Capítulo 4
Una vez su cuñado, José Becerra, hubo terminado de examinar a la reciente viuda, Javier entró en la sala número 1 y se sentó frente a ella. El rostro de Susana Olaizola tenía un aspecto decrépito, con las heridas en su rostro aún latentes por la agresión de su finado marido y los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto y los golpes recibidos. A Javier le vino a la mente el sueño que había tenido la noche pasada. Esa piltrafa de mujer era igual que aquella con la que había soñado y tan distinta a la que sonreía feliz mientras posaba para la cámara con la intención de atrapar un instante de felicidad. Él no podía reprochárselo a Susana, pues también intentó mucho tiempo atrás retener un beso, un abrazo, un pellizco de amor en una fotografía. En el fondo, jamás lo consiguió, ni siquiera cuando abandonó las fotografías e intentó conservar en su mente los sentimientos más profundos hacia Clara: su media sonrisa enseñando los dientes, las caricias con su pelo moreno enredándose entre sus dedos, y aquellas en las que se deslizaban por el cuero cabelludo vacío de su cabello que siempre había olido meloso cuando hacían el amor. La quimioterapia había acabado con el aroma de miel de su piel y con la viveza de sus ojos castaños que desnudaban su alma de rudo policía en solo un segundo. Ahora se sentía perdido sin ella, como un náufrago cuyo navío flotaba a la deriva consumiéndose en las llamas de la desesperación. Cuando el barco arde, el amor termina extinguiéndose, pensó. ¿Hacia qué rincones oscuros debía navegar para hallar la verdad? ¿Hacia la certeza que muchos tenían de que las cosas ocurrían para llegar a algún fin determinado que escapaba a la comprensión de mentes tan vulgares como la suya? Javier se estrujaba los sesos para entender qué fin de mierda había tenido la muerte de su esposa. Él era una persona metódica; siempre se movía a base de pruebas materiales y deducciones basadas en las mismas; no obstante, esa soledad dolorosa carecía de todo aquello que hacía de su trabajo una labor de cirujano mental. Sin embargo, la vida no contenía la lógica de una ocupación laboral por más que esta fuese el culmen que lo acercara a impartir justicia.
—Jefe, ¿se encuentra bien? —le susurró Noriño al oído.
Javier asintió y luego se removió en su asiento como si acabase de salir de algún extraño trance y necesitase volver a ubicarse. Miró a su alrededor y vio al inspector Noriño a su derecha, de pie. Enseguida clavó su mirada en la viuda de la víctima y su rostro dibujó una mueca forzada que pretendió ser una sonrisa.
—Buenos días, señora Olaizola —saludó en tono cortante, a lo que ella contestó con un leve murmullo—. Soy el inspector jefe Javier Solbes.
Ni siquiera se molestó en presentar a su compañero. Susana no contestó. La atmósfera que se respiraba entre ellos dos era tan densa que casi podía cortarse.
—¿Desde hace cuánto tiempo recibía malos tratos de su marido? —inquirió sin ningún tacto.
—Él nunca me ha maltratado —respondió con un hilo de voz.
A Javier no se le escapó el detalle de que esa mujer hablaba de Iván Bellido en presente, como si aún estuviese vivo.
—Hasta ayer —apostilló Noriño.
—Aquel no era mi marido. —Susana movió insistentemente la cabeza de izquierda a derecha—. Nuestro matrimonio estaba acabado, eso lo sabíamos los dos, pero él nunca me levantó la mano. Discutíamos casi constantemente y yo ni siquiera soportaba su aliento a tabaco. Pensaba dejarlo...
—¿Desde cuándo tenía tomada esa decisión? —atacó Javier, cortante y directo.
—No sé... No puedo decírselo con exactitud. Es algo que llevo sopesando demasiados años pero que nunca me he atrevido a hacer. Aunque creo que fue a partir de la semana pasada cuando comencé a tomármelo en serio.
La madrugada del miércoles al jueves tuve una experiencia extraña, como si un espíritu me susurrase al oído un mensaje que tardé en procesar, aunque al levantarme dudé si había ocurrido de verdad o se trataba solo de un sueño. Esa mañana, la del jueves pasado si no recuerdo mal, Iván se había levantado de mal humor. No había dormido bien y la carencia de sueño le provocaba una continua verborrea, un susurrar entre dientes que siempre me sacaba de quicio porque solía convertirse en la primera señal de que se acercaba una discusión.
—Hace frío, ¿no te parece? —comentó mientras encendía un cigarrillo con ansiedad bajo el dintel de la puerta del dormitorio.
—No fumes aquí. Sabes que no lo soporto —le respondí desde la cama sin molestarme en mirarlo. No solía hacerme el más mínimo caso y tampoco lo haría esta vez, así que seguí escribiendo en el diario, que tenía apoyado en mi regazo, las sensaciones de la noche anterior, del extraño suceso que ocurrió de madrugada.
—¿Qué estás escribiendo?
Levanté el bolígrafo del papel, alcé la vista y lo miré, o más bien, hice que lo miraba. No me importaba nada de lo que pudiera decirme, no me importada nada él, sus gritos, sus voces, su actitud autoritaria.
—Nunca te ha interesado lo que escribo en mis diarios —protesté alzando la barbilla con dignidad.
—Pues ahora sí me interesa —me replicó sin amedrentarse.
—No fumes aquí, por favor —rogué hastiada, ignorando por completo el repentino interés de mi marido por las palabras que estaba escribiendo y volviendo a lo mío.
—¿No dices nada? —insistió.
—¿Qué quieres que te diga? —le respondí con otra pregunta, sin despegar los ojos del cuaderno.
—¡No me ignores, joder! —gritó Iván dando un fuerte puñetazo en el marco de la puerta.
Dejé sobre la cama el diario y le lancé una mirada repleta de reproche a la vez que sentía crecer mi osadía dormida. No titubeé. Mi miedo, mi respeto, la losa que me aplastaba, se volvió liviana en ese momento y le grité:
—¡¿Cómo te atreves a decirme eso?! Tú llevas ignorándome diez años.
Iván no supo qué responder; simplemente se fue de la habitación aún más encolerizado pero sin atreverse a enfrentarme. Por primera vez en no sé cuántos años.
—Me marcho al trabajo —me gritó desde el salón.
Ni me molesté en contestar. Había reanudado mi escritura, sentada encima de la cama sin hacer. Mi mente se esforzó en recordar: el susurro misterioso, la caricia que rozó mi piel, la sombra estática del sauce llorón, la alucinación que me hizo vislumbrar el contorno de una figura humana en la oscuridad. Iván no sabía nada de eso; jamás se me ocurriría perder el tiempo en contárselo. No lo tomaría en serio y pensaría que, además de una inútil, también estaba loca; sin embargo, yo creía firmemente en lo que había sentido y escuchado, el frío y las palabras que apunté en el cuaderno: He venido a ti.
Cerré el diario y lo guardé en el último cajón de la mesilla. Tuve la tentación de dejar la cama sin hacer en un acto de rebeldía, pero la costumbre pudo más y me puse a la tarea sin dejar de pensar en lo que acababa de escribir.
En la cocina me esperaban los platos de la cena y la taza de café negro que Iván tomaba antes de irse a trabajar. Miré el reloj y vi que aún no eran las nueve. Iván se había marchado demasiado temprano. Me alegré.
La cocina olía a tabaco. La taza sin apurar estaba llena de cenizas. Era algo que odiaba, pero él seguía haciéndolo día tras día sin importarle mi repulsión. Evité acercar la nariz, pues sabía que sufriría un golpetazo en mi olfato y mi recuerdo al percibir la pestilente mezcla de olores: café y tabaco. Café solo y tabaco negro como el que fumó mi padre hasta que Dios se lo llevó al otro mundo. El aroma que se había ido convirtiendo en el de Iván y que me asqueaba como un incesto.
Por eso jamás desayunaba con él. Cuando me quedaba sola, me servía un capuccino muy caliente y lo saboreaba mientras miraba a través de la ventana, observando el sauce llorón; luego, lavaba los platos y me vestía para visitar el cementerio.
Esa mañana me puse, como de costumbre, una sencilla camiseta de manga larga y unos vaqueros. En tiempos había sido una de esas mujeres que se acicala a conciencia antes de salir a la calle, pero hacía mucho tiempo que me limitaba a desenredar el cabello, perfilarme los ojos de forma ligera y vestirme con lo primero que encontraba en el armario, donde los pantalones, camisetas y ropa deportiva habían ido ganando terreno a los bonitos vestidos de colores alegres que realzaban mi figura. Los comentarios de Iván hacia ellos me habían hecho desistir y, con el tiempo, acabé vistiendo de la forma que menos llamase su atención, por no oír su sermón más que por otra cosa: Se te ven las tetas con ese escote, esa falda es demasiado corta, vas enseñando todo por ahí, pareces una fulana con esa ropa tan ceñida... Al final, había acabado vistiendo de cualquier manera, con ropa holgada para ocultar mi figura. También había desistido de llevar tacones. Siempre me ha gustado la forma en que contornean mis piernas, pero había dejado de usarlos hace tiempo. Mi marido era atlético y no tenía mala estatura, pero con mi metro setenta y tacones de aguja, parecía más alta que él y eso a Iván lo encolerizaba.
Así que, como siempre, me calcé unas manoletinas, me cubrí con una gabardina por si llovía y me miré al espejo. Estaba decente y no llamaba la atención. Justo lo que necesitaba para evitar conflictos.
—¿Volvieron a discutir ese día? —preguntó Javier Solbes intentando encauzar su desahogo, que no parecía aportar mucho a la investigación.
—Esa misma noche...
» Acababa de llegar al portal. Como cada mañana, abrí el buzón de la misma forma automática que lo hacía siempre. Encontré mi nombre en el anverso de una carta con letras de trazos ligeros. La fecha del matasellos estaba tan borrosa que resultaba ininteligible. Le di la vuelta, el lugar reservado para el remitente estaba en blanco. Pero no me importó. Hacía años que no me escribían una carta de verdad. El cartero solo me trae correspondencia bancaria y una carta manuscrita se convirtió en ese momento en el mayor de los tesoros, como quien tiene en sus manos al último ejemplar de una especie en peligro de extinción.
» Subí las escaleras como loca, no esperé a que viniera el ascensor. Luego, me precipité a abrir la puerta, tiré el bolso en el sofá y me dispuse a abrir aquel tesoro con la impaciencia de una niña desenvolviendo un regalo de cumpleaños. En su interior, unas letras con los mismos trazos suaves característicos de la estilográfica me revelaron un mensaje jamás imaginado.
—Léalo usted misma —espetó Solbes en el momento de tirar los tres sobres protegidos por fundas transparentes que ya habían sido procesados por la Policía Científica.
Susana abrió la boca de manera desmesurada y acercó su mano temblorosa para coger la primera de las misivas que había recibido. Sin dejar de temblarle el pulso, comenzó a leerla en voz baja y cargada de emoción, como si hablara consigo misma y el mensaje volviera a llenar su ánima de luz.
Amada Susana:
Seguro que ya no te acuerdas de mí, de aquel chico que se quedaba hipnotizado ante tu presencia y que jamás tuvo la valentía de confesarte su amor. Estuve enamorado de ti desde el mismo momento en que tu sonrisa arrebató mi alma cuando esta se encontraba perdida.
Han pasado años, mi amor. Demasiados para que nuestras mentes puedan llegar a recordar la inocencia de nuestros deseos. La vida ha castigado cada una de nuestras ilusiones y los dos, porque sé que tú también lo sufres, nos hemos visto obligados a vivir una mentira dentro de nuestro secreto. No te preguntes a qué me estoy refiriendo. Hablo de los dos, de la felicidad que nos negamos: tú por la ignorancia y yo por mi cobardía.
Te viste envuelta en el resplandor falso de Iván. Tú jamás te molestaste en mirar de soslayo a aquel que por siempre te amó cuando nuestros corazones jóvenes buscaban el refugio de la pasión; pero no es tu culpa, sino mía por dejarme arrastrar a un conformismo estéril. Pensaba que el destino te traería a mí sin necesidad de arriesgar nada. Y ahora soy yo el que obliga al destino a que nuestros sueños se cumplan y nuestras esperanzas se renueven bajo el abrazo del amor que te profesé eternamente. Sí, ya te escucho decir que la palabra eternidad es demasiado grande; sin embargo, jamás lo ha sido tanto como mi amor hacia ti desde la noche en que acaricié tus mejillas pálidas y frías.
Recuérdame, pues te amo.
Al terminar, dejó caer la carta sobre su regazo y su cuerpo se estremeció.
—Nadie me había mandado una carta de amor así. Iván nunca fue romántico, no era de esos maridos que regalan flores o que susurran hermosas palabras al oído mientras hacen el amor. El amor incondicional, la total entrega a la pasión sin esperar recibir nada a cambio; esas ideas siempre han resultado extrañas para Iván. Él siempre esperaba mucho más de lo que daba. Me casé con un egoísta, un hombre que no regalaba nada, y leer estas cartas para mí fue como encontrar la luz en un bosque sombrío, como recobrar las ilusiones perdidas, volver a tener quince años.
—Entiendo... —contestó Noriño con voz suave.
—Nos contaba que volvieron a tener problemas ese mismo día —lo interrumpió Solbes con sequedad para volver sobre el tema de su interés.
—No hablamos durante la cena. Tenía el convencimiento de que Iván no creería jamás que yo ignorase la identidad del remitente de aquella carta de amor, así que decidí no decirle nada y comer en silencio.
—¿Te ocurre algo? —me preguntó mientras vertía un poco de vino en su copa.
—No.
—Apenas has hablado desde que llegué.
Retiré un mechón de cabello que me tapaba los ojos y seguí tomando la sopa como si la cosa no fuera conmigo.
—Siento lo de esta mañana, Susi —se disculpó mientras me miraba sin que yo me dignase a devolverle el gesto.
—¿Por qué no has venido hoy a comer? —le acusé.
—Teníamos una comida de negocios.
—Trabajas demasiado.
—El bufete está en proceso de ampliación. Ahora también nos ocupamos de contenciosos con la Administración, y sabes que yo soy especialista en esa rama —explicó Iván.
En verdad, su trabajo no me importaba en absoluto desde que me di cuenta de que a él no le importaba el mío. Lo único relevante en todo aquello era que me había sentado a comer sola, mirando el asiento vacío frente a mí y ni siquiera se había molestado en avisarme de que no vendría. No me quedó otra que sufrir la ausencia con los ojos nublados y comerme la ensalada y un triste filete de merluza sin otra compañía que aquella carta.
—Podrías haberme llamado —le recriminé con voz suave, más por no tener otro conflicto que por temor o respeto. Desde la noche del miércoles me sentía como si una fuerza invisible me protegiese de todo peligro y me diera la seguridad necesaria para plantarle cara.
—Ya te he dicho que he estado muy ocupado —insistió alzando un poco la voz para luego beber un sorbo de su copa.
—Hace tiempo que ya no me llamas a media mañana como solías hacerlo.
—Eso era antes —me dijo.
—¿Por qué?
—No lo sé, Susana. Las costumbres se van perdiendo.
—El amor no es una costumbre —me quejé.
—Estás sacando todo de contexto. Que no te llame no significa que haya dejado de quererte.
Decidí no contestar. Sabía por experiencia que el silencio era lo que más incomodaba a Iván. Como buen abogado, era inmune a las palabras y todo un especialista en tergiversar las respuestas del contrario para llevarlas a su terreno; sin embargo, ante el silencio, se sentía desarmado y yo decidí atacar por su punto débil.
Claro que no siempre es fácil callar y, después de un buen rato mordiéndome la lengua, tuve que escupir la pregunta que me quemaba la garganta:
—¿Cómo se llama?
—¿A qué te refieres?
—¿Cuál es su nombre, Iván?
—¡Joder, Susana! Si estás insinuando que tengo una amante te equivocas.
—Me lo ha confesado tu mirada —le dije, intentando no darle el gusto de verme llorar.
Iván se levantó de su asiento de golpe y tiró la servilleta de tela sobre la mesa.
—No pienso perder más el tiempo en algo tan absurdo como esto. Me voy a la cama —gritó antes de desaparecer por el pasillo.
Volví a quedarme sola, mirando absorta la silla vacía que tenía enfrente y el plato de sopa a medio acabar. Lo había intuido en sus ojos. Su ausencia a la hora de la comida hizo que llamase a su despacho en el bufete. Ya se había marchado, y lo peor de todo fue que su secretaria me aseguró que no tenía programado ningún almuerzo de trabajo. Tampoco le había dejado ninguna nota.
Iván mentía. El trabajo había sido siempre su prioridad; no obstante, antes al menos sacaba tiempo para mí, aunque fuera como un deber más que por verdadero gusto de estar conmigo, pero eso me había hecho conformarme dentro de mi matrimonio. Sin embargo, nuestra relación había ido deteriorándose con el paso del tiempo hasta convertirse en una mera comunidad de bienes cuyo único administrador era don Iván Bellido Pérez.
Tenía la certeza de que había estado en casa de otra mujer, regalando un amor que no le pertenecía. Sabía que aquello no podría ser amor. Yo me consideraba una buena esposa: fiel, amable y confidente; al menos, hasta que él acabó aniquilando mis sentimientos y mi confianza a base de encerrarme con dulzura entre oro y algodones. Aquello trajo como consecuencia que dejáramos, poco a poco, de contarnos hasta las cosas más cotidianas. La cordialidad había dado paso a la desconfianza, la desconfianza al mutismo y el mutismo a la insensibilidad.
Como ya iba siendo costumbre, apenas dormí esa noche. La pasé en vela y, cuando sonó el despertador, tuve la sensación de acabar de quedarme dormida.
Durante el desayuno Iván casi no me dirigió la palabra, solo al final se despidió con desgana. No hubo un beso, una caricia, una mirada; se limitó a apagar el cigarrillo en la taza que aún contenía restos de café y, con el maletín en la mano, se despidió con un me marcho al trabajo entre dientes.
Y otra vez me encontré sola en aquella casa vacía, con el único recuerdo amable de la carta recibida el día anterior mientras fregaba los platos de la cena y la taza de Iván que desprendía un repugnante olor a tabaco.
Solo me atrevía a recordar. Habría sido más fácil abrir el cajón de la mesilla donde guardaba mi diario y leer la carta que se escondía junto a mis pensamientos más íntimos; sin embargo, me daba miedo hacerlo. Aquellas palabras escritas a mano por un enamorado anónimo me hacían sentir aquello que consideraba perdido en mi rutinaria y predecible vida. Amada Susana. Con esas dos palabras comenzaba el principio de la incertidumbre. Y me poseía el miedo. Por eso no me atrevía a coger el sobre abierto de entre las páginas del diario en el cual, por primera vez en tres años, aún no había escrito una sola letra. Iván no comprendía por qué me empeñaba en escribir todas las mañanas aquel diario en vez de desayunar con él, con mi marido, con la persona a quien había jurado amar hasta el fin de los días; pero si alguien me lo preguntase a mí, tampoco sabría qué responder. Las malas sensaciones: rabia, hastío, impotencia, se vertían en él día tras día, mes tras mes, hasta aquel en que fui incapaz de pensar en otra cosa que no fuese la carta de amor anónima, las apasionadas palabras de un hombre que no era mi marido. Eso me resultaba violento, lo confieso, lo más cercano a la infidelidad que podía concebir. Y me sentí culpable.
—Así que se fue enamorando del autor de las cartas —observó Antonio Noriño con una voz tan amable que Javier dio un brinco en su asiento presa del estupor.
—No, inspector —negó Susana bajando la mirada hacia las cartas—. Pero no puedo negar que sentirme amada me llenó de fuerzas renovadas y aumentó mi autoestima, por eso deseaba con desesperación que continuase la correspondencia.
» Esa mañana, cuando Iván me dejó sola, salí al cementerio y a tomar un café con mi amiga Alicia, como solía hacer casi a diario. Y al regresar a casa me encontré de nuevo con otra carta. Mis pulsaciones se dispararon mientras desdoblaba el folio repleto de las mismas letras de trazos ligeros. Una vez más, no había remite y la fecha del sello de Correos se veía borrosa.
—Léanosla —exigió Solbes, a quien lo único que importaba en aquel momento era analizar la reacción de la interrogada ante la lectura de las misteriosas misivas.
Susana afirmó con la cabeza y tomó de la mesa la segunda carta para rememorar el mensaje:
Amada Susana:
Comprendo que te sintieras confusa al leer mi anterior carta, pero, ¿quién no se siente así cuando el amor brota en medio de las tierras poco feraces de la desesperanza?
También el desamor confunde los sentimientos. ¿Recuerdas aquel día en que tu marido se acercó a ti para pedirte, con ese aire suyo de superioridad, que salieras con él? Tú te reíste. Le habías herido en su orgullo. Y yo me alegré porque siempre guardé la ilusión de que me entregaras tu amor, aunque jamás tuviera valor para confesarte el mío. Sin embargo, la ilusión jamás permanece inmune a las sacudidas de los sueños.
Susana levantó la vista del papel.
—Prosiga, por favor —insistió Javier con una voz tan cortante y desagradable que volvía ridículas e incoherentes las palabras de ruego que había utilizado.
Susana volvió a mover la cabeza en sentido afirmativo y obedeció:
Debes reconocer, mi amor, que decidiste salir con Iván no porque te gustase, sino porque te impulsó esa búsqueda de tu sueño: el amante verdadero, aquel que jamás te defraudaría. ¡Qué equivocada estabas! Tu búsqueda era estéril. No existe en tu mundo, es una ilusión que solo se consuma al pasar al otro lado, como estas cartas que te escribo en la penumbra. Nada adquiere tanta relevancia como el amor que solo encubre amor.
Recuérdame, pues te amo.
—¿Qué puede decirme sobre estas cartas? —volvió de nuevo a la carga Solbes—. Usted sabe quién las escribió, ¿verdad?
Susana echó un vistazo a los tres sobres, visibles al otro lado de la funda transparente donde se encontraban las misivas, suspiró y le respondió:
—Estas cartas... me hicieron abrir los ojos.
—Acerca de su matrimonio, supongo.
—Acerca del verdadero amor, inspector —aclaró Susana mientras clavaba sus ojos asustados en él y luego en su acompañante.
—Sin duda tiene usted un admirador que la desea. Posiblemente, usted también a él.
Susana negó enérgicamente con la cabeza y, ante la mirada felina de su interlocutor, buscó refugio en los ojos serenos de Noriño. Este le sostuvo la mirada y la calmó con una leve sonrisa.
—Ya les he dicho que no me enamoré de él. Ni siquiera conozco al que las ha escrito —aseguró Susana antes de sonarse la nariz. Una lágrima involuntaria escurrió por su mejilla hasta llegar a la comisura de los labios.
—¿Sabe lo que opino? —dijo Javier levantándose y apoyando las manos sobre la mesa—. Que usted facilitó la entrada de su amante a la vivienda y entre los dos asesinaron a sangre fría a su marido.
Susana comenzó a respirar de forma superficial y volvió a sacudir la cabeza a derecha e izquierda.
—¡Eso no es verdad! —se defendió mientras se removía en su asiento como si se obligase a permanecer sentada. De nuevo buscó la mirada reconfortante del hombre que la miraba en silencio junto a Solbes y se dirigió a él en un gesto de confianza que, para ella, Javier no merecía—: Yo no amaba a mi marido, pero nunca le fui infiel. No soy de las personas que faltan a su palabra.
—Entonces explíqueme lo de este admirador secreto —exigió Javier al mismo tiempo que se movía para interponerse entre ella y Noriño y así dejarla sin el apoyo del poli bueno—. ¿Por qué a una mujer tan honrada como usted le escriben cartas de amor? —replicó con el dedo índice extendido para señalar de forma repetida los tres sobres.
Por un momento, el silencio se estableció en la sala de interrogatorios. Javier se sentó de nuevo y esperó paciente a que la viuda comenzase a hablar.
—Jefe... es obvio —advirtió Noriño entre dientes sin poder dejar de mirar a la maltratada beldad que temblaba ante el agresivo interrogatorio.
Encontrar la mirada de ojos grises serenos del inspector Noriño pareció tranquilizar a Susana y hacerla hablar de nuevo:
—Comencé a recibir esas cartas hace unos días y su lectura me reconfortó —explicó entre balbuceos—. Mi matrimonio estaba en crisis, sospechaba que mi marido tenía una amante...
—¿Tuvo alguna vez pruebas de esa infidelidad? —siguió interrogando Javier sin darle lugar a un respiro y visiblemente molesto con su subordinado—. Me refiero a pruebas tangibles, no a lo que ya nos ha contado.
Susana negó con la cabeza despacio mientras decía:
—Apenas estaba en casa y ya ni siquiera hacíamos el amor. No nos soportábamos el uno al otro y las paredes de mi hogar me asfixiaban... hasta que recibí las cartas. Pero juro por Dios que no sé quien las escribió —remachó de nuevo con el movimiento repetitivo de su cabeza.
—¿Tiene alguna idea de quien pudo hacerlo?
—Creo... Creo que sí —balbuceó—. Claro que sí —rectificó convencida.
Iván había llegado a la hora justa de la comida. Por lo visto, había preferido no ausentarse. Bastante mal estaban ya las cosas. Está nervioso, fue lo que pensé, porque ha faltado hoy a la cita con su amante. Y era cierto que Iván comía con ansiedad, como si tuviera prisa por terminar y marcharse cuanto antes de casa. Los ojos no mienten.
—¿Te acuerdas del día que me pediste la primera cita? —le pregunté con mala intención.
Iván se sintió agradecido de que al fin me dignase a hablar. Ya les expliqué antes lo mal que llevaba el silencio. Él me miró a los ojos con una leve sonrisa y respondió:
—Pues claro. Estaba tan nervioso que casi me mareo. ¿Recuerdas cómo me miraste? —se animó—. Parecía un mamarracho a tu lado. Tú eras como una diosa para mí, tan hermosa. Todos tus gestos estaban impregnados de una levedad casi sobrenatural.
—Hablas en pasado —acusé con brusquedad.
Iván se quedó pensativo.
—No me he dado cuenta —reconoció en un derroche de sinceridad.
El silencio volvió a imponerse entre los dos, como si toda la ponzoña que flotaba a nuestro alrededor obstaculizara nuestras gargantas. El monótono parloteo de la tele llenó el hueco. La noticia de la borrasca que se acercaba a la comunidad extremeña y que traería lluvias torrenciales y una bajada brusca de la temperatura entró en mis oídos sin apenas ser procesada por mi cerebro.
—¿Recuerdas a muchos de tus amigos en el instituto? —pregunté haciendo un esfuerzo por retomar la conversación.
—A varios, ¿por qué?
—¿Sabes si alguno de ellos estaba enamorado de mí?
Iván emitió una risotada.
—Todos estaban colados por ti —contestó entre risas.
Las carcajadas inundaron la casa. Yo me limpié con la servilleta, me levanté y desaparecí por el pasillo hasta llegar al dormitorio. Me senté en la cama y permanecí callada mientras escuchaba aún la risa monstruosa de mi marido. Tuve la terrible sospecha de ser el premio gordo de alguna competición desconocida por mí en la que jugaron todos los chicos de mi clase. Las carcajadas de Iván despertaron en mí una horrible sensación, y la poca dignidad que me quedaba se vio reducida a un mero trofeo que el ganador mostrara orgulloso. Iván había sido el elegido, el triunfador al que los demás envidiaron.
Me sentí sucia, mancillada por un amor impuro. Por un momento me alegré de que mi marido tuviese una amante porque así no tendría que sufrir en mis carnes la pasión nauseabunda de alguien que nunca me querría como lo haría un amante verdadero.
No sé cuánto tiempo llevaría dormida cuando Iván me despertó. Me asusté ante la sacudida de su mano en mi hombro, me reincorporé en la cama y encendí la pequeña lámpara de su mesilla.
—¿Qué ocurre?
—Mateo —dijo Iván con voz suave.
—¿A qué te refieres?
Sus ojos reflejaron un brillo extraño.
—En el instituto, Mateo era el único que no parecía estar interesado en ti —explicó—. Pero yo creo que le gustabas, y mucho; quizás más que a nadie. Él no pensaba en ti como en una chica guapa a la que ligarse.
—No lo recuerdo.
—Porque nunca se atrevió a dirigirte la palabra. Se rumoreaba que estaba tan enamorado que le asqueaba cualquier comentario vulgar sobre ti.
Quedé en silencio por un instante, mirando la pared de enfrente donde la luz de la pequeña lámpara hacía que se reflejase su silueta. Eso tenía cierta concordancia con el mensaje de las cartas.
—¿Tú pensabas en mí como en otra chica guapa a la que ligarse? —ataqué aprovechando su afirmación para lanzársela a la cara.
—No lo sé. Hace demasiado tiempo de eso.
—Eso no es una respuesta.
—Quizás sea la única que sepa darte.
Volví a tumbarme sobre la cama y apagué la lámpara. La habitación se vio sumida, de nuevo, en la oscuridad más profunda. Iván se dio media vuelta e intentó conciliar el sueño de espaldas, como siempre.
—¿Recuerdas sus apellidos? —me atreví a preguntarle.
—Garal Montero, creo recordar —respondió para mi asombro.
Mateo Garal Montero. En mi mente resonaron las voces de los profesores nombrando los apellidos de los alumnos cuando pasaban lista. Presente, decían cada uno de ellos al escuchar su nombre. Conseguí evocar en mi memoria cientos de escenas de aquella época, incluso a los profesores mencionar a Garal Montero, pero no guardaba ningún recuerdo de su rostro; solo tenía la certeza de que se sentaba detrás de mí, de eso sí me acordaba, y de cómo un timbre de voz despersonalizado por el paso de los años articulaba la palabra presente antes de que nombrasen a García Núñez, Manuel. A mi memoria acudieron de repente todos los nombres que nos separaban lasta llegar al mío propio: Olaizola Rodríguez, Susana.