Capítulo 12
Sevilla, 2003
ENRIQUE se levantó tarde, iba a resolver unos pocos asuntos pendientes y traspasar algunos casos urgentes al bufete con el que colaboraba. Pancho le preparó un buen desayuno de pan tostado con aceite y jamón, le pidió, mientras se levantaba, que se lo sirviera en la misma cocina, se dio una larga ducha, se puso unos vaqueros, una camisa celeste de tela Oxford y un jersey azul marino, se calzó sus Reebok blancas con calcetines blancos deportivos, se sentó en la mesa de la cocina, una amplia y antigua mesa de madera maciza pintada de blanco, a juego con las sillas blancas de asientos de enea, en el centro de la espaciosa cocina, también de muebles de madera toda blanca, con los viejos fuegos de hierro fundido, como el horno, le encantaba esa cocina, donde tantos tazones de Cola Cao había compartido con su hermana, con la vieja tata que ya no vivía, la buena de Leo, una sonrosada y oronda pueblerina, que había estado en la casa desde siempre, aunque ella nunca había dejado de sentirse de Alanís, el pueblecito de la Sierra Norte de Sevilla donde había nacido y donde regresaba de vez en cuando a visitar a su familia. Tomó sin prisas su desayuno, hojeando el ABC que le había traído Pancho. Después pasó al despacho, realizó algunas llamadas profesionales y llamó a su primo, el perito agrónomo, ingeniero técnico agrícola les llamaban ahora, éste no le pidió más explicaciones y le dijo que contara con el Range Rover, sin problemas, para los días que fueran precisos, él se apañaría con el Toyota. Quedaron al día siguiente para tomar una cerveza y recoger el coche.
Buscó en Google datos sobre su apellido, Montero de Espinosa, volvió a ver las viejas historias sobre el origen del apellido, la historia de la condesa traidora, sobre la creación del cuerpo de los Monteros Reales, y sobre el pueblo de Espinosa de los Monteros, entró en una web que describía la localidad burgalesa, hablaba de los Monteros, de su museo, de las casas blasonadas, de la historia del pueblo, de la cercana y pequeña estación de esquí de Lunada, en los montes fronterizos con Cantabria. Apuntó en su bloc de notas los teléfonos del Centro de Iniciativas Turísticas de Espinosa de los Monteros, varios números de móvil con un nombre al lado, miró el reloj, las once y media ya, marcó el número que estaba al lado del nombre de Alicia, le gustaba ese nombre desde siempre y por eso llamó a ése y no a cualquiera de los otros dos, Manolo y Cecilia, ésta, al parecer llevaba el nombre de la patrona de la villa. Escuchó el tono de llamada un par de veces, después una dulce voz, alegre y jovial, de marcado acento castellano sonó en el auricular.
—¿Sí?, Dígame.
—Buenos días, verá, le llamo desde Sevilla, estoy investigando antecedentes familiares y me gustaría saber si podrían orientarme al respecto.
—¿Su familia es originaria de Espinosa?
—Bueno, creo que antepasados míos provienen de allí, yo me apellido Montero de Espinosa y de mi abuelo hacia atrás todos pertenecieron a la guardia real.
—¿Se refiere al antiguo cuerpo de los Montero de Espinosa?
—Si, efectivamente.
—¡Vaya!, pues hay varias publicaciones sobre ellos, algunos estudios locales, incluso tenemos un museo de los Monteros, pero… lamentablemente en 1808, en la Guerra de la Independencia, hubo una terrible batalla en el pueblo y se quemaron los archivos anteriores a esa fecha.
—La verdad es que me gustaría visitar el pueblo, tengo unos días de vacaciones y…
La chica no le dejó terminar la frase.
—Es una idea estupenda, el pueblo es precioso, y tenemos alrededor unos parajes muy bonitos. Además contamos con varios alojamientos con mucho encanto, tanto hoteles como casas rurales, y ahora, en primavera, es una época ideal para venir.
—Voy a hacer el viaje en coche, sin prisas, no sé cuando llegaré exactamente.
—No tendrá problema, si fuese invierno, por la estación de esquí, o verano, tendría que reservar, pero en Abril no debe de preocuparse.
—Estupendo — Dudó un momento — ¿Podría preguntar por usted cuando llegue?
—Claro — Su interlocutora no perdía en ningún momento su amable y alegre tono — Cualquiera de mis compañeros y yo misma le atenderemos encantados cuando venga a visitarnos.
—Muchas gracias, Alicia, es su nombre, ¿verdad?
—Si — Nueva sonrisa — Alicia García
—Encantado Alicia, yo soy Enrique…
—Enrique Montero de Espinosa — Le volvió a interrumpir la joven.
—Eso es, muchas gracias de nuevo.
—Hasta pronto Enrique.
—Hasta pronto — Respondió con una tímida sonrisa.
Enrique no era precisamente un experto en relacionarse con el sexo opuesto, ya hemos hablado de su compromiso juvenil con la castidad, lo cual, ya en el siglo XXI le encuadraba en una extraña minoría de mortales que, a su edad, conservaban aún una virginal inocencia. Naturalmente había tonteado con chicas, algún furtivo beso, unas manitas inocentes, pero todo había acabado siempre en compungidos actos de contrición ante el confesionario, su pugna con su propia naturaleza le había costado muchos momentos de angustia, sobre todo teniendo en cuenta que no era de natural mojigato, no era precisamente un hombre de mundo, pero ni siquiera en los meses que pasó en Inglaterra estudiando, cedió a la tentación de consumar lo que el llamaba el acto.
Los días siguientes fueron de preparación del viaje, se hizo de algunas guías y mapas y trazó su recorrido a través de la página virtual de Michelín, preparó su equipaje y pasó a despedirse de su hermana y de su madre, que no dejó de considerar una pequeña extravagancia tan repentino viaje. Repasó todos los pormenores e hizo una puesta a punto del coche de su primo. Mientras los sevillanos se preparaban para disfrutar de su Feria de Abril, él salió una mañana por la carretera Nacional I, dirección Madrid.
Cuando enfiló el Rang Rover hacia el norte no tenía muy claro, en definitiva, a qué iba, en realidad, todo fue una escusa para distanciarse un poco de los últimos acontecimientos y en definitiva, quizás acababa de emprender un viaje iniciático hacia su propia madurez. Iba a buscar las viejas historias familiares, a intentar recomponer el rompecabezas que le había dejado su padre en aquellos viejos papeles, pero probablemente, iba a la búsqueda de sí mismo, de un nuevo yo, creía llegada la hora de hacerse un hombre, maduro, independiente, con claros objetivos en la vida. No sabía que iba a encontrar, pero sí tenía claro que, al regresar, no sería el mismo, ya no era el mismo de hecho, la propia decisión de emprender este viaje no era propia del antiguo Enrique, uno nuevo, más transgresor e independiente, era el que tomó la decisión del viaje, cogiendo por sorpresa a sus colegas abogados, a su madre y a su hermana, ni siquiera lo había comentado con su confesor, el padre Serafín, a quien durante años había contado sus más íntimos pensamientos, sus pecados, sus tentaciones.
Se sentía liberado, bajó la ventanilla para sentir el aire fresco de la carretera, pisó a fondo y los caballos del potente todoterreno rugieron de placer, desperezándose y empujando la gran máquina camino adelante, el sol templado de Abril, que nacía por el noreste le daba en la mitad de la cara, alargó su brazo y buscó unas Ray Ban en la guantera, abrió la funda y se las puso, todo se tiñó de un verde suave, al ir a cerrar la guantera vio de reojo un paquete mediado de Winston, sería de su primo, miró a la carretera tras cerrar el pequeño compartimento, lo pensó unos segundos y volvió a abrirlo, cogió la cajetilla de papel y sacó un arrugado cigarrillo, lo alisó sin perder de vista el negro asfalto y se lo puso en la boca, pulsó el encendedor del coche, que saltó, incandescente, a los pocos segundos, encendió el cigarrillo de una profunda calada que casi le provoca tos, el camino del cambio se inició con esa pequeña trasgresión, en realidad no le gustaba fumar, pero aquel cigarro le supo a libertad.
Buscó una cadena musical en la radio del coche, pasó de radio clásica, quería algo más movido, para empezar el viaje con marcha, se sentía pletórico y quería un ambiente animado, en los cuarenta sonaba Robbie Williams, no, siguió buscando, radio 80, Dexy’s Midnight Runners, cantaban Come On Eileen, magnífica, marchosa, le ponía las pilas, se balanceaba a compás de la música sin soltar el volante, se sentía seguro, alto, dominando la situación, en aquel coche, y después, sonó Everybody wants to rule the World de los Tears for fears, le encantaba, ideal para viajar, era una canción que pedía ser escuchada rodando libre por la carretera, aunque le gustaría en ese momento haber llevado un descapotable, un viejo MG como el que recordaba del vídeo de la canción, con sus ruedas de radios, con su volante de madera, con los sillones de cuero, pintado de verde botella, con un reluciente radiador cromado donde destacaría el logo rojo de la marca, pero, bueno, era feliz en su poderoso todoterreno, devorando kilómetros al compás de aquella vieja música de su adolescencia que no había pasado de moda. Los viejos fantasmas parecían haber quedado atrás arrastrados por el aire limpio y veloz de la carretera, ¿corría de ellos o hacía ellos?, aún no lo sabía, ni importaba, estaba disfrutando, quizás por primera vez, de una verdadera independencia, cantó en inglés a todo pulmón junto a Curt Smith y Roland Orzabal, no miró por el retrovisor, cuando tras adelantar a un camión cisterna se colocó detrás suya un Mercedes ML 400 cdi negro, que le seguía desde que salió de Sevilla.
Fue sólo un instante, el todo terreno germano dejó pasar a un par de vehículos que se interpusieron entre los dos potentes coches, no hubiera hecho falta, al menos durante un buen puñado de kilómetros, el Rover devoraba la carretera mientras su conductor disfrutaba del camino, de la música y de los cigarrillos rubios americanos de contrabando que, al final, habían abandonado definitivamente la guantera para ocupar la bandeja entre los dos asientos, la música inundaba el amplio habitáculo, Enrique, arropado por el cómodo sillón de cuero marfil, se sentía en esos momentos el rey del mundo.
Paso de largo por Despeñaperros, ya no era aquella carretera por la que pasó hace años, de las curvas difíciles y peligrosas. Velocidad, doble carril, adelante, disfrutaba del volante. Al pasar Manzanares empezó a sentir hambre, y cierto aburrimiento, las amplías llanadas de La Mancha volvían la carretera monótona, aburrida, pero quería llegar a un restaurante de carretera que siempre le había gustado, había comido allí con su madre, también en algún otro viaje que hizo a Madrid por carretera, estaba pasado Puerto Lapice, era como una vieja venta de las que salían en el Quijote, encendió otro Winston y pisó el acelerador, también aquello era una trasgresión, pasar de ciento veinte a la hora. En pocos minutos dejó atrás el cruce de Puerto Lapice y, a partir de ahí estuvo atento, casi enseguida divisó a la derecha de la carretera la masa del caserío de El Aprisco, en el llano campo marrón destacaban las edificaciones pintadas de cal, blanca y añil, impolutos muros, siempre parecían recién pintados, y el techo en punta de cañizo que cubría un edificio redondo donde se encontraba el gran horno de leña que ocupaba el centro de la amplía sala, con un enorme tiro metálico que subía hasta el centro del techo, en uno de los laterales, curiosamente, estaba grabada una cruz de Calatrava.
Dejó el coche bajo los sombrajos del patio de entrada y saludó con la mirada a las estatua de Don Quijote y Sancho que recibían a los visitantes, se dirigió al edificio principal, de sólo una planta, con un jardín trasero donde alquilaban habitaciones y que incluso tenía una pequeña piscina, a través de unas amplias cristaleras se veía uno de los comedores, el más grande, en cuyo centro un gran pilar de madera sujetaba una techumbre de vigas del mismo material, se acomodó en una de las mesas del salón de la barra, cerca de la chimenea, y esperó sin prisas al camarero, era un poco temprano para el almuerzo y por ello en el local no había mucha gente, aunque se iría llenando poco a poco, tenía hambre y pidió las inevitables migas y un pisto manchego con huevos fritos y chorizo, para facilitar el transito de tan contundentes viandas decidió pedir una botella de Finca Antigua Tempranillo, vino manchego, aunque no de la zona, sino de la provincia de Cuenca, sería una comida un poco pesada y el tinto remataría la faena, no tenía prisa, después de dar buena cuenta de las migas y el pisto, para acabar la botella pidió un plato de queso frito, definitivamente tendría que echarse una pequeña siesta. El sol calentaba un rincón del jardín donde un par de sillones de lona miraban a la desierta piscina, en uno de ellos se acomodó con un periódico en las manos, no pasó de la primera página, sus ojos se cerraron.
En el aparcamiento, mientras Enrique se daba el festín manchego, dos hombres bajaron del Mercedes negro, mientras uno vigilaba el otro se agachó debajo del Range Rover, en un abrir y cerrar de ojos colocó un pequeño dispositivo en los bajos del vehículo, se incorporó sacudiéndose la tierra de las ropas y haciendo un gesto afirmativo a su silencioso compañero, ambos montaron en el coche y emprendieron camino hacia el norte, ahora no haría falta que siguieran tan de cerca al vehículo de Enrique, conectaron su GPS y una lucecita parpadeante les indicaría en todo momento la situación de su objetivo, ellos optaron por entrar, unos kilómetros más adelante, en la más funcional barra de una cafetería de gasolinera, unas coca colas y un par de sándwiches bastarían para mantener en forma sus dos robustos corpachones. Antes, vía teléfono móvil, dieron las novedades a su jefe, Roberto Borman, en su oficina de Madrid, quería saber donde se dirigía el hijo del camarada de armas español de su padre, después de charlar unos minutos con lacónica eficacia militar con sus esbirros, llamó a Sevilla para que otro equipo realizara, en ausencia de su dueño, una concienzuda labor de registro de la casa de la calle Miguel Cid.
El sueño en la hamaca fue reparador para Enrique, se encontraba absolutamente relajado, tras asearse un poco en los baños del restaurante, pidió un café en la barra para despejarse del todo y encarar una nueva etapa de su viaje, pretendía dormir en Madrid, aunque no había avisado a ninguno de los familiares ni conocidos que vivían en la capital, esta vez quería hacer las cosas a su manera, estar solo y meditar sobre los últimos acontecimientos y sobre su futuro, ni siquiera había reservado habitación en hotel alguno, llegaría a la hora que fuese e intentaría quedarse a dormir en el NH Abascal, un confortable hotel, funcional y moderno, pero con cierto encanto señorial.