Capítulo 10

SOÑÓ con entierros antiguos, con hombres de uniforme llevando, a paso lento y entre brumas de incienso, un regio ataúd, soñó pilares enormes y, sobre ellos, arcos apuntados que subían al cielo, piedras grises y ventanales que filtraban luces de colores, rayos de sol tamizados, soñó caballos negros con altos penachos que bufaban en la niebla desprendiendo un vaho espeso de sus hocicos, soñó hombres aguerridos, vestidos con camisa azul, correajes, fusiles, fríos de amaneceres y miedos, descargas de fusilería, botas por el barro helado, pasos firmes chapoteando en el lodo, cadáveres, manos yertas en campos yermos, soñó con un hombre alto y elegante, de mirada fría, de sonrisa helada, un hombre que le tendía la mano pero que le daba miedo, soñó un viejo avión gris plomo, con un piloto que le decía adiós desde la cabina, con un gorro de piel y unas grandes gafas tras cuyos cristales tenía su misma cara, pero con un bigotito negro y estrecho sobre su sonriente boca.

Se despertó con el cuerpo cortado, con un frío nocturno y solitario, la habitación olía a polvo y libros y a fuego de leña, cogió una manta de cuadros que había sobre el respaldo del sofá y se envolvió en ella, y pensó en su familia, en sus antepasados monárquicos, en un padre que renunció a su destino junto al rey prófugo para buscar un nuevo sendero, para seguir la estela de quien murió joven en la vorágine de una guerra entre hermanos, y pensó en él mismo, en su camino en la vida, y se planteó que ya nada sería igual, que habría que tomar decisiones, Dios no podía estar disgustado con él, le había entregado su juventud, pero ahora, le llamaba la sangre, quería seguir averiguando cosas, encontrar explicaciones, saber las viejas historias, para poder decidir su propio sendero, ahora la vida le llamaba.

Pero él no se creía un elegido, su vanidad personal no llegaba a tanto, bien es verdad que desde el día que asistió a la opera Parsifal, un cúmulo de curiosas coincidencias, así lo pensaba, podían ser interpretadas por una mente más frívola que la suya como una especie de acumulación de señales, si es cierto que sintió algo muy especial contemplando aquella obra, que no pudo evitar sentir cierta identificación con el protagonista, un ser joven, puro, inexperto y, ciertamente, ignorante, que convirtió su vida en una búsqueda, ¿acaso no lo había sido la suya hasta ahora?, ¿no lo iba a ser aún más después de las revelaciones que había encontrado en aquella vieja caja fuerte? Pero no por las delirantes historias de unos chiflados ocultistas nazis, sino por las palabras, que manuscritas en vieja tinta de estilográfica, le había legado su padre.

Ahora tendría que abandonar su hogar antiguo, dejar a los suyos, su madre, su hermana, y seguir su camino, haciendo las preguntas pertinentes en el sitio preciso y en los momentos adecuados, para descubrir el camino, y todo debía de empezar por completar el puzzle del pasado, saber por qué su presente era el que era, para averiguar por dónde debía caminar a su destino. Y el primer paso estaba delante de él, tomó un folleto turístico de Espinosa de los Monteros, allí, en aquel rincón de Burgos, empezaba su historia y allí se encaminaría para empezar su búsqueda.

¿Estaría Pancho ya en la cama?, seguramente no, le habría avisado, estaría en su pequeña sala de la zona de servicio, tras la cocina, una recoleta habitación con dormitorio y cuarto de baño propio, dando cabezadas en su sillón, entreabriendo los ojos, mientras en la tele unos gritones, presuntamente famosos, se despellejaban unos a otros, a Pancho le encantaban los programas de cotilleo, sobre todo los “reality shows” donde protagonistas anónimos aireaban sin empacho ninguno sus miserias vitales. Enrique tiró de la campanilla, luego, aprovechando que se había levantado por fin del mullido sofá, buscó un gran atlas en la sección de Geografía de la biblioteca, cogió uno de sus favoritos, un atlas de gran formato de los años sesenta, donde, de pequeño, había recorrido con su dedo índice los caminos de los cinco continentes y las rutas de los siete mares, imaginándose un lancero bengalí en la India, un cowboy en el Oeste americano, un explorador en África, un pirata en las Antillas caribeñas. Pasó las hojas recordando sus aventuras infantiles, hasta que llegó al mapa físico-político de España, así rezaba en la cabecera de la página, volteó el libro, pues el mapa estaba en sentido horizontal y, recorrió la probable ruta desde Sevilla hasta Espinosa de los Monteros, pues, aprovechando la ocasión, quería tomarse unos días de vacaciones, le pediría el todo terreno a su primo Ernesto, un perito agrícola que vivía en el campo y tenía un Toyota Land Cruiser para el trabajo y un Rang Rover para las “ocasiones”, quería hacer el viaje en el Rover, viajando sin prisas, quizás por carreteras secundarias una vez que pasara Madrid, hasta llegar a su destino. Cada vez que iba a realizar un viaje le gustaba tenerlo todo perfectamente planificado, hacía su lista de la ropa y de los enseres que debía llevar.

Pancho se asomó a la puerta de la biblioteca.

—¿Deseaba algo?

—Si Pancho, ¿me podrías preparar un Cola Cao bien caliente? — dijo el pequeño Peter Pan que llevaba dentro.

—Claro señor, ahora mismo — Se volvió como recordando algo — Su madre ha dejado unas magdalenas ¿le traigo una?

—Sí, sí, tráeme una — Dijo sin dudar. Las buenas magdalenas caseras de mamá.

Volvió a dejar el atlas en su estantería y recorrió los anaqueles buscando inconscientemente un libro, allí estaba, un curioso ejemplar de título bastante largo: Discurso de las Postrimerías de D. Miguel Mañara, en su fantástica pasión y muerte. Con la historia que Valdés Leal contara al visitante de la Ciudad de los Locos. Seguido de la Danza de las Antorchas, original obra del escritor sevillano José Luís Ortiz de Lanzagorta, uno de los llamados, en los años setenta del siglo XX y junto a Alfonso Grosso, “narraluces”, protagonistas en su época de un pequeño “boom” literario, al estilo de lo que supuso el de los Vargas Llosa o García Márquez en Hispanoamérica, pero sin la repercusión de estos. El texto en cuestión, de 1979, original locura, barroca ironía, recreación sobre Mañara, hijo de mercader italiano de los que se aposentaron en Sevilla en aquellos años de oros y decadencia, caballero calatravo y alma mater de lo que sería el Hospital de la Caridad y del discurso gráfico que, sobre la Caridad, la Muerte y la Salvación, ejecutaron grandes artistas sevillanos en la iglesia del recinto, anejo al hospital, bajo la advocación del señor San Jorge, caballero de armadura y lanza, vencedor del dragón. Sobre ella cobrará vida, en portentosas imágenes de oleos y maderas policromadas, su discurso de la Verdad.

Mañara, una vez nombrado Hermano Mayor de la Santa Caridad, da nueva vida a la, hasta entonces, humilde congregación dedicada a dar sepultura a los ahogados en el río y a los ajusticiados. Don Miguel, licenciado de su pasada vida de excesos, dedica sus ímpetus a la ayuda de enfermos y pobres de solemnidad, para los que terminó el hospital, aprovechando las antiguas naves de las atarazanas construidas en tiempos del rey Alfonso X El Sabio. En el sencillo templo, de una sola nave con bóveda de cañón y una pequeña cúpula ante el presbiterio, se articula, a través de sus obras de arte, el mensaje que Mañara quería transmitir a los que allí llegaran, que solo a través de la practica de la caridad el cristiano lograría la salvación de su alma. Y para ello tuvo muy claro a quien elegir, Valdés Leal para la meditación sobre la muerte, su llegada inesperada y como, ante ella, todos quedamos igualados, y solo serán nuestras buenas obras las que inclinen la balanza, frente a nuestros pecados, a favor de la vida eterna; tiara papal, corona de rey, espada de militar, libros de sabios, no son nada en la tumba,

todos seremos cadáveres comidos por los gusanos. Por el contrario, en las demás pinturas, el más amable Murillo, nos ilustra sobre las obras de misericordia que nos harán ganar la salvación, la última obra de misericordia, la de enterrar a los muertos, preside el discurso desde el altar mayor, conjunto del escultor Pedro Roldán que nos presenta el entierro de Cristo, grupo con la Virgen y las tres Marías, San Juan y un ángel y, cogiendo el mismo cuerpo de Cristo para depositarlo en la sepultura, Nicodemo y San José de Arimatea, besando los pies de Jesús, él mismo que se contó que recogió la Sangre Divina en el Cáliz de la Cena y lo llevó a Roma, los círculos se cierran.

La magdalena mojada en el Cola Cao, no era Proust, era un presente aún, un paraíso no perdido todavía, una gota cayó en la página 69, donde dice:

“Comer e gastar

e dormir e folgar

que todo se vuelve engañar

a la Parca por llegar.

Abrid, abrid vuestros ojos,

con trabajos, con antojos,

con sonrisas, con enojos,

todos seremos despojos.

Abrid, abrid vuestros ojos.

 

Mentir e tratar

e robar e estuprar

que todo se vuelve olvidar

a la Parca por llegar.

 

Falso mundo, mundo falso

desde la cuna al cadalso”.