5

Coen tuvo que cantar su nombre dos veces antes de que Arnold le dejase entrar. Arnold volvió a pata coja al sofá. Vivía en Columbus Avenue, en un albergue de inquilinos de habitación única, o IHU. Sobre el radiador, tenía una lata de cacao con todas sus provisiones. Fuera, en la ventana, había un plato para el queso. Tenía marcas azules a ambos lados de la nariz. Llevaba una espada japonesa en la mano.

—Yo mato a Chino, como venga verás. Le voy a enseñar fan-tan. Le voy a dibujar un tablero en la tripa.

—¿Qué pasó, Arnold?

Arnold se dio un golpe en el pie torcido con la espada plana.

—Me asaltó, Manfred. En Amsterdam. El cholo me metió una bolsa de la compra entre las piernas. Me ha robado el zapato.

—¿Llevaba una peluca roja?

—No lo sé. Lo hizo muy rápido.

—¿Estás seguro de que fue Chino?

La cara de Arnold se agrió.

—Conozco el estilo de Chino. No se puede empeñar un zapato. Solo a un cholo se le puede ocurrir quitárselo a un inválido. Me habló, Manfred. Me dio recuerdos para Ojos Azules.

—Yo me ocuparé de él, Arnold. Tú descansa.

Coen se sentó en el sillón. Arnold se dio cuenta de que estaba haciendo tiempo. Su patrón estaba siendo educado y respetaba sus dolores. Por eso Arnold le quitó ese peso de encima.

—Manfred, dime, ¿qué necesitas?

—Nada —dijo Coen.

Arnold quería alcanzar a Coen antes de que callase del todo.

—¿Qué quieres que te compre? Venga, Manfred, sé justo.

Coen bajó la cabeza.

—Un chulo blanco llamado Elmo, Elmo el Grande. Va de niñas pequeñas. ¿Dónde puedo encontrarle?

—Déjame un dólar.

Arnold se puso en marcha usando la espada como muleta. La espada iba dejando marcas en la moqueta. Se fue a por la prostituta de la puerta de al lado. La fulana aquella se hacía la zona de textiles y casi todo el West Side. Le debía favores a Arnold. Antes de que el comandante le diese la patada, Arnold le procuraba un par de chucherías en comisaría cada vez que los polis de paisano del distrito de Coen iban a por las chicas. A través de Arnold, Coen podía establecer contacto con cualquier puta del albergue. Oía los porrazos de la espada por el pasillo. Arnold le devolvió el dólar a Coen.

—Betty dice que Times Square. No quiere tu dinero. El tal Elmo aparca delante de la Autoridad del Puerto. Es un cliente duro. Los chulos negros se andan con mucho cuidado con él. Levanta a las chicas de pueblo recién bajadas del autobús. Ya sabes, fugitivas del sur. Blancas y negras, a partir de once años. Manfred, ese no se achanta.

—Se achantará —dijo Coen, y se levantó.

Arnold casi torció la espada al seguirle.

—Voy contigo. Manfred, sin mí no serás capaz de sacudirle.

—Ya le sacudiré. ¿Betty ha dicho algo de su coche? ¿Es un Imperial marrón?

—Dice que un Apollo. Un Buick Apollo de color sucio.

Coen se estiró la barbilla, un gesto que había aprendido de su padre, que podía pasar días enteros sin vender ni un huevo.

—No soy capaz ni de saber qué coche lleva un chulo.

—Manfred, ¿qué quieres con semejante gilipollas?

—Estoy haciendo favores en el Departamento de Policía.

En el pasillo, Coen tuvo que saltar sobre botellas de Swiss-Up. Un par de IHU le llamaron en susurros desde sus habitaciones.

—Eh, tío, ¿qué pasa?

No les hacía falta Arnold para saber quién era Coen. Le conocían del club de pimpón de Schiller, sito en los sótanos del albergue. Cuando se cansaban de mirar a las paredes y beber vino agriado en los alféizares, bajaban donde Schiller: allí podían juntarse en un banco y ver volar las pelotas de pimpón bajo la suave luz de las lámparas. Los horarios, en particular, les gustaban mucho. Schiller no cerraba nunca. Schiller era un gnomo barbudo que vivía en una salita anexa a sus mesas y que desdeñaba a sus clientes más adinerados para sentarse con los IHU. Se partía el pan con ellos. Les preparaba pasteles de verduras. Pero era un hombre de humor cambiante. Y si los IHU le daban mucho la tabarra o tiraban cachos de pan a los jugadores, Schiller despejaba el banco. Por lo general, los IHU tardaban una semana en perdonar a Schiller y volver a esnifar rabanitos y comer pan con él. También odiaban al Hispano. Cuando Schiller les echaba, él podía quedarse. Arnold tenía una silla frente a la mesa reservada para Coen. Se sentían inferiores porque Arnold tenía unas esposas, y porque tenía contacto con los detectives de Manhattan. Y por eso iban largando sus secretos. Parodiaban sus andares. Ese pie es culpa del incesto, decían. Un padre se tira a su hija y nace Arnold con los dedos de los pies pegados. ¿Cómo si no puede haber una mamá solo doce años mayor que su hijo? De todos era sabido que el padre de Arnold era enterrador en San Juan. El Hispano, les gustaba explicar, llegó de Puerto Rico a los cinco años con su hermana-madre-tía para ayudarla en su carrera como prostituta en el Harlem negro. El mierdecilla se pintaba los dedos deformes con colores de huevos de Pascua e iba cojeando por Harlem, recogiendo clientes para su madre. Tenía que ser un mal nacido, ¿no? Solo un aborto como él le haría la pelota a un judío de ojos azules.

Coen estuvo tentado de quedarse en el club (Schiller le guardaba la pala, los pantalones, la toalla y las zapatillas en un armario de zapatos). Si entraba donde Schiller, se pasaría la tarde jugando y no le quedaría energía ni entusiasmo para hacer frente a los chulos de la Autoridad del Puerto. De modo que se alisó las arrugas de los pantalones y se fue paseando a Times Square. Coen era uno de los pocos detectives de Nueva York que no tenía coche. De vez en cuando, tomaba prestado un Ford verde del parque móvil de Homicidios e iba con él de comisaría en comisaría. Pero prefería el metro, o los pies. Sentado al volante recordaba los huevos de su padre; recordaba a Jerónimo, a las dos hijas de su mujer, y desviaba la atención de la carretera. Los polis de su departamento pensaban que Coen tenía un conductor secreto, alguien de la Oficina del Comisionado que le traía y le llevaba, y eso les convencía aún más de que Coen era un traidor y un chivato de los jefes.

Torció por la Novena Avenida. En la calle Cuarenta y Siete comió una naranja. Curioseó por los mercados de especias. Compró un donut griego, contento de haber tomado la Novena y no la Octava. Los espectáculos porno de los escaparates, las tiendas de cuero falso y los gorilas de night club, con sus sombreros y sus trajes de dril, le hubieran deprimido. Coen, que había visto bebés muertos en la morgue y había olido cuerpos churruscados tras un incendio, había pasado de la academia a la Oficina del Comisionado y de esta a Homicidios sin tener que hacer una redada en una tienda de pornografía. Dio la vuelta a la manzana de la Autoridad del Puerto y vio a varios chulos negros en sus Buicks y Cadillacs en las calles opuestas. Le saludaron con la mano cuando asomaba la cabeza, y jugueteaban con las ventanillas eléctricas para que Coen no pudiera ver sus caras. Los chulos iban solos. No había chicas de pueblo cerca, con el hatillo a cuestas. Coen se metió en un Sedan DeVille beis aparcado entre dos taxis de la estación junto a la Novena. No había visto más chulos blancos.

—¿Elmo Baskins?

Elmo no le dejó sitio para sentarse, y Coen tuvo que apoyarse contra la ventanilla. Cuando Coen llegó, estaba abrillantando las palas de sus zapatos de plataforma con un dedo seco. Llevaba anillos en los meñiques y nomeolvides cuajados de vidrio.

—¿Quién me busca?

Por instinto, Coen dijo:

—Vander Child.

Elmo se tapó la risa con los nomeolvides.

—¿Un pistolero de Child? Con esas historias vas a hacer que se me parta el pecho. Tú debes de ser Coen, el pequeño poli dueño de Manhattan.

Coen se agachó e intentó intimidar al chulo.

—Elmo, puedes hablar conmigo, o puedes llorar con los del fiscal del distrito. Robar chicas de colegios privados no te dará popularidad. —Estiró tres dedos—. Eso es sodomía, violación y transporte ilegal de menores entre estados. A nadie le gustan los secuestradores.

Elmo no se tragaba el farol.

—Venga, tío, te ayudo a hacer el arresto. Te llevo en coche. Arréstame.

—Elmo, ¿qué tal anda el negocio de los esclavos? ¿Dónde se puede colocar a la niña de Child?

—Vete a dormir, tío.

Se quedaron sentados, sin tocarse, separados por unos diez centímetros, Elmo soplándose los anillos y Coen deseando olvidarse de Pimloe para seguir atrapando homicidas, hasta que Arnold llegó por la izquierda y empujó a Elmo sobre Coen. Elmo estaba furioso.

—¿Me metes portorriqueños en el carro?

Pero Arnold ya había metido una bolsita de dos dólares de heroína en el cenicero de Elmo (la mierda la había sacado de Betty) y se quedó esperando a que Coen cayese sobre el chulo. Arnold no estaba nervioso. Ya había pringado Cadillacs antes. Elmo tragaba saliva. Le asqueaba tener que regatear con un poli y su chivato. Les fue a gruñir algo, pero entonces vio la espada de Arnold. Coen quedó asombrado. El chulo no era capaz de controlar las rodillas. Solo un chalado llevaría una espada por Times Square. Elmo no estaba seguro con gente así. Eran muy capaces de rajarle las tapicerías.

—Guzmann es el que buscas.

—¿Por qué Guzmann?

—Está en guerra con Child.

—Vander dice que no ha visto nunca a César.

A Elmo se le pasó un poco el susto de la espada. Jugueteó con la saliva.

—¿Cuánto hace que trabajas para él?

—¿Crees que César raptó a la chica?

—César no. Pero él podría deciros dónde está.

—¿Perú? —dijo Coen.

El desdén de Elmo fue evidente.

—No hay línea a Perú.

—Dame la dirección de César.

—No puedo, Coen, te lo juro. Tiene una serie de apartamentos. Para sus partidas de dados. Va y viene con las partidas. Por eso no hay quien le pille.

—¿Estás espiando el colegio Carbonderry para César? El de la Ochenta y Nueve.

—¿Ochenta y Nueve? Tío, a mí no me verás tan lejos.

—¿Qué hay de la sobrina de Child? Odile. ¿La conoces?

—¿La tía de piernas largas y chichi estrecho? Esa va de películas porno. Frecuenta mucho The Dwarf. Es un bar gay de la Trece. Solo para chicas. Coen, te hará falta un carné para entrar. Las gorilas de la puerta no respetan las placas de poli.

—Ya he estado en The Dwarf, Elmo. Dime una cosa, ¿César y Child se pelean por los derechos sobre Odile?

—No estoy seguro.

Arnold iba enfurruñado en el taxi de camino a las calles setenta con Coen. Le hubiera gustado interrogar al chulo. Llevaba puestos tres calcetines y una pantufla rota en el pie malo. Llevaba la espada entre las rodillas.

—Manfred, le tenías que haber preguntado más.

Arnold iba insistiendo cada cinco manzanas. Aun así, Coen le estaba agradecido. Él solo no habría cascado a Elmo. Pararon ante el albergue de Arnold.

—Manfred, llévame al bar.

—Hoy no voy a ir a The Dwarf, Arnold. Si voy, te llevaré conmigo. Ya he tenido bastante.

Arnold entró cojeando en el albergue. Coen le llamó.

—Arnold, ¿quieres que te traiga pastel gitano?

—No tengo hambre —dijo Arnold desde las escaleras.

—¿Quieres verme jugar donde Schiller?

—Hoy no.

Coen ya no tenía ganas de pimpón. Con los pantaloncitos de la Marina se le helarían los muslos. Schiller le recordaría cuántas veces había que frotar las mesas. Y no quería meterse en The Dwarf, por mucho que Odile pudiese ayudarle. Tres años atrás, Coen había estado vigilando The Dwarf desde una furgoneta tapadera propiedad de la Oficina del Comisionado. Había cogido incluso zapatos de tacón, faldas y pelucas del armario de vigilancias para colarse dentro. Las gorilas se olieron al poli y le cachearon en la puerta. Coen había dejado la pistolera con Isaac. Estaba limpio. Se puso a bailar con una bibliotecaria de Brooklyn. La bibliotecaria tenía unos pechos hermosos y una mano capaz de relajar los bultos de la espalda de Coen. Tuvo que apretar las piernas para bajar la erección. Estaba casi enamorado. Temía decirle a la bibliotecaria que no era una chica. Ella le escupiría. Las de la puerta le arrancarían los brazos. Las dos eran chicas fornidas. Le entró ronquera de tanto susurrar. La bibliotecaria intentó jugar con su enamoramiento. Quería sacarle dinero. Ella estaba en The Dwarf a sueldo, Coen apremió a Isaac para que hiciese la redada, Isaac le fue dando largas, Coen volvió a la furgoneta. Por último, Isaac le dijo que la redada no podía hacerse. Un cargo medio se la había fastidiado. No se sabía qué pez gordo de la alcaldía tenía una hermana gemela que casi vivía en The Dwarf. Coen decidió que visitaría a su exesposa y cruzó por Central Park Oeste. El portero le dijo que Stephanie no estaba en casa.

—Tengo la llave —mintió Coen.

Abrió la cerradura de Stephanie con el juego de ganzúas que le dio Isaac, aunque pasó un rato en el pasillo buscando la adecuada. Con lo que había en la nevera se hizo un tentempié: untó mostaza de Dijon sobre unas galletitas saladas y se bebió un vaso de vino portugués. Charles Nerval, el otro marido de Stephanie, se había hecho rico en el Bronx Este inflando las cuentas a la Seguridad Social de su consulta. Coen se quitó los pantalones, dejo la pistolera a un lado y encontró uno de los albornoces de Charles. Había asistido, al igual que Charles y Stephanie, al Instituto de Música y Bellas Artes. Coen, que apenas sabía dibujar un huevo, consiguió entrar porque el instituto buscaba desesperadamente chicos. Charles, cuyo padre era trapero, tocaba el violín. Stephanie tocaba la flauta. Estaba solo al alcance de los mayores y apenas hablaba con Charles y Coen. Luego se fue a Oberlin, estuvo viviendo con el decano tras su graduación, cultivó tulipanes en Ohio, tuvo un aborto, regresó a Nueva York, se encontró con Coen por la calle y se casó con él. Coen se relajó en la bañera de Stephanie y Charles, el vaso junto al lavabo. Probó las sales de baño de Charles y se sentó, envuelto en espuma hasta la barbilla. No oyó entrar a Stephanie.

—Cabrón —dijo ella delante de las niñas (Alice tenía tres años y Judith, cuatro), que iban vestidas con jerséis idénticos—. ¿Quién te ha dado permiso para entrar aquí?

Le alegró ver a Coen y le daba vergüenza reconocer que a las chicas les gustaba más que Charles. Él frunció el ceño y pidió besos de Judith y Alice. Si no hubiese estado preocupado por Elmo se habría pasado por la tienda de chucherías y hubiera salido con regalices, gajos de naranja y gominolas de menta. Stephanie sacó unas toallas para Coen. Era una chica fecunda y habría querido tener hijos con él. Recién salido de la peculiar muerte de sus padres, a Coen le intimidaban las familias numerosas. Ya separado de Stephanie, adoraba a las dos chiquillas y no les permitía que le llamasen «tío», solo «papá» o «papá Freddy». Esta devoción por las chicas también atraía a Stephanie hacia Coen. Nunca había conseguido sobreponerse al color puro de sus ojos.

—Freddy, las niñas no deberían verte desnudo.

—¿Quién lo dice? Estoy bajo la espuma. ¿A Charles no le miran?

Ella rescató a Judith y Alice, las metió en su habitación, bajó el humidificador, sacó el baúl de los juguetes y volvió junto a Coen. Estaba ocupado secándose las nalgas. Stephanie admiró las curvas que se marcaban en sus abdominales cada vez que pasaba la toalla. El vello del ombligo se le secó en forma de árbol.

—¿Cómo es que no estás buscando al loco que mutila niños?

—No soy muy popular, Steff. El jefe que lleva el caso seguramente no me quiere cerca. Podría contaminar a sus hombres. No me perdonan que fuese discípulo de Isaac.

—¿Qué tal está ese hijo de puta solitario?

—¿Isaac? La mano derecha del comisionado afirma que trabaja para los Guzmann. Un imbécil llamado Pimloe. Lleva unos días tocándome la pera.

Era eso precisamente, ese desabrido modo de hablar de los polis, lo que había apartado a Stephanie de Coen; Charles tenía ojos menos profundos, se mostraba cohibido con sus propias hijas, tenía abdominales blandos, pero no rezongaba ni decía tacos a media voz. Casi todo el vocabulario de Coen le venía de Isaac. Pero ya no vivía con él, así que no tenía que echarle la bronca. Le tocó la base del cuello. Coen la atrapó con la toalla. Se besaron frente a las cortinas de la ducha, y él metió la lengua hasta la garganta. Charles no sabía besar. Le hacía mimos durante un minuto, echaba un ronquido y caía sobre la almohada. Con un miserable dedo, Coen era capaz de alcanzar todas sus zonas sensibles, desde los omoplatos hasta los muslos. Pero si se aferraba a él no era por su habilidad. Entre sus brazos, lejos de sus hijas, de su marido, de los recuerdos de la flauta, podía sentir la presión triste de un hombre enloquecido por la pérdida de sus padres, un hombre muy alejado del detective y el «superpoli».

Más tarde, mientras daba de comer a Charles, Alice, Judith y Coen, Stephanie se avergonzó de las marcas rojas de su cuello. Le sirvió las porciones más grandes a Charles. Coen se fue poniendo taciturno mientras quitaba la piel de las patatas. Si a Charles le resultase molesto no estaría encorvado sobre una patata al horno. Él, Coen, no habría tolerado jamás a un exmarido en su entorno. Pero cuando Coen estaba cerca, Charles se preocupaba menos por el dinero, se volvía más juvenil, prestaba más atención a su mujer y sus hijas. Hizo un sombrero con la servilleta de Judith. Probó las espinacas de Alice. Estuvo llamando «señora Coen» a Stephanie. Coen se había encargado de proteger a Charles en el instituto y había impedido que los chicos del vecindario se metiesen con él por la funda del violín. Ya entonces Coen le hacía gracia a Charles, porque olía a huevos y no sabía dibujar. Pese a sus ojos azules y rasgos rubios, Coen era tímido con las chicas. En cambio, Charles era el que llevaba preservativos en la bolsita de resina, el que era capaz de desabrochar un sostén con la punta del arco, el que le birló la esposa a Coen.

—Más zanahorias —gruñó—. Más guisantes. Manfred, ¿vas alguna vez a la galería de tiro de Rodman’s Neck?

—No. En vez de eso juego a pimpón.

Judith mordió la cucharilla del helado.

—¿Qué es pimpón, papá Charles?

—Pregúntale a papá Fred.

Stephanie trajo las tazas del café y se ofreció a explicárselo a Judith.

—Es algo para los bobos —dijo Coen—. Para gente que odia el sol. Le damos golpes a una pelotita sobre una mesa verde con librillos de goma.

Coen bajó en el ascensor con una manzana en la mano. Vio una peluca entre los arbustos del otro lado de la calle. Corrió hacia el parque.

—Chino —aulló—. Sal de ahí. Da la cara.

No salió nadie de los arbustos.

—Vuelve a seguirme y te mato, Reyes.

Blandiendo la pistola, Coen se adentró en el parque. Perdió la manzana. Se estaba portando como un payaso, persiguiendo pelucas entre los matorrales. Volvió a guardar la pistola.

La portera más antigua de The Dwarf, una antigua campeona de pulsos en la penitenciaría de mujeres llamada Janice, se había erigido en carabina y benefactora de Odile. Metió baza tan pronto como Dorotea plantó una mano cerca de la entrepierna de Odile. No permitía chupetones ni toqueteos tan cerca de la barra. Ninguna de las habituales, fuera alta o baja, podía bailar con la cara entre los pechos de Odile. Sweeney, una chica más delgadita a la vez prima y compañera de Janice, intentaba suavizar su postura.

—Hermana, ¿no te estás pasando un poco? Métete con otra gente. ¿Por qué Lenore puede morrearse en la sala delantera y Dorotea no?

—Porque Lenore no está bailando con Odile, por eso. Odile atrae a las hermanitas como el azúcar a las moscas. Mientras esté de guardia, yo eso no lo tolero.

—Estás celosa, eso es lo que pasa. Lo que quieres es tener a Odile sentadita donde la puedas ver todo el tiempo.

—Cierra la boquita, hermana.

Y una cosa tenía que admitir Sweeney: su prima tenía los puños americanos más grandes de Nueva York. Por eso podía achantarse ante Janice sin perjudicar su reputación en The Dwarf. Además, tenía noticias para Odile.

—Fuera hay un tío que te busca, chica. Un macarra con un zapato raro. Juraría que es el chinaco ese que molesta a las chicas, pero hoy tiene algo raro.

—Mierda —dijo Odile—. Mierda.

Quizá hubiera empleado palabras más gruesas para describir a Chino de no haber prohibido Janice los tacos en la sala delantera. Con todo, se separó de Dorotea para fisgar a Chino a través de la rendija entre la cortina y el soporte. Tuvo que contener la risa, so pena de enfrentarse a la mala uva de Janice. Chino llevaba puesto en el pie izquierdo un zapatón enorme, un zapato torcido de color café, un zapato con un bulto en el talón y la suela más gruesa que había visto nunca; el cuero estaba arrugado a ambos lados, tenía un cordón pardo y feo con las puntas de plástico recomidas y llegaría hasta media pantorrilla; allí pellizcaba los pantalones y arruinaba la raya de la pernera. También llevaba un pelucón mugriento sobre los ojos. Se balanceaba con las caderas, y mantenía el equilibrio con el otro zapato, bajo y plano. Odile fue hacia la puerta, o al menos cerca de Sweeney, y fue escupiendo advertencias dirigidas a Chino.

—Chino, si me la vuelves a jugar, si vuelves a colarte por mi ventana, si vuelves a toquetear mis portaligas y la ropa de las pelis, si vuelves a tocar los bocadillos, te va a hacer falta un zapato ortopédico para el otro pie.

Chino perdió el equilibrio: quería encandilar a Odile, mostrarle los complicados giros que era capaz de realizar con el zapatón de Arnold como timón.

—Creí que te gustaría, Odette. Lo robé para ti. Es de un soplón portorriqueño.

A Odile, le conmovió la caída de hombros de Chino, lo desesperado de su postura, pero no quería salir. Y cuando vio que Chino se tambaleaba hacia ella, se escondió detrás de Janice y Sweeney.

—No te acerques —dijo.

Chino vio que Janice sacaba los nudillos de bronce de un bolsillo de su chaqueta. Sweeney sonreía con demasiada fijeza. Intentó incitar a Chino.

—Cruce nuestro umbral, señor Reyes. El escalón no es muy alto. Venga, chinito. Aquí la prima tiene un aperitivo para ti.

Chino solo hablaba con Odile.

—Tenemos que hablar de negocios, Odette. Clientes. El señor Bummy Gilman. Y un par más.

—Pues habla con mi contestador —dijo Odile, asomada tras las hombreras de Sweeney—. Deja nombres y fechas. Y asegúrate de dar bien el precio. No pienso liarme con ninguno de esos patanes por menos de setenta y cinco.

—A Zorro no le va a gustar esa mojigatería tan repentina. ¿Desde cuándo marcas tú los precios?

—De eso que se preocupe Zorro, y a ti ni te va ni te viene. Lo que pasa entre César y yo no es asunto de ningún chinaco.

Dorotea, Nicole y Mauricette, las tres parejas de baile más habituales de Odile, se acercaron a la puerta para disfrutar del espectáculo de Chino subido a un zapato ortopédico. Janice volvió a meterlas en el local de un empujón, y Dorotea se llevó de la mano a Odile a la pista de baile, cuatro metros cuadrados de parqué astillado encajados entre la máquina de discos y la barra. Janice era quien llevaba la música: las chicas tenían que bailar con Peggy Lee y Rosemary Clooney o retirarse a la segunda sala, donde podían beber cubatas, estudiar las profecías de El libro de los cambios o pegarse el lote frente a un tablero de parchís (las dos primas no permitían ninguna otra muestra de pasión).

Odile estuvo brusca con Dorotea; no quería una lengua en la oreja cuando tenía que pensar en Chino. Aún podía ver aquel pelo absurdo más allá de la cortina. Recordaba lo que Janice podía hacerle a cualquier borracho que entrase en The Dwarf por error, o a un poli fanfarrón que quisiese meterse en el bar sin los papeles en regla: dedos rotos, hombros dislocados, mejillas ensangrentadas… Y entonces volverían a llevarse a Janice a la cárcel de mujeres por el celo que demostraba en el bar. Odile no sabía explicar por qué, pero no quería que le hiciesen daño a Chino. Quizá fuese por su gallardía al ponerse el zapatón. Chino sabía lo que le gustaba: nada de regalos, ni de perfumes, ni estolas de visón que cualquier peletero le podía conseguir, sino un zapato ortopédico. Dorotea cambió de la oreja izquierda a la derecha.

—Hermanita, ¿por qué no vas a explorar a Nicole? —dijo Odile—. Déjame los tímpanos en paz.

Siguió a Sweeney a la sala trasera. Sweeney era la única que no la sobaba, la única que no le comía la oreja cuando bailaban. Una pareja de jugadoras de parchís se cambió de sitio al verlas entrar. Sweeney tenía el rincón más oscuro de la sala reservado para Odile.

—¿Problemas con los hombres, niña? Podrías venirte a vivir conmigo. De hambre, no te morirías. Y tampoco tendrías que despatarrarte por dinero.

Odile tarareaba una de Peggy Lee. No podía olvidarse de Chino. Entre estribillo y estribillo de Golden Earrings, el éxito de 1947 de Peggy, iba susurrando «Chino Reyes, Chino Reyes». No pensaba acostarse con un chino negro, con un empleado de Zorro. ¿Era responsable del robo del zapatón? ¿Cómo podía impedir que Chino estuviese loquito por ella? Apartó las fichas del parchís, bostezó contra un puño y se durmió apoyada en la hombrera de Sweeney.