El comienzo…

 

 

La oscuridad de la habitación tan sólo denotaba mi estado de ánimo. Una oscuridad que provenía de una noche fría del mes de enero en la que la nieve hacía acto de presencia tras varios días de lluvia incesante y vientos huracanados. Sin duda uno de los peores inviernos que ha habido en la ciudad desde años atrás. 

Todo cuanto podía observarse a través de la ventana del dormitorio principal de la vivienda empezaba a estar cubierto por una fina capa blanquecina. Un manto frío que no llegaría a cuajar demasiado, pero que a más de una persona puso nerviosa, aunque para mí no es algo nuevo, aunque hacía muchos años que no veía caer ni un solo copo de nieve, podría decirse que desde que era un crío. 

Pese a estar frente a la ventana del dormitorio, en realidad, mis ojos no miran nada en concreto. La persiana está totalmente bajada como las del resto de la casa junto con el estor bajado casi a la altura de mis rodillas, pero mantengo mi mirada perdida en un mar profundo de recuerdos, recuerdos en los que días llenos de vida, de amor y cómo no, de alegría, formaban parte de mi vida, mi extraña vida. Días en los que no dejaba de sonreír y de sentirme enérgico y capaz de realizar todo cuanto se me antojara. A día de hoy, esa imagen de mi persona ha quedado renegada a un chico pesimista, triste y sin vida, una imagen oculta tras una gran sombra oscura y fría llena de miedos, dudas, rencor y en cierto modo, odio.

Mi rostro, demacrado por la nula alimentación, pocas horas de sueño y ojos enrojecidos por horas y horas de llanto, observaban fijamente el horizonte, pero sin mirar nada, sin ser consciente de que los minutos, al igual que las horas, pasaban y con ellas, los días… y yo seguía ahí, postrado en el mismo sillón situado frente a la ventana sin mover ni un solo músculo, entumecido ya después de tantas horas sin movimiento alguno. Estaba inmerso en mis propios pensamientos, en ese mar de recuerdos imborrables que deambulan por una mente dispersa por las dudas y el miedo, recuerdos de cuando compartí mi vida con mi amado David un día no muy lejano. 

La colcha de la cama, sin un hueco aparente en el que se vea alguno de los cuadros azules, verdes y blancos del estampado, estaba repleta de fotografías en blanco y negro y en color de ambos riendo, besándonos o simplemente haciendo poses varias en la playa, en la montaña, en la terraza de un bar cuando aún éramos felices y todo parecía que iba bien en nuestras vidas… pero faltaba una, quizás la más importante, la que cogía fuertemente entre mis manos, en color sepia y donde dos chicos bien vestidos, con traje y corbata bien anidadas al cuello, sonrientes y dos copas de champan en sus manos, en la que sus brazos se retorcían en una extraña e incómoda pose para pegar el primer sorbo. 

Sí, lo habéis adivinado y en efecto, en la fotografía aparecemos David y yo en plena celebración, la única foto que tenía de este día, para mí uno de los más importantes de mi vida, para David, quizás tan sólo fue un día más como cualquier otro, aún no lo sé y quizá nunca lo sepa.

Nos casamos por lo civil junto a sus pocos amigos y algún que otro familiar, por mi parte en cambio, no toda mi familia estaba de acuerdo con esta celebración y mucho menos pensando que alguno de sus hijos fuera a casarse con otra persona que fuera de su mismo sexo. Por parte de mis amigos, no vino ninguno, y aunque tampoco se lo reprocharé nunca, no lo olvidaré jamás. Ocurrieron cosas demasiado dolorosas como para poder olvidarlas así sin más y ya es tarde para venir con arrepentimientos, sobre todo, cuando se hace daño a los que más quieres, tu familia, pese a que realmente no comprendas el por qué.

Tres años bastan para hacer que el más bello de los paraísos termine siendo el peor de los infiernos, y si no, que me lo pregunten a mí, que poco tiempo después de casarme con la persona a la que más he amado en mi vida, cambió de la noche a la mañana, sin razón aparente, y empezó a mostrarse distante, irrespetuoso y muy dado a infravalorarme de tal manera que no había noche que no discutiéramos por cualquier tontería o por el más simple detalle que a él no le pareciera correcto o el más adecuado, pero a David no le bastaba solamente con ridiculizarme, sino que fue apartándome poco a poco de mis amigos hasta sumirme en la miseria, en un pozo sin fondo del cual a día de hoy aún no he tocado o al menos eso creo. 

En realidad, no he tenido muchos amigos en mi vida. Mantenía buenas relaciones con algunos compañeros de clase con los que salía muy de vez en cuando a tomar unas cervezas por el centro de la ciudad y a raíz de ello, fue como lo conocí. Fue a través de Juan, uno de mis mejores amigos del colegio con el que tenía una relación de hermanos, mucho más que de amigos, ya que siempre contábamos el uno con el otro y no nos habíamos fallado jamás por razón alguna, hasta que apareció David en mi vida y todo empezó a cambiar a pasos de gigante. Del primero que empecé a alejarme fue de Juan, poco tiempo después, lo haría del resto de mis amigos, de mi gente.

A los pocos meses, David borró toda señal de ellos de casa. Teléfonos, cartas, fotografías, todo lo que recordara a ellos, o pudiera hacerlo, desapareció como por arte de magia, pero lo que no podía borrar por más que lo intentara, eran los recuerdos que en mi mente guardaba de cada uno de los minutos vividos con ellos, cosa que David odiaba con todas sus fuerzas ya que no sabía cómo hacer para que yo fuera olvidando poco a poco, hasta que llegó a averiguar cómo hacerme daño y llegar a ellos. 

Muy lentamente iba ahondando en ellos e iba haciéndolos más difusos por medio de comentarios y afirmaciones que decía eran ciertas sobre mis amigos y ello hacía que me alejara más y más sin control alguno sobre mí mismo, sembrando la duda en mi interior, cubriendo a mi mente de una espesa capa de miedo y dudas. Estaba siendo un gran títere, una especie de pinocho con grandes cuerdas invisibles dirigidas por David a su antojo, el cual disfrutaba cada segundo como si fuera el último viendo sumirme en una gran depresión, para él tan sólo era o parecía un juego al que yo iba accediendo sin más, ya apenas tenía fuerzas para resistirme, hasta que caí del todo en sus redes.

En pocos meses me convertiría en su marido... 

El aire era nauseabundo, por momentos irresistible, en el interior de la casa. Hacía días que no se aireaba, que no se abría ni una sola ventana y que no entraba ni un simple rayo de sol, aunque la verdad que el tiempo no ha acompañado mucho durante los últimos días ya que ha llovido sin parar durante días seguidos. 

Una casa muerta, fría e inhóspita, tan muerta como sus habitantes, como el alma en vilo en que me convertí. Una casa tan vacía como el interior de la pecera en la que no queda ni resto alguno de los pocos peces que nadaban días atrás llenos de energía y de vida, de color y belleza, tan sólo quedaba la sombra de aquel muchacho que era y que seguía sentado en el pequeño sofá de cuero negro situado frente la ventana, una ventana cerrada a cal y canto, pero por la que se presentía el frío del exterior introduciéndose por las juntas. 

Hacía días que las motas de polvo ni se movían del lugar en el que se habían posado y una fina capa de color tostado cubría todo cuanto encontraba en su camino, los muebles, las tablas del parqué del suelo…

El silencio de la casa se imponía tétrico, tanto que algún cuerpo que se hubiera atrevido a visitar esta morada, en la que tan sólo se oye el pasar de las manecillas de un reloj, el único objeto que me queda de mi abuelo Antonio, el ser al que más he querido en la vida y al que perdí cuando era un niño, el hombre más bueno, honrado y cariñoso que conocí y conoceré jamás, situado sobre el aparador que hay en el salón y el ir y venir de gente por las calles anejas a la casa, bocinas de coches o timbres y frenazos, pero este sonido no era lejano, procedía de la planta inferior de la vivienda. El timbre de la puerta principal, irrumpía en el silencio sepulcral del interior de la casa repetidamente junto con golpes secos que seguramente un puño cerrado chocando contra la puerta, seguido de gritos desesperados y un murmullo irreconocible e incoherente de gente agolpada en plena calle. 

Los golpes duraron unos minutos más y poco después un estruendo horrible hizo temblar el suelo de la vivienda, pero no me percaté, seguía inmóvil en mi lugar, postrado sin mover ni un solo músculo de mi debilitado cuerpo ensimismado en mi mundo interno, nadando en mi propio mar de recuerdos del cual no quería evadirme, del cual no querría salir nunca. Allí me encontraba cómodo, dichoso y lo mejor de todo, a salvo. Sumido en mi burbuja, a salvo de mis miedos, mis dudas, del dolor, de todo tipo de sumisión, y también, a salvo de David, de sus palabras. Esas palabras que tanta mella hacían en mí y que me dolían mucho más que cualquier puñetazo dado por sus puños.

Se oían voces de hombres por toda la planta baja de la casa, una casa en la que por fin entraba algo de aire fresco, haciendo el olor aún más intenso, desagradable e irrespirable al mezclarse con el oxígeno que entra por el hueco donde descansaba la puerta principal de la vivienda tras haberla tirado por medio de un viejo, pero basto poste de madera empujado por varios hombres vestidos con uniforme azul marino y amarillo fluorescente.

Recuerdo que los escuchaba como si estuvieran muy lejos, a kilómetros de distancia, pero una voz era más fuerte a la del resto, más cercana y en cierta forma más cálida y tranquila de un muchacho joven, con una gorra en su mano izquierda, apoyado en el marco de la puerta del dormitorio principal intentando recuperar la compostura mientras tosía por el fuerte olor de la habitación contigua y del fuerte olor que desprendía toda la casa en general, impregnado el aire por un fuerte olor a orina, excrementos y algo aún más fuerte y desagradable, a descomposición, además de algo que recordaba al olor del azufre o más bien, un fuerte olor parecido al óxido. 

Voces nasales gritaban desesperadas y asqueadas por la escena tan atroz que se encontraban en la habitación de al lado. 

Varias sirenas llegaron al lugar y la incertidumbre que se provocó en la calle fue a más. La gente preguntaba por todo cuanto pasaba, voces llenas de curiosidad y morbo, alguna que otra risita malintencionada y algún que otro vecino crispado, que se quejaba por los abundantes malentendidos y continuas discusiones de sus vecinos. 

Siempre se ha dicho que cada hogar es un mundo y todo cuanto sucede debe quedar dentro de las cuatro paredes, pero hay muchas situaciones que sobrepasan de lo denominado “lógico” y en ocasiones, hay cosas que se escuchan por todo un mundo externo.

Situaciones que sin duda me avergonzaban, que me hacían que estuviera días recluido en casa sin salir ni al tranco de la puerta para que nadie me viera algún moretón en la cara o simplemente verme cojear sin razón aparente para no dar pie a ninguna habladuría a nadie, pero no ya mirando por nadie, sino por evitarme mi propia vergüenza a asumir todos los malos tratos de los que era víctima de los que no quería darme cuenta.

El muchacho joven llamó cuidadosamente un par de veces sobre el marco de la puerta, 

―Lo siento señor, pero debo detenerlo por asesinato. Es mejor que nos lo ponga fácil y no exprese conducta exaltada o no nos quedará más remedio que reducirlo. Aunque nunca lo hemos hecho con nadie, no nos sería muy difícil hacerlo con usted ―me explicaba de forma tranquila y pausada. 

Mientras tanto, sus compañeros recogían del baño lo que quedaba del cuerpo de David. Un baño en el que apenas quedaba un azulejo libre de gotas de sangre ya seca y la atmósfera cargada y maloliente se hacía asfixiante por minutos, donde el forense acompañado por algunos agentes de policía introducía el cuerpo demacrado, donde faltaba el dedo anular de su mano derecha, en una gran bolsa negra con cremallera.

A nadie le sería fácil imaginar una escena así, tan macabra y gore. Tan parecida a una escena sacada de cualquier película de terror mala de serie B, una de tantas que tanto gustan y ven los jóvenes hoy en día, en la que el asesino deja todo tipo de huellas y de pistas allá por donde va para que un típico investigador cualquiera, seguro de sí mismo, razone y piense que hay algo oculto tras un tremendo desorden y mucha pista fácil, ya que no todo en la vida es fácil y como he escuchado muchas veces por ahí, lo fácil es aburrido y en ocasiones, absurdo.

Apenas me inmuté con las palabras que el agente me decía y mucho menos ofrecí resistencia alguna, al contrario, me mostré compasivo y frágil, tan frágil como el cristal, tan compasivo como un niño que come su helado y se le cae al suelo y se queda mirándolo mientras su madre le regaña y lo arrastra por la acera, sintiéndose el niño más desgraciado en ese momento porque no ha podido terminar de comerse su helado. Me esposó cuando aún había signos de sangre seca en mis manos. La fotografía cayó al suelo y con ella, una lágrima más se desprendía de mis cansados ojos que fue a parar justo encima de las dos copas de champan que se venían chocando en ella.

Cualquiera que me conociera desde hace unos años diría que el chico que salía entonces por la puerta principal de su casa, esposado y cabizbajo, cuerpo demacrado y ojos enrojecidos, no era más que una miserable sombra de lo que fue, un chico cariñoso y atento hacia los suyos y sus seres queridos pero abandonado por ellos cuando su homosexualidad fue más evidente que su propio amor y luchó, luchó con garras y dientes por lo que creía que era amor verdadero, por lo que creía que era justo y suyo, por su libertad de ser persona, por convivir con quien amaba, pero por la de su marido, tan sólo era un juego más con el que se entretenía en sus ratos libres de borracheras, juergas con los amigos y demás situaciones que no vienen a cuento ahora nombrar.

Tras de mí, sobre una camilla, metido en una bolsa negra, con la cremallera abrochada a todo lo largo para que el olor nauseabundo no siguiera entrando en las fosas nasales de todos los presentes en el lugar ni diera más nauseas de las que ya ha habido en el segundo piso, ahí entre la oscuridad, el bullicio y el desconcierto, iban los restos de David, mi gran amor.

Por orden policial, la vivienda quedó precintada tras varias cintas amarillas donde se podía leer “PROHIBIDO EL PASO” una y otra vez a lo largo de toda la cinta en letras mayúsculas de color negro. Los últimos policías que habían acordonado la zona levantan el campo y la circulación y la vida vuelve a la normalidad pese a que el desconcierto seguía y sigue aún en las caras de mujeres y hombres de viviendas cercanas al número cinco de esta pequeña urbanización privada del área metropolitana de la ciudad, donde la prensa no tarda demasiado en llegar al lugar de los hechos y empiezan a indagar preguntando a los vecinos más próximos acerca de lo ocurrido. 

Y como es normal en estos casos, en pocos minutos, la tranquila y silenciosa urbanización queda sumida en un incesante ir y venir de gente, coches, furgones, cámaras tanto fotográficas como de video para pillar la noticia del día, micrófonos, sirenas.