Capítulo 17
La comisaría bullía con intensidad en esa mañana de jueves. El inspector jefe Solbes recopilaba información nada concluyente del ordenador de la subinspectora Ruiz y seguía dándole vueltas a los extraños acontecimientos ocurridos con el inspector Noriño. Este apareció con los ojos marcados por unas visibles ojeras y la mirada cansada.
—Has pasado mala noche, amigo —observó Javier palmeando su espalda—. ¿O demasiado buena?
Su rostro mostró una pícara sonrisa.
—Más quisiera yo, jefe —protestó al tiempo que se dejaba caer en una silla frente a él—. He pasado toda la noche pensando.
—¿En la investigación?
—En todo —dijo con pesar—. Voy a tomar un café y no pienso moverme de esa maldita pizarra hasta que no saque algo en claro.
—Voy contigo —lo detuvo Javier antes de que saliera de su despacho.
Ambos se sirvieron de la cafetera que estaba enchufada en la pequeña sala destinada a las comidas del personal y se sentaron el uno frente al otro en dos sillas marrones de plástico que bordeaban una de las tres mesas de formica blanca que había en la estancia.
—Te veo mal, Antonio —dijo Javier antes de dar un largo sorbo a su taza humeante.
—Este caso está acabando conmigo, jefe —se lamentó con la cabeza baja sostenida por ambas manos—. Necesito resolverlo para luego resolver mi vida. Me encuentro en un bucle del que no seré capaz de salir hasta que no atrapemos a ese maldito Asesino Fantasma.
—Se te ha mezclado el trabajo y lo personal. Mala cosa —observó Solbes apoyando la mano en su hombro—. Intenta tomártelo con filosofía. No hay otra.
Noriño afirmó con un movimiento rápido de su cabeza, apuró el contenido de su taza y se encaminó hacia la sala de reuniones. Javier hizo lo mismo.
Los dos se quedaron de pie junto a la pizarra, donde cada vez más anotaciones comenzaban a darle un aire caótico. Javier arrugó el entrecejo y cogió uno de los rotuladores para hacer una más bajo el nombre de Mateo Garal, el supuesto Asesino Fantasma: MUERTO EN SEPTIEMBRE.
—Vamos a recapitular. Los jueves son buenos días para replantearse el trabajo de toda la semana —dijo Solbes haciendo un amago de sonrisa—: Sabemos que el supuesto autor de las cartas murió a principios del mes pasado, que su viuda se llama Ana López y esta nos ha contado que su marido sentía un amor platónico por alguien que conoció en su juventud —expuso Javier—. Y si no llega a ser por el pequeño detalle —dijo con sarcasmo y prosiguió—, de que a Mateo se lo están comiendo los gusanos, todo encajaría a la perfección: Mateo era testigo de la mala vida que Iván Bellido le daba a su esposa, intentó conquistarla con sus cartas de amor y cuando la vio por la calle con el ojo hinchado y el labio partido, decidió cargárselo para salvarla. El problema es que nunca he sabido de un fantasma asesino, por mucho que a los periodistas les haya dado por ponerle ese nombre.
Dejó el rotulador negro que tenía en la mano y cogió otro de color rojo. Escribió de nuevo bajo el nombre de Mateo las palabras VIUDA: ANA LÓPEZ y dibujó una flecha que iba desde el nombre de Mateo hasta otra inscripción: AMOR PLATÓNICO DE JUVENTUD.
—Hasta ahí está más o menos claro, ¿no?
Noriño asintió, cogió el rotulador de manos de su superior y escribió justo debajo de esta inscripción el nombre SUSANA OLAIZOLA.
—Sí. Es indiscutible que nuestra viuda maltratada es el amor platónico de Mateo y puede que este escribiese las cartas antes de su muerte y que estas tardasen en llegar.
—El correo no se atrasa tanto, jefe. Ni siquiera a mis padres, que viven en una aldea perdida, tardan tanto en llegar —expuso Noriño su desacuerdo—. Yo creo que el asesino de Iván es el mismo que las envió, pero creo que es Mateo quien las escribió.
—Como una broma macabra —apuntó Javier a la vez que afirmaba con su cabeza—. Lo cual apoya mi teoría de que hay un chiflado que pretende burlarse de nosotros, o de Susana, o...
—O nos quiere despistar para que desviemos la atención y descuidemos a Susana para que este pueda matarla aprovechando un descuido nuestro.
—Pero, ¿por qué, Noriño? Aquí nos falta un dato muy importante. ¿No tienes la sensación de que falta una pieza clave que nos haría dar sentido al resto de datos?
—Totalmente de acuerdo, jefe —apoyó Noriño a la vez que volvía a alzar el rotulador rojo—. ¿Y si, para no descuidar ninguna línea, nos hacemos a la idea de que el tipo en cuestión intenta emular la personalidad de Mateo, se hace pasar por su fantasma en casa de Susana, es el que ha mandado las cartas y además, es el perturbado que nos está vacilando? Vamos, yo diría que es el fantasma quien está provocando todo esto y hasta podría pensar que ha sido capaz de asesinar a nuestra víctima desde el otro lado, pero sé que usted me lo va a tirar por tierra.
El rostro de Javier eliminó con un gesto la segunda teoría, tal y como él pensaba; no obstante, la había dejado flotar en el aire el suficiente tiempo como para que se adentrase de manera inconsciente en el cerebro de su superior. Se volvió hacia la pizarra y dibujó una flecha que iba desde las palabras PERTURBADO MISTERIOSO hasta el nombre de MATEO GARAL MONTERO. Miró a Javier y este recuperó de nuevo su rotulador y dibujó un signo de interrogación.
—Mateo puede ser el Perturbado Misterioso, también es posible que sea el Asesino Fantasma. O mejor descartamos a Mateo, que el hombre descansa en paz, y tomamos como válida la teoría de que el Perturbado intenta hacerse pasar por este, como si estuviese vivo o... —Javier se detuvo un instante y volvió al despacho, donde Ruiz seguía navegando por los mares de una investigación, hasta ahora infructuosa, a través de internet—. Vanessa, búscame si el tal Mateo Garal Montero tenía algún hermano.
—Claro, jefe. Ahora mismo —dijo al tiempo que anotaba la petición en el folio emborronado que tenía bajo el ratón a modo de alfombrilla.
Desanduvo sus pasos y volvió junto a la caótica pizarra.
—Esto está a punto de coger forma. Solo espero que este cabrón no vuelva a actuar antes de que lo pillemos.
—Jefe. Nos estamos olvidando de un detalle —dijo de repente el inspector Noriño—. Sé que he sido el primero en pensar que Susana corre peligro pero, analizándolo con frialdad... No podemos olvidar que, sea quien sea el asesino y las razones de este, el crimen tiene toda la pinta de ser pasional desde el principio y eso debemos tenerlo en cuenta. Un hombre, a no ser que tenga una fuerza descomunal, no es capaz de estampar un cráneo contra la pared sin una buena dosis de adrenalina que lo asista. Si en vez de ser Iván el muerto fuera Susana, habríamos dicho que se trata de un hombre que, por despecho, asesina a una mujer que no lo corresponde. Pero acabo de recordar lo que dijo Susana de su marido, que no la quería, que tenía una amante, que apenas la tocaba cuando hacían el amor... ¿y si...?
—Te sigo, Noriño. ¿Y si el asesino no se equivocó de víctima? ¿Y si era en verdad a Iván a quien quería matar? ¿Y si no era una amante lo que tenía el marido manipulador, sino un amante?
—Iván sería uno de tantos homosexuales ahogados en su propio armario, se casaría con la mujer más hermosa que se cruzase en su camino para que nadie tuviera dudas sobre su hombría, la trataría con desprecio porque en el fondo no estaría enamorado de ella, incluso me atrevo a decir que la culparía de su cobardía ante la imposibilidad de asumir su propia sexualidad. —Paró un momento para tomar aire y siguió argumentando—: Hasta que un día conoce a alguien, este lo corresponde y tienen una relación en secreto. Tal vez Iván se negara a dejar a Susana, su amante acudió a su casa, en un ataque de ira lo asesinara y... —Volvió a detenerse y luego dirigió sus ojos asustados y extremadamente abiertos a Javier—. Y seguro que ahora intentará matar a Susana para acabar con su venganza.
—Si fuera venganza lo que busca, en vez de a Susana, tal vez intentaría matar a la persona que más le importa a esta, para así hacerla sufrir como en este momento sufre él —apuntó Solbes a la vez que clavaba sus sagaces ojos en Noriño.
—Susana no tiene nadie que le importe —aseguró apesadumbrado—. Ya vio usted en el entierro de Iván que no tiene apego a su madre, el único familiar que le queda con vida; no tiene hijos...
—Pero si el asesino es tan observador como el Perturbado Misterioso, o el mismo Perturbado Misterioso fuera el asesino, no tardará en darse cuenta de quién es su víctima ideal. Es posible que ya lo sepa y esté jugando al despiste. Tal vez por eso se esté comunicando contigo.
—¿Y por qué conmigo? —preguntó molesto, a pesar de que captaba a la perfección el camino que estaba tomando Javier.
—Porque, a día de hoy, tú eres lo único que le importa a Susana Olaizola. Se ha refugiado en ti ante su desamparo y, si tú le faltases en este momento, acabaría por desmoronarse del todo. Tú puedes ser su próxima víctima, Antonio —concluyó clavando su dedo índice en mitad del pecho del inspector Noriño.
Este se echó a reír para disimular su azoro y rebatió:
—Le agradezco mucho su preocupación, jefe, pero me temo que yo no significo tanto para Susana. Sería más factible proteger a su verdadero apoyo, a su amiga Alicia.
Solbes meneó la cabeza a ambos lados con una sonrisa burlona y se dispuso a exponer su teoría:
—A ver, Noriño. Yo no he estudiado psicología ni criminología, pero si de algo puedo presumir es de mi olfato —repuso con aire de suficiencia—. Tú no te estás martirizando por un amor platónico de juventud como Mateo Garal; tú te estás conteniendo para no caer en la tentación, y si hay una tentación en la que caer es que a Susana Olaizola le está pasando lo mismo que a ti. Y tú lo sabes. —Alzó la mano para detener la réplica de su interlocutor y prosiguió—: Son ya muchos años adivinando conductas y actitudes. Puede que con la implicación de la viuda me haya equivocado; soy humano y, además, sabes que nunca descarto una teoría al principio de la investigación, pero tú y yo nos conocemos desde hace ya dos años. Sé leer en ti mejor que en un libro abierto a pesar de lo poco comunicativo que eres, y sé captar el mensaje escrito entre líneas de la psicóloga. Tú has despertado el amor y la esperanza en esa mujer y tu muerte acabaría de hundirla. Así que, te pongas como te pongas, voy a ponerte una escolta policial.
—¡¿A mí?! —protestó el joven inspector más sorprendido que contrariado—. Pero, jefe. ¿Quién se va a meter conmigo?
Se irguió para resaltar su casi metro noventa de estatura y se cuadró como lo haría un militar para poner en evidencia sus anchas espaldas y la fuerte musculatura de sus brazos.
—No necesito escolta.
—Me da igual. Te la voy a poner.
—No puede. Para eso tendrá que explicar al comisario y al juez por qué tiene que hacerlo.
—Me basaré en el informe del SAC. Isabel captó al vuelo la situación, aunque no llegara hasta su esencia. Les haré ver que el asesino quiere acabar con el único apoyo con que cuenta Susana en estos momentos para acabar de hundirla. De ese modo no tengo que delatarte.
—Matamoros pondrá pegas, y esta vez con razón.
—Si las pone y me deniega la petición yo mismo te vigilaré —concluyó el inspector jefe con el ceño fruncido.
—Vale, jefe. También puede darme el beso de buenas noches y arroparme —dijo con tono sarcástico.
Javier sabía por experiencia que el sarcasmo no era uno de los fuertes de Noriño y que, las veces que hacía acopio de él, en verdad ocultaba una intención totalmente diferente. Estaba asustado. No lo admitiría nunca pero Javier sabía que le daba la razón y que se estaban acercando a la mente del asesino. Salió de la sala de reuniones y volvió a la mesa de la subinspectora Ruíz. Noriño lo siguió cabizbajo.
—¿Qué? ¿Has averiguado algo?
—Estoy en ello, jefe.
—¿A qué esperas? Entra en el Registro Civil y comprueba si la familia de Mateo Garal tenía más hijos. No es tan complicado, joder —protestó su superior—. Y encárgate de que los agentes que vigilan a Susana Olaizola la traigan a comisaría. Necesitamos cierta información y es posible que ella nos pueda esclarecer algunas cuestiones.
—¿Otra vez va a interrogarla, jefe? —preguntó Noriño en cuya mirada hacia su superior se ocultaba una velada protesta.
—Sí, pero esta vez desde una perspectiva diferente. Tenemos que hacer hincapié en el comportamiento de su marido en la cama: si tenía algún fetiche extraño o si en su tierna juventud tuvo alguna relación sospechosamente estrecha con un hombre —apuntó Javier.
—¿Fetiche extraño? ¿A qué se refiere?
—No sé. Si le gustaba la feminización, la sodomización...
—Jefe, hay muchos hombres heterosexuales a los que le gustan también esos fetiches. Además, esas preguntas son demasiado personales. Ella...
—Tienes mucha razón, Noriño —interrumpió de nuevo Solbes—. Por eso vas a encargarte tú del asunto.
El rostro del inspector Noriño se crispó como si alguien le hubiera golpeado en mitad del estómago.
—Pero, jefe. ¿Cómo pretende que le pregunte a Susana sobre su vida sexual?
—Bueno, al fin y al cabo, es algo que te puede venir bien —bromeó aprovechando que la subinspectora Ruiz había salido del despacho—. Además, tú tienes más confianza con ella y se sentirá menos incómoda.
Noriño bajó la cabeza en señal de asentimiento. En el fondo, su superior tenía razón. Se sentó en su mesa y comenzó a emborronar folios intentando dar con la clave para entrar en su intimidad sin provocar en ella la misma reacción que sintió al descubrir la desaparición de su diario. Y halló un sentimiento oculto dentro de él con el que intentó luchar de forma inútil. En el fondo, no había un tema en ese momento que le interesase más que descubrir sus secretos más íntimos, tal vez con la idea peregrina de pensar que así encontraría la excusa perfecta para no renunciar a ella.
Susana Olaizola entró en la sala de interrogatorios a las doce y cuarto del mediodía acompañada por dos de los agentes que la escoltaban las veinticuatro horas. Solbes había llamado al inspector Noriño cinco minutos más tarde y este había recogido varios folios garabateados y otros tantos en blanco antes de acompañarlo hasta aquella puerta que, en ese momento, se sentía incapaz de franquear.
Javier entró primero y los agentes salieron a su vez.
—Buenos días, señora Olaizola. La hemos citado para que nos ayude a despejar ciertos interrogantes con los que nos hemos topado en la investigación —dijo Javier con esa tiesura que lo caracterizaba cada vez que entraba en la sala de interrogatorios—. El inspector Noriño se encargará de hablar con usted. Tenemos que realizarle preguntas de índole personal y sé que con él se sentirá más cómoda. —La mujer asustada que tenía enfrente relajó su expresión hosca y esbozo una imperceptible sonrisa—. A pesar de que soy plenamente consciente de que las preguntas que necesitamos hacerle vulneran su intimidad, le ruego que nos sea lo más sincera posible por el bien de la investigación.
Susana se limitó a asentir.
—Noriño —llamó la atención al inspector parapetado tras la puerta.
—Sí, jefe —contestó a la vez que entraba por fin en la fría estancia donde una mesa, dos sillas y un amplio espejo intentaban restarle, sin ningún éxito, la sensación de claustrofobia que producía el pequeño cubículo de paredes oscuras y ausente de ventanas.
La puerta se cerró tras el inspector Solbes, y los ojos grises amables, que en ese instante parecían demasiado asustados, aparecieron frente a ella.
—Buenos días, Susana —saludó con un extraño tono en la voz—. Lamento que hayamos tenido que molestarte, pero necesitamos esclarecer una línea de investigación que se ha abierto ante nosotros. Tu testimonio nos puede ser de gran ayuda.
—Estoy dispuesta a colaborar, ya lo sabes —respondió ella con voz suave y una ligera sonrisa.
Javier observaba tras los cristales del falso espejo y apuntaba los signos que necesitaba para su cometido. Los ojos de la recién llegada resplandecieron ante la entrada en la sala de su subordinado, su cuerpo se relajó, descruzó los brazos, que tenía sobre el pecho y hasta se apoyó en el respaldo de la incómoda silla. Perfecto. Necesitaba indicios que confirmasen su sospecha respecto a sus sentimientos hacia Noriño y era primordial que se sintiese relajada frente a él. Dos objetivos que parecían confirmarse.
—Verás, Susana. Nunca te haría esta serie de preguntas si no fueran absolutamente necesarias —continuó Noriño con sus disculpas ante la incapacidad de afrontar la situación.
Ella le mostró otra de sus encantadoras sonrisas y ese gesto le dio fuerzas para formular la primera cuestión:
—Necesitamos saber si tu marido tenía algún comportamiento inapropiado en la intimidad.
—¿Inapropiado? No sé... Iván ha sido el único hombre con el que... —No terminó la frase, aunque el leve gesto de asentimiento de su interlocutor indicó que había sido comprendida.
—Nos contaste que era frío, distante, pero querría saber si había en sus fantasías algún tipo de fetiche, algún detalle que no nos hubieras contado —prosiguió el inspector con una debilidad en la voz nada conveniente para sus propósitos.
—No lo sé... —musitó bajando la cabeza—. Siempre parecía hacer el amor... mejor dicho, realizar el acto conmigo, solo por puro convencionalismo. Desde el principio nos fue mal, aunque hubo una época en que pareció funcionar. Hasta llegué a creer que me quería —declaró con un sollozo escondido en su lastimera voz—. Pero solo duró un par de años de novios. Después se limitó a... a lo que he dicho, a un acto mecánico.
Los paseos de Noriño por la diminuta habitación y los sucesivos cambios de postura de Susana, a la que parecían obligar a sentarse en una silla con algún dispositivo oculto de tortura, hizo que los ojos de Javier no fueran capaces de pestañear. ¿Sería capaz ese idiota enamorado de hacer bien su trabajo o de que la persona interrogada lo entendiese? Comenzaba a darse cuenta de que su acento empezaba a marcarse más de la cuenta, cosa que solo ocurría de manera excepcional en el gallego cuando sus niveles de estrés sobrepasaban la frontera que lo acercaban al descontrol.
—¿Y aún así te casaste con él? —preguntó de nuevo Noriño mientras intentaba en vano que su tono resultara neutro.
Susana bajó la cabeza como si su propia culpa se reflejase en los ojos asombrados del inspector. Su voz sonó tan quebrada que apenas era inteligible:
—Puede que me acomodara —declaró con vergüenza—. En la Universidad y, a pesar de que él estudiaba en Cáceres y yo en Madrid, le fui fiel, y hasta lo idealicé en la lejanía. —Hizo una pausa para dejar escapar el suspiro que la ahogaba y prosiguió—: Cuando regresé a Zafra, mi hermano se encontraba muy mal, en el proceso terminal de un cáncer. Su mayor deseo era verme casada y me precipité a organizar la boda, pero después de casi un año dándolo todo y no recibiendo nada, me di cuenta de mi error.
Nada nuevo, solo corroborar la historia que Alicia Medina les contara en el primer interrogatorio.
—¿Y no te divorciaste? —siguió preguntando Noriño con una expresión de creciente asombro.
Javier era consciente de los esfuerzos de Susana por entender lo que decía su subordinado. Seguro que, en cualquier otro momento, le habría resultado hasta divertida esa dulce entonación; sin embargo, los ojos de su oponente fuera de sus órbitas, sus movimientos estereotipados y ese tono de reproche que se adivinaba mezclado con su acento natal acababa con cualquier posibilidad de tomárselo a risa.
—Me temo que vengo de una familia donde se contempla el matrimonio como un estado para toda la vida —contestó alzando la barbilla y levantándose de la silla al tiempo que se interponía en su camino para interrumpir su frenética marcha—. Además, estaba concentrada en aprobar el MIR y supongo que lo personal pasó a un segundo plano —se excusó con un argumento tan pobre que cayó por su propio peso.
—Un MIR que no aprobaste nunca —rebatió el inspector en tono cortante, ya exento de su marcado acento.
Susana se dejó caer de nuevo en la silla, bajó la cabeza y sollozó. No debía entender muy bien por qué ese hombre en el que siempre había hallado consuelo ahora la atacaba. Antonio, el hombre tímido y amable con los ciudadanos más desprotegidos, acababa de desaparecer para dar paso al inspector Noriño, el poli malo por excelencia que se atrevía a echarle en cara sus propios fracasos. Ni el mismo Solbes entendía del todo ese cambio de actitud.
—No, si vas a resultar ser la maldita voz de mi conciencia, inspector —protestó Susana con un sarcasmo doloroso.
La risotada de Javier se perdió tras el grueso cristal que separaba la sala de observación de la de interrogatorios.
—Tiene carácter la viudita —se dijo entre risas—. No sabes dónde te estás metiendo, Noriño.
Este, ajeno por completo a los comentarios de quien los observaba, intentaba arreglar el desaguisado en el que él mismo se había metido sin demasiado éxito. Estaba claro que la comunicación verbal no era su fuerte.
—No pretendía ofenderte, Susana. Es solo que siento tanta rabia...
—¿Rabia? —inquirió asombrada interrumpiendo sus torpes palabras—. ¿Y con qué derecho te crees tú para sentir rabia por los errores de mi vida?
—Con ninguno —capituló el inspector mientras volvía a ocupar su asiento y se adentraba en un espeso silencio del que solo la mirada comprensiva de su víctima pudo rescatarlo.
Susana no necesitó palabras para comprender los sentimientos que lo habían impulsado a comportarse de aquella manera, como tampoco necesitó hablar para que él comprendiera que ya no estaba enfadada. A Javier le vinieron a la mente todas aquellas veces en que él y Clara se habían entendido sin hablar. Su vínculo con su esposa había sido tan fuerte que ambos habían tenido siempre la cualidad de leer el pensamiento en el otro con el simple hecho de observar sus gestos y el mensaje encriptado de sus ojos. Hasta había sido capaz de atisbar en la luz apagada de sus pupilas la sombra de la muerte aquella mañana de invierno el día en que la perdió. Quedaba claro que su compañero corría peligro, que el vínculo que se había formado entre él y Susana Olaizola no pasaría desapercibido para esa mente observadora que, a esas horas, estaría urdiendo un plan para destrozar la vida de la mujer que había acabado con su felicidad. Maldito perturbado. Cómo le encantaría entrar en su mente y leer en ella con la misma facilidad con que, otrora, había leído en los ojos de Clara.
—Te es difícil someterme a este interrogatorio y lo estás haciendo de manera torpe y ofensiva —adivinó Susana con un tono de voz incierto que llevaba matices de reproche y condescendencia—. ¿Qué es lo que pretendes averiguar, Antonio? ¿Si Iván me quería? Si es así te diré que no. Jamás me quiso y yo me enteré demasiado tarde.
—Es algo más íntimo aún que eso —advirtió este una vez recuperada parte de su confianza perdida—. Lo que quiero averiguar es si alguna vez has atraído sexualmente a tu marido.
La boca de Susana se abrió de manera desmesurada; sin embargo, no consiguió emitir un solo sonido.
—No sé cómo decirte esto, Susana... —titubeó—. Estamos valorando la posibilidad que tú misma nos diste la noche en que el inspector jefe te interrogó en esta misma sala. Nos dijiste que tu marido tenía una amante y nosotros hemos pensado en la posibilidad de que estuvieras en lo cierto, con la diferencia de que, tanto Solbes como yo, pensamos que no era una mujer la causa de la infidelidad de Iván.
Susana se levantó de la silla como si una fuerza invisible la hubiera catapultado y se llevó las manos a la boca para ahogar un grito.
—¿Insinúas que Iván era homosexual? —exclamó comedida, aunque los puños cerrados y la cara crispada denotaban la tensión acumulada en su interior.
Noriño afirmó con un rotundo movimiento de cabeza. Susana se vio invadida por una risa nerviosa y fue incapaz de hablar durante más de dos minutos.
—Estáis locos. Tanto Solbes como tú. ¿Crees que un gay se casaría con una mujer como yo? —dijo contorneando con las manos sus pronunciadas curvas.
—Susana, por favor. Limítate a responder a mi pregunta y perdona si resulto un poco brusco, pero tu testimonio es fundamental para la investigación —insistió haciendo un gesto con la mano que la invitaba a sentarse de nuevo al tiempo que desviaba la mirada para escapar de la visión de tan insinuante gesto. Luego repitió la pregunta—: ¿Sentías que atraías a tu marido?
Susana agachó la cabeza y comenzó a juguetear con un mechón de pelo, enrollándolo en sus dedos y volviéndolo a desenrollar.
—Verás... —titubeó antes de alzar la mirada y proseguir—: La verdad es que sí he sentido siempre que tenía un comportamiento diferente a los novios de mis amigas, pero me imagino que no todos los hombres son iguales.
Noriño asintió y extendió su brazo en un gesto que pretendía instarla a continuar. No obstante, Susana parecía haber enmudecido.
—¿En qué lo notabas diferente?
Susana se levantó y dio un par de paseos hasta el inmenso espejo que escondía la sala contigua para luego volver a sentarse, juguetear con sus cabellos y continuar con la misma voz titubeante:
—Recuerdo las protestas de mis amigas porque sus novios no dejaban de insistir en hacer el amor y cómo todas acababan sucumbiendo a sus insistencias en menos de un año. Sin embargo, Iván se limitaba a besarme de modo superficial, a acariciar mis... —El rostro tornó a un color escarlata antes de proseguir—: ...mis pechos sobre la camisa y poco más.—Javier retuvo la carcajada al ser testigo de la expresión de su compañero y de la forma en que sus pulmones comenzaban a hincharse a una frecuencia mayor. Seguro que también le habría empezado a apretar el pantalón, pensó sin atreverse a mirar. Susana continuó con esa voz inocente e inconscientemente insinuante—: Habían pasado más de dos años de novios cuando, un día cualquiera en que volvíamos de ver una película en Mérida, decidí tomar la iniciativa y seducirlo en un descampado a la entrada de Zafra. Resultó desastroso. El dolor de su brusca penetración me provocó un pánico al acto sexual de por vida y una pequeña hemorragia que tuve que ocultar a mi madre fingiendo que me había venido el periodo dos veces en el mismo mes. A partir de ahí, poco más mejoraron las cosas.
—Lo siento... —se disculpó Noriño, que de golpe parecía haber perdido todo resquicio de excitación.
—No lo sientas, Antonio. Si hasta creo que este interrogatorio me va a servir de terapia —declaró para restar importancia a sus palabras.
—En ese caso, te agradecería que continuases.
Susana afirmó con la cabeza y retomó su confesión:
—Mi vida sexual está llena de besos ausentes y caricias que solo existían en mi imaginación. Mi marido parecía tener obsesión por evitar tocarme, como si mi piel pudiera quemar o contaminarlo. Tenía problemas de erección que yo siempre había achacado al estrés, incluso antes de estar casados y tener responsabilidades más allá de los exámenes finales. Siempre me había mentido diciéndome que eso le ocurría a muchos hombres, incluso en la adolescencia. Al fin y al cabo, nunca he sido una obsesa sexual y supe conformarme con lo que él me ofrecía.
—Que resultó ser prácticamente nada.
—Sí, la verdad —se lamentó con una amarga sonrisa—. Siento vergüenza al admitirlo pero creo que no he sentido jamás esa explosión, esa sensación de evasión, de tocar el cielo con la punta de los dedos, de...
Noriño asintió. Había que ser tonto para no comprender el mensaje intrínseco en sus palabras apagadas y anhelantes a la vez. Por increíble que pudiera parecer, Susana acababa de admitir que su marido jamás había conseguido de ella ni un solo orgasmo en diecisiete años de relaciones sexuales. Los ojos de Noriño se abrieron y brillaron con una mezcla de rabia y excitación, para inmediatamente después cambiar el rumbo de sus preguntas con el propósito de no incomodarla más, o más bien por escapar de las sensaciones que se estaban apoderando de su cuerpo a pesar de la lucha interna por permanecer inmune a la fuerte atracción de la que estaba siendo víctima:
—Cuéntame cosas sobre él —pidió al tiempo que desviaba su mirada hacia la nada—. ¿Cómo se comportaba en la adolescencia? ¿Tenía amigos?
—Iván siempre había sido el payaso de la clase y en el instituto pasó a ser el chico más ligón. Tenía infinidad de amigos y era un líder por naturaleza —aseguró Susana buscando en vano su mirada.
—¿Cómo lo trataban sus padres? —interrogó una vez más dedicando escasos segundos para perderse en sus verdes ojos.
—Bueno... Eran muy severos y chapados a la antigua, como los míos —contestó ella sosteniendo su mirada hasta provocar que su interlocutor la desviara de nuevo.
—Católicos practicantes —apuntó él.
—Sí. Sus padres iban a misa. Los dos. En mi casa solo iba mi madre, pero recuerdo que en casa de Iván llevaban el tema de la religión mucho más lejos que en la mía. Su padre siempre había sido tan autoritario como luego lo fue él. Yo creo que de ahí aprendió a comportarse así. Mi suegra la verdad es que sintió que le quitaban una losa de encima cuando se quedó viuda —afirmó con la rotundidad de una persona que es capaz de empatizar a la perfección con la situación.
—Y la historia se repite —observó el inspector con una leve sonrisa. Susana asintió.
—Recuerdo que una vez, poco antes de que Iván me pidiera salir, lo habían castigado de manera severa, sin salir durante toda una semana, solo de casa al instituto, por un asunto que había tenido con su mejor amigo. Creo que a él, a su amigo me refiero, lo castigaron con más severidad, porque ni siquiera acudió al instituto y se rumoreaba que su padre le había pegado una paliza. Decían que los habían pillado robando, otros que apaleando a un perro, bueno, ya sabes, habladurías; cada uno contaba una cosa. Pero seguro que se había tratado de algo bastante serio porque los padres de ambos, que habían sido muy amigos hasta entonces, rompieron relaciones. Su amigo incluso se mudó de aquí y creo que se fue a Almendralejo a vivir con su familia. Ya te digo: un asunto muy serio.
El inspector Noriño asintió ya casi repuesto de su estado y se atrevió a volver a mirarla a los ojos al preguntar una vez más:
—El amigo de Iván también venía de buena familia, ¿no?
—Su padre y varias generaciones más habían sido abogados de prestigio y tenían fama de haber pertenecido a la Falange en tiempos de Franco. Vamos, una familia de costumbres muy severas y excesivamente conservadora.
—Entiendo... —murmuró el inspector a la vez que tomaba notas casi a velocidad de taquigrafía—. ¿Y qué edad tenía ese muchacho?
—Iba a tercero cuando nosotros comenzamos el instituto, a COU cuando ocurrió todo lo que te cuento. Se llamaba Adrián.
—Adrián, ¿qué?
—No lo sé. No lo recuerdo. No íbamos juntos a clase y no conocía en persona a su familia. Es más, no me llevaba nada bien con él. Lo que te he contado está basado en alcahueteos de la época.
—¿Alcahueteos? —preguntó el gallego extrañado por el término.
—Habladurías, cotilleos.
Este asintió y volvió a la carga con su batería de preguntas:
—¿Podía tratarse de un hermano de Mateo Garal Montero?
Susana se llevó una mano a la barbilla y entrecerró los ojos antes de contestar:
—Creo que no. Aunque de Mateo me acuerdo más bien poco, creo recordar que era hijo único.
—¿Es posible que Iván y ese tal Adrián fueran algo más que amigos? —insistió para apoyar la teoría que se estaba fraguando en su mente.
—Que no, hombre —volvió a negar Susana echándose a reír. Sin embargo, el tono de su voz no resultó convincente ni para ella misma.
El inspector Noriño desistió de insistir, pues ya había conseguido los suficientes indicios para tomar en consideración la más que posible homosexualidad de Iván Bellido, por lo que optó por llevar sus preguntas por otro camino:
—¿Puedes ayudarnos a encontrar a Adrián?
Susana movió la cabeza a ambos lados.
—No sé qué ha sido de su vida, hace años que no lo veo. Ni siquiera recuerdo su cara.
—¿Era rubio, moreno, alto, bajo, color de ojos? Todo lo que puedas recordar nos será de gran ayuda.
Susana volvió a entrecerrar los ojos y arrugó el entrecejo intentando extraer de su memoria el rostro que aparecía sin facciones en sus recuerdos.
—Creo que el cabello era castaño claro, los ojos... no sé. De lo que sí me acuerdo es de que era muy alto y atlético y a mí me parecía guapo. Y también de una cicatriz que le había quedado en el cuello a raíz del maltrato que recibió de su padre, en la parte derecha, debajo de la oreja más o menos. Ahora a lo mejor está gordo o se le ha oscurecido el pelo, o caído; no sé si servirá de mucho mi información —se lamentó.
—Claro que sí, Susana —agradeció satisfecho de su hallazgo—. Nos ayudas mucho más de lo que imaginas.
De pronto, Noriño bajó la mirada, revisó sus notas y volvió a cambiar de tema:
—Otra cosa, Susana —comenzó diciendo—. ¿Sabes que Mateo Garal, el supuesto autor de las cartas, murió el mes pasado?
Javier dio un espasmo en su asiento y fijó más si cabe su atención. ¿A qué venía eso ahora? No entendía muy bien la estrategia de Noriño, pero seguro que había un plan tramado en su complicada mente de psicólogo. Susana se llevó la mano abierta al pecho, como si una lanza invisible acabase de atravesarla, para inmediatamente bajar la cabeza y los hombros.
—Entonces, ¿no fue él quien las escribió? —preguntó con pesar—. ¿Cómo habéis descubierto que está muerto?
—El mismo inspector Solbes encontró la lápida y su mujer, Ana López, nos lo confirmó.
—¿Ana era la mujer de Mateo? —volvió a preguntar, más confusa si cabe.
—¿La conoces, Susana? —contestó con una pregunta, y a Javier le divirtió comprobar lo mal que se le daba hacerse el tonto.
—Sí, claro. Aunque no nos vemos muy a menudo —aclaró Susana con la tristeza reflejada en sus ojos—. Nos encontramos el otro día en el colegio después de ni se sabe la de años y nos volvimos a ver al poco tiempo en el cementerio. —Bajó la cabeza y suspiró—. Estuvimos hablando de mi hermano y su marido, pero no imaginé que estuviera hablando de Mateo...
Era la segunda vez que visitaba la tumba de Andrés en ese mismo día; atardecía y comenzaba a formarse una niebla cuando llegué a su nicho. Me sentía sola, perdida, desorientada, y en momentos así me gusta rezar en voz baja frente a su lápida. Nunca me ha gustado perder el tiempo en oraciones estereotipadas establecidas por la Iglesia, pero sí me gusta dirigirme a él con un batiburrillo de frases inconexas en las que lo mismo le reprocho como le confieso que lo echo de menos.
—¿Estás bien? —sonó una voz a mis espaldas.
Aquella voz de mujer me sobresaltó y provocó que girase con rapidez el cuello para ver quién interrumpía mi particular letanía repleta de improperios y palabras de cariño.
—Oh, Ana. Estaba...
—Hablando con él. —Ana López me terminó la frase a la vez que señalaba con un gesto de la cabeza la lápida con el nombre de Andrés.
—Sí —reconocí sonrojándome.
—Yo también hablo, a veces —admitió en un intento de que no me sintiese tan incómoda.
—¿Con quién?
—Con mi marido —confesó con una leve contracción de sus músculos faciales para luego volver a serenarse.
—Lo siento.
Ella me lanzó una mirada forzada que, sin lugar a dudas, residía en el dolor y la rabia. Sus ojos me lanzaron un mensaje indescifrable.
—¿Te apetece pasear? —le pregunté, y Ana me contestó con una nueva sonrisa, más amable si cabe que la anterior.
Ambas salimos del recinto y echamos a andar rumbo al casco urbano. En aquellas horas de la tarde, con el sol perfilando los cipreses antes de ocultarse definitivamente tras ellos, la avenida estaba casi desierta y más bien parecíamos un par de espectros pululando por los alrededores del camposanto.
—¿Visitas mucho la tumba de tu hermano? —preguntó Ana para romper el hielo tras un centenar de metros de silencio absoluto.
—Estos últimos días lo hago a diario —confesé.
—Yo también visito la de mi marido todos los días. Creo que se debe a la necesidad de luchar contra el olvido.
—Yo no podría olvidar a mi hermano —dije con cierto sarcasmo.
—Lo recuerdo vagamente. Era un buen chico.
—Sí, lo era. Jamás entendí por qué murió.
Nunca pude comprender por qué Andrés murió para no poder ver su obra maestra: aquel deseo moribundo que me ató a un hombre como Iván y me hizo desgraciada de por vida. Si por un instante pudiese hablar de verdad con mi hermano, le confesaría que, cada vez que visito su tumba, me arde un deseo interior de ser yo la que estuviese metida dentro del ataúd. El cáncer de Andrés, en cierto modo, había acabado también con mi propia vida.
—¿Acaso hay respuesta para eso? —preguntó Ana para interrumpir mis deseos de estar muerta.
—Supongo que no.
—La única respuesta está en la fe —afirmó Ana al mismo tiempo que alzaba los ojos para mirar al cielo en un exagerado gesto que me dejó sin palabras.
—Yo la perdí hace mucho tiempo —reconocí avergonzada ante su puntual fanatismo.
Las dos nos echamos a andar de nuevo en silencio mientras pasábamos por debajo de las farolas recién encendidas que se encontraban alineadas a ambos lados de la avenida.
—Cuando le diagnosticaron el cáncer a mi hermano todo cambió para mí.
—¿Y tus padres cómo lo sobrellevaron?
—Nunca superaron la agonía de Andrés: cómo se iba apagando, despacio, ante sus ojos. La luz de su mirada se extinguió y, con ella, también la de ellos. Mi padre murió poco tiempo después a causa del tabaquismo. Luego, mi madre se trasladó a Plasencia para acompañar a mi tía, que también había enviudado, pero yo decidí quedarme.
—¿Por qué?
—Entre otras cosas porque acababa de casarme y mi marido trabajaba aquí.
—Ah, el amor —exclamó Ana en un suspiro.
—De todos modos, reconozco que, aunque hubiera estado soltera, no me habría ido a vivir con mi tía como hizo mi madre. Ella me hace recordar la parte más triste de la vida de mi hermano. Yo prefiero recordarlo como era: vital, lleno de alegría y esperanza, esa esperanza que se mantuvo hasta el día de su muerte.
En eso fui sincera. Me obligo cada día a recordar a Andrés como ese joven que me hacía rabiar y no daba su brazo a torcer en ninguna discusión; muy lejos de las sesiones de quimioterapia que lo hacían vomitar durante los primeros días y que obnubilaron su buen juicio cuando nos confesó a todos que me quería ver casada antes de morir.
—Es lo único que nos queda a todos al fin y al cabo: la esperanza, y la fe —reflexionó Ana antes de meter las manos en los bolsillos de su abrigo.
—A mí ni eso. Después de la muerte nos convertimos en polvo.
—¿Y qué me dices del recuerdo?
—El recuerdo es solo una sombra.
—Pero tú hablas con tu hermano.
Sacudí la cabeza con fuerza y le dije:
—Me gusta creer que él me escucha. Necesito creerlo.
—Una vida es imposible que desaparezca sin más —rebatió Ana con un visible intento por moderar su extraño comportamiento de fanática religiosa.
—¿Cómo murió tu marido? —me decidí a preguntar al fin.
—Es una larga historia llena de enfermedades discapacitantes. Comenzó como una vulgar esclerosis múltiple que lo fue mermando en cada brote hasta que el último, más virulento de la cuenta, le atacó funciones vitales como la respiración y el latido cardíaco, y se lo llevó hace ya casi tres semanas. Con treinta y cuatro años —sollozó a la vez que buscaba mi hombro amigo.
—¡Dios mío, Ana! Es demasiado reciente. Debes estar pasándolo muy mal —recuerdo que le dije antes de abrazarla.
No entré en cuestiones médicas como lo extraño que me parecía que alguien muriese de esclerosis múltiple a una edad tan temprana, pero imaginé que se habrían dado más complicaciones de por medio. Me mordí la lengua. No quería sacar a relucir mi curiosidad médica y meter el dedo en la llaga de aquella pobre infeliz.
—Yo sé que mi marido está ahí, lo percibo —aseguró Ana mientras se apartaba de mí para sacar un pañuelo del bolso y se recomponía—. Sé que guarda mis sueños cuando duermo. Es una sensación difícil de imaginar. Es real.
—Intento convencerme a mí misma de eso cada día.
—¿Y lo consigues?
—Solo a veces.
Ambas reanudamos el paso por la avenida hasta llegar al Arco del Cubo y luego tomamos la calle Tetuán. Ana estaba sumida en un luto inesperado y demasiado incómodo para su edad; yo me sentía atrapada en un matrimonio repleto de infelicidad; sin embargo, se atisbaba la luz de ilusión que me prometía el verdadero amor, el que todo ser humano merece alcanzar, ese sentimiento recíproco y basado en la profunda sed de dos seres que se necesitan para ser saciados mutuamente y que nunca lo consiguen por completo para así revivir con toda la intensidad el roce necesario de ambas almas. Esa es la hermosa condena del amor; y gracias a las cartas de ese hombre, sea Mateo el marido de Ana o cualquier otro, sé que mi verdadero amor me está esperando en algún lugar.
Antonio Noriño necesitó desviar la mirada ante las intensas palabras de Susana. Solbes pensó que él ya había sido agraciado con ese premio, aunque hubiese tenido la mala suerte de perderlo antes de tiempo. Cuando alzó la cabeza tras un leve momento de nostalgia, encontró a su compañero con la mirada fija en la de Susana Olaizola. Los ojos le brillaron antes de coger sus manos un instante para demandar toda su atención y comenzar a hablar con un temblor en la voz que dejaba al descubierto aquel sentimiento que las palabras de la interrogada acababan de despertar.
—Una última pregunta. Respóndeme con sinceridad, es muy importante. —Hizo un silencio, apretó sus manos con la mirada perdida en el fondo de sus pupilas, que más parecían apoyarse en ella que prestar su apoyo, y se dispuso a completar la última fase de su interrogatorio—: ¿Hay alguien tan importante en tu vida como para que te sintieras perdida si esa persona te faltara? ¿Es posible que ese amor del que hablas haya aparecido ya en tu vida?
Susana se quedó blanca. Luego, su rostro se tornó tan sonrosado como el de una niña de carrillos arrebolados; un sudor frío empezó a perlar su pálida piel y su cuerpo comenzó a temblar sin que pudiera hacer nada por controlarlo. Se liberó de las manos de su interrogador, se levantó brusca de la silla y desvió su mirada asustada para clavarla en el falso espejo que se encontraba frente a ella en un intento desesperado por pedir ayuda a quien fuera que se encontrase en la sala contigua.
—No puedo responder a eso —musitó con una voz temblorosa y casi imperceptible— Esa no es una pregunta que deba hacerse en un lugar como este.
El inspector Noriño se quedó tan frío como ella y se maldijo por haber sido tan torpe. Quedaba claro que Javier no se había equivocado, que él era esa persona cuya pérdida desequilibraría la vida de Susana ya al borde del precipicio; sin embargo, el precio que había pagado esta había sido de nuevo una abrupta invasión a su Yo más profundo.
—No hace falta que me respondas —se apresuró a decir—. Muchas gracias por tu ayuda, Susana —concluyó de manera atropellada mientras se levantaba de la silla y se disponía a abrir la puerta—. Siento mucho haber tenido que violar tu intimidad.
Susana sacudió la cabeza, aliviada y casi repuesta, y fue capaz de volver a mirarlo como si la última pregunta no se hubiera formulado.
—No importa —contestó con una amable sonrisa—. Espero que haya sido de utilidad para encontrar al asesino de Iván.
—Lo has sido. Y mucho, créeme —siguió agradeciendo el inspector con una actitud de disculpa exacerbada.
Cuando salieron al pasillo, el inspector jefe Solbes salía a su vez de la sala de observación. Se acercó a ellos y estrechó la mano de Susana para agradecer su colaboración; después, ambos la acompañaron hasta la puerta, donde esperaban los dos agentes uniformados y, una vez desaparecido el vehículo policial de su vista, se encaminaron hacia la mesa de la subinspectora Ruiz. De camino, Javier miró a Noriño buscando una confirmación al tema que ambos habían dejado pendiente y este asintió al tiempo que dejaba escapar un suspiro inconsciente. Al llegar a su destino, el rostro de ambos había vuelto a su natural tiesura.
—Vanessa, ¿qué sabemos de los hermanos de Mateo? ¿Tienes sus nombres y sus direcciones? —pidió Javier con un tono no exento de ansiedad.
—Va a ser que no, jefe. Según los datos del Registro Civil, Mateo Garal era hijo único.
El gesto de Javier reflejó contrariedad. Aunque ya se lo esperaba. Susana lo había comentado en la sala de interrogatorios.
—Vale. Y yendo a otra cosa: ¿Puedes encontrar en los listados de matriculas del instituto a un tal Adrián que ahora tenga más o menos la edad de Noriño? —preguntó de nuevo.
—¿Y qué edad tiene Noriño, jefe?
El aludido miró a ambos con una insinuación de sonrisa pero no dijo nada. Solbes miró incrédulo a la joven subinspectora, resopló y masculló entre dientes:
—¿Qué clase de policía no conoce la edad de sus compañeros de equipo? Busca a un tío de unos treinta y seis años —protestó con evidente ansiedad.
Ruiz lo obedeció ipso facto y movió el ratón por el folio-alfombrilla, clicando aquí y allá hasta darse por vencida.
—Me temo, jefe, que tendré que acercarme al instituto. Son datos muy antiguos y no están informatizados. Deben estar en el archivo histórico del instituto, o de la Consejería de Educación y en algún tipo de documento físico.
Javier volvió a resoplar con desagrado y bajó la cabeza, apesadumbrado.
—Maldita sea. Si les da a los funcionarios por no colaborar nos costará una orden de Matamoros —refunfuñó.
—No hay problema, jefe. Últimamente está muy colaborador —apuntó Noriño con más optimismo.
—Hablando de Matamoros... ¿Has averiguado alguna relación con el muerto, Ruiz? —recordó Javier.
La joven sacudió la cabeza y su cabello castaño y lacio osciló a ambos lados.
—Nada, jefe. Por lo que he podido averiguar, eran dos usuarios más del gimnasio. Alguna vez habían coincidido en el horario, aunque no era habitual, y por lo visto, se habían limitado a hablar sobre fútbol o política como tantos otros. Nada que destacar por ahí.
—Vale, veremos si sigue mostrándose tan colaborador. Ruiz, dile que te de la orden para asignar una escolta a Noriño —ordenó Javier con una ligera aspereza.
—¿A Noriño, jefe?
—Lo haré yo mismo porque a ti te va a torear —cambió de opinión. Luego le ordenó—: Y en cuanto a lo del instituto, mejor intentadlo primero por las buenas. A lo mejor hay suerte y los funcionarios no se ponen muy puntillosos con el rollo de la intimidad. Ahora síguenos. Nuestro compañero seguro que tiene una buena teoría después del interrogatorio con la viuda de la víctima.
Ruiz siguió a los dos inspectores hasta la sala de reuniones. Noriño comenzó con ponerla al día sobre las conclusiones a las que habían llegado esa mañana a primera hora, la razón por la que habían hecho llamar de nuevo a la viuda de la víctima y la información que esta les había aportado, todo ello dejando a salvo, en la medida de lo posible, los detalles personales que lo vinculaban a ella.
—Vamos a ver —se dispuso a exponer al tiempo que dibujaba una línea para separar la parte caótica de la pizarra de la zona que aún se encontraba en blanco—. Gracias a Susana sabemos que su marido tuvo un amigo íntimo a la edad de catorce o quince años. Con todos los datos aportados creo que todo debió ocurrir así: un día, los dos amigos, Iván y Adrián, se enredan en un acto sexual y descubren que su relación es mucho más que una simple amistad. Por la educación que han recibido de sus familias, demasiado reaccionarias y de moral estrictamente católica, mantienen su amor en secreto hasta que son descubiertos. —Tomó aire y comenzó a garabatear en la pizarra—. Los padres los castigan con severidad, cada uno a su estilo; en este caso, nuestro amigo Adrián sale perdiendo y recibe una paliza brutal de su padre. Las familias discuten sobre quién tiene la culpa de que los hijos les hayan salido así, los padres de Adrián deciden mudarse y cada cual hace su vida. Iván, avergonzado por sus propios sentimientos, intenta olvidarlos, comienza una relación con la chica más atractiva del instituto y se casa con ella para enterrar su secreto. Pero un día, Iván y Adrián vuelven a encontrarse, Adrián insiste en que quiere recuperar los años perdidos. Iván accede pero se niega a dejar a su esposa porque prefiere mantener la relación en secreto y ser un hombre respetable.
—Pero, ¿por qué? —interrumpió Vanessa en desacuerdo con el discurrir de su compañero—. Los matrimonios gays son legales. Nadie va señalando a las personas con el dedo por su tendencia sexual.
Antonio Noriño se encogió de hombros y respondió con más preguntas:
—¿Porque sus padres lo educaron así? ¿Porque esta es una ciudad pequeña y no quería hacer pasar a su madre por esa vergüenza? ¿Porque tenía una esclava particular para él solo y no quería renunciar a ella? —enumeró para tirar por tierra los argumentos de Ruiz. Luego, continuó con su exposición—: Así que Adrián decide acercarse a casa de Iván para contarle a su esposa la relación que mantiene con él, pero se encuentra con que este está solo en casa, arrepentido porque se le ha ido la mano con su mujer y teme perderla. Cuando Adrián le ruega que la olvide, que pida el divorcio y se case con él, Iván se niega de nuevo, tienen una fuerte discusión y Adrián, dolido y encolerizado, lo tira contra la pared del dormitorio de matrimonio y le revienta la cabeza.
Ruiz se quedó fría. La exposición de Noriño parecía perfecta; sin embargo, esta no hacía más que abrir nuevos interrogantes:
—¿Y quién es ese tal Adrián? ¿Dónde está? ¿Cómo encontrarlo? —inquirió la joven.
—Nos pagan por averiguarlo —indicó Javier con tono socarrón—. Así que, mientras yo solicito a Matamoros una escolta para nuestro compañero, vosotros os acercaréis al instituto. A ver qué averiguáis.
—Debe ser un hombre de mi edad, de cabello castaño y porte atlético —recordó el gallego.
—Tiene que ser un auténtico armario empotrado para haber reventado la cabeza de un hombre —observó Ruiz mientras echaba un vistazo a su compañero—. Algo así como tú pero con más mala leche.
—Y está muy dolido, Ruiz —apuntó el inspector jefe—. Un tipo muy peligroso.