Capítulo 24

El coche del inspector jefe Solbes salió disparado del juzgado. Las ruedas chirriaron en el asfalto al tomar la curva para salir del aparcamiento. Ruiz acababa de contarle una insólita historia antes de indicarle la ruta para llegar a una finca que pertenecía a la familia del juez Matamoros: una amplia parcela de olivar con un chalet de recreo y una pequeña piscina entre Aceuchal y Villalba de los Barros. Según Vanessa, Noriño se había puesto en contacto con ella porque acababa de llegarle un SMS del presunto Más Allá con unos números que, al interpretarlos como coordenadas, le había dado como resultado el repentino hallazgo de dicha finca propiedad de los Matamoros. Pero Javier iba lanzado en su automóvil por otra razón que aún lo inquietaba más y que lo preocupaba sobremanera: Noriño le llevaba una considerable ventaja. Estaba descontrolado desde que Susana Olaizola fuera secuestrada y no las tenía todas consigo en el momento de confiar en que no cometiese alguna locura que pusiera en peligro su vida y la de la víctima.

Bajó la ventanilla y colocó la sirena para apartar al tráfico que pudiera estorbarle en su camino, tomó la circunvalación que atravesaba el recinto ferial y después giró a la izquierda en dirección a Los Santos de Maimona hasta llegar a la N-630, dirección Villafranca de los Barros e incorporarse a la autovía hacia Almendralejo. Una vez en esta, pisó el acelerador del maltratado Seat Córdoba que, con sus quince años, apenas lograba llegar a los ciento sesenta sin que la aguja de revoluciones llegara a la zona crítica y, tras un tiempo indefinido que se le hizo eterno, abandonó la autovía para tomar la circunvalación oeste. Al llegar a la carretera de Aceuchal, esta se estrechó y el pavimento parcheado puso a prueba los gastados amortiguadores de su vehículo. Se vio obligado a disminuir la velocidad. Respiró varias veces para calmar su ansiedad. Solo esperaba que Noriño tuviese la calma suficiente para esperar a que él llegara y no fuese tan osado como para enfrentarse solo al secuestrador de Susana Olaizola.

El Seat Altea del inspector Antonio Noriño giró a la derecha y atravesó el pequeño puente de piedra que cruzaba el río Guadajira a una velocidad poco recomendable. Después de llegar a las cercanías de la finca y de apagar la sirena demasiado tarde, abrió la verja y atravesó un camino de tierra flanqueado por árboles frutales hasta llegar a una hermosa casa pintada de un blanco reluciente y rodeada por un zócalo de mampostería. Lo primero en lo que reparó fue en que la puerta de entrada estaba forzada. Eso lo descolocó por completo. ¿Por qué Matamoros la habría forzado si tenía llave? La puerta metálica pintada con un efecto que imitaba la veta de la madera se encontraba entornada, con la cadena partida y un coche que no era el del juez aparecía estacionado al lado izquierdo: un pequeño utilitario con la bandeja trasera adornada de muñecos de peluche que recordaba haber visto en algún lugar con anterioridad al que la memoria de su cerebro se negaba a acceder.

Entró con sigilo en la casa y pegó la espalda a la pared a la vez que desabrochaba la pistolera y empuñaba su HK. El olor a madera ardiendo y el crepitar de la chimenea eran las únicas señales de habitabilidad que encontró, pues ni un sonido más llegó hasta él.

Decidió guiarse por sus sentidos y llegó hasta una puerta entreabierta que dejaba ver parte del salón. Encontró una rústica mesa de comedor fabricada en madera y rodeada por sillas de enea; sin embargo, nadie se sentaba a ella. Abrió por completo la puerta de una patada y se encontró con una hermosa chimenea de ladrillo frente a la cual se sentaban, en unos cómodos sillones de oreja en color marrón claro, dos personas que en un primer momento no distinguió. Una de ellas se levantó y giró hacia él para mirarlo con una mueca extraña entre la risa y la satisfacción, en contraste con el mensaje de sus ojos que a Antonio Noriño se le antojaron cargados de un pánico mal disimulado. En ese momento recordó que aquel maldito coche lo había visto aparcado junto al portal de Ana López, la viuda de Mateo Garal, la cual, con una pistola Femaru en la mano, apuntaba hacia la persona que se sentaba junto a ella en el otro sillón. Esta se dirigió a él con una voz de falsete que distaba años luz de parecer su tono natural:

—Vaya, inspector Noriño. Me ha dejado sorprendida. Ni siquiera he tenido tiempo de llamarlo. Yo misma pensaba invitarlo a nuestra fiesta particular —dijo con tono burlón que no fue suficiente para solapar el evidente temblor de su voz.

La luz de la ventana, con la persiana bajada casi por completo, apenas llegaba a iluminar la cara de la mujer que se sentaba en el otro sillón; no obstante, la luz oscilante del fuego que crepitaba en la chimenea le permitió distinguir las bellas facciones de Susana, que parecía estar serena a pesar de verse encañonada por un arma.

—Antonio, no le hagas caso y vete. No me hará nada.

Ana López se acercó más a ella y hundió el cañón del arma en su cabello.

—No pensará irse, ¿verdad?

—¡Vete, Antonio! —gritó Susana sin que la voz le temblara un ápice por el miedo—. ¡Es una trampa! ¡Vete!

Pero él no se movió de allí. ¿Cómo podía irse? Por supuesto que era una trampa. Él lo había sabido desde que tuvo conocimiento de su secuestro por el supuesto Asesino Fantasma y no por ello pensó en ningún momento echarse atrás.

—Tira el arma —ordenó Ana López con los ojos fuera de sus órbitas y una voz fría y firme de la cual había desaparecido el tono vacilante—. No se te ocurra huir, no se te ocurra disparar ni hacer ninguna tontería o la mato.

Él obedeció, tiró el arma al suelo y alzó ambas manos.

—Acércate y siéntate. Tu enamorada te quiere cerca, ¿verdad, amiga mía?

Susana se apresuró a sacudir la cabeza hacia ambos lados antes de dejar escapar un pequeño grito inconsciente que silenció ante la presión del cañón en su cabeza.

—Siéntate en el sillón y dame las esposas —exigió de nuevo ante lo cual Noriño se llevó la mano al cinturón y le entregó lo que le pedía para, inmediatamente después, tomar asiento.

—Ahora, querida Susana, levántate y espósalo con las manos a la espalda.

—No pienso hacerlo —se rebeló con altivez—. Así que mátame si quieres.

—¿Seguro que no vas a hacerlo? —preguntó de nuevo con ese tono atiplado tan molesto al tiempo que despegaba el arma de su cabeza para apuntar al inspector.

Susana dudó un instante y, ante un gesto afirmativo de Antonio, se acercó a él y cerró una de las esposas aprisionando su mano izquierda para cerrar la otra en su propia mano derecha. Luego la miró a los ojos con un brillo retador en los suyos.

—¡¿Eres idiota?! —gritó encolerizada a la vez que volvía el cañón de su pistola hacia ella—. Te dije que lo esposaras a él, no que te esposaras con él. Pero bueno, así os tengo juntitos y completamente inmovilizados. Como yo quería —volvió a decir en un tono tranquilo, rozando lo divertido.

Los cambios en su humor revelaban la inestabilidad de su mente perturbada y los dos, como si se hubieran puesto de acuerdo por vía telepática, intentaban hacerla desistir con su actitud tranquila y su casi ignorancia hacia ella y su arma. Antonio cogió la mano esposada de Susana, la apretó entre las suyas y se perdió en el verde de sus ojos, ensimismado.

—Creí que te había perdido... —susurró con el brillo de una lágrima contenida en sus ojos claros.

—Tranquilo, amigo —interrumpió Ana con su tono molesto—. Tú no la vas a perder. Ella te perderá a ti —aseguró apuntando una vez más hacia la mitad de su pecho—. He sido una idiota, ¿sabes, inspector? Cuando murió mi marido juré hacer sufrir como yo estaba sufriendo a la mujer que no me permitió conocer la felicidad en mi matrimonio, a la chica popular, a la divina que embrujó al muchacho del que yo estaba enamorada desde que tenía poco más de diez años para luego ignorarlo por completo.

—Pero, Ana. Yo jamás hice nada para que Mateo se enamorase de mí. Si apenas recuerdo su cara... —intentó defenderse Susana.

La mujer de ojos desencajados y actitud inestable volvió el arma contra ella y soltó una sonora carcajada.

—¡Claro! Y esas minifaldas, y esas camisetas ajustadas, y los pantalones cortos, y ese pelo divino, y esos ojos preciosos con esas pestañas rizadas, y tus pechos, y tu culito respingón —enumeró con un tono cortante y a la vez corrosivo—. Pero no, tú no hacías nada para enamorarlo. Cuántas veces te he observado de lejos en el cementerio y he tenido que apretar los puños para no acercarme a ti y echarte en cara todo eso. Aquella mañana que te encontré en el colegio estuve a punto, y cuando nos encontramos el otro día en el cementerio me dije a mí misma que lo haría, pero ese maldito embrujo tuyo consiguió hacerme tragar mis palabras y sonreír. Esa inocencia estudiada siempre ha conseguido su propósito. ¿A que sí, inspector?

Susana hizo ademán de querer hablar pero se detuvo ante la mirada de Noriño.

—Veo que eres muy razonable —observó Ana al percatarse de su gesto—. Pues sí —continuó diciendo—. Lo supe cuando leí el diario que encontramos en tu casa. Resulta que tú, amiga Susana —dijo con un macabro sarcasmo— habías sido víctima de maltrato durante todos estos años y yo, sin querer, voy y acabo con tus problemas.

Noriño alzó la mirada y se encontró con el cañón a pocos metros de su pecho otra vez. Intentaba encontrar un momento de distracción para desarmarla, no obstante, la presencia de Susana y el temor a que, en un arrebato de cólera, Ana le hiciera daño, lo mantenía inmóvil. De todos modos, Javier no tardaría en llegar. Aunque no sabía si eso podía constituir una ayuda o un nuevo problema. Esa mujer estaba completamente desequilibrada y era impredecible. Era posible que, si se sentía amenazada, le diera por eliminarlos a ambos o por tomarlos como rehenes. En su caso le daba igual, ya había sopesado la posibilidad de perder la vida; pero por más que lo había intentado, no podía hacerse a la idea de vivir sin ella.

—Ya te digo, inspector: no solo acabo con el maltratador de la puta que robó el corazón de mi marido sino que, gracias a su asesinato, mi queridísima amiga Susana —volvió a atacar, sarcástica—, conoce a un hombre encantador que consuela su pérdida y se enamora de él como una adolescente. Y lo peor de todo es que, según estoy comprobando, el estúpido también se ha enamorado de ella, de una zorra embaucadora que va enamorando hombres para luego romperles el corazón y desecharlos para que las que de verdad sabemos amar recojamos sus pedazos e intentemos recomponer sus almas destrozadas. —Hizo una pequeña pausa para coger aire y prosiguió—: Para que luego venga una maldita enfermedad y acabe con todos nuestros esfuerzos. La vida no es justa. No. No lo es —lloriqueó—. A algunas les da todo y a otras nos quita lo que hemos ganado a base de esfuerzo.

—Ana, ¿eres capaz de creerme si te digo que he sido una maldita infeliz? Ojalá Mateo se hubiera atrevido a declararme su amor. Ahora sería yo la que llorase su muerte y tú habrías encontrado a un buen hombre que te amase como te mereces. Pero al menos, habría sido feliz...

Una risa estridente le impidió seguir hablando.

—¿Infeliz? ¿Tú infeliz? No tienes ni idea de lo que es la infelicidad. Pero tranquila —siguió diciendo, esta vez de nuevo sarcástica—. Yo sé cómo hacerte sentir la infelicidad. ¿Verdad, inspector? ¿A que si ahora aprieto el gatillo nuestra querida Susana sería la persona más infeliz sobre la tierra?

Noriño, en vez de contestar ignoró su pregunta y sacó a colación un tema que a él le interesaba más:

—Ana, no puedo creer que haya sido capaz de matar con sus propias manos a un hombre, de reventarle el cráneo contra la pared. No me lo explico.

La desquiciada que sostenía con ambas manos una Femaru volvió a reírse de forma estridente y siguió con su orgullosa narración:

—¿Yo? Con mis manos podría matar a una mosca, una gallina, un perro... Pero mi madre trajo al mundo a mi querido hermanito, un buen ejemplar de casi dos metros y cien kilos de peso. Alejandro haría cualquier cosa que yo le pidiera. Fíjate si es bueno que, por mí, ha sido capaz de camelarse a la secretaria de Matamoros. La muy idiota se creía que, con lo fea que es, podría tener a un hombretón como él.

—¿Alejandro? —preguntó Noriño conteniendo el impulso de levantarse del sillón para no arrastrar a Susana con él—. ¿Alejandro López, el vigilante de los juzgados?

Ana mostró una sonrisa llena de orgullo y asintió con la cabeza.

—Ese es mi querido hermano. El que me ayudó a convencer a toda una brigada de la Policía de que el Asesino Fantasma era el juez Adrián Matamoros. El que me ayudó a ejecutar el plan para llevar a cabo mi venganza por tantos años de fatalidad en mi matrimonio.

Alejandro López era un pobre diablo que llevaba opositando infinidad de años para entrar en el Cuerpo Nacional de Policía; y si de las pruebas físicas se hubiera tratado, habría obtenido plaza hace años; no obstante, era tan bruto y torpe que jamás había sido capaz de pasar las pruebas psicotécnicas, por lo que seguía presentándose cada año con el mismo resultado. Por lo que sabía de él, se trataba de un chulo que escondía bajo su fachada prepotente una bajísima autoestima, una persona a la que se podía manipular con cierta facilidad, más aún tratándose de alguien de su propia sangre.

Ana no desearía llevar a su hermano a la cárcel, por lo que dedujo que si le contaba todo aquello era porque pensaba eliminarlo; y no solo a él, sino también a Susana. Fue al ser consciente de tal consecuencia cuando se activó su estado de alarma. Aprovechando un instante en que Ana se confió en su papel de orgullosa narradora, cogió con la mano que le quedaba libre las llaves de las esposas y, con un rápido movimiento, se liberó de ellas, empujó a Susana tras el sofá para protegerla de su atacante y se lanzó hacia el lugar donde había tirado su arma. Ana sujetó la vieja Femaru con las dos manos, apuntó al pecho de Noriño, entrecerró los ojos y apretó el gatillo.

Javier había dejado el coche alejado de la finca y se acercaba a pie cuando escuchó a lo lejos el sonido de un disparo. Desabrochó su pistolera y retiró el seguro de su arma reglamentaria antes de echarse a correr camino del chalet de fachada blanca y zócalo de piedra. La puerta de la calle se encontraba abierta y los gritos de Susana Olaizola se escucharon desde fuera. Echó a correr hacia la estancia de donde provenían y la encontró tumbada en el suelo, junto a Noriño, con lo que parecía una rebeca arrugada haciendo presión sobre su hombro izquierdo. Su compañero tenía el rostro crispado por el dolor y la camisa blanca manchada de sangre, aunque parecía que la herida no sangraba con profusión. Aun así, sostenía el arma en la mano derecha para apuntar a la persona que se hallaba frente a él.

De pie, al lado de la chimenea y con las manos temblorosas intentando sostener la vieja Femaru que él mismo había admirado en la vitrina del juez Matamoros, se encontraba una asustada Ana López.

—¡Tire el arma! —ordenó Javier apuntándola con una sola mano y el pulso firme.

Ana tenía los ojos desencajados y observaba con horror la imagen del inspector Noriño tumbado en el suelo con el rostro desfigurado por el dolor y la cara surcada por las lágrimas de Susana. No parecía resultarle tan placentero como su perturbada mente con seguridad habría imaginado.

En un movimiento rápido, tanto que a Javier no le dio tiempo de reaccionar, giró el cañón hacia su cara. El sonido del disparo rebotó en sus tímpanos como el despertar de una horrible pesadilla. La sangre salpicó las cortinas, las paredes, los ladrillos de la chimenea, y el cuerpo inerte de Ana López cayó desparramado contra el suelo produciendo un ruido sordo al impactar sobre la alfombra.

Javier, con la boca abierta por la sorpresa, quedó yerto, en silencio y sin mover un solo músculo durante un tiempo que no supo cuantificar. Luego despertó de su letargo para marcar el número de emergencias en su teléfono móvil.

—Por favor, envíen una ambulancia a la carretera de Aceuchal a Villalba de los Barros a la altura del río Guadajira. Tenemos un agente herido. Y que alguien avise al juez Vázquez y a Becerra para el levantamiento de un cadáver.

La subinspectora Ruiz se dirigió al edificio del juzgado. El vigilante acudió extrañado a abrir cuando la vio llegar.

—¿Otra vez vienen a registrar el despacho del juez? —preguntó con esa falsa prepotencia que lo caracterizaba.

—Alejandro López, queda detenido por el asesinato de Iván Bellido y de dos agentes de Policía, y por el intento de homicidio de Alicia Medina —recitó Vanessa al mismo tiempo que lo apuntaba con firmeza con su arma reglamentaria—. Tienes derecho a guardar silencio, a que un abogado esté presente en todo momento, a la atención médica necesaria...

Varios coches patrulla de la Policía Nacional frenaron en seco casi a la vez y sus ocupantes se precipitaron a salir de los vehículos con las armas en la mano. Alejandro abrió los ojos ante un hecho que no esperaba. Ana debía de haber terminado con Susana y el inspector Noriño, limpiado la escena del crimen y dejado pistas falsas para inculpar a Matamoros. Algo había salido mal.

El pánico se apoderó de él. No podía ir a la cárcel. No soportaría el encierro. ¿Y su hermana? ¿Qué sería de ella? Dejó de divagar y se llevó la mano a la pistolera con la rapidez de un forajido del antiguo oeste. Tuvo tiempo de encañonar y disparar a aquella insulsa mujer que había llegado mucho más allá de lo que él habría osado soñar, a esa novata estúpida a la que podría haber aplastado de un solo puñetazo si no hubiera llegado acompañada de refuerzos. Luego sintió abrirse la carne: primero en una pierna y luego en mitad del pecho. Dejó de sentir, la última visión del mundo fundió en negro y la vida se le escapó en un inconexo murmullo de voces.

—Maldita sea... —sollozó Vanessa dejándose caer de rodillas en el suelo con el arma entre las manos.

Las lágrimas rodaron por su rostro y los músculos de su cuerpo dejaron de obedecer a su cerebro para contraerse mientras sus pulmones se movían con repetidos espasmos que intentaba controlar sin ningún éxito. Un sudor frío perlaba su piel mientras los descontrolados latidos del corazón hacían viajar a gran velocidad la sangre de sus venas que, tras haber sobrepasado el punto de ebullición, se había congelado de repente. Solo tenía que acercarse a él y colocarle las esposas. ¿Por qué ese hombre tuvo que sacar el arma? Su cuerpo, a merced de un elevado nivel de adrenalina, se había encargado de apretar el gatillo de su HK USP instantes antes de que una bala rozase su hombro. Le había acertado en el pecho y, aunque no fue la primera en disparar, se sintió sucia, como si algo en su interior hubiera comenzado a podrirse a la misma velocidad con que las balas habían traspasado la carne de aquel infeliz; y vacía, cual pozo seco en mitad del desierto. Veintiocho años, dos años de patrulla y escasos seis meses como subinspectora. Y era la primera vez que acababa con la vida de un ser humano. Se sintió miserable.