger Schofield come único compañero.