10
No podía dormir en el cuartito de Schiller. No era el olor a espárragos lo que le tenía en vela. Coen había conseguido roncar a pesar de otros guisos y frituras. Una vez, Arnold le enseñó la manera de exorcizar a un enemigo escupiendo contra una pared hasta que te latían los pulmones y la cara se te oscurecía, y quizá Coen llegase a probarlo, pero aquel día no tenía sentimientos asesinos. No pensaba en los Guzmann. Pensaba en el tío Sheb y en la pregunta que le había estado reconcomiendo durante aquellos últimos trece años. ¿Cómo había sobrevivido Shebby? Coen conocía la estrecha lógica de su padre. Albert no era un hermano desconsiderado. Tanto daba lo loco que estuviese o la presión a la que le hubiesen sometido los Guzmann o la cantidad de huevos que pudiese perder: no se hubiera tomado la molestia de dejar este mundo sin llevar consigo a su hermano. Los Coen eran gente muy minuciosa. Se fueron al horno con la ropa almidonada. ¿Qué se puso Shebby para asomarse a la escalera de incendios y cantar la muerte de Albert (y la de Jessica)? Una vecina le encontró con el viejo guardapolvo de Albert, ropa de la tienda, que tenía manchones de sangre en las mangas y olía a huevos. Jessica no hubiera permitido semejante prenda dentro de casa. Ella se encargaba de adecentar a Sheb: retiraba bufandas y calzoncillos desgastados de su armario, de forma que pudiera sonreír a las viudas y las esposas casquivanas. Albert y Jessica no imponían a Sheb a sus clientes. Los éxitos de tío Sheb eran por mérito propio. Pero querían adornar su anómalo comportamiento, recordar a Boston Road lo guapo que podía llegar a ser Sheb, incluso cuando iba encorvado y hacía pompas con la saliva. ¿Y qué decir de un tío al que se había privado de los huevos de Albert? Escapar del horno no tuvo coste alguno para Sheb. A Coen le salieron arrugas permanentes, líneas diseminadas sobre las mejillas; las rodillas le dolían con el mal tiempo, y su pelo rubio encanecía con rapidez, pero Sheb no había cambiado en trece años.
¿Qué hacer? ¿Acercarse a la residencia e interrogar a tío Sheb? No podía ir. ¿Qué iba a hacer? ¿Aplicarle las técnicas de Isaac a su tío? ¿Interrogarle? ¿Amenazarle? ¿Hacerle llorar? ¿Qué podía saber Shebby de cuestiones de dinero? Albert nunca le confió más de un dólar. Y Sheb no podía haber sido motivo de disputa entre Albert y Papá Guzmann. En Boston Road, se mantenían ciertos modales. Papá, que había educado él solo a Jerónimo y sabía lo que significaba tener en casa a un chico retrasado, no hubiera utilizado nunca a Sheb para ahuyentar a Albert de su huevería. Coen no tenía ganas de llegarse hasta el Bronx y plantarse en la puerta de Papá. ¿Qué iban a confesarle los Guzmann a estas alturas? Dio por finalizada su siesta y se puso ropa de calle. Lo haría como lo hacía Isaac: dando un rodeo.
Al ver las señales de concentración de Coen, Arnold no se molestó en saludar. Sabía tomarle el pulso: el poli estaba metido en algo personal. Y Coen cogió el autobús 10 hasta The Dwarf, el bar de chicas, para despertar a Odile. No hubiera sabido decir por qué. Puede que tuviese ganas de bajar al centro, y quizá pensó que encontraría a César entre las faldas de Odile y que, a partir de ahí, llegaría hasta Papá. O quizá le apetecía ver bailar a las chicas. Pero esta vez, Coen no estaba travestido por orden del comisionado. Y las dos tiarronas de la puerta, más robustas y con espaldas más anchas que él, apenas si bajaron la mirada para despreciar su masculinidad y exigirle su tarjeta de socio.
—Vengo invitado —murmuró Coen a la altura del cordoncillo de sus chaquetas cruzadas.
A las chicas, las primas Janice y Sweeney, no se la pegaba ningún Coen.
—¿Quién iba a invitar a algo como tú?
—Odette. Odette Leonhardy —dijo Coen, recordando el nombre profesional de Odile.
Pero las primas seguían sin tragárselo.
—Odile conoce las reglas. Aquí no se permite traer a la clientela.
Coen estaba a punto de medir sus energías con las de las chicas, con las rodillas hinchadas del pimpón, cuando Odile asomó tras la cortina. Reconoció a Coen y procuró amansar a las primas.
—Sweeney, este es de los míos. Es de los de mi tío Vander. Es colega. Rescata a chicas de Argentina. Se lleva a estrellas de cine al cine. Es un poli muy particular.
Las primas no estuvieron de acuerdo en cuanto a Coen. Sweeney le hubiera dejado entrar si prometía no bailar con Odile, pero Janice, usando su veteranía en The Dwarf, se negó a tenerlo en el local, con lo que Odile tuvo que llevarle a Jane Street. Se sentaron en su apartamento, Odile llevaba un vestido sencillo de algodón: una chica de pómulos altos, dedos preciosos y perfil rotundo. Le preguntó qué quería de ella.
—La verdad —dijo él.
—Oh, qué poli tan ambicioso… Primero tendremos una sesión de mea culpa, Odette confesará, luego la escena del salón y, al final, sus pantalones terminan en la silla. Mire, no me apetecen mucho los hombres esta temporada.
—Por mí, no tienes que preocuparte, Odette. Ya no voy tanto detrás de las chicas. Casi todo me lo quito en la mesa de pimpón.
—Odile —dijo ella—, me llamo Odile. Odette es para mis numeritos. Recuerdo lo del pimpón. Usted jugaba con Vander sin corbata. ¿Por qué ha venido?
—Porque me llegan chorradas de los dos bandos y pensé que quizá los que me están jodiendo el cerebro te lo están jodiendo a ti también.
Odile decidió que como poli no era gran cosa y le cayó mucho más simpático. Exprimió dos limones y le preparó una bebida cremosa y caliente en un vaso largo. Abrió para él la nevera, le ahorró los fiambres y los canapés que servía a sus clientes y a los amigos de Vander y le preparó una tortita enorme, antinatural, con utensilios primitivos y una torpeza muy personal. Aquella tortita, rellena de huevo batido y terroncitos de azúcar, excitó el afecto de Coen y le ligó a Odile. Ahora tendría problemas para interrogarla. Y Odile, que estaba acostumbrada a todo tipo de contorsiones en la cama en su papel de Odette, que había hecho de ninfa para el estudio de su tío Vander desde su segundo año en el instituto y se untaba de gelatina ante los cámaras y los técnicos de Child, se sentía incómoda con Coen. Él no se la comía con los ojos, ni le hacía guiños, ni la obligaba a oler su colonia. No la llamaba «nena» ni se relamía, como hacían otros policías que había conocido. No conseguía entender a aquel hombre tan serio. Le preparó otra tortita. Le dolía el brazo de sacudir la sartén. Quería decirle que se largase, que fuese a husmear a otra parte. Tenía bajo el ojo una vena del tamaño de una cicatriz. La vena se bifurcaba en la mejilla y abría hoscas líneas azules. Entonces deseó poder arroparle, hacerle dormir y medir las líneas de su cara. No se hubiera atrevido a tocar a Coen despierto. Con la boca abierta estaba aún más guapo.
—Odile, ¿trabajas para Vander o para César Guzmann?
—Para los dos.
La vena se revolvió en su mejilla, como un dedo atrapado bajo la piel. No sabía qué decir. Pero si conseguía sacarle más venas, podía seguir mareándole de aquella manera.
—César fue mi novio una temporada.
—¿Cómo le conociste?
—A través de mi tío Vander.
—Cabrones —dijo Coen, y su cara estaba surcada de azul—. ¿En qué te han metido, Odile?
—Películas porno —dijo ella—. Mi tío es el productor, César, el distribuidor, y yo soy una de las estrellas.
Cansada de sus confesiones, se puso juguetona con Coen.
—Ya vio el estudio de mi tío, señor Coen.
—¿Dónde?
—La sala de pimpón. La mesa es pura guasa. Tiene los focos en el armario.
—Lógico —dijo Coen—. ¿Qué hay de la agencia de certificados matrimoniales de César?
—Ah, eso. —Odile resopló por la nariz—. La mierda de las novias, quiere decir.
—¿Cómo meten a las novias en México? César tiene demasiada mala pinta para hacerlo en persona. Y su matón, Chino Reyes, no es el mejor acompañante.
—Vander voló con ellas. Dieciséis en avión. Las vistió de colegialas. Fingió que estaban de expedición arqueológica. Que se llevaba a las señoritas a las pirámides. Un judío las esperaba en el aeropuerto con los anillos. César ya había preparado una ceremonia fraudulenta.
—Mordeckay —masculló Coen—. El que concierta los matrimonios se llama Mordeckay.
—César no me lo dijo. Vander recogió lo suyo de los novios y despegó. Pero se estaba metiendo en cosas muy serias y quería salirse.
—Por eso César le robó a Caroline, para tenerlo quieto.
—No. Eso fue idea mía. César me hacía un favor. Ese Chino suyo la metió en un avión.
—¿Vendiste a Carrie a los mexicanos? ¿Por qué?
—Era solo provisional. Tenía que darme prisa, señor Coen. Empezaba a tener ganas de salir en las pelis de su papaíto. Y Vander quizá lo hubiese permitido.
—Vaya padre de mierda —dijo Coen.
—Vander no es tan malo. Nos malcrió a las dos, a Carrie y a mí. Yo fui la que le sedujo, la que le rebozó en el incesto.
Coen se sentó sobre los puños, pensativo, vestido con su camisa verde. Quizá su padre y su madre tuvieran una fijación por los hornos, quizá su tío tuviese secretos que ocultar bajo su sucio guardapolvo, pero los Coen no eran tan complicados como los Child.
—Odile, si tu tío está metido hasta el cuello en el camelo matrimonial de César, ¿por qué va de colega de inspectores de policía?
—Porque quiere conservar el pellejo cuando llegue la hora de estrujar a César.
—¿Vander trabaja para Pimloe?
—Para Pimloe no. Había otro hombre.
—¿Isaac? —preguntó Coen—. ¿El jefe Isaac Sidel? Un tipo bajito con patillas.
—No lo sé.
Coen se dejó caer en el diván de Odile, frustrado y resoplando por la nariz, y Odile se atrevió a tocarle la cara antes de que tuviese tiempo de recuperarse. Al ponerle los dedos en la mejilla, casi esperaba que gritase y tumbase la silla. No se movió. Ella siguió la curva de la ceja, pasó el dedo desde la oreja hasta el labio y pensó: «bultos de amor… Un poli de cara sinuosa». Y Coen la dejó explorar. Nunca se había mostrado tan pasivo ante el poder de un dedo. Se sentía como un perrazo viejo y agradecido. Viendo que podía hacer con él lo que quisiera, Odile se volvió descarada y mordió las líneas de su mejilla. Cayeron sobre el diván boca contra boca. Por haber follado principalmente en el estudio, con el ruido de las cámaras en los oídos, ella se mostraba suspicaz con los prolegómenos. Sacó un preservativo de una caja y le dijo que se lo pusiera. Aquel pellejo frío le dio escalofríos. Los dos forcejearon para encasquetárselo. No había usado una goma en dieciocho años, desde el último curso en el instituto.
—Mierda de trasto —dijo Coen.
Y Odile, que se mostraba imperturbable en su carrera de actriz y juraba que no notaba nada cuando tenía a un hombre dentro (ninguna de sus amigas de The Dwarf había estado más allá de su cintura), se estremeció y sintió punzadas en el vientre cuando Coen alcanzó el clímax y algo de saliva cayó sobre su hombro. No supo qué hacer con el grito que soltó. Sus amantes del estudio gruñían una vez y se quitaban de encima.
—Coen —dijo—, antes te he mentido. Con César, no tengo nada. Chino me pidió que fuese suya. Le dije que no. César ya le había advertido que no viniese a preguntar.
Encontró sus bragas entre la ropa de Coen. Se vistió antes que él. Odile no apreciaba la desnudez fuera de la cama. De vez en cuando aceptaba clientes de César, para los que establecía un límite de media hora (Odile aportaba los preservativos, los refrigerios y los licores), pero nunca pasó la noche con ninguno de ellos y no quería romper la costumbre por Coen. Dormía con un animal de peluche, un viejo osito regalo de Vander, de zarpas cortas y botones por ojos, un antifaz (detestaba que le diera el sol en la cara) y dos camisones largos. Estuvo rascándose sobre el diván, sin la más mínima idea de cómo echar a Coen. Forzó la boca en un bostezo. Coen no se iba.
—César me quiere soltera —dijo, haciendo morros—. Él se preocupa por mí.
Coen estaba entretenido con el zapato, sacando la lengüeta.
—Odile, ¿César me menciona alguna vez?
—Casi nunca.
—¿Has visto a Papá Guzmann?
—Una o dos veces.
—¿Y a Jerónimo?
—¿El bebé? Estuvo aquí una semana. Chino se lo llevó a México con Caroline. Ella encargó el menú del avión. Pidió gaseosas extra para él.
—¿Alguna vez oíste a Papá o a César hablar de un tal Albert? ¿Albert o Jessica?
—No. Pero Jerónimo decía: «Sheb Coen, Sheb Coen».
—¿Qué más, Odile? Por favor.
—No me acuerdo. Solo algo sobre una cabeza en el fuego.
Las arrugas de las mejillas preocuparon de nuevo a Odile, y se lo llevó a su cama. Coen se quedó mirando a la pared. Sheb escapó del fuego. ¿Se lo encontró Jerónimo? ¿Lo llevó él a la tienda de dulces? ¿Le desnudaron los Guzmann y escondieron su ropa de los domingos, lo volvieron a subir vestido de cualquier manera y le indicaron la escalera de incendios para que cantase su tonada de la muerte a Boston Road? Odile tuvo que forzar la cabeza bajo la axila de Coen para encontrar algo de contacto. No conseguía ponerse cómoda con un hombre tan poco dispuesto. Se durmió contra uno de sus omoplatos, escuchando el sonido de las costillas de Coen. Echaba en falta el abrazo del oso.
Sweeney, la portera número dos, vivía encima de una manufactura de vestidos del Soho (cerca de Broome Street) cuando no estaba de guardia en The Dwarf. Tenía allí tres habitaciones miserablemente iluminadas de aspecto semejante al de una conejera: diminutas, de tabiques delgados, suelo desigual y techos muy muy bajos. El vapor de las planchadoras del entresuelo se colaba por las paredes y alabeaba los muebles de Sweeney. La fábrica, que iba escasa de mano de obra, contrataba chicas retrasadas que llegaban al Soho en autobús desde una institución de White Plains. Las chicas vestían uniformes de algodón azul y zapatos de caña alta marrón neutro; vivían encorvadas sobre sus máquinas de coser como monos de piel pálida y moteada de azul. Sweeney se había encariñado con estas chicas, solía sentarse con ellas en unos comedores de Greene Street durante la media hora que tenían libre y les contaba historias sobre los edificios de hierro del Soho, sobre las ratas que los infestaban e iban introduciendo hierro en sus cuerpos hasta que morían porque la herrumbre les colapsaba hasta las orejas. Sweeney tenía que soportar a la supervisora de las chicas, una mujer desdeñosa que interrumpía su narración, le ponía mala cara y se llevaba a las chicas de los comedores a la fábrica. Por lo demás, Sweeney hacía vida en The Dwarf.
Estaba enamorada de Odile. Las camareras de la barra lo sabían. Las chicas que iban con regularidad al bar se reían con disimulo, tapándose con las mangas de sus camisas vaqueras, cada vez que pillaban a Sweeney arrobada contemplando a Odile. Sweeney se comportaba con una seriedad que las parejas de Odile no alcanzaban a comprender. No se aferraba a los senos de Odile en el cuarto trasero, como hacía Nicole, ni le chupeteaba la oreja como Mauricette. Nicole y Mauricette iban a The Dwarf para saborear a Odile, no para contemplarla. No tenían problemas para emparejarse con otras «hermanas» si Odile no andaba por allí. Dorotea sentía quizá más devoción por Odile, pero incluso Dorotea se cansaba de la fijación de Odile por los hombres. Pero era Sweeney la que sufría con la actitud voluble de Odile, con su mancillación a manos de los hombres, con sus remilgos en el bar. Odile era aún territorio virgen para las hermanas. Lo que tenía con los cerdos de los hombres no contaba. Puede que Odile se lo montase con un puñado de macarrillas del Bronx, pero no había dormido con Dorotea, Nicole o Mauricette. Las hermanas tenían más cuidado que Sweeney. Idolatraban a Odile, sí, pero tenían otras amiguitas por si acaso.
En realidad se llamaba Abigail, Abigail Ruth McBean, y fue Abigail hasta los once años, entonces adoptó el nombre de «Sweeney», que era el de una taberna de Providence, en Rhode Island, donde su padre trabajaba y tocaba la pianola. Ninguna de las habituales del bar había nacido en Manhattan, a excepción de Odile. Su prima Janice era una refugiada de Montauk; Nicole y Mauricette procedían de Connecticut. Sweeney cumpliría treinta años en un mes. Pensaba celebrar su aniversario con un regalo para Odile. Pero podía prever ciertas dificultades. Odile se negaba a vestir ropa salida de Spike’s o de sórdidas tiendas de cuero. Sweeney tendría que ir a Bergdorf’s o a Henri Bendel’s, sitios con empleados demasiado refinados para ser simples dependientes que cogían tu dinero para meterlo en cestitas que lo llevaban a una caja invisible (en Henri Bendel’s, los cheques eran preferibles al efectivo). La tienda tenía acobardada a Sweeney, que no acostumbraba a ir más allá de la calle Cincuenta y Siete. Tendría que entrar en Bendel’s con su chaquetón del Ejército, el especial de maniobras que puede abrocharse hasta las orejas; era el único abrigo que tenía (a menos que le pidiese a Janice su abrigo de cuello vuelto).
El miércoles, tenía su noche libre y se quedó hasta las cuatro dándole vueltas a la cabeza, preparándose para el trauma de la moda en el centro. Tenía ochenta dólares para gastar, el dividendo anual de una póliza abierta por su padre cuando ella tenía siete años y que no rendiría del todo hasta que Sweeney tuviese cuarenta y cinco años. Sonó el timbre de la puerta. Sweeney no quería visitas que entorpecieran sus cavilaciones.
—Lárgate —dijo—. Vete a mear a la puerta de otro. Ya no doy más para buenas causas. Si eres la chica de la Asociación del Corazón, no estoy en casa.
Sweeney estaba bebida: el café irlandés que se había tomado para centrarse en Henri Bendel le estaba provocando alucinaciones. No quería acercarse a la puerta.
Pero entonces se apresuró a girar el pomo, con la moral por las nubes; había reconocido los gemidos de Odile.
—Niña —le dijo—, ¿qué haces por la calle a estas horas?
Odile se sacudió el polvo de los tacones de caucho de sus zapatos de plataforma.
—Sweeney, hay un hombre en mi casa. Uno de pelo rizado.
—¿El poli con el que andabas? ¿El rubiales? Odile, estás cayendo muy bajo.
—Es que no quería irse, Sweeney. El poli ese no quería irse. Se me quedó dormido encima. No podía respirar. He tenido que darle esquinazo a Janice. Ya sabes la música que nos arrea a estas horas. Foxtrots y las manos de Nicole en las tetas. Tal como estoy no, gracias. Ni siquiera me he lavado su olor. Acudo a ti, Sweeney. No tengo a nadie más.
—No hace falta que expliques nada.
Y la imagen de Henri Bendel, de las cestitas recorriendo el techo, repletas de cheques al portador, desapareció. Podía olvidarse de los regalos, de las cifras de la póliza, de la manufactura del piso de abajo.
—Ahora te hago la cama, niña.
No permitió que Odile durmiera en el plegatín, un camastro repugnante de muelles mohosos y otros peligros. Odile se vio forzada a aceptar la cama colchón «luna de miel» de Sweeney, con somier y altas cabeceras. Tuvo que beberse una taza de cacao para quitarse el gusto del poli. Se puso el pijama de pana de Sweeney. Y Sweeney se quedó en el plegatín contenta como un perrito. Redujo el zumbido de la nevera y sacó a los ratones de la bañera. Por la mañana, barrería sus caquitas antes de que Odile se despertase. Ya no tendría que comer con retrasadas en el comedor. Prepararía un desayuno al estilo del Soho: salchichas y tortitas simétricas bañadas en caramelo para las dos. Nada de harina blanca. No iba a darle a Odile la porquería del comedor, que sabía a papel. Exprimiría las naranjas con sus propias manos.
Los muelles del plegatín le arañaban la espalda. Sintió una punzada en el riñón. Acabaría por pasar la noche en vela, pensando que tenía que ir a hacer pis. Ya había tenido rachas de esas antes. Si se sentaba en la taza, no echaría ni gota. Y quizá despertase a Odile. Ya llevaba demasiadas peleas en The Dwarf, demasiados encontronazos con la prima, demasiados gallitos a los que dar puerta, demasiados borrachos cargados de odio contra las mujeres vestidas con traje de hombre, demasiados golpes en la entrepierna, demasiados dedos en los ojos. En su mente, fue preparando desayunos una y otra vez para acallar al riñón, hasta que se coló algo de luz entre las rendijas de la persiana de la cocina y pudo ponerse a cocinar para Odile.