Capítulo 23
Sevilla
EN la vieja Plaza del Pan, detrás de la impresionante iglesia de El Salvador, Navarro paladeaba un capuchino sentado en un velador de la terraza del Bar Europa, viejo café decorado con antiguos azulejos trianeros y una larga barra de madera. La tarde era agradable, aunque no venían mal las amplias sombrillas abiertas para mitigar el sol. El cielo de Sevilla presentaba ese tono azul celeste lleno de luz, tan característico, en algunas paredes encaladas rebotaba la luminosidad, que llegaba a ser cegadora, en la tapia trasera de la iglesia se alineaban antiguas tiendecitas adosadas al muro, un zapatero, una pequeña ferretería, una tienda de sombreros, una joyería, tras ellas, los ladrillos vistos subían hasta una altura considerable, sobre ellos se adivinaba la cúpula del crucero, rematado por rebuscados pináculos barrocos.
Navarro, con las piernas cruzadas y echado hacia atrás, daba pequeños sorbos a su café, tras sus gafas de sol, observaba el ir y venir de la gente, mujeres en su mayoría, que iban de Alcaicería a Puente y Pellón y de ésta a la Cuesta del Rosario, con bolsas de distintas tiendas, solas apresuradas, o en parlanchines dúos y tríos, qué guapas le habían parecido siempre las sevillanas, qué andares, qué cinturas cimbreantes, por la esquina de la estrecha calle Huelva apareció uno de esos monumentos hispalenses, una mujer rotunda, de larga cabellera negra, de ojos grandes, de labios rojos y carnosos, de curvas vertiginosas, elegante, femenina, con un traje de chaqueta estilo Chanel, la miraba acercarse emboscado en las Ray Ban, parecía que venía hacia su mesa, enderezó el cuerpo en la silla y contuvo por un instante el aliento, era Lola, más guapa que nunca, más mujer que nunca. Se levantó y, al aproximar su mejilla para el beso de saludo, cerró los ojos embriagado por el aroma, Elixir de Clinique, aquella querida fragancia, que en Lola parecía oler de una manera especialmente sensual. La invitó a sentarse, ella quería un té helado, se lo pidió al camarero, “qué guapa estás”, “tú también estás muy bien”, “cuánto tiempo”, después de tres o cuatro obviedades protocolarias, Lola fue al asunto, no era persona de andarse por las ramas.
—Bueno Arturo, ¿a qué debo el placer de tu llamada después de tanto tiempo?
—Vamos al grano y ni siquiera me has contado nada de lo que has hecho estos años.
—Déjate de pamplinas Navarro, no te has acordado si estaba viva o muerta y ahora me vienes con tonterías, algo quieres, suéltalo.
—Bien, pues vayamos a ello, podría decirse que es un asunto oficial.
—¿Podría decirse?
—Verás te pondré en antecedentes lo más rápidamente posible.
Arturo relató, sintetizando como pudo, toda la historia de Enrique, los papeles que le había dejado su padre, los hechos de los últimos días y el motivo de su estancia en Sevilla.
—¿Y quieres que yo vea esos papeles?
—Pues sería un favor personal.
—Por los viejos tiempos — Contestó Lola irónica.
—Por los viejos tiempos.
—Eres un cabrón miserable.
—Lola, nunca me dejaste explicarte…
—No Arturo, no volvamos a eso. Has dicho que es un asunto oficial, pues si la Guardia Civil necesita a un experto en esoterismo quizás no hayas acudido a la persona adecuada.
—No es esoterismo Lola. Por favor, échale un vistazo a esos papeles. Hablan de Fernando III, de viejas reliquias, de templos en Toledo, de Monserrat, de Sevilla.
—¿De Sevilla?
—Pues sí, si he comprendido algo de lo que allí pone, Sevilla puede ser uno de los destinos del Santo Grial.
—Pero la Iglesia dice que está en Valencia.
—Razón de más para que lo compruebes.
—¿Dónde están?
Navarro pareció relajarse, sabía que había logrado interesarla, sonrió y dio un sorbo a su ya frío café, hizo una extraña mueca con la cara y dejó la taza en el platillo con cierto desprecio.
—En casa del chico.
—¿Vamos ahora?
—Si no te viene mal. Espera y le aviso.
Navarro telefoneó a Enrique, éste aguardaba en su casa repasando documentos para ponerse un poco al día en los trabajos del bufete, Pancho aún no había regresado de sus pequeñas vacaciones, pensó en preparar café él mismo.
Un rato después sonó el timbre de la puerta, Navarro le presentó a Lola, Enrique le dio la mano, ella esperaba dos besos, se quedaron a medio saludo en una de esas situaciones ridículas que a veces se dan en las presentaciones. Enrique les invitó a pasar a la biblioteca, Lola recorrió con la vista, girando sobre su propio eje, la magnífica habitación llena de anaqueles de madera repletos de libros.
—Buena biblioteca.
—Pues hay algunos libros suyos.
—Es un honor.
—El honor es mío de recibirla en mi casa.
Les invitó a sentarse en la gran mesa de la biblioteca mientras se excusaba para ir a buscar el café.
—Si no te importa yo tomaría una Coca Cola — Le dijo Navarro haciendo que se parase.
—No es mala idea, yo me tomaría otra.
—Por supuesto, tres coca colas.
Para nada el café, tampoco estaría muy bueno. Se esmeró en la presentación, bandeja, vasos altos, hielo, cuando regresó a la biblioteca encontró a la profesora Gallardo metida de lleno en el estudio de los documentos, depositó la bandeja sobre la mesa y tomó asiento junto a ellos, Lola ladeo la cabeza hacia él, pero a su pregunta fue Navarro quien contestó.
—Estos son copias.
—Efectivamente, los originales están a buen recaudo en Madrid.
—¿Y todo esto es lo que contenía la famosa cartera desaparecida de Himmler?
—Eso es.
—Pues vaya chasco.
Los dos hombres se miraron perplejos y luego volvieron sus miradas hacia ella interrogantes.
—Son especulaciones, viejas historias sabidas sobre leyendas de viejas reliquias, aunque tengo que reconocer que introducen una posible novedad.
Los dos estaban en ascuas.
—Pero tendré que leerlos más a fondo para cerciorarme.
—Puedes pasar la noche aquí — Se apresuró Navarro a invitarla a la que no era su casa.
—No querido, muchas gracias, pero mañana tengo claustro a primera hora, luego clase y por la tarde una conferencia en el Ateneo, así que me temo que hasta pasado mañana no voy a poder dedicarle tiempo a esto. Aunque si queréis me los llevo a mi casa y los voy leyendo.
—¡No! Casi gritaron los dos a la vez.
—Verás, ya te hemos contado todo lo que ha pasado y…
—¿Crees que un grupo de nazis va a ir a mi casa a secuestrarme?
—Bueno, es muy posible que nos tengan vigilados, quieren esos documentos.
—Pues a buena hora me lo dices.
—Tenemos hombres vigilando, pero quizás sea mejor que las copias no salgan de aquí.
—Muy bien, pues pasado mañana me tomo el día libre y estoy aquí a las nueve de la mañana ¿de acuerdo?
—Perfecto.
Lola se despidió de Enrique y de Navarro, ambos la acompañaron hasta el portal de la calle, Enrique se despidió y, discretamente, entró en la casa, Navarro parecía no querer dejar que se marchara, al menos sola, ella se paró en mitad de la acera y se volvió hacia él con gesto resuelto.
—¿Dónde vas?
—A acompañarte a tu casa.
—¿Pero va en serio lo del peligro o es que me quieres tirar los tejos?
—No te lo tomes a broma Lola, ya sabes que han muerto personas.
—Pues vaya favor me has hecho después de no verte en diez años.
—Lo siento, pero creo que eras la más indicada.
—Sabes que eso no es cierto.
—Además quería volver a verte.
—¿Después de quince años?
—Sí.
—Navarro, anda, vete a la mierda.
La vio cruzar la calle, decidida y sin volverse, dobló la esquina y se perdió de vista, igual que aquel día, hacía mucho tiempo, pero le parecía ahora que fue ayer, le volvió la espalda, altanera y soberbia, igual que ahora, la vio andar alejándose de él, esperó que se volviera pero no se volvió, quiso llamarla pero no lo hizo, y salió de su vida cuando cruzó la puerta de aquel café, aquella tarde fría y nublada de Febrero, porque también hay invierno en Sevilla y mañanas de frío y soledad, de brumas húmedas, cielos plomizos y vientos desapacibles del norte.
Todo fue muy diferente la primera vez que la vio, él iba de uniforme, teniente condecorado por sus servicios distinguidos, ella llevaba un vestido malva con escote palabra de honor, destacaba entre toda la gente congregada en la recepción de Capitanía General el día de San Fernando, el gran salón de ladrillos rojos, columnas blancas, cerámicas y azulejos sevillanos, parecían el marco ideal para aquella preciosa joven, su pelo azabache, recogido detrás de la nuca, permitía apreciar su largo cuello como el de una madonna de un retrato de pintura manierista. Arturo Navarro observaba a aquella dama desde una discreta distancia, con sus guantes blancos en la mano izquierda y una copa de coktail en la derecha, la miraba por encima de los hombros de dos militares, también de gala, que charlaban con él, no les escuchaba, les preguntó por ella.
—Cómo, ¿no conoces a la hija del General Gallardo? Pero si es la sensación del año. Está casada con Alvarito Moncada, uno de esos pijos de familia rancia sevillana, un vago que vive del dinero de la familia, ya sabes, el típico señorito de cortijo, mira, allí lo tienes.
Navarro se fijó en un tipo alto, bien parecido, de impecable etiqueta, sintió cierta envidia, aunque no sabía bien por qué, si por la facha de guapo millonario, por tener cada noche a su lado a aquella mujer en la cama, o por todo un poco.
—Es un gran jinete, ha ganado varios grandes premios. Pero la cabeza de la pareja es ella, no te dejes engañar por la envoltura, es la doctora y profesora titular más joven de la Facultad de Historia de la Universidad de Sevilla, una joven promesa de la investigación y alumna predilecta del profesor Guerrero, el gran catedrático. El tipo y ella se conocen de Pineda, ya sabes, la deslumbró con su pico de oro, sus caballos y su pose de señorito aristócrata.
—¿La conoces personalmente?
—Qué más quisiera, pero si quieres que te la presenten habla con la señora del coronel Parrado.
Aquello no le hacía mucha gracia a Navarro, Sofía, la mujer del coronel, su superior y jefe directo, era una cuarentona de buen ver que, en un par de recepciones le había tirado los tejos, él había entrado en el coqueteo, porque la hembra lo merecía, le parecía una provocación pedirle que le presentara a otra mujer, además, cuanto menos se relacionara con ella mejor, al fin y al cabo, era la mujer de su jefe. Mira por donde, en aquel momento Sofía se integró en el pequeño circulo donde estaba Lola, sería una descortesía no acercarse a saludarla.
—Buenas tardes.
—Mira lo que trajo el gato, pero si es el teniente Navarro — Se notaba que Sofía había trasegado ya la suficiente cantidad de coktail de champán, los ojos le brillaban, se cogió del brazo de Navarro y le presentó a las personas que formaban el pequeño círculo, dos viejas cacatúas esposas de coroneles, un viejo carcamal lleno de medallas y Lola, que se ruborizó ante la desinhibida actitud de Sofía — ¿No conocen al teniente Arturo Navarro? De lo mejorcito que tenemos ahora mismo en el Cuerpo — Su entonación de cuerpo no pasó desapercibida. Las dos damas saludaron a Arturo y se excusaron, el único que no se enteraba de nada era el anciano militar, un venerable marino de barba blanca bien recortada y arrugas fraguadas en los puentes de mando, lucía un impoluto uniforme blanco de gala lleno de condecoraciones, fue el que tomó la palabra tendiendo su mano al joven teniente.
—He oído hablar de usted muchacho, permítame estrecharle la mano y felicitarle por su magnífico trabajo en las duras provincias vascongadas.
—Muchas gracias almirante, sólo cumplo con mi deber.
—Claro que sí, claro que sí — Al hombre parecía írsele el santo al cielo, una venerable dama de generosa pechuga vino a recogerlo.
—Vamos Vicente, seguro que estás aburriendo a estos jóvenes con tus batallitas.
La señora, con la cara congestionada de canapés y ponche, se lo llevó hacia otro lado, Navarro, Sofía y Lola se quedaron solos en el grupo, la joven miraba por encima del borde de su copa a Arturo con recato y curiosidad.
—¿Verdad que es guapo Lola?, siempre he dicho que la virilidad que da el uniforme de la Guardia Civil es la que mejor sienta a un oficial.
—Arturo Navarro, encantado de conocerle — Hizo un pequeño gesto de agachar la cabeza al tener las manos ocupadas.
—Lola Gallardo, encantada.
—Dios mío, cuanta formalidad. Por cierto Lola, ¿y tú marido? Otro hombre guapo, mi teniente. Ah, allá le veo — Sofía agitó las manos como saludando, pero era obvio que Álvaro ni se percató — No me ha visto, luego le saludaré.
La llegada de otros invitados al grupo dispersó la conversación en variados y banales temas, el tiempo, el torneo de polo del Club, criticar al gobierno.
Desde aquel día Arturo se interesó por la vida de Lola, descubrió su pasión por su trabajo, que no tenía hijos aún y que su marido se dedicaba a los caballos y a otras mujeres, cuando no se enfrascaba en largas partidas de póker donde se apostaba bastante fuerte, a ellas asistían asiduamente algún famoso torero y un compañero de Arturo, el teniente Maíz, que le mantenía informado de las proezas amatorias lejos del hogar de Alvarito, de las que él mismo hacia gala en esas noches de cartas y Chivas con hielo. Intentó coincidir con ella en otras recepciones, aunque nunca había sido muy amigo de aquellos eventos sociales, pero se había enamorado. Una tarde de otoño la vio entrar en una galería de arte, la observó unos minutos a través de uno de los escaparates del establecimiento, luego se atrevió a entrar, estaba encantadora, con unos vaqueros y un sencillo jersey azul, tomaron café juntos, el primero de muchos otros, que se convirtieron un día en una cena, y una noche fría y luminosa de Diciembre en un beso en su coche. El idilio duró todo el invierno, y la primavera, y el verano, y, cuando se dieron cuenta, llevaban un año de citas furtivas y disimulos. Lola ya sabía de las correrías de su marido, la joven veinteañera inocente deslumbrada por el apuesto aristócrata había madurado, su matrimonio no iba a ninguna parte y, ahora, estaba enamorada de Arturo. Le había pedido muchas veces que se marchara con él, que su marido era un sinvergüenza que no la quería, y entonces llegó aquel frío y lluvioso mes de Febrero del escándalo. El coronel Parrado había cogido in fraganti a su señora poniéndole los cuernos, algo que todos sabían menos él, naturalmente, los devaneos de la coronela, como era conocida, colmaron el vaso de la paciencia de Parrado cuando supo que se acostaba con uno de sus oficiales. El coronel no quiso que aquello trascendiera y, al teniente en cuestión, se le ordenó un discreto destino en Canarias. Arturo intentó explicárselo a Lola, aquella mujer le perseguía, un día, es cierto, pasado de copas, se acostó con ella, pero no hubo más, se arrepintió al instante, estaba loco de celos de pensar que ella dormía cada noche con su marido, que aquel cabrón la tenía en su cama mientras él miraba al techo de su pequeño apartamento recordándola, se levantaba, fumaba un pitillo, se bebía un whisky, se desesperaba de celos y amor. Un día cayó, pero la coronela, despechada, sabiendo que para él no significaba nada, que se había acostado con ella pero que estaba enamorado de otra, se vengó de Arturo contándole a su marido que eran amantes. Lola no atendió a razones, estaba harta de engaños, estaba harta de los hombres, no le dejó explicarse, no le escuchaba, sólo escuchaba los latidos de su corazón acelerado lleno de pena y rencor, le dejó con la palabra en la boca y se fue, no atendió sus reiteradas llamadas de teléfono al día siguiente. Él voló a Canarias, a perderse en el calor y el alcohol, ella aguantó unas semanas antes de divorciarse, Navarro nunca lo supo.
Arturo Navarro permaneció unos minutos en el portal de la casa de Enrique, como si ella fuera a volver la esquina, sacó un cigarrillo y lo encendió, fue cuando vio aquella oscura figura al otro lado de la plaza, un hombre alto y vestido de oscuro, su fino olfato de sabueso le dijo que aquel tipo estaba vigilando la casa, no se lo pensó dos veces, iba a cruzar y dirigirse hacia él, entonces escuchó la voz de Enrique.
—¿Qué haces? ¿No entras?
—Estaba despidiéndome de Lola.
—Ya. Oye me ha llamado mi madre, voy a cenar a su casa, ven conmigo.
—No, muchas gracias, si no te importa preferiría quedarme, estoy cansado, discúlpame, en otra ocasión tal vez.
—Como quieras, estás en tu casa.
—Te lo agradezco.
Cuando volvió a mirar hacia la trasera de la iglesia de San Vicente el tipo ya no estaba.
—¿Pasa algo?
—No, no, nada — Mintió.
Un Mercedes giró frente al Museo de Bellas Artes, la plaza olía a jazmines y damas de noche, el verano se anticipaba en los aromas del aire de la noche sevillana, el coche, lento y silencioso, salió por la Puerta Real hacia el río buscando el Paseo Colón.
La mañana del viernes siguiente, a las nueve en punto de la mañana, sonó la campanilla de la puerta de la calle Miguel Cid, abrió Pancho que había regresado apresuradamente de sus cortas vacaciones cuando se enteró por Enrique de su precipitada vuelta y del robo en la casa. Hizo pasar a Lola que, puntual como siempre, acudía a la prevista cita para estudiar a fondo los papeles del maletín, Enrique la recibió en la biblioteca, le ofreció un desayuno, pero ella sólo aceptó un buen tazón de café con leche, le dijo que cualquier cosa que necesitara se lo comunicara, él estaría en el despacho poniéndose al día de su trabajo, así la dejaría a ella sumergirse en el estudio de los documentos. No dio señales de vida hasta bien pasado el mediodía, a Enrique le extrañó que no le hubiese preguntado por Navarro, a eso de la una de la tarde se presentó en la biblioteca con una bandeja que llevaba un platito de jamón y una botella muy fría de fino Tío Pepe.
—He pensado que quizás te vendría bien reponer fuerzas.
—Muy amable, un refrigerio difícil de rechazar, pero me iría mejor una Coca light.
—Claro, cómo no.
Enrique llamó a Pancho y unos minutos después éste se presentó con el refresco.
—¿Cómo va tu investigación?
—Esto es más interesante de lo que yo pensaba, esos alemanes hicieron un buen trabajo.
—¿Y eso?
—Te hago un pequeño resumen. Creo que la pista de Monserrat, que ellos dan como una de las dos probables, es la menos posible, todo apunta a la línea castellana.
—Si te explicas un poco.
—Claro. Según esta historia, en el viejo condado de Castilla, donde se fraguó el mayor impulso de la Reconquista, los reyes poseyeron varias reliquias traídas de Oriente, según las leyendas, reliquias relacionadas con Jesús de Nazaret, por tanto sagradas y con cierto poder. Todo fragua en torno a la época del reinado de Fernando III, rey que como sabes perfectamente fue canonizado después como San Fernando, tras conseguir unificar sus reinos, inicia un gran avance hacia el Sur, junto al arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, sus conquistas serán imparables, Córdoba, Sevilla y, hacia el Mediterráneo, consiguió el protectorado sobre el reino taifa de Murcia, cerrando el paso a Jaime I en la expansión de Aragón por Levante y amenazando al reino nazarí de Granada. Y aquí está el quid de la cuestión: según estos papeles en Toledo se guardaban dos Santas Reliquias, la Copa de la Última Cena y un trozo de la Santa Cruz donde Jesús murió.
—Muy interesante — la interrumpió Enrique — pero sigue por favor.
—La reliquia de la Cruz sería la que actualmente se venera en el Santuario de la Vera Cruz de Caravaca y la Copa viajaría hasta Sevilla, pero aquí se le pierde la pista. Se menciona un sepulcro que hay en la capilla de Belén del convento de Santa Fe de Toledo, cuyo ábside mudéjar construyeron los caballeros calatravos, en el que tradicionalmente se ha creído que estaría enterrado un hijo del rey santo y de su primera esposa, Beatriz de Suabia, Fernando de Castilla y Suabia, muerto durante el sitio de Sevilla en 1248, en dicho sepulcro hay una inscripción que da la clave para seguir la pista de la Copa.
—¿Y qué dice esa inscripción?
—Pues supongo que habrá que ir a Toledo a verla.
—Ya, Toledo, estaba en mis planes seguir esas pistas.
—Y ¿cuándo tenías previsto ir allí?
—En principio era una escala en mi viaje de vuelta de Burgos, pero a la vista de cómo se ha desarrollado todo desde que estuve en Burgos, decidí que lo mejor era aplazar ese viaje.
—Si no hay más inconvenientes — Dijo Lola un tanto irónica refiriéndose a ese posible peligro de los alemanes — Me gustaría acompañarte, esto me está intrigando.
—Claro, encantado, pero… supongo que todo esto habrá que hablarlo con Navarro.
—¿Y dónde se ha metido hoy?
—Pues… — Enrique no quiso decirle que había preferido no estar cuando ella llegara — Creo que tenía unos asuntos de trabajo… y… — El balbuceo de Enrique le delataba.
—Eres un buen chico, se ve que no sabes mentir.
Enrique se ruborizó, más por vergüenza que por timidez, en su interior le molestó que aquella mujer tan atractiva le tomase por un pardillo. Lola siguió adivinando.
—Parece que Arturito no ha querido estar aquí hoy para verme, bien, mejor así, hemos avanzado bastante en el trabajo.
—Pero no he mentido, al parecer ha recibido la noticia de que Roberto Borman tomó un AVE para Sevilla el mismo día de nuestro regreso, está investigando el asunto.
—¿No te ha contado nada… de nosotros?
—No, nada, ¿a qué se refiere?
—¿No te ha hablado de nuestra antigua amistad?
—No sólo me dijo que tenía una buena amiga en Sevilla que podría ayudarnos, cuando la mencionó, enseguida supe quien era y me alegré bastante de poder contar con su asesoramiento.
—Una buena amiga… claro, cómo no — Lola cambió el tono — ¿Y esa chica del norte?
—¿Alicia? Hablé anoche con ella por teléfono, está bien, la verdad es que hemos quedado en encontrarnos en Toledo, pero ella no puede ir hasta la primera quincena de Julio, hasta entonces no puede coger vacaciones.
—Bien, no queda tanto y para entonces yo ya estaré también de vacaciones.
—Espero que mientras tanto Navarro haga su trabajo y si es cierto que hay una secta, organización o lo que quiera que sea, detrás de todo esto, sean detenidos para entonces.
—Navarro es bueno en lo suyo, quizás lo resuelva.
—No te veo muy convencida.
—Con él nunca se sabe.
Navarro estaba en el despacho que le habían habilitado en la Comandancia de la Guardia Civil de Sevilla desde primera hora de la mañana, dos agentes le informaban de los resultados negativos sobre el análisis de huellas en la casa de Miguel Cid y del seguimiento de Roberto Borman, llegado a Sevilla días atrás, desde entonces se había entrevistado con un abogado llamado Medina, aunque tenía casa en la ciudad, se había hospedado en el hotel Alfonso XIII, allí había recibido la visita de un ciudadano español de ascendencia alemana llamado Erik Von Strasser, hijo de un general alemán, ya fallecido, tanto a su padre como a él se les vincula con el grupo de Borman en Madrid, esta misma mañana ambos han salido en coche hacia Cádiz por la autopista, un Mercedes 500 S negro, con un conductor y los dos sospechosos detrás, están siendo seguidos por una patrulla camuflada, al parecer han tomado la salida de la autopista hacia Puerto Real y Chiclana.
—Van a Zahara de los Atunes. Avisen al puesto de allí que estén alerta. Borman sigue teniendo casa en la zona, supongo que debe ser el último de los alemanes que no ha vendido su casa. Preparen un coche, nos vamos a la playa.