Capítulo 23
La mañana del domingo pasaba con lentitud, sensación que se agudizaba para Javier, sin otra cosa que hacer que ensimismarse con el segundero de un reloj redondo, clavado en la pared de su despacho, que avanzaba inexorable sobre una fotografía de una isla del Pacífico rodeada de aguas cristalinas. El teléfono sonó de forma estridente, soliviantándolo y provocando que diera un pequeño respingo en su asiento antes de contestar:
—Solbes.
—Soy Becerra —habló el forense al otro lado de la línea—. Te llamo para informarte de que las balas que acabaron con la vida de los dos agentes muestran unas muescas características de un arma utilizada con silenciador. Las he enviado a la científica para que las cotejen con la que encontraron en los alrededores del coche patrulla.
—¿Alguna idea sobre el calibre de las balas? —preguntó Solbes, que en su fuero interno consideraba ya al juez Matamoros como el máximo sospechoso de ser el Asesino Fantasma.
—Lo único que te puedo decir es que el calibre no es el habitual. Quizás se trate de una pistola antigua. También te puedo adelantar que, según el ángulo de la trayectoria de las balas en los cuerpos, deduzco que quien disparó lo hizo desde el lado derecho del vehículo.
—Eso explica que la ventanilla del copiloto estuviese bajada —reflexionó Javier en voz alta—. Gracias, Becerra.
Y colgó. A la memoria de Javier regresaron las imágenes de la colección de armas que Matamoros mostraba tras una vitrina en su despacho. Aún recordaba las perforaciones que tenía el cañón de la pistola Femaru del calibre 32. Esas modificaciones en el arma la hacían compatible con un silenciador. Sin embargo, todo con lo que podían contar seguían siendo indicios mientras no llegase el informe preliminar de balística y las órdenes de registro firmadas por el juez Vázquez. Suspiró, se arrellanó en el asiento y cerró los ojos para intentar dar paz a su mente.
Eran cerca ya de las dos de la tarde cuando la subinspectora Ruiz irrumpió con brusquedad en el despacho. Solbes se incorporó en la silla, sobresaltado. Se había quedado dormido.
—Jefe, acaban de llegar el informe preliminar de balística y las órdenes de registro —informó eufórica mientras dejaba caer los documentos sobre el escritorio—. Me he tomado la libertad de imprimir el dossier de la Científica.
Javier miró otra vez el reloj redondo que colgaba de la pared de su despacho para cerciorarse del tiempo que había dormitado. Había transcurrido más de media hora.
—¿Le has echado un vistazo? —preguntó mientras se frotaba los ojos.
—Así es. Las conclusiones preliminares hablan de que el arma utilizada es una Femaru del calibre 32 modificada para acoplarle un silenciador. Las muescas que tienen las balas no dan lugar a dudas.
Javier echó un vistazo al informe mientras hablaba Ruiz. Cuando acabó la exposición de los datos proporcionados por la científica, miró las órdenes de registro, cogió la del despacho del juez y le ofreció la otra a la subinspectora.
—Llama a Noriño ahora mismo y que venga a comisaría a por la orden de registro del domicilio de Matamoros. Yo me acercaré a su despacho.
—¿Continúo con la búsqueda de inmuebles que pertenezcan a la familia de Matamoros? —preguntó Ruiz que por un momento se sintió echada de lado por Javier.
—Hazlo. Necesitamos lo antes posible esos datos. Son vitales para la investigación —ordenó Solbes desde la puerta del despacho antes de marcharse a toda prisa en dirección a los juzgados.
Una media sonrisa se dibujó en el rostro de la subinspectora Ruiz en la soledad del despacho. Se sintió útil de nuevo y se lanzó hacia el ordenador que tenía sobre su mesa a la caza de las propiedades que la familia del juez Matamoros poseía en la región.
Javier entró en el despacho del juez Matamoros una vez el vigilante de seguridad hubo abierto la puerta a regañadientes, obedeciendo la orden de registro que le había mostrado unos minutos antes. Aquel vigilante de cabello rubio, ojos verdosos y nariz prominente que tenía señales de haber estado rota en más de una ocasión, se quedó en el dintel de la puerta observándolo. De improviso, Javier detuvo su registro y miró con aire desafiante al fornido vigilante de seguridad que parecía haber salido de un concurso de culturismo, cuyos voluminosos músculos se adivinaban bajo el uniforme.
—¿Quiere usted decirme algo? —inquirió Javier.
—Solo me preguntaba por qué está registrando el despacho del juez —contestó al tiempo que alzaba las manos con una sonrisa socarrona en el rostro.
—¿Qué es lo que le hace gracia? —increpó Javier ante la actitud de aquel idiota.
—Nada, inspector —dijo antes de marcharse con paso lento y cierto aire chulesco que lo desagradó de manera desmedida.
Odiaba a esos tipos que no habían tenido la capacidad de ingresar en el Cuerpo de Policía, de verse sometidos a respetar una jerarquía de mando; esos ignorantes que intentaban compensar su falta de seso con anabolizantes. Algunos de esos fracasados solían convertirse en vigilantes de seguridad para llevar a cabo una pantomima en la que intentaban mostrar una autoridad que no poseían. Ese tipo en concreto, que solía caer simpático a los agentes de patrulla por haberse convertido en el eterno opositor al Cuerpo, a Javier le despertaba una inexplicable antipatía y cierta desconfianza.
Ya solo en la oficina, sus ojos se clavaron en la vitrina de armas y se percató de que, en efecto, la pistola Femaru 37M no se encontraba expuesta. Estaba ante una prueba de la culpabilidad del juez; sin embargo, necesitaba encontrar otra que fuese irrefutable, encontrar el arma con sus huellas para poder incriminarlo. A pesar de todo, seguían siendo pruebas circunstanciales.
Según su secretaria, Matamoros se encontraba en Santander ese fin de semana, aprovechando que no estaba de guardia, para desconectar del trabajo pero no tenía idea de dónde se alojaba. Ruiz había intentado localizarlo; sin embargo su teléfono móvil se encontraba desconectado. Eso, a priori, lo dejaba sin coartada.
La vivienda del juez Matamoros le resultó a Noriño tan fría como quien la habitaba, con muebles modernos de colores demasiado claros y cortes rectos. La decoración, aunque de mejor gusto que la del piso donde él vivía, no dejaba de ser igualmente minimalista, con una casi total ausencia de elementos decorativos superfluos y los muebles imprescindibles. Se alegró por ello. Así tardaría menos tiempo en ejecutar el registro.
Abrió armarios, cajones, alacenas; sin embargo, nada sospechoso apareció ante sus ojos. Aparte de facturas de luz y teléfono y de variada documentación administrativa personal, nada más podía asociarse a su habitante. Lo único que sí llamó la atención fue la ausencia de maletas y la poca cantidad de ropa que guardaba en el armario. Era como si se hubiese marchado de viaje.
«Un viaje de lo más oportuno», pensó.
El pitido característico de un mensaje de texto que acababa de llegar a su teléfono lo sobresaltó. Se apresuró a sacarlo del bolsillo para leerlo, pero un acto reflejo provocó que el aparato cayera al suelo y se desmontara por completo. Se apresuró a montarlo de nuevo con el corazón disparado en su pecho al recordar que el nombre del remitente era el de Mateo Garal Montero. En el escaso tiempo que tardó en encender se preguntó si el mensaje no se habría borrado, mas por suerte, aún aparecía en el teléfono como no leído una vez encendido. Pulsó para leerlo y la pantalla le mostró unos números sin sentido. Tardó al menos cinco minutos hasta caer en la cuenta de que podía tratarse de unas coordenadas.
Decidió llamar a Ruiz.
Javier intentó abrir los dos cajones del escritorio del despacho de Matamoros pero los encontró cerrados con llave. Sacó las ganzúas y, tras escasos segundos, consiguió acceder a ellos. En el cajón superior solo había folios y unos bolígrafos; sin embargo, en el inferior encontró lo que necesitaba para que sus dudas se disipasen en lo referente a la culpabilidad del juez: un pequeño diario con tapa blanda. Lo abrió y lo hojeó por encima. Reconocía la letra. Era la misma que había llenado páginas enteras del diario que estuvo leyendo ayer, con la excepción de que los trazos no estaban tan marcados y las fechas allí señaladas comprendían desde primeros de año hasta finales de septiembre. No cabía duda alguna: el cuaderno que sostenía entre sus manos era el diario desaparecido de Susana Olaizola.
«El muy cabrón fetichista cogió el diario de Susana después de asesinar a su marido», dijo para sí.
De repente, el teléfono móvil comenzó a vibrar dentro del bolsillo interior de su chaqueta. Lo sacó y leyó la pantalla. Era la subinspectora Ruiz.