16
Schiller se quedó a vivir entre las ruinas. Se negó a limpiar. Recuperó la voz tras una semana de chupar pastillas de regaliz, pero poco le quedaba por decir. Quizá los fanáticos se habrían mantenido fieles al club: las tres primeras mesas estaban intactas, y Schiller estaba tan distraído que apenas les cobraba algunos centavos. Pero las luces les bailaban en los ojos, los muros empezaron a chorrear y tenían miedo de que el vidrio se clavase en sus zapatillas. Por eso se fueron al club de Morris, en la Setenta y Tres, donde los techos eran bajos y la jaulita de alambre que había alrededor de cada bombilla dibujaba sombras sobre la pelota, o al de Reisman en la Noventa y Seis, que era más espacioso y estaba mejor iluminado, pero costaba un cuarto de dólar más por hora. Si pensaban en Coen, era solo para decirse que un poli tan raro se merecía una tumba de pimpón. Y contaban a sus familiares que vieron entrar la bala de Chino bajo el cuello de Coen y que esta le hizo saltar tres metros, le reventó una arteria e hizo salir sangre de las orejas, pese a que ninguno de ellos había estado en el club cuando Chino mató a Coen.
Arnold perdió las ganas de abandonar el albergue. Añadió mermelada a los botes que tenía en la ventana y aplicó una capa de laca amarilla a su zapato, con la garantía de que no se comería el cuero ni disolvería la espuma del arco. No podía culpar a Chino. Para él, Isaac y los Guzmann mataron a Coen. Recibió una invitación de Rosenheim, DeFalco y Brown (compulsada por un jefe de área) para reingresar en el distrito de Coen y hacerse cargo de los calabozos, pero Arnold la rechazó. Sin Coen, ya no podía soportar a los detectives. Schiller le dio la pala y la cinta para el pelo de Coen (la placa, la pistolera y el arma fueron a parar a la Oficina del Comisionado). Arnold se ponía la cinta en su cuarto. Se llevaba la Mark V a sus paseos por la manzana, con el mango bajo la faja, la goma contra las costillas. La pala le dio cierto prestigio entre los IHU, que no apreciaron a Coen ni siquiera después de muerto, y entre los camareros cubanos, a quienes el agente de complexión blanca siempre había caído bien. A veces bajaba los escalones del club, con el zapatón apuntando hacia la barandilla, cruzaba el vestíbulo de veinte renqueos, encontraba a Schiller y le decía: «Jesús. Airéate un poco. Venga, hombre, sube a la calle». Schiller no se movía. A veces Arnold tenía una chocolatina para él o el periódico del día anterior. Entonces se quedaban sentados en la banqueta de Schiller, sin saber qué hacer o decir. Arnold no podía respirar vidrio ni estar cerca del polvo de las paredes sin estornudar. Tocaba a Schiller para decirle adiós, casi siempre en la rodilla, conseguía llegar hasta el vestíbulo y comenzaba la ascensión agarrándose con dos manos a la barandilla, con el zapatón vuelto hacia el norte.
Incluso con César desaparecido y Chino muerto, Odile no tuvo que renunciar a su rutina. Se movía en un triángulo continuo que la llevaba de The Dwarf a su tío Vander, de allí a Jane Street y de nuevo a The Dwarf, al menos dos veces al día. En el bar, bailaba cadera con cadera con sus amigas, pero no las besaba en la boca. Para satisfacer a los cámaras de su tío, sostenía cucharillas entre los labios de su vulva y alcanzaba el orgasmo con los bordes de la cuchara. No necesitaba a Chino de macarra. Bummy Gilman fue a buscarla por iniciativa propia. Ella le lavó con una solución lechosa (ochenta y nueve centavos en la tienda) con la ropa puesta y se sacó cien dólares. En aquel momento, mientras enjabonaba los genitales de Bummy y le enjuagaba los muslos, apreciaba a Coen. El poli no la había tratado como un objeto, no había inspeccionado sus largos pezones ni los lunares de la espalda, ni le había pedido trucos con una cucharilla ni lavados con champú. Odile creía en la fatalidad: Coen tenía que morir aquel año, pero le hubiera gustado que esquivase a Chino durante otro mes. Entonces hubiera podido atraerle hasta Jane Street, hubiera podido estudiar los bultos de su ceño, se habría hecho un hueco bajo su brazo, habría dormido una hora con él y se hubiera despertado con tiempo para bailar con Dorotea en The Dwarf.
Odile cumpliría los diecinueve en junio. Había sido la estrella en once largometrajes y trece cortos, se había aplicado crema vaginal para ciento cinco hombres, sin contar a Vander, a quien había seducido con doce años; a Bummy, que ni siquiera le había quitado la ropa; a Chino, que solo había podido pringarle de esperma el muslo izquierdo; a Jerónimo, que la folló con los ojos cerrados; a César, que más o menos era su dueño y no necesitaba permiso para visitar Jane Street; a los cuatro restantes Guzmann (Topal, Alejandro, Papá y Jorge) o a Coen. (Odile, que había visto la desnudez de hombres judíos, hombres como Bummy y el poli, seguía sin comprender por qué los seis Guzmann tenían que cargar con el pellejo de sus pitos. César no le dio explicaciones. Acabó pensando que los Guzmann no servían para judíos). Empezó a encender los cirios verdes que le dio César después de que Velasquez, su perro, se ahogase con un hueso. Pero se le olvidaron las plegarias que acompañaban a los cirios y no quiso cortarlas por la mitad como hacían los Guzmann. De modo que se le acabaron las reservas y dejó de preocuparse por Coen.
Vander, convencido de que vivía bajo una forma benigna de arresto domiciliario, atesoraba sus cruasanes. La Oficina del Comisionado le había aconsejado que no se moviese de Manhattan. En principio debía mantener contacto con los Guzmann, pero César no picaba. Vander no se hacía falsas ilusiones respecto a su valor para los jefazos. Cuando su utilidad desapareciese, lo pondrían frente a un jurado como a un vil animal. Isaac le había delatado en enero, en el aeropuerto, de vuelta de México y cargado con recibos de Mordeckay por las novias (la mayoría estaban en código marrano y no pudieron ser descifrados). A Isaac le costó menos de una hora convencer al ángel de Broadway, y Vander salió del aeropuerto como espía a las órdenes del subinspector Herbert Pimloe (Isaac no quería asociar su nombre al de los informantes). Con las prisas por desmontar las cámaras y liquidar su productora, Vander descubrió que ser espía le daba inmunidad frente a la policía local. Podía trabajar en pornografía sin temor a las redadas. De momento era intocable, estaba en la lista del Comisionado. Y si no conseguía ir a España aquel año para recoger las pesetas obtenidas con sus inversiones en constructoras castellanas, podía poner a Odile a hacer una película al mes. De Coen no recordaba más que sus partidas. Daba por sentado que la muerte de Chino presagiaba la caída de los Guzmann. Pero no había evidencia de ello.
A César no le pasó por alto la reinserción de Isaac. Hacía malabarismos con sus pisos y vivía a salto de mata entre los pisos de la Ochenta y Nueve y la Noventa y Dos y el cuarto que tenía sobre el restaurante de la Setenta y Tres, en el que adoptaba el nombre de Morris Shine. Tenía una actitud ambigua respecto a la muerte de Coen. Echaba más en falta a Chino. Uno de sus primos del Bronx reclamó el cadáver. Enterraron a Chino en terreno de los Guzmann, fuera de la ciudad, y asistieron al entierro una plañidera marrana, Papá, Topal y Jerónimo tocados con los chales grises fúnebres, y Jorge vigilando la entrada del cementerio con un pincho en cada mano.
El olor de la sopa de cebada y las tortas de champiñones atravesaba el enmaderado y enervaba a César. Coen era el chico de la leche. César comía cerdo, y el recuerdo de sus comidas con Chino, judías con picadillo de cerdo, empanadas de cerdo, cerdo a las cinco especias, cerdo con col china, le hizo escupir en el retrete con rabia y rencor. César llamó a la planta baja (tenía una línea especial conectada a la cabina de la caja del restaurante).
—Póngame con Boris Telfin. Quiero el coche en la puerta dentro de ocho minutos. Este sitio apesta, señora.
La cajera dijo:
—Lo siento, no está en su mesa, señor Shine. ¿Qué quiere que haga?
César masculló «puto, puto, puto, puto» hasta que el conductor se puso al aparato.
—Estaba en el baño, Zorro. Ahora saco el coche. Pero ¿qué prisa hay? ¿Sabes cuántos ojos tiene Isaac? Tiene prismáticos hasta en las tetas.
—Boris, me dijiste que era una habitación con una vista de primera. Te olvidaste de decirme que estaba llena de tubos de la cocina. Saca el coche.
César fue hasta Jane Street. Era mayo y llevaba puesto un abrigo de invierno, con el cuello vuelto sobre las orejas, y una gorra de marinero calada hasta las cejas. Odile le reconoció bajo aquel atuendo. No sabía si Zorro venía a matarla o a partirle los brazos por su alianza con Vander, pero tenía que dejarle entrar. Se le hizo un nudo en la tripa cuando él pasó junto a ella en el pasillo. El corazón le latía con fuerza. ¿La desnudaría antes de retorcerle el pescuezo? ¿La obligaría a hacer algún numerito desagradable? Cuando se quitó la gorra y el abrigo, pudo ver su palidez. Se desplomó en un sillón. Odile sintió una leve rabia: César no pensaba hacer avance alguno.
—¿Quieres algo para picar, Zorro?
—Nada de canapés —dijo él—. Guárdatelos para tus clientes. ¿Por quién son los cirios?
—Por Coen.
—Ya tenía que haberme imaginado que llorarías al nene de Isaac.
César no quiso reconfortarla con amabilidades. Veinte años de distanciamiento le habían hecho insensible a Coen. Tenía a sus hermanos, y a sus putas, y a un pistolero chino. César reformó al salteador de taxis, neutralizó su vena violenta concediéndole la supervisión de unas cuantas prostitutas y se lo llevó consigo al Bronx para beber vino marrano; no podía desconfiar de un hombre al que le encantaba el cerdo. César lamentaba la pérdida de Chino (tendría que haberse dado cuenta de que Chino se estaba buscando la ruina al perseguir a Coen) y le preocupaba el nuevo escondrijo de Jerónimo (con Isaac aposentado en Manhattan, César tuvo que renunciar a sus visitas al bebé), pero no tuvo problemas para dormirse en el sillón de Odile. César roncaba como sus hermanos y dormía con una mano protegiéndose los huevos. Visto que no iba a sacar nada de Zorro, Odile hubiera querido salir corriendo hacia The Dwarf, bailar con quienquiera que estuviese por allí, sentir una cadera contra la suya, pero no se atrevía a dejar la habitación. César tenía hábitos muy estrictos. Enviaría a sus hermanos a demoler el bar si cuando se despertase no encontraba a Odette. De modo que tuvo que contentarse con mascar la cera del pie de uno de los cirios y escuchar los resoplidos de Zorro.
Papá se disponía a cerrar la tienda de dulces. Más allá de la segunda semana de mayo, no servía batidos. Alejandro se quedaría en el Bronx. Se trasladaría a una galería de bolos durante los meses de verano y desde allí controlaría las cuentas de Papá. Si los mejores clientes de Papá preferían hacer negocios con los negros mientras Papá estaba fuera de la ciudad, no le importaba demasiado. Papá los recuperaría en otoño. No pensaba renunciar al lago Sheldrake por un montoncito de apuestas de diez dólares. Tenía que pensar en su huerto, en su jardín, en la temporada de fresas y en la de moras, y en la seguridad de sus hijos. No podían atropellarle a Jerónimo en el huerto, y Jorge podría sobrevivir sin la maldición de los nombres de las calles y los semáforos. Papá encendió cirios por Chino y Coen en el estante de encima de las cafeteras. Le rezó a Moisés con un trapo sobre la cabeza y escupió tres veces, como establece la ley marrana, para que Coen y Chino pudiesen descansar en el purgatorio. Con todo, tenía poca esperanza en la efectividad de sus plegarias. No creía que un hombre solo pudiese curar las miserias de los muertos. Papá no era tacaño. Podría haber contratado a plañideras profesionales para convencer a los tres jueces del purgatorio (Salomón, Samuel y san Jerónimo) con el grito poderoso de sus pulmones. Las plañideras tenían tarifas asequibles. Sus llantos podían atravesar los muros de quien pagase su precio. Pero para Papá, no bastaba con lamentos. Los muertos necesitaban familias enteras que intercediesen por ellos, hermanos, hermanas, padres, sobrinos, madres, hijos, todos provistos de chales y trapos, ofreciendo óbolos a los santos cristianos, prendiendo cirios a Moisés, recitando letanías hebreas traducidas al portugués del siglo XVI; Coen y Chino eran hombres sin familia, sin la habilidad para sobrevivir de los marranos. Papá descartaba toda idea de inmortalidad para sí mismo. Había vivido como un perro, mordiendo a sus adversarios en la nariz, oliendo la mierda humana de dos continentes, durmiendo siempre encogido para proteger sus partes más vulnerables, y contaba con caer como un perro, con sangre en el recto y los dientes de alguien clavados en el cuello. Pero Papá no pensaba morir de una sobredosis de Isaac, ni ofrecer a sus hijos a la brigada armada del Comisionado. Le parecía que Isaac era algo más que un simple hijo de puta. ¿Qué clase de policía querría erradicar a los seis Guzmann, casi una especie de hombres? Isaac tenía que ser uno de esos ángeles destructores que el Señor Adonai envía para atormentar a los comecerdo, a los marranos que tantos años llevaban escurriéndose entre los cristianos y los judíos y ya no podían sobrevivir sin Moisés y Jesús (o san Juan Bautista) en sus lechos, y que habían desafiado la ley de Adonai con sus prepucios y sus rosarios. Incapaz de pescar a un Guzmann, Isaac se había contentado con un judío rubio y un criollo de antepasados chinos.
De modo que Papá lloró. El trapo le cubría las orejas. Aulló por Chino en inglés y en un portugués precioso, pero aulló aún más fuerte por Coen. Papá había criado grasa en Norteamérica, después de ser un peladito en Perú. Era propietario de terrenos, de una granja con moras de los Guzmann y de varios locales en el Bronx. Y en la mente de Papá, los cuatro Coen, padre, madre, hermano lunático e hijo, figuraban junto a los locales y las moras. Los Coen eran la Norteamérica de Papá. Papá no tenía que mirar más allá de Boston Road; le bastaba con medir sus pasos con las grietas en los huevos de Albert. Al desenrollar la filacteria marrana (una cintita de cuero con palabras de los libros de Moisés en español, holandés y portugués) a través de la abertura de la manga, rezó primero por la salud de sus chicos y luego por la pervivencia de los Coen. No podía dejar de contar a Jessica, que, con sus sonrisas de independencia, le corroía las tripas y seguramente había entendido el juego de Papá: Papá necesitaba un fracasado como Albert para añadir peso a su propio éxito. Pero no era simple explotación. Papá amaba a los Coen. Puede que sus comidas vegetarianas le disgustasen, pero admiraba la gentileza de Albert, compadecía a Sheb por su aguado cerebro, se sentía atraído por la complexión rubia de Manfred (todos los Guzmann eran morenos y peludos) y le desconcertaba Jessica, le aterrorizaba el desdén que podía comprimir en una sonrisa y adoraba la ambigüedad de su rostro. Y por eso lloraba. No porque hubiese empujado a tres Coen hasta sus tumbas y hubiese dejado al cuarto pudriéndose en una residencia con vistas al río, ni por poner a Albert en un brete y cortejar a Jessica con un trozo de cordel, ni por mantenerlos prisioneros en una huevería con sus pequeños préstamos, ni por dejar que Coen marchase a una zona de guerra pensada para Isaac y los Guzmann, ni por aliviar el aislamiento de Sheb con billetes de dólar. Papá llevaba demasiado tiempo esforzándose por sobrevivir como para dejar que le afectase un sentimiento tan poco provechoso como la lástima. Pero estaba ligado a los Coen, en el Bronx, en Manhattan o en el purgatorio, y su llanto solo le recordaba que nunca podría librarse de ellos.
El conductor se haría cargo de Jerónimo hasta que llegase la temporada de las fresas: entonces llevaría al bebé al lago Sheldrake para que se reuniera con Papá, Jorge y Topal. Había demasiados tiburones en Boston Road (coches de la policía bajo el mando de Isaac) para tener contento a Papá. Por este motivo, Boris Telfin estaba sentado con el bebé en una habitación alquilada de la calle Noventa, con la calefacción a tope hasta julio, y no bajaba a su asiento en el restaurante junto a la ventana más que una o dos veces al día. La falta de tortas de espinaca y pastel de judías le hacía sufrir. Y además le tenía mucho miedo a César. Zorro, pirado como todos los Guzmann, era capaz de intuir si el suministro de chocolate de Jerónimo era insuficiente o si tenía una mota de grasa en el pelo. Boris tenía que acicalar al bebé: le igualaba las patillas con unas tijeras y maldecía a Zorro mientras enjabonaba la cabellera de Jerónimo.
El bebé quería más. Coló la mano en los bolsillos del conductor, en busca de nueces brasileñas y halvah negra. Boris tenía que soportar aquellos dedos en sus pantalones. Y si no hubiera accedido a los paseos del bebé, hubiera ido al restaurante con largos arañazos en la cara.
—Jerónimo, mira antes de cruzar. Estamos en el territorio de Isaac. Si te secuestran, no me hará falta un seguro funerario. Tu padre y tu hermano me regalarán una lápida.
Vistió al bebé con una sudadera, un chaquetón marinero y orejeras.
—Mejor pasar calor que frío. El tiempo puede cambiar. Y los polis no te buscarán envuelto de esta manera.
Boris echó mano a su cartera y no tocó más que tela; el bebé le había limpiado ya el bolsillo. Lo mismo que los monos, decidió Boris. Una familia de ladrones. Pero el bebé nunca le había robado dinero antes.
—¿Dos dólares? ¿Por qué dos dólares, Jerónimo?
Boris no discutió el robo. Los Guzmann le pagaban cien dólares a la semana por el alojamiento y la manutención del bebé, y podía deducir sin problemas esos dos dólares de sus beneficios.
—Jerónimo, la llave está debajo del cubo de la basura que hay en el pasillo. Es de la cerradura superior. No la de abajo. Gírala con las dos manos. Si no, perderás agarre.
El bebé se marchó antes. Se abrió paso a través de los montones de periódicos que había en las escaleras, tanteando con un pie cada vez en busca de suelo firme, a la vez que mantenía quieto el otro pie. El bedel no supo interpretar el ritmo desacompasado de los movimientos de Jerónimo y pensó que en el segundo piso vivía un lisiado subnormal. Jerónimo huyó del olor a moho del pasillo del bedel, en busca de los hedores del exterior, más naturales. Su piel se volvió rosácea en la calle. Se le formó un rubor oscuro alrededor de los ojos, que se extendía hasta detrás de las orejas y formaba auténticas ronchas de color. A media manzana de la casa del conductor, las rodillas empezaron a superar el cinturón. Las orejeras saltaban con cada zancada. Los habitantes de la calle Noventa no estaban acostumbrados a unos andares tan exuberantes. El bebé conseguía esquivar triciclos y camionetas sin torcer ni un tobillo. La cabeza seguía una línea regular. Los más curtidos gatos callejeros, algunos con cicatrices en los hocicos, dejaban caer las alas de pollo y huían al oír los trompicones del bebé. En menos de tres minutos, cruzó Broadway y llegó a la escalinata de Manhattan View. Las enfermeras le abrieron paso. Todas sabían que era el chico de pelo cano que iba a visitar a Sheb Coen. Jerónimo puso dos pegajosos billetes de dólar y un puñado de papel higiénico sobre el codo del pijama de Sheb. Se besaron delante de los vecinos (hombres y mujeres de una planta inferior), y las ronchas desaparecieron del cuello de Jerónimo. Los vecinos no se metieron con Shebby por besarse en un dormitorio común. A ninguno le engañó el espeso pelo gris, ni el aire rechoncho que le daba el chaquetón. Tenía todos los rasgos de un Guzmann: mejillas prietas, frente abultada, los ojos hundidos en sus cuencas y labios que se curvaban hasta bifurcarse. Los vecinos de Shebby quisieron quitarle la ropa al chico. Se pusieron a tirar de sus mangas e intentaron arrancarle las orejeras. Shebby aulló desde su cama:
—Dejadle en paz, cabrones. Lo que lleva es ropa para todas las estaciones. Como le toquéis las orejas os avío. Jerónimo es como una hermana para mí, mucho mejor que cualquier sobrino o hermano. Él me trae dólares, y nada de malas noticias.
Sheb tuvo que tirarles el atril y las medicinas hasta que desistieron. Jerónimo se quedó con una de las orejeras sobre la boca y las mangas estiradas como trompas de elefante. Sheb recompuso al bebé y volvió a abrigarle con manos engarfiadas. Los vecinos fueron dispersándose, y a Sheb solo le quedó encararse con sus compañeros de dormitorio.
—Hacedle sitio al bebé, cabrones.
Sin explicación ni preludio alguno, Sheb y el bebé juntaron las muñecas y empezaron a sollozar; sus agudos hipidos asustaron a los compañeros de habitación, Morris, Sam e Irwin, porque no eran capaces de identificar la causa de aquella conmoción espontánea y no habían tenido oportunidad de comprobar que Sheb y el bebé eran muy dados a los llantos largos, y ya se habían comportado así en la huevería, bajo la escalera de incendios y en la granja. Lloraban por su infancia continuada, por los mechones de blanco que surgieron tan pronto en la cabeza de Jerónimo, por las indignidades menores que les hinchaban los nudillos y acortaban los cuellos en el Bronx, por su desmaña para hacer dinero, por depender de hermanos, padres y cuñadas, por las noches que durmieron fuertemente sedados y soñaron con ventiscas, cloacas desbordadas, escaleras de incendios hundidas, techos en llamas, volcanes en el Bronx… Por el miedo que llevaban consigo durante sus horas despiertos. Sheb rompió la unión y secó los ojos del bebé con la manga del pijama. Morris le guiñó un ojo a Irwin, Irwin se lo guiñó a Sam.
—Chalado.
El bebé alargó su despedida e inspeccionó la manga de Shebby con medio dedo. Sheb comprendió las implicaciones de aquel gesto: el bebé no volvería hasta el otoño.
—Jerónimo, ten cuidado con las ramas muertas. Procura no volver a casa con el culo lleno de astillas.
Se besaron una última vez; Sam sacó los morros imitando a Jerónimo para hacer reír a Irwin y Morris.
—A ver qué haces con esa cara —le dijo Sheb a Sam cuando hubo enviado al bebé de vuelta a casa.
Le dio los dólares a Morris (el papel higiénico se lo quedó).
—Ponte los dientes y acércate a la esquina. Tráenos un surtido mixto. Albaricoques, peras y ciruelas.
—Y dátiles —dijo Irwin.
—Y dátiles —confirmó Sheb—. El pobre no puede cagar sin dátiles.
Jerónimo pasó deprisa frente a la sala de enfermeras. Los viejos que paseaban por el pasillo con sus batas se fijaron en las oscilantes orejeras y en el chaquetón azul oscuro. No sabían qué mal podía traer un chaquetón azul. El bebé vio a Isaac y a su chófer al pie de las escaleras. Brodsky sonreía y agitaba las esposas a la vista de Jerónimo. Isaac cargaba con una pesada caja de cartón.
—¡Le tenemos! —chilló Brodsky, los pulmones cargados de anticipación—. ¿Quieres que le ate los brazos o las piernas, jefe?
Brodsky bloqueaba la escalinata, y el bebé solo podía pasar por encima de la cabeza del chófer o trepar hasta el tejado. Se acurrucó en uno de los escalones. Isaac obligó a Brodsky a bajar las esposas.
—Jerónimo, ven aquí.
Brodsky le susurró al jefe:
—Isaac, no hagas cosas raras. Átale una cuerda a la pierna y te llevará hasta Zorro. He tratado antes con retrasados. Ya me sé sus historias.
—Sal de su camino, Brodsky.
El chófer se apartó a un rincón, con el desencanto reflejado en la cara. Brodsky se había unido con tanto entusiasmo a la causa de Isaac que no podía dejar libre a un Guzmann sin herir sus convicciones íntimas. Le cogió tos en las escaleras. Isaac no quiso reconfortarle. El bebé fue bajando hombro a hombro y se escurrió entre Isaac y su subordinado sin tocar a ninguno de los dos (proeza nada desdeñable, dada la estrechez de la escalera y las generosas proporciones del chófer). Isaac tuvo que gritar deprisa, por miedo a perderle del todo.
—¡Jerónimo, dile a tu padre que igual este verano se encuentra las moras congeladas! Le estaré buscando. No hay muralla china entre este sitio y el lago Sheldrake. Jerónimo…
El chico ya estaba fuera de su alcance, de modo que hizo una seña hacia arriba a Brodsky, apartándole del rastro de Jerónimo.
—Le puedo trincar mientras huye, Isaac. No le será fácil esquivar mi coche.
—Hemos venido a por Shebby, no a por el chico. Ya me las tendré con Zorro. No me hace falta un bebé para eso.
Pasaron junto a la sala de enfermeras mostrando la placa y fueron hacia el dormitorio de Shebby. Morris, Sam e Irwin no habían recibido jamás la visita de un subinspector jefe. Se lanzaron a adular a Isaac, e intentaron esconder las manchas de huevo de sus pijamas. Le confirmaron a Brodsky lo muy satisfechos que estaban con la policía.
—Ningún quinqui puede traspasar esos escalones —afirmó Morris.
Pero Shebby no quería decir nada. Fijó la vista en Sam, que era a quien tenía más cerca, y le fulminó con la mirada por estar tan dispuesto a ser un tiralevitas. Sheb no se dejaba comprar tan fácilmente. No había pasado tanto tiempo mirando huevos al tras luz para nada. Sentado en la penumbra de la tienda de Albert, siempre era el primero en oír el estruendo que producían los corredores de apuestas y otras gentes de mal vivir al caer desde el tejado por cambiar demasiadas veces sus lealtades. Sheb no podía besar a Jerónimo y luego estar a gusto con Isaac. En tanto que pariente más próximo, tenía derecho a las pertenencias privadas que hubiese en la taquilla de Coen, así como a su cartera, los pantalones cortos, la camiseta azul y las zapatillas que llevaba puestas al morir, objetos todos que Isaac fue sacando de la caja y ofreciendo a Sheb. A Irwin le maravilló la sangre que había sobre las zapatillas y la camiseta. Morris e Irwin se fijaron más en el calzador de la taquilla de Coen.
—Pobre imbécil —masculló Brodsky suficientemente cerca del Jefe, y luego se disculpó ante Sheb—. Lo siento, señor Coen. Pero su sobrino era todo un policía. Todos le temían en la calle, en serio. El pimpón: por ahí tuvieron que pillarle. En la calle, era demasiado duro.
—¿Qué pasa? ¿Acaso no sé quién era? —dijo Shebby—. ¿Para qué me traen su ropa sudada?
—Como recuerdo —dijo Brodsky, orgulloso de su vocabulario—. Como memento. ¿Qué le pasa? Debería mostrar más respeto por las cosas de un hombre muerto.
Shebby rebuscó en la cartera. Encontró algunas tarjetas de seguros, fotos de las hijas de su exmujer. Abrió todos los compartimientos.
—¿Dónde está el dinero?
—Eso será más complicado, señor Coen. Lo tiene el oficial de intendencia. No se preocupe, yo se lo traeré. Debían de ser unos cuatro dolares en monedas sueltas. Pero ¿qué más le dan a usted cuatro dólares? Es usted un hombre rico, señor Coen.
Brodsky dio un codazo a su superior en busca de algo de cooperación.
—Isaac, enséñale las pólizas de Manfred.
Isaac había estado mirando el calzador, las zapatillas, la taza mugrienta, las cuchillas de afeitar, el espejito de mano, la cucharilla doblada, los restos de un triste hombre, y se sintió sucio y mezquino por sentir la necesidad de glorificar a Coen y subirlo a un pedestal ante Sheb y sus tres acompañantes. A Sheb no le hacía falta el panegírico de Isaac, de modo que se limitó a leer la póliza que llevaba guardada en el bolsillo en un sobre marrón, y a subrayar las cuotas del seguro, los beneficios por defunción y los fiduciarios y, tras sumar las cantidades, comunicó a los presentes en el dormitorio que Sheb recibiría quince mil dólares en los próximos cinco años. Sam, impresionado, puso los ojos en blanco.
—¿Quince mil?
Morris enmudeció de envidia. Irwin miró los documentos y sus sobres.
—Shebby, vamos a ser los reyes. Se acabó el blanco y negro. Podemos permitirnos un televisor en color.
A Sheb, no le impresionaban las cantidades desorbitadas.
—Los quince mil me dan igual. Limítese a darme los cuatro dólares que me pertenecen.
El Jefe no era capaz de operar frente a tanta intransigencia. Brodsky tuvo que recordarle la medalla que llevaba en el bolsillo.
—Esaú —dijo Brodsky.
Isaac metió la mano en el bolsillo. La medalla tenía un baño de plata, un lazo azul y blanco y, en el anverso, estaban grabados el nombre de Coen y sus años de servicio bajo unas astas de carnero. Isaac prendió la medalla del pijama de Sheb y se pinchó un dedo al hacerlo. Se chupó la sangre del dedo, leyó una nota de las Manos de Esaú en la que se destacaba la valentía de Coen en su muerte y se mencionaba su puesto de honor entre judíos y gentiles; luego estrechó la mano de Shebby, apartando el dedo de la sangre, y salió con Brodsky pegado a los talones.
Sheb llevaba mascado más de medio lazo cuando Sam e Irwin consiguieron arrebatarle la medalla; el enganche se rompió en el forcejeo, y Morris se puso a buscar las piezas. Sheb tenía hilachas blancas y azules entre los dientes. Irwin le soltó un sermón.
—Idiota, esa no es forma de tratar una medalla.
Sheb lloraba sin hacer ruido alguno; solo su garganta se movía. Los otros no sabían qué hacer; apenas si habían aprendido a digerir sus gruesos llantos con Jerónimo. No eran capaces de ver una lágrima en Sheb. Morris pasó las zarpas ante los ojos de Shebby.
—¿Tanto odias a tu sobrino, Sheb?
—Háblanos —dijo Morris—. Venga, Shebby.
—Morris —dijo Sam—, ve a buscarle sus frutos secos. Puede que un orejón le suelte la lengua.
Las hilachas empezaban a rizarse bajo el labio de Sheb. Sam no se atrevía a apartarlas. Le hizo un gesto a Irwin y esperaron hasta que regresó Morris. Le dieron orejones, peras, dátiles y ciruelas, traídas en una bolsa pringosa. Shebby no escupió los orejones. Fue tragando la comida. Se tragó los dátiles y los hilos. Se esforzó por eructar. Morris tuvo que palmearle las costillas para que saliese el eructo. Pero su llanto seguía igual. No consiguieron sacarle otro sonido, de modo que se retiraron a sus respectivas camas. Irwin fue pasando la bolsa. Se comieron toda la fruta que quedaba. La piel del orejón estaba dura. Tuvieron que escupirla cada vez. Sheb miraba la pared.
—Pantalones cortos —dijo.
—Shebby, explícanos qué quieres decir.
—¿Qué detective la palma en pantalones cortos?
—Shebby, estaba jugando a pimpón. Fueron solo las circunstancias. ¿Hubieras estado más tranquilo si tu sobrino se hubiera cargado un buen par de pantalones?
Shebby seguía sin querer lucir la medalla.
—Se llevaron al chico de Albert y lo convirtieron en cisne.
Sam se encogió de hombros. Morris e Irwin se miraron por el rabillo del ojo. ¿Qué podía hacerse con un hombre que despreciaba pólizas de seguros y quería comerse una medalla? Sheb estaba ocupado apartando a varios Coen de su mente. Hasta entonces le había ido bien, podía ir al retrete sin ayuda de nadie, había ido tirando con las visitas de Jerónimo hasta que Isaac le llevó unos pantalones y unas zapatillas en una caja, y tuvo que enfrentarse a todas las incapacidades de los Coen. Ya podían contarle lo que quisieran sobre placas y medallas y ropas ensangrentadas: el chico no tenía por qué haberse metido a policía. Cuando vio por vez primera el uniforme de novato, el macuto del que sobresalía la porra, el color gris del periodo de prueba y a Manfred sonriente bajo la visera de su gorra de policía, Shebby habría tenido que tirarse a la pernera de Manfred, morderle en la pantorrilla y demostrarle la locura que suponía que un Coen llevase esa gorra. Tras graduarse en la academia de policía, Manfred le cedió los pantalones a su tío. Sheb empezó a ponérselos y no tuvo que bajarles el dobladillo. Así, ¿quién era el idiota que llevaba pantalones de policía? ¿Quién era el chico de ojos angelicales? Sheb se pasó treinta años escudriñando huevos a la luz de una vela, huésped en casa de su hermano y acabó su larga estancia con los Coen cuidándose del horno por orden de Albert. Mata a tu hermano para heredar los pantalones de su hijo.
Así funcionaba la lógica de los Coen.
Sheb olió fuego en las paredes. Se dirigió a Sam, que estaba en la cama contigua.
—Sal corriendo. El tejado está ardiendo.
Sam delegó en Morris e Irwin, más jóvenes y de pechos más anchos. Entre todos cubrieron a Sheb con mantas. Aquel era el tercer fuego que olía Sheb en una semana. Sam supuso que estaba intranquilo por la medalla.
—¿Llamo a la enfermera?
—No.
Apilaron más mantas sobre Sheb y le cubrieron hasta las orejas. Si conseguían hacerle sudar dejaría de oler fuegos.
—¿Estás calentito, Sheb?
Le pusieron calcetines en las manos y los pies. Morris pasó un dedo en torno a las orejas de Shebby. No sonrieron hasta que el dedo salió húmedo. Le dejaron cocerse otro minuto antes de regresar a sus camas.
El subinspector Herbert Pimloe contemplaba el ir y venir de los subinspectores jóvenes de sus cubículos al despacho de Isaac. Aquellos «ángeles» preparaban su propio ascenso: no tenían sonrisas para nadie, excepto para Isaac. Él, Pimloe, no podría ser jamás un hombre de Isaac: sus ojos no eran suficientemente azules y se negaba a ponerse ligueros para salir a la calle (y sostenes con relleno). Había perdido diez kilos desde que Isaac resurgió del Bronx para ocupar el sillón de Pimloe. El subinspector no era ingrato: reconocía las verdades elementales, por ejemplo que él había heredado el mismo sillón del propio Isaac. Pero la pérdida de las vistas a Cleveland Place desde la ventana, la usurpación de Brodsky, su chófer, y la indignidad de su nuevo despacho (un cuartito con escasa iluminación) le habían debilitado. La oficina era territorio de Isaac, y si no sabía tragar más le valía irse.
Al subinspector le quedaban algunas opciones. No pensaba solicitar otro chófer al parque móvil de la Oficina del Comisionado, pero siempre podía negociar un empleo con el Fiscal del Distrito, o darse de baja en la policía y hacerse jefe de seguridad en alguno de los centros comerciales Islip. Se resistía a dar ese paso. Odiar a Isaac no implicaba la deslealtad a su oficina. Pimloe trabajaba para el Comisionado Primero. Tendría que capear la redención de Isaac. Y por eso tragaba. Y tragaba. Y tragaba.
Aislado en su cuartucho, la nariz goteante a perpetuidad (ni siquiera la lluvia conseguía entrar por el pozo de ventilación que había tras el muro de Pimloe), salió en busca de Odile. El subinspector sentía debilidad por los trajes con chaleco: probó suerte en The Dwarf con uno de lana escocesa y causó honda impresión en una de las porteras. Sweeney estuvo muy brusca con él por puros celos. Se negaba a aceptar que Odile pudiese tener un amiguito tan refinado. Prefería ver a chulos judíos y quinquis chinos con Odile, hombres a los que podía despreciar sin ambages. Fue difícil superar la tristeza del subinspector. La boca de Sweeney sabía a lana mojada.
—A ver, caraculo —dijo (dirigiéndose a Pimloe)—, la reina está en su casa. Atiende a los enfermos jueves y viernes. Llama flojito a la puerta. Nunca se sabe con quién te puedes encontrar.
El subinspector no siguió las instrucciones de Sweeney; llamó al timbre de Odile en el portal sin camuflar la voz.
—Soy yo, Herbert —cantó por el interfono—. No te asustes. Es visita personal.
Había esperado tener que discutir con Odile, pero zumbó la puerta y él entró en la casa.
Arriba, Odile era presa del pánico, convencida de que Pimloe venía con Isaac y un escuadrón de la Oficina del Comisionado. Zorro estaba con ella, y Odile le urgía a vestirse. Había pasado tres días en el apartamento, llorando a Coen y a Chino, y Dios sabría a cuántos más. Se negaba a hablar. Ella le afeitaba y le bañaba, temerosa de tocarle los genitales y de abandonar la casa. Habían estado viviendo de galletas saladas y de cerveza rancia. Ahora, ella intentó encasquetarle la gorra de marinero y sacarlo por la escalera de incendios antes de que los ángeles de Isaac rodeasen el edificio. Le aupó al alféizar y dirigió sus pies a los escalones de hierro. No podía esconder el afecto en sus empujones: estaba loquita por todos los Guzmann. Se echó a llorar.
—César, ve con cuidado. Isaac aparece en todas partes. Le haré unas galletas a Jerónimo, ya verás.
Le besó en la boca, sintió la fuerza de su labio (¿mascaba acaso, o le devolvía el beso?) y cerró la ventana. No podía tener esperando al subinspector.
A Pimloe le sorprendió la velocidad con que superó la cadenilla de Odile. Apenas había abierto la boca para hablar, listo para justificarse, y ya Odile le tenía en su habitación, la puerta de nuevo atrancada, la mirilla tapada otra vez. Mientras hacía los honores, le palpó los pantalones en busca de una pistola y le miró de arriba abajo en busca de bultos sospechosos, y se alejó de él con aire confundido: el subinspector no llevaba pistola. Aun así. Zorro necesitarla algo de tiempo para bajar la escalera de incendios, de modo que se ofreció a exprimir un par de limones para la bebida de Pimloe.
—Gracias —dijo él—. No quiero un trago.
Por Zorro se habría desnudado sin que él se lo pidiese (llevaba puesto un minúsculo vestido suelto sin bolsillos), le habría arrastrado hasta la cama y habría soportado su cuerpo de policía sobre el suyo, pero las líneas oscuras y enfermizas de su rostro, las mejillas hundidas de Pimloe la intimidaban y le forzaban a quedarse con el vestido puesto. El olor de la lana que vestía ejercía cierto poder sobre Odile. Al menos uno de los dos tendría que desnudarse, o eso le parecía a ella.
—Ponte cómodo, Herbert. Con ese traje te debe picar todo.
Él se mostró obediente y colgó chaleco, chaqueta y pantalones en el armario, luego cerró de golpe las puertas. Ella sonrió: ya le tenía en calzoncillos y así no podía perseguir a Zorro. Él empezaba a salivar.
—¿Qué problema tienes, Herbert?
—Me han estado pateando la cara. Todos me rechazan, como a una col podrida.
—¿Quién, Herbert? ¿Quiénes son ellos? Pensaba que eras alguien en la oficina.
—Lo era. Ha sido Isaac, Isaac y sus lacayos. Me ha dejado con el culo al aire.
Odile no habría sabido explicar por qué el subinspector resultaba atractivo en su tristeza, como si una boca se hiciera más sensual bajo la amenaza del dolor. La policía, los criminales, la policía, los criminales; ella oscilaba entre unos y otros. El subinspector no vio siquiera que sus pezones se endurecían bajo el vestido. A ella le gustó el estilo de sus calzoncillos: rombos azules sobre fondo rojo.
—¿Quieres reposar los pies, Herbert?
Se sentaron sobre el colchón, las rodillas juntas, en posición digna.
—Usé a Coen de cebo, y ellos me han usado a mí —dijo Pimloe—. Mi propio chófer me ha dejado tirado. Ha vuelto junto a Isaac, para poder volverme la cara por los pasillos. A todos les gustaría que me atragantase con mi propia placa.
Odile no le escuchaba.
—Buscaban un jefe eventual, una perita en dulce que le calentase el sillón a Isaac mientras él estaba en lo suyo. Soy aún más gilipollas que Chino.
Odile le acarició las orejas con un dedo y se puso frente a él, rodillas con rodillas.
—Me han dado por culo —dijo Pimloe—. Me han dado pero bien.
Odile le tenía ya bien cogido por el cuello. Mientras acariciaba los huesos de su cráneo, le hizo bajar hasta su vestido. No tuvo que darle instrucciones: Pimloe mordisqueó los bultitos de tela sobre sus pezones. Su pecho empezaba a humedecerse. Odile gimió una vez. Sus codos cedieron. Ya no pensaba en Zorro.