7
En el restaurante, Coen llevaba puesto su «abrigo de apostar», una chaqueta roja con bordados verdes bajo los botones; una vez había visto a un tahúr muy reputado con una chaqueta similar. Tras leer el menú de la ventana, pidió el menú favorito de su padre: tostada de champiñones, tortilla de guisantes, berenjenas a la rumana, tartaleta de ciruelas y un pastel de semillas llamado mohn. Todos los Coen eran vegetarianos consumados, su padre, su madre y el tío Sheb; solo el hijo se salvó. Coen pasó menos días sin carne que cualquiera de ellos. Según su padre, un chico en edad de crecer necesita algo de pollo en la sangre, y Coen tuvo que comer picadillo de pavo, picadillo de hígado y picadillo de pollo con cogollos de lechuga. A sus treinta y seis años aún le entraban arcadas en cuanto veía limpiar una lechuga. El olor de hígados de pollo le deprimía y la peste a pavo le ponía furioso.
Del restaurante, iban saliendo ancianos con rosas en la solapa. Todos iban vestidos con trajes anchos, pardos o grises, los calcetines enrollados en los tobillos y marcas de arañazos en los zapatos. César había pinchado en hueso en Manhattan si esta morralla era su clientela. Empezó a preocuparse por la flor del ojal hasta que vio un ramillete de rosas de tallo corto cerca de la caja registradora. Se sonrió ante la exhaustividad de la operación de César: el restaurante proporcionaba las rosas. Pero le costó conseguir que le vendieran una. La cajera insistió en que eran para los clientes habituales. Se rindió cuando vio que los ojos de Coen se volvían de color azul pizarra, un color inhumano, en su opinión. Coen se alejó con el olor dulzón clavado en la nariz. Se quedó junto a los viejos jugadores, mareado aún por los efluvios. Lo viejos le ignoraron y siguieron jugando con los ojales.
El conductor llegó en una limusina para doce pasajeros, contó las rosas y permitió entrar a Coen. Los jugadores ocuparon ocho asientos. Estaban de mal humor por tener a Coen entre ellos. El conductor intentó quitarles la mala uva. Era un hombre rechoncho, vestido con un chaleco de seda que le sacaba bultos por los dos costados.
—¿Qué pasa, Julie, quieres que te arree en la cabeza? Boris Telfin no se lleva a los amigos a una partida envenenada.
A Coen, no le gustó la locuacidad del conductor, ni sus guiños, ni el vicio que tenía de estirar las hebillas del chaleco. Murmuró tres palabras.
—Me envía Moses.
El coche de recogida fue a toda velocidad hacia la parte alta de la ciudad, giró hacia el este, se perdió un poco por la parte alta del parque y llegó por fin a su destino, a pocas manzanas al norte del restaurante. Cinco de los jugadores se bajaron y esperaron frente a una lavandería. El conductor dejó a otro pasajero en una zapatería de Amsterdam. Los dos últimos jugadores iban tarareando.
—Boris, ¿tú crees que el cielo aguantará? Tiene pinta de llover.
Coen era el de la cara larga. El conductor enfiló hacia el sur. La limusina estaba equipada con una radio en la frecuencia de la policía, y durante el viaje al centro Coen pudo oír que la operadora llamaba a un equipo de detectives de robos de su distrito a la central. El conductor alardeaba. Quería que Coen se diese cuenta de que César tenía bien pillada a la policía de Manhattan. Cambió de frecuencia y dio con una emisión ciudadana. Dos individuos berreaban las bondades de las ondas alfa y beta. Los jugadores se quedaron pasmados.
—¿Tuviste suerte o no con las alfa?
—No estoy seguro.
—Si te tapas los ojos con media pelota de pimpón, en menos de veinte minutos puedes caer en trance —musitó Coen para sí.
Los jugadores supusieron que era otro subnormal del Bronx; conocían ya los casos de César y sus hermanos; las pataletas, las rachas de amnesia, los ojos hinchados… Pero Coen no tenía el aspecto de los Guzmann; solo estaba hablando con la radio. Fue Isaac el que le dio la idea de las ondas cerebrales. Mientras jugaba a las damas con Coen, Isaac cortaba una pelota de pimpón en dos con unas tijeras, se cubría los ojos, mantenía las mitades en su sitio con las mejillas, se bebía el té tibio de Coen y «entraba en alfa» mientras Coen fregaba los platos y esperaba que las dos mitades cayesen de los ojos de Isaac. Aquello quería decir que Isaac salía del alfa para hacer trizas a Coen a las damas y resolver cualquier misterio policial que le hubiese estado importunando todo el día. Coen, en cambio, había tenido poco éxito con la pelota: podía pasarse horas sentado con los ojos tapados, pero no sentía más que calambres en el cuello y escozor donde la pelota mordía las mejillas.
El conductor llegó a East Broadway y se detuvo ante Bummy’s, donde Coen había estado buscando a Chino Reyes. Se quedó solo en el coche mientras el conductor entraba con los dos jugadores en Bummy’s. Coen se preguntó cuánto tiempo seguirían dando tumbos. Quizá llegase a ver Staten Island, o los mejores amarres de Brooklyn. Entraron dos brutos. Coen los reconoció: eran un par de matones que se alquilaban a treinta dólares por día. César tenía que estar muy mal. Embutieron a Coen contra la tapicería. No se lo tuvo en cuenta. Sabía que le cachearían: el conductor habría insistido en que se asegurasen de que no llevaba un micro.
—¿Quién te envía, macaco? —dijo el primero.
—Moses.
—Sherwin —dijo el segundo—, sí que es un macaco. ¿Quieres que le toque la cara?
—Macaco, ¿vas detrás de Jerónimo?
Coen se encogió de hombros.
—Busco a César Guzmann.
—¿Quién eres, macaco?
—Detective Coen, de la Brigada de Homicidios del Distrito Segundo.
—Te lo dije, Sherwin. Es un macaco con placa. Quiere hundir a Jerónimo.
—Fui al colegio con César —dijo Coen—. He bebido malteados con Jerónimo. ¿Para qué podría quererle? Haced que César se ponga al teléfono. Decidle que Manfred está aquí, en su coche.
Los dos gorilas le pusieron mala cara a Coen, discutieron, le advirtieron de que no se moviese y sacaron al conductor de Bummy’s. Los tres discutieron a propósito de la placa de Coen. Le hicieron dar vueltas y más vueltas hasta que le dejaron en un aparcamiento de Hudson Street. Coen necesitaba mear con urgencia. Le permitieron ir detrás de la caseta del vigilante. Les entró la risa al oír el chisporroteo contra las tablas. Las risas hicieron que Coen mease a borbotones. Sacudió casi todas las gotas y volvió a la limusina. No vio ni al conductor ni a los dos matones. Entonces oyó que los matones se quejaban.
—¿Cómo íbamos a saberlo? Dice no sé qué de compañeros, no sé qué del colegio. ¿Qué vamos a saber nosotros de placas?
Tenían que estar detrás de la cabaña con una cuarta persona. El segundo matón salió con la mano en la mejilla. El conductor se escurrió hacia la entrada de la caseta. El primer matón se acercó a la limusina y abrió la puerta para César. Coen no estaba seguro de si César había venido para matarle o para darle un abrazo. Era el más inconstante de los hermanos, más habilidoso que Alejandro, más testarudo que Jorge, el más joven, el más delgado, el más raro, el único con valor para escapar del puño de Papá. Su nombre de guerra era Zorro antes de huir a Manhattan. Así se le conocía en los círculos policiales más duros. Aquella tarde llevaba tirantes, una camisa de angora y botines de puntera. Rugió más que saludó a Coen.
—Si quisiera hablar contigo iría a sentarme a tu puerta, Manfred. ¿Por qué vienes a verme usando el nombre de Papá?
Coen decidió ir de listo.
—Busco a Jerónimo.
—Ja, ja. Más chistes como ese y te va a sangrar la entrepierna.
De niños habían sido inseparables: protegían a Jerónimo de los que le tiraban piedras y de los ladrones de Southern Boulevard, desnudaban al monstruoso espantapájaros que había al otro lado de la granja de verano de Papá en el lago Sheldrake, practicaban ritos de sangre (se pinchaban los brazos con imperdibles), perseguían prostitutas por las calles… Cuando su padre y su madre se iban de viaje para comprar huevos, Coen dormía con César y Jerónimo en la litera de Jerónimo. César habría matado por su padre y sus hermanos y, en una ocasión, habría matado por Coen. A los catorce años, se distanciaron. Coen empezó a circular por Manhattan con bohemios y niñatos judíos del Instituto de Música y Bellas Artes. Se apartó de César. Se pasó a Manhattan y se sintió superior a los Guzmann de Boston Road. Se lavaba los dientes con agua de Manhattan. Se comía los bocadillos de huevo de su madre en parques y museos. A los quince años, se dio cuenta de su esnobismo, de lo incómodo que se sentía con aquellos niñatos, de lo nervioso que se ponía en los museos, pero no pudo regresar junto a César. Para entonces, César ya era inescrutable: había adoptado los silencios de Jerónimo y no tenía más que mudos holas y adioses para Coen. Papá supo perdonar al chico de instituto, le servía bolas extra de helado y le sentaba junto a Jerónimo; César no pudo.
—Mira, Manfred, puede que aparezca y desaparezca, pero no echo de menos las letanías de mi padre. ¿Hasta qué punto necesitas a la chica de Child?
—¿Has hablado con Papá? —dijo Coen.
—¿Hasta qué punto?
—Estoy hundido si no la encuentro. Sigo enganchado a uno de los comisionados. Y me pueden dejar tirado donde les plazca.
—Está en Ciudad de México.
—Pensaba que en Perú —dijo Coen—. ¿Puedo llegar a ella, Coen?
—Tú solo no. Te hará falta alguien. Pero puede que no te guste. La chica está con gente bastante bestia.
—¿La han comprado?
—Eso no importa. Nos vemos dentro de una hora. El conductor te dará mi dirección de esta noche.
—César, ¿qué farfullaban tus amiguitos de Jerónimo?
—No me interrogues, Manfred.
—Quizá pueda ayudar.
—Seguro. Los peces gordos de tu departamento quieren hundir a mi hermano en la mierda y tú seguro que estás dispuesto a detenerlos. Vete por ahí, Manfred.
—¿Hundir a Jerónimo? ¿Por qué? ¿Por pasear por la calle? ¿Por toquetearse el rabo? Eso es de bobos.
—Quieren hacer de él el loco del pintalabios. Eso es lo que se dice. Y yo no me gasto el dinero en información errónea.
—César, he visto los esbozos que han hecho los fisonomistas de la policía, los retratos robot. No se parecen en nada a Jerónimo.
—No te preocupes. Si le echan la zarpa encima, cambiarán los dibujos.
El conductor llevó a Coen al otro lado de la ciudad. En los viejos tiempos, cuando Coen aún vivía en Boston Road y trabajaba para Isaac, una vez tuvo que rescatar a Jerónimo de una comisaría del Bronx. Selma Paderowski, trece años y consumidora de batidos de chocolate, miró de reojo el cabello lanoso y gris de Jerónimo y decidió que estaba enamorada. Para mostrar su afecto, le tiraba piedras, le arrancaba pedazos de camisa y le incitaba a echar un vistazo a su raja. Los Guzmann, ante su evidente locura, toleraban aquellas insinuaciones a Jerónimo. Al verse animada, le asaltó cerca de una boca de incendios cuando iba solo, sin César ni Alejandro, le forzó un pulgar por dentro de su falda y chilló hasta que acudió un agente de a pie. Coen estaba sentado en la escalera de incendios. Bajó a trompicones por la escala, saltó a la calle y se llevó al patrullero. Aun protegido por Isaac, era un novato en la policía y forcejeó un poco con la placa.
—Asunto civil —dijo—. Yo me encargo.
El agente le envió a tomar viento.
—Este arresto es mío, colega.
Papá, Cesar, Topal, Alejandro y Jorge estaban en cuclillas junto a la bomba de la boca de incendios, dándole agua a Jerónimo y observando a Coen. César quería arremeter contra la espalda del agente. Pero Papá le contuvo tras la bomba. Con todo, estaba aterrorizado, más incluso que sus hijos. Coen recordaba la postura deslabazada de Papá: hacía veinticinco años que era estadounidense y aún tenía la planta de un extranjero, de un peruano en el Bronx. El agente se llevó a Jerónimo.
—Le ayudaré, Papá —gritó Coen.
Dio por supuesto que el agente trabajaba para algún enemigo de Papá. Fue corriendo hasta una tienda y telefoneó a Isaac. Isaac interceptó al agente, consiguió que cambiase unas cuantas palabras en su libreta de registro y puso a Jerónimo en manos de Coen. Jerónimo fue derecho a la tienda de dulces, se bebió dos litros de leche con cacao, para lo que rompió tres vasos de papel, y Papá le juró gratitud a Coen y prometió honrar la memoria del jefe de Coen con sus cirios judeocristianos.
Coen llegó demasiado pronto a la dirección de la Ochenta y Nueve Oeste de César y se entretuvo paseando frente al edificio. Un hombre salió de una camioneta cargado con una caja enorme en la que se leía «Reparaciones telefónicas», entró en el edificio, parlamentó con el portero de noche, le dio la mano y siguió hacia los ascensores. A Coen no le gustó que el portero se mirase, ufano, en el espejo. No era difícil imaginar que el dinero había cambiado de manos. El portero estaba abriendo su cartera cuando Coen le preguntó por el apartamento 9-D.
—¿A quién busca?
Coen no quería decir que a Zorro, de modo que se hizo el misterioso con el portero.
—Llame. Diga que Coen ha llegado.
El portero le dejó pasar.
—¿Le esperan arriba, caballero? Pase, pase.
Coen bajó al sótano. Encontró al de las reparaciones sentado en su caja junto a las conexiones de teléfono con una libreta en el regazo; llevaba puestos unos auriculares y había pinchado una línea con unas pinzas dentadas. Lo que más le molestó a Coen fue la diversión que el trabajo le procuraba a aquel tipo, que se reía por lo bajo a cada cosa que oía con su equipo. Coen le arrancó la caja de debajo y fue arrastrándole por la camisa por toda la habitación.
—Deprisa —dijo Coen—. ¿Quién te paga?
—Hablemos —dijo el tipo—. Colaboraré, pero hablemos.
Coen relajó un poco su presa y le clavó en el estómago la culata de su 38 para horas fuera de servicio. El tipo se calmó al ver la pistola de Coen.
—Esa es una Police Special, ¿no? Jesús, me has asustado. Pensaba que eras el gorila de alguien. Ahora escucha, dame tu número de placa, porque te vas a enterar. Mi gente tiene contactos en la pasma.
—Te voy a hundir, mamón. Vas a tener el culo escocido los próximos diez años. Pinchar teléfonos no es ninguna broma.
El tipo babeó sobre su libreta.
—Espera. Soy investigador privado, Jameson. Ahí va mi tarjeta. No era nada, lo juro. Ahora mismo lo dejaba.
—¿Quién te paga?
—Child.
Coen pisoteó los auriculares y sacó a Jameson del sótano a patadas.
César estaba esperando a Coen con un pijama de mangas anchas. El pijama mejoraba su actitud. Sonrió, abrazó a Coen en la puerta; tenía una jarra de sangría preparada, con fruta en el fondo. Removió la fruta y comprobó el punto de dulzor con el dedo. Se chupó el dedo al estilo Guzmann, metiéndoselo en la boca hasta el nudillo. Satisfecho, le sirvió un vaso a Coen, que no podía quitarse el desasosiego de encima después de su hallazgo en el sótano.
—César, ¿a qué viene el lío de tantos apartamentos? He pillado a un hombre de Child abajo que te había pinchado el teléfono. ¿Qué relación tienes con Child?
—Él se dedica a las películas caseras y me acusa de intentar meterme en su terreno.
—¿Y es verdad, César? ¿Le haces la competencia? ¿Le estás preparando algo a Child?
—Jamás en la vida. Vander trafica con mierda.
—¿Su sobrina es la estrella?
—¿Quién? ¿La tetas altas? ¿Odette? ¿Odette Leonhardy?
—¿No es Odile?
—Odette, Odile… Esa está chiflada. Es una loca. Se los tira de diez en diez.
—¿Ha trabajado alguna vez para ti, César?
César acercó la nariz a la sangría y olisqueó.
—Lo mío son los dados, Manfred. Ya has visto al conductor. Yo proporciono locales, nada más. Mis clientes se buscan la vida con las tías. Puede que ella te sepa decir cuántas veces se lo monta con jugadores de dados. ¿Acaso crees que soy responsable de Odette?
—¿Quién llevó a Carrie Child a México?
—A mí que me registren.
—Esfuérzate un poco más, César. Si te es tan fácil localizarla, es que sabes quién la sacó de Manhattan.
—Pregunta a Isaac —dijo César, con los dedos húmedos por culpa de la jarra—. Pregúntaselo al cerebro.
Coen estaba al borde de un ataque.
—Ahora me dirás que Isaac está metido en la trata de blancas. Y que es un ejecutor de tu padre. Ya no me sorprendería nada.
Los dos mascaban hielo y chupeteaban las pieles de la fruta. En esas estaban, cuando llamaron a la puerta. Coen se atragantó con el hielo cuando vio el mechón de pelo rojo frente a la puerta de César. César se rio ante el espectáculo de Coen y Chino persiguiéndose con las pistoleras asomando tras las chaquetas.
—Guardad la artillería —dijo, asqueado por el balanceo obsceno de las pistoleras.
Ninguno de los Guzmann tenía pistola. Papá no creía que la mecánica fuese de fiar. Tenía miedo de que sus hijos se volasen el pito. Por ese motivo, ni Papá ni los carteristas marranos tuvieron éxito en Perú. Allí, uno de cada dos rateros y policías llevaba pistola.
—César —dijo Coen—, ¿este es el tío que tenías para mí? Olvídalo. Me iré solo a México.
—Manfred, estás en Babia. En Ciudad de México te comerán crudo. Chino sabrá introducirte. Chino conoce la gente y las calles.
Chino se quitó la peluca.
—Ya te arreglaré, Coen, Ojos Azules de mierda. César tiene mi promesa. Por eso te ayudaré primero.
Hizo un giro de cadera para darle un cate en la oreja a Coen (se había dejado el zapato contrahecho en el centro). Con las chaquetas aún puestas, empezaron a pelearse. Tiró a Coen contra las estanterías de César.
—Te crees que esto es comisaría, ¿eh, poli? Te gusta tocarme la cara cuando hay más polis delante. En cuanto volvamos, te liquido, tío.
César sacó a Coen de entre los libros. Chino se acuclilló y fingió acicalarse.
—Venga, Coen, tómame las huellas ahora.
Coen se incorporó con un gruñido, y César tuvo que pedir paz. Se pusieron de acuerdo en la fecha, el hotel y el método de recuperar a Caroline Child. César no le ofreció a Chino un vaso de sangría. Coen le encontró un vaso. Chino no bebió hasta que César le hizo una seña de aprobación. Y Coen se sintió como un reptil. No estaba seguro de si César estaba siguiendo las reglas marranas de etiqueta de su padre. Quizá los Guzmann no bebiesen con los pistoleros que contrataban. Pero Chino obtuvo permiso y dijo «¡Salud!» antes de beber la sangría. Coen sonrió. Tenía la cabeza inflada con alcohol endulzado.
—Vander pagará el viaje —dijo.
Las mejillas de César se inflaron de enojo.
—Manfred, tú paga lo tuyo. Yo me ocuparé de Chino y de la chica.
Sus mejillas perdieron volumen y volvió a mordisquear las pieles de fruta.
—Ese es mi regalo para Vander.
Le dio un último abrazo a Coen.
—Manfred, no soy ningún santito. Me has preguntado por la chica y yo te daré la chica. A cambio, quiero algo. Un favor.
Coen no rompió el abrazo.
—Jerónimo está en México.
César notó que la sorpresa distendía los hombros de Coen.
—Está en casa de nuestro primo Mordeckay. Le alegrará verte. No quiero que mi hermano esté todo el tiempo con desconocidos. Ve a verle, Manfred. Siéntate con él en el parque. Chino te enseñará dónde. Si está demasiado flaco, si mi primo se aprovecha de él, si no le dan lo suficiente, me lo dices. Pero no vayas repitiendo lo que te cuento. Nadie tiene que saber nada de Jerónimo. Ni Isaac ni nadie.
—César, a Isaac no lo veo nunca. Pero ¿por qué estás tan preocupado? Isaac trabaja para tu padre.
César se le quedó mirando.
—Él es el que ha señalado a Jerónimo.
—¿Me estás diciendo que Isaac es un traidor, César? Le han echado del cuerpo. ¿Para qué iba a ayudarles? Él no se cargaría a Jerónimo.
—Me da igual. Es él.
Coen salió de allí con un zumbido en la cabeza.
Chino tuvo que interrumpir su asedio sobre The Dwarf para complacer a Zorro y aceptar lo de Coen Ojos Azules. Llevaría al poli a México, pero se negaba a llevar el zapatón más allá de la calle Cuarenta. Ya no pensaba en él como el zapato de Arnold. No le había cambiado los cordones, ni le había alisado las arrugas. No quería un zapatito de petimetre. Y ningún poli de este mundo le obligaría a devolverlo. Ni siquiera el gran Isaac, que ahora estaba lavando calderilla en el fregadero de Papá. Chino podría haber tomado por asalto The Dwarf con su revólver, un Colt Commander 45, que luego haría desaparecer en un solar de Prince Street antes de su viaje a México. Podía haber ahumado las solapas a las porteras, a Janice y Sweeney. Pero hubiera asustado a Odile. Por eso se acercó a la puerta con la mano del revólver libre y el 45 metido en la sobaquera sobre el corazón. Chino tenía solo dos horas; luego tendría que deshacerse del revólver y encontrarse con Coen en el aeropuerto.
Odile le observaba desde las cortinas. No había salido del bar en treinta y seis horas. Incluso cuando Chino de vez en cuando desaparecía, sospechaba que estaría meando en un callejón cercano o comprando latas de cerveza. Janice despertó a Sweeney, que roncaba apaciblemente en un camastro tras la barra.
—Viene el chinito —le dijo Janice—. Viene para acá.
Había un brillo en las barbillas de las primas que a Odile no le cuadraba. Pudo sentir las líneas de guerra. Con el zapatón puesto, Chino no sería nunca capaz de escurrirse entre Janice y Sweeney. Estaba azuzando a las dos primas: estaba loco.
—Chino Reyes —gritó—, no me acostaré con ninguno de tus clientes si no retrocedes.
Lo agarraron por los brazos, le alzaron sobre el umbral (era solo un peso gallo, cincuenta y tres kilos) y le tiraron contra la barra. Janice cerró los dedos en torno a los anillos del puño americano. A las seis de la mañana, el bar estaba desierto, y tenía a Chino a su merced, para jugar con él al gato y al ratón. Sweeney le arrancó la pistolera del pecho y tiró el revólver a una cubitera. Luego sujetó a Chino mientras Janice le daba en la oreja, hasta que saltó la sangre. Sweeney advirtió a Odile:
—Cierra los ojos, niña. Será mejor que no mires.
Pero Odile ya estaba dando manotazos contra los nudillos de bronce, y en sus manos había marcas del contacto con el metal.
—Sweeney, dile que pare. Chino es problema mío.
—No cuando invade el local —dijo Janice—. Entonces es nuestro.
Se lo estaba pasando demasiado bien como para hacerle caso a Odile.
—Sweeney, no volveré a este sitio en la vida. Una marca más en la oreja y se acabó.
—No escuches a esa zorra —dijo Janice a su prima—. Volverá arrastrándose.
A Sweeney, le aterraba tener que dirigir The Dwarf sin Odile. Obligó a Chino a ponerse en pie. Con el cuello metido bajo el brazo de Janice, colgaba como una marioneta con una oreja en carne viva y un zapato con alzas. Odile lo sacó a empellones de The Dwarf, aferrándole con las dos manos de los tirantes, convencida de que semejante alfeñique no habría sobrevivido a los ataques de Janice. Le había gustado Chino, aunque no tenía intención de demostrarlo.
—Capullo —le dijo—. Puedes apoyarte en mí, si quieres.
—No me estires los tirantes —fue lo único que supo decir.
Nadie, hombre o mujer, le había marcado la cara con un puño americano; la oreja le estaba aullando. Chupeteó mechones del pelucón rojo para conservar la cordura entre todo aquel ruido. Odile se preguntaba por qué estaría humedeciendo la peluca.
—Chino, podría llevarte mejor sin la bota.
Pero Chino se negó. No pensaba dejar su zapatón tirado en la cuneta y le daba igual que los fogonazos de su cabeza lo dejaran sordo. Odile se lo llevó a casa. Le cubrió la oreja con una solución de yodo y se la vendó con gasas de algodón. Los aullidos cesaron, pero el escozor del yodo le obligó a morder la peluca. Odile le desabrochó el cuello de la camisa y lavó los restos de sangre que tenía en el cuello. Pudo ver la tensión que acumulaba en las costillas. Se empeñó en tomarle la temperatura. Chino, con el termómetro de Odile en la boca, farfullaba. Estaba acostado en su colchón, recostado contra un par de almohadones.
—Tengo que ir a México, Odette.
Ella le puso más almohadas en las rodillas. Era hipermétrope y no podía leer el termómetro (Odile no tenía gafas), de modo que se inventó una temperatura.
—Treinta y nueve. Casi cuarenta. Jan debe de haberte pegado la gripe.
Chino se olvidó del ardor de la oreja. No podía permitirse fallarle a Zorro; le había prometido que sería la carabina de Coen. Le quitó el termómetro de las manos e investigó la medición. Frunció el ceño.
—Odette, está roto. No tiene mercurio.
—Mentiroso —dijo ella.
Partió el termómetro sobre Odile: sobre su mano abierta no cayeron bolitas de mercurio. Chino sonrió ante su victoria. Ella se sintió ofendida.
—Abróchate la camisa, Chino. No me gustan los hombres desnudos en mi cama.
Chino ya no estaba tan aturdido; lo de la oreja había remitido, y no tenía ganas de que le mangonease una chica que trabajaba para él pero que no aceptaba más que llamadas telefónicas, que le enviaba dinero en sobres perfumados de sus clientes pero le faltaba constantemente al respeto. Ahora, Chino tenía ventaja: estaba en una posición inmejorable en el colchón. No le echó la zarpa encima. No quería estropear la mercancía. Usó la lógica con la reina del porno.
—Alguien que se lo monta con Bummy no debería ser tan escrupulosa.
Se abrazó el pecho de pollo.
—Estoy cien veces mejor que Bummy.
Odile estuvo tentada de desnudarle. Tenía un bulto delicioso bajo la camiseta. Pero su argumento la dejaba indiferente.
—Nunca me lo he hecho con Bummy Gilman —dijo—. Me paga para que le enjabone la hernia. Cien… no, ciento cincuenta por cada lavado.
Chino se sintió aliviado al comprobar que las dos gorilas no le habían registrado los bolsillos; sacó un fajo de billetes de cincuenta de la billetera.
—Te pagaré. Llámalo una compra al contado. ¿Qué son cuatrocientos para mí?
—Chino, no puedo coger tu tela —dijo ella, y le obligó a meterse el dinero en el bolsillo—. Estás demasiado cerca de Zorro. Me mataría si llega a enterarse.
Le dio lástima la cara mohína de Chino, las contracciones de su esternón, la oreja vendada, la curva del dedo del gatillo, y estaba enfilada con la exhibición de la billetera: nadie le había ofrecido nunca cuatrocientos dólares por sus truquitos. Fue tranquilizándole y le puso la mano sobre las palpitaciones. El pecho saltó a su contacto.
—Jugaremos —dijo—. Pero con el pantalón y la camisa puestos.
Chino no sabía cuántas condiciones le pondría Odile; no era capaz de dejarla en portaligas. Debería haberse sentido más humillado, pero quería esa mano sobre su pecho. La besó, sintió el roce de sus dientes y su cabeza empezó a echar humo de nuevo.
—Chino, ¿tienes frío en los pies? ¿Por qué tiemblas?
—La oreja, que me ha dado un escalofrío. No es nada.
Y tuvo que contener las manos, evitar que rozasen su piel demasiado pronto, si no los puntos de presión tras sus orejas se hincharían y le bloquearían las adenoides; hasta ese punto era capaz de excitarle Odile. Chino no era un fetichista. Podría llevarse a otras cinco chicas, cubanas y negritas de traseros más redondos y gruesos muslos, o una belleza finesa que necesitaba la pistola de Chino contra el ombligo para alcanzar el clímax. Chino prefería a Odette. No era cuestión de estatura (Chino solo se dejaba seducir por chicas altas), ni del encanto de los dedos largos y huesudos de Odile, ni de la perfección de su pecho (podría pasarse una hora siguiendo la línea de los senos de Odile, la curva de pezón a pezón, las arrugas que producía la axila). Le atraía su desdén, la dura prominencia de su labio inferior, la cantidad de desprecio que era capaz de comprimir en una frase. Si estuviera en su mano, sacaría volando a Odile de la pornografía. Se cargaría a Janice y Sweeney, le prohibiría el acceso a The Dwarf y le retiraría a Bummy Gilman el derecho de visita. Ya no tendría que lavarle los huevos para ganarse la vida. Pero la chica era propiedad de Zorro, no suya. Y si desafiaba a los Guzmann tendría que volver a asaltar taxis y esquivar las armas escondidas en bolsas de papel. Chino estaba deprimido.
Odile le arrancó la peluca, acarició las oscuras raíces de su cabello, y Chino, con aquellos dedos encantadores en su pelo, ya no estaba tan tristón. Se zambulló en los cojines, cogió a Odile por una pierna, coló una mano por la pernera de sus pantalones, la forzó hasta el hueco de detrás de la rodilla, llegó a medio muslo, extasiado con la piel de gallina y la pelusilla que encontró (ni siquiera la bella finlandesa tenía un vello tan fino), sintió sus pezones erguidos contra la frente y el hueco de la mejilla y se corrió contra su cadera, sus gritos amortiguados por el jersey contra su boca. A Odile le gustó su cara angulosa contra sus pechos. Quiso mantener la posición exacta de su abrazo, pero la humedad en sus pantalones importunaba a Chino.
—México —balbució, y se apartó de su pecho.
—Chino, ¿a dónde vas con esa oreja?
No recordaba tener la entrepierna tan pegajosa desde que en octavo pululaba por los cines de Mott Street (Chino fue siempre un año rezagado en la escuela). Se tapó la oreja herida con unos mechones de peluca. Estaba demasiado absorto para besar a Odile.
—Te traeré un recuerdo del Deefe[4] —dijo—. Algo que Zorro no pueda identificar.
Ella pensó que estaba delirando.
—Chino, vuelve a la cama.
En el pasillo, estiró los pliegues de sus tirantes. Se cruzó con la casera de Odile en el descansillo. Esta miró con asco el vendaje y las arrugas de su camiseta. Pero Chino estaba inmunizado contra caseras. En Abingdon Square, tomó un taxi.
—Prince Street —gritó—. Y deprisa.
Quagliozzo, el taxista, era un tipo de Queens, despierto, de cuarenta y cinco años, que tenía una porra cerca de la caja para yonquis y clientes indeseables y que no se dejó engañar por la peluca roja. Llevaba una circular en el salpicadero con una advertencia contra Chino Reyes, el salteador de taxis, en la que las compañías independientes ofrecían mil dólares de recompensa por arrestar a Chino. Quagliozzo (sus amigos le llamaban Quag) reconoció los pómulos bajo el pelo artificial, pero la circular no decía nada de una cojera. El taxista se dijo que ningún ladrón profesional podría salir huyendo tras un golpe con un zapato con alzas. Los del taller, que tenían sus propios contactos con los criminales de tres al cuarto, le habían comentado que el salteador de taxis se hacía pasar por chulo de putas para despistar a la poli de Manhattan. Por eso, Quagliozzo decidió poner a prueba a Chino en el propio taxi. Él no llevaba un panel de vidrio entre su asiento y el de los pasajeros, como otros pirados de la seguridad (¿cómo iba a charlar con una barrera semejante?); a cambio, conducía con una mano en la porra.
—Odio a los malditos chulos. Se aprovechan de chicas blancas, se lacan el pelo, van por ahí en putos Cadillac. Si tuviera un chulo en mi coche, lo mataría.
Quagliozzo no consiguió que Chino moviese ni una mejilla.
—¿Y usted, qué opina?
—Prince Street —dijo Chino, y le indicó que parase frente a un solar—. Espéreme.
Se acercó a una hilera de cubos de basura que había en el solar. Solomon Wong, el antiguo lavaplatos de su padre, estaba sentado en el cubo más al norte.
—Salomón, ¿qué tal?
Solomon recogió los muchos vuelos de su abrigo (que en su día había pertenecido a Papá Reyes) y sacó del cubo una bolsa de viaje. Chino cambió de zapatos, dejó el zapato ortopédico bajo la custodia de Solomon y le metió la peluca dentro del abrigo; no le iban a pillar con pelo rojo. Cuando Chino volvió al taxi, Quagliozzo ya estaba nervioso.
—¿Para dónde voy ahora, señor?
—Conduzca —dijo Chino—. Ya se lo diré.
Quagliozzo tenía pruebas suficientes para atrapar al salteador de taxis; sin la peluca y el zapatón, era idéntico al hombre de la circular. «Es listo, es listo», razonaba Quagliozzo. Usa un cubo de basura como escondite. Después de cada robo, esconde allí el dinero. Quagliozzo sintió más respeto por Chino.
—Oiga, tengo que soltar lastre.
Paró frente a una cafetería de Bowery, se llevó la caja con el dinero al cagadero que había al final del mostrador y, tras hacer una finta, se dirigió al teléfono de la pared. Llamó a urgencias de la policía. Salió mascando chicle. Chino no estaba en el taxi. Quagliozzo se echó la culpa.
—Tenía que haberle dado con la porra.
Se unió a los tres coches patrulla que respondieron a su llamada y los condujo a Prince Street. En el solar, no encontraron a Solomon; rebuscaron entre la basura, pero nadie encontró el zapato de Chino.