CAPÍTULO PRIMERO
LAS OFICINAS de Hendersley Supplies estaban en una plazuela escondida detrás de una de las más estrechas y concurridas calles de la ciudad. La pulsación del tránsito entraba a la plazoleta a través de una arcada, pero en la plazoleta misma había una iglesia antigua con un pequeño parche de césped enfrente de ella, y un solo árbol que se elevaba audazmente, desafiando las altas construcciones. David recordaba las oficinas de Metcliffe en ese mismo edificio. La atmósfera de Londres era tan fuerte aquí como había sido allá; desde la ventana de la gran habitación de Theo, se veían los mensajeros de los bancos, siguiendo su camino a través de la entrada, y los rojos ómnibus avanzar pesadamente entre el tránsito, abriéndose camino entre los camiones y los taxis.
Bostezó. No había dormido bien. Toda la noche había estado estremecido, entrando y saliendo de sueños espasmódicos. Mientras estaba acostado y despierto, se había aferrado a un nombre entre los nombres de los directores de Hendersley, Y trató de hacerlo coincidir con una historia que tuviera sentido. Luego, buscando nuevos hechos salientes, había imaginado tonterías, dando vueltas entre sombras para despertar nuevamente con sobresalto, con otro nombre y otras teorías.
El día de hoy podría traer el fin de la pesadilla. O podría llevarlo a una pesadilla mayor. Esperaba que Roger supiera lo que estaba haciendo. Roger era un buen abogado de causas perdidas... pero éste era un caso que tenía que ser ganado...
—Bien. Todos estamos aquí —dijo Margaret Kingsley que parecía completamente aliviada y, al mismo tiempo, sorprendida.
—Todos, exceptuando el viejo Cruickshank —contestó Stanley Littlefield, escrupulosamente preciso.
—Mr. Cruickshank tiene que pasar una hora con un cliente en Slough. Volverá a su oficina a las once, y luego vendrá directamente acá, salvo que le avisemos por teléfono que está todo arreglado. y aun así —dijo Margaret—, imagino que querrá estar presente para oír el dénouement —consultó a Roger—. ¿Comenzamos?
—Comenzaremos donde dejamos—agregó Roger y encaró a la asamblea—. Anoche anticipé a Mrs. Kingsley la teoría de que si David Newman es inocente... como tenemos todas las razones para suponer... y uno de sus ex colegas es culpable, esa persona puede, muy bien, estar planeando otro golpe. También sugerí que, por lo menos por ahora, será mejor decir a los miembros del directorio que cualquiera que este planeando viajes al continente en un futuro cercano, lo posponga.
—Eso es imposible —dijo Roy Morgan, con renovada truculencia por el descanso de la noche—. Mis clientes me estarán esperando.
Margaret miró a Roger con una expresión significativa.
—¿Cuándo debe ir usted? —preguntó Roger.
—El próximo martes.
—¿Advierte usted el riesgo que va a correr? —dijo David.
—¿Qué está tratando usted de insinuar... que yo soy el maldito sinvergüenza?
—De ninguna manera. Sólo que, como yo, usted puede ser la maldita víctima.
Esto silenció a Morgan en una forma más efectiva. Joan Henderson, que estaba sentada en la silla de su marido mientras él estaba encaramado en el borde de su escritorio, dijo:
—Theo, nosotros vamos a Suiza el próximo lunes.
—Y no vamos a cambiar nuestros planes por nadie —expresó Theo—. Lo lamento, Margaret, pero si cancelamos nuestros pasajes, no conseguiremos otros.
David hizo una rápida apreciación del perfil tosco y decidido de Theo. Podía haber sido Theo. Todavía no había descartado la posibilidad de que Theo fuera el culpable. Pero esa expresión desafiante la había visto muchas veces. Podía sólo significar que Theo, habiendo resuelto tomar vacaciones, tenía el decidido propósito de hacerlo, por muchas objeciones que provocara. Ese era Theo.
—Roger... No estoy tan seguro de que me hayas ayudado —dijo David—. Si no hubieras planteado este asunto, diciéndole a todo el mundo que había la posibilidad de un segundo desfalco, entonces, a lo mejor, hubiera sucedido, y eso, automáticamente, hubiera aclarado mi situación. Ahora lo haces tan difícil para el ladrón, que puede cambiar de idea, y eso me dejará donde estoy.
Roger meneó la cabeza.
—Nada va a quedar como estaba. En primer lugar, creo que nuestro amigo ya ha empezado sus maquinaciones. Creo que habrá extendido sus operaciones a un período mayor de tiempo. Esa es la razón por que estamos reunidos aquí hoy. Los bancos aún no están abiertos, pero el personal ya está allí. Podemos comenzar a hacer preguntas... preguntas vitales.
Colin Newman se puso de pie.
—Sí —murmuró—. ¿Theo, puedo usar su teléfono?
—Por supuesto.
Colin tomó asiento al lado de Theo, y acercó el teléfono. Marcó un número que le era familiar, evidentemente. Hubo un silencio en la habitación. En ese ambiente, el ruido del tránsito parecía aumentar. Un muchacho cruzó silbando el atrio, y en alguna parte, el panel trasero de un camión, crujió.
—Mr. Gordon, por favor —pidió Colin.
El sol brillaba en una ventana, frente a la plazoleta. Una muchacha la empujó, y luego se puso a arreglar una pila de papeles, volviéndolos metódicamente, mientras tomaba notas con un lápiz. Las oficinas y las calles palpitaban de vida.
—Mr. Gordon ... lamento interrumpirlo a esta hora de la mañana, pero... ¡Oh!... Colin Newman está hablando. Sí, sí. Gracias. Mr. Gordon, ¿recuerda usted el desgraciado asunto de Metcliffe Distributors...? ¿Mmm...? No. No pensé que lo recordase. Bien. Hay una probabilidad... muy débil, tal vez, de que pueda producirse una repetición. Naturalmente, queríamos tomar algunas precauciones.
—Dígale... —intervino Theo.
—Deje a Colin que maneje este asunto —interrumpió Margaret. No apartaba sus ojos de Colin.
Por un momento, David tuvo la absurda idea de que no había nadie en el otro extremo de la línea telefónica; que su hermano estaba representando una parodia y que, más tarde, durante ese día huiría. Pero eso era demasiado parecido a su mundo de sueños, para ser concebible a la clara luz de la mañana. Esto era algo que Colin tendría que jugar limpiamente, aun en el caso de ser culpable.
¿Colin... ? Su mente había vuelto a contemplar esa posibilidad. Lentamente, estaba volviendo al ritmo de la loca danza de la noche. De Theo a Colin, a Roy Morgan, a...
¿Mrs. Kingsley?
Sabía que Angela Forrest lo estaba observando. Había sombras oscuras bajo sus ojos. Parecía como si ella también hubiera pasado la noche en vela.
Ella le sonrió tímidamente, tratando de estimular su confianza.
—Lo que quiero que ustedes hagan —estaba diciendo Colin— es que me den los detalles de cualquier formulario de solicitud de trasferencia en libras esterlinas que tengan ustedes, a nombre nuestro, y que todavía no haya sido pagado. ¡Oh...! Y si alguno ha sido pagado ya, también sería interesante saberlo.
—Verdaderamente, que lo sería —murmuró Jackson Hibbert.
Colin puso el receptor debajo de su cara y balanceó suavemente la pierna derecha.
—Si David es inocente, Margaret, ¿qué harán respecto a ello, usted y los otros directores? —preguntó Joan,
—¿No cree usted, querida mía, que es mejor que esperemos un poco? —gruñó Hibbert—. Quiero decir, ¿hasta que estemos seguros? Francamente, en cuanto me concierne, creo que sería mucho mejor seguir en nuestras tareas, y que la policía se ocupe de este malhadado asunto.
—Mmm... —murmuró Theo, abstractamente, en aparente acuerdo.
—Dígame Theo, ¿cuáles partes de Suiza piensan visitar Joan y usted? —preguntó de improviso Stanley Littlefield.
—¿Es ésa una pregunta específica, o es general?
—Es una amistosa curiosidad, nada más. Si la pregunta le molesta entonces, por supuesto, no necesita responderla.
—¿Por qué habría de molestarme?
Joan interrumpió a su marido rápidamente:
—Intentamos pasar unos días en Montreux y el resto del tiempo en Lucerna, navegando.
—Desearía algunas veces ser más joven —suspiró Littlefield.
David se abstuvo de decir en voz alta que el pobre Stanley Littlefield nunca había sido joven. Siempre había sido fastidioso y viejo, por naturaleza, confeccionando sus intrincados sistemas que habían de simplificar las cosas, pero que nunca lo hicieron. Aun si alguno de sus esquemas hubiera sido el desfalco del dinero, era incapaz. de sacarle placer.
—Esta maldita espera me está poniendo nervioso —dijo Roy Morgan. Nadie le prestó atención. Por un minuto guardó silencio, y luego volvió a decir—: Aún sigo creyendo que estamos ladrando al árbol equivocado. Este Schofield nos ha desviado. Y lo ha hecho deliberadamente para ayudar a su precioso compañero David. Quiero decir, mírenlo... no ha dicho una sola palabra que nos haya probado ni a nosotros ni a la policía, que estamos equivocados con respecto a David. Todo lo que ha hecho es lanzar una alternativa improbable, y que cada uno sospeche del otro. Hemos sido un lote de idiotas. Si yo fuera usted, Colin, colgaría ese maldito teléfono, y dejaría de hacer perder tiempo a todos. Yo...
—Hola, Mr. Gordon —dijo Colin repentinamente por teléfono—. No. No importa. No importa nada. Bien, ¿qué es lo que hay? —esperó. Luego asintió con la cabeza, con alivio—. ¿Schmidt, Holberg y Muller? Sí, ésa es. La mandé yo mismo ayer. Pero la anotaré, lo mismo —acercó el anotador de Theo y buscó un lápiz—. ¿Podría darme el número del formulario...? H.U./584361. Gracias. ¿Y la cantidad...? ?. 8,304. 17. 11. ¡Ya está! ¿Cuál es la otra? —hizo una serie de puntos en la hoja; luego quedó paralizado—. ¿Qué...? ¿Johann Hertzberber? No lo conozco. ¡Oh, Dios...! ¡De manera que todo ha vuelto a suceder! Espere un minuto...
Se volvió hacia los otros, pero ya había una gritería. David fue el único que permaneció en silencio. Sintió una salvaje y sorda alegría en su pecho. Subió también hostil su garganta, amenazando ahogarlo.
Sintió una mano en su brazo. Se volvió. Era Joan, sonriente.
Se sintió avergonzado de haber dudado de ella, porque se dio cuenta de que ella, en lo intimo de su ser, nunca había dudado de él.
—¡No puedo oír lo que dice! —gritó Colin. Cuando el clamor cedió, habló nuevamente por el aparato—. Lo siento, Mr. Gordon. ¿Querría usted repetir eso…? ¿Y el número? Z.M./962498. ¿Y la cantidad? ¡Uff! ?.15,251. 3. ¿De quiénes son las firmas? —miró significativamente hacia los asistentes—. Morgan y Henderson. Comprendo.
—¿De manera que yo iba a ser la víctima? —gruñó Roy Morgan—. ¡Dios...! ¡Qué escapada...!
—Eso queda por verse —dijo ominosamente Hibbert.
—¿Qué demonios trata usted de insinuar?
—¡Por favor, ustedes dos! —Colin suplicó—. ¡Por favor! No, Mr. Gordon, lo siento. Ese formulario es una falsificación. ¡Por el amor de Dios!, reténgalo. No lo pague. ¿Qué...? —la exclamación fue como un latigazo que los sumió a todos en una nueva angustia—. Sí. Por favor. Déme los detalles —tapó con la mano la bocina del teléfono y trató de dar una explicación a los presentes—. Hay dos formularios más, que entraron ayer tarde, y que estaban preparándose para ser enviados al Banco de Inglaterra esta mañana —comenzó a escribir nuevamente en el anotador—. Sí —dijo sobriamente—. Son otros dos fraudes. Sí, estoy de acuerdo. Bien, Mr. Gordon. Usted no aceptará ninguna otra trasferencia en nuestro nombre, hasta que yo vaya a verlo. Ahora por la mañana, más tarde. Tan pronto como pueda hacerlo...
—Un minuto, Colin —interrumpió Margaret extendiendo la mano para evitar que colgara el receptor.
Él la miró y luego comprendió lo que ella intentaba.
—Un segundo, Mr. Gordon. ¿Querría repetir usted esos detalles a Mrs. Kingsley?
Le pasó el teléfono. Margaret se aproximó al anotador.
—Adelante. por favor, Mr. Gordon.
Colin, apartándose del escritorio, se dirigió a su hermano. Puso las dos manos sobre los hombros de David, apretándoselos.
—David…felicitaciones. Esto te reivindica por completo. ¡Estoy tan contento! Tú sabes lo contento que estoy, ¿no es cierto?
—Sí —dijo David secamente.
Stanley Littlefield estaba avanzando hacia él.
—Puedo felicitarlo yo también. Siempre me resultó difícil creerlo. Es cierto lo que le digo.
Ahora, todos estaban rodeándolo, con excepción de Margaret Kingsley, que estaba terminando su conversación telefónica, y Angela Forrest, que estaba parada, perdida y confusa, cerca de la ventana.
—Esperen un minuto —David dijo con más firmeza. Ahora era muy fácil para ellos palmearle la espalda, estrechar su mano. Era bastante fácil para ellos asegurarle que siempre habían sabido que esto terminaría así. Volubles expresiones de fe, llegan más bien amargamente, después de años de incredulidad. De todas maneras, uno de ellos estaba mintiendo. Concluyó—: Gracias. Muchas gracias. Tomo las felicitaciones por presentadas —no le importaba lo grosero que pudiera sonar—. De todos, excepto de uno de ustedes —Joan todavía estaba a su lado. Se volvió hacia ella—. Bien, Joan, ¿y tú...?
—Ya te lo he dicho. Estoy muy contenta, David. Tú lo sabes.
—Pero te he perdido, ¿no es así?
Ella bajó los ojos. David casi no había tenido necesidad de hacer la pregunta; la respuesta había estado implícita desde el primer momento. En cierta forma, no se sentía desdichado. La imagen de ella lo había rondado durante años, a pesar de sus intentos por exorcizarla, pero ahora se estaban apartando formal y definitivamente, uno de otro.
—Querido David, ¿qué quieres que te diga? Nos perdimos mutuamente hace seis años. Suponiendo que te dijera que dejo a Theo, hoy, para volver contigo... ¿Crees sinceramente que aún podría darte lo que estas buscando?
—Lo que tú me estás diciendo es que Theo es la persona para ti.
—Es la única persona para mí. Perdóname, David.
Perdonada... ¿por decir la verdad, tan tranquila y dulcemente? La mujer que había estado recordando durante tantos años, ya no existía. Ella no le debía felicidad... no estaba allí para serle fiel… y él tampoco se la debía.
—Buena suerte, querida. Y para usted, Theo. Pero si alguna vez sé que usted no la hace feliz...
—No se preocupe, David, podré perder cualquier cosa, pero tendré sumo cuidado en no perder a Joan.
—Hablando de perder cosas —Margaret colgó el teléfono, y se acercó a ellos—. Nos hemos salvado de una gran pérdida, verdaderamente. Miss Forrest, siempre me he considerado una mujer muy decidida, pero no creo que hubiera podido hacer lo que usted ha hecho por nosotros. Siento mucho lo que ha sufrido usted durante todos estos años; pero estoy muy agradecida a los resultados que ha alcanzado. Usted me ha salvado, personalmente, una enorme cantidad de dinero, y creo que ha salvado a Hendersley Supplies.
—Gracias, Mrs. Kingsley —dijo Angela con una voz apretada y triste—, pero aún no sabemos quién robó ese dinero.
—¿Qué otra cosa podemos hacer, mi querida? Sólo puedo sugerir dejar el asunto en manos de la policía.
—Pero, entonces, escapará... —exclamó Angela—. Sé que huirá.
—Lo siento, pero...
—Su dinero está seguro ahora. ¿Eso es todo lo que le importa a usted? —se sentía perdida y no sabía qué hacer. David la comprendió; la acusación contra él y los años de odio consiguientes que se escurrían ahora entre sus dedos, destruían la finalidad de su vida; y todavía la terrible pregunta estaba sin respuesta. Dijo con desesperación—: ¿Es que a ninguno de ustedes le importa quién mató a mi padre?
Jackson Hibbert trató de parecer paternal, sin mucho éxito.
—Miss Forrest, hasta ahora le ha ido muy bien tomando la ley en sus propias manos... pero hay una ley, y no debe olvidarlo.
Ella se volvió a Colin.
—¿No puede usted hacer nada? Usted tiene los números de esos formularios fraudulentos. ¿No pueden servir en alguna forma?
Pero esto era algo que ella misma debía saber. Había trabajado bastante tiempo en Metcliffe, para saber el procedimiento. El Banco de Inglaterra emitía formularios de trasferencia, indiscriminadamente a otros bancos, sin guardar ningún registro. Sólo cuando los formularios eran llenados y firmados, se hacía la anotación de sus números. Si ella o cualquier otra persona quisiera conseguir un formulario de trasferencia de un banco a otro, para ser pagado, sería aceptado sin objeción alguna.
—¡Ustedes se llaman personas inteligentes! —exclamó furiosa, próxima al llanto—. ¡Mis jefes! Sin embargo, en un momento como éste, nadie puede pensar en nada —buscó ayuda de afuera—. Mr. Schofield, usted parece ser el único sensato aquí.
Roger sonrió por el cumplimiento, pero antes de que pudiera justificarlo, Colin estaba diciendo:
—Un minuto. Tengo una idea. Tengo formularios de repuesto en la oficina. La otra vez el desfalcador se sirvió de uno de ellos, y desde entonces los tengo guardados bajo llave. Esta vez habrá tenido que ir a su propio banco, y sacar uno del mostrador. ¿Mrs. Kingsley, puede darme la lista?
Margaret aún tenía el anotador en la mano. Colin estudió su propio garrapateado manuscrito.
—Schmidt, Holberg y Muller. H.U./584631. Este es uno de los nuestros. Z.M./962498, 99 y 500. Las tres fraguadas corresponden a otra serie. Ahora voy a escribir abajo los bancos privados de cada uno de los directores. Podemos tener suerte. Miss Forrest, ¿quiere usted telefonear a estos bancos. —estaba garabateando los nombres a medida que hablaba— y pedirles que busquen la serie de los formularios para trasferencia de esterlinas que tengan en existencia? Y si cualquiera de esas series coincide con la Z.M., sabremos quién es nuestro pequeño estafador.
—Brillante sugerencia —dijo Hibbert—. Tengo que felicitarlo, Colin.
—Esto llevará tiempo .—dijo Theo—. Miss Forrest, vez sea mejor que utilice el teléfono en su oficina.
Colin terminó la lista y se la dio a Angela. Ella se dirigía hacia la puerta, cuando Hibbert preguntó:
—¿Puedo ver eso, Miss Forrest?
—¿Por qué? —preguntó Colin.
—Para asegurarme de que usted ha puesto el banco que le corresponde a su nombre —dijo Hibbert cautelosamente. Tomó el anotador de manos de Angela y lo miró. Luego sonrió, y con tranquilidad se lo devolvió a Colin—. Usted, ni siquiera ha puesto su nombre aquí.
David pestañeó. No podía ser: no podía volver a la premisa de la cual había partido. Todo el asunto lo estaba mareando. Se apartó del grupo y por un momento se recostó contra la pared, entre la ventana principal y la puerta. La muchacha de la ventana de enfrente, volvía metódicamente los papeles, pasando la mañana en un ritmo familiar.
Sería bueno salir de esta oficina, de las polvorientas y calurosas calles de la ciudad, buscando calles más anchas y el aire más fresco de las plazas arboladas. Esto no podía continuar demasiado.
Colin dijo:
—Qué tontería de mi parte... Exactamente el tipo de cosas que uno olvida. No pensé...
Lo observaron en silencio acusador, mientras escribía su nombre y el de su banco. Hibbert le echó otra mirada, y asintió.
—Sólo estoy controlando, ¿sabe?
Angela tomó la lista. David de pie junto a la puerta, la abrió para dejarla pasar.
—Yo...
Lo había perseguido durante tanto tiempo, tan encarnizadamente; y ahora sabía que era inocente. Él quiso ahorrarle la pena de que le dijera algo, pero ella continuó:
—Lo siento —dijo suave y contritamente.
Él le abrió la puerta:
—Buena suerte, querida mía.