Capítulo 24

EL MERCEDES negro abandonó la autopista de Sevilla a Cádiz para seguir hacia el Este, junto a la carretera se veía la Bahía, al fondo las altas grúas de los astilleros, la isla de San Fernando, cerca de la misma carretera, con la bajamar, las salinas y algunas piscifactorías, el aire traía ya la salinidad del Atlántico, una brisa que mezclaba sensaciones de algas y pescado, el olor a mar abría las fosas nasales y evocaba travesías antiguas, las aguas calmas de la bahía, de un verde brillante por el sol, estaban salpicadas por puntitos de variada policromía, barcas de pescadores pintadas de vivos colores, azules, rojas, verdes, con nombres de mujer pintados en la proa, que se balanceaban al son de la marea como caderas femeninas.

Roberto Borman, con su ventanilla trasera medio bajada, miraba absorto la línea del horizonte y a su mente acudían viejas escenas de batallas navales, barcos de velas desplegadas en perfecta formación de ataque, abriendo sus escotillas por donde asomaban las fauces de negros cañones de bronce, dentro de poco pasarían por Barbate, dejando a la derecha el cabo de Trafalgar, testigo mudo de la gran batalla que frente a sus costas libraron españoles y franceses contra los británicos, por su mente pasó un viejo anhelo heredado de su padre, haber visto a tropas alemanas desfilando por el centro de Londres, Trafalgar Square. Hitler se equivocó, su decisión y arrojo se paró en el Canal, y luego abrir el frente ruso, qué tremendo error, qué arrogancia, nunca pudo ver a esos perros ingleses humillados en su propia patria.

Strasser iba sentado a su lado, por el camino le había hablado de una reunión en la costa, Madrid no era en aquel momento un buen sitio, sus últimas acciones habían puesto en peligro la seguridad de la Orden y la Junta quería hablar con él, darle una solución al tema de los papeles de Himmler, el asunto se había ido de las manos, había muerto un agente, la policía española tendría los documentos y sospecharía de ellos, tantos años de anonimato estaban ahora en peligro. Pero, en el fondo, Borman sabía que la solución era hacerle desaparecer, querrían enviarle a Sudamérica, si no algo peor, no obstante tenía que enfrentarse a ellos, convencerles de que tenía la situación bajo control, no obstante, instintivamente, se palpó el costado izquierdo de su chaqueta, notó el bulto de su vieja PPK, una pistola corta y cómoda, la que había empleado el mismísimo Führer para suicidarse, no era esa su intención, pero si se sentía acorralado sabía que la última bala sería para él. Un beep, beep, le sacó de sus elucubraciones, Strasser, rígido y mirando al frente, le miró al bolsillo de la chaqueta de soslayo, Borman sacó su Nokia y la pantalla se iluminó avisándole de la recepción de un mensaje: “La costa está despejada”, lacónico, corto y preciso, una leve sonrisa se dibujó en su cara, Strasser salió de su letargo.

—¿Buenas noticias?

—Magníficas, disfrutaremos de un tiempo inmejorable todo el fin de semana.

Strasser volvió su vista a la carretera, pensó en que Borman no era tan listo, se había dejado convencer fácilmente para ir a aquella ratonera de la playa, no saldría vivo de allí.

El coche dejó atrás el pequeño pueblo de Zahara, sus casas blancas deslumbraban con la luz del mediodía, poca gente por las calles, al pasar los alemanes a la altura del puesto de la Guardia Civil, una llamada le llegó a Navarro a su móvil, aún estaba en la provincia de Sevilla, pero dio instrucciones precisas para que se montara una discreta vigilancia sobre los sospechosos. El Mercedes se adentró por los estrechos caminos bordeados de magníficas casas que miraban a la romántica cala, a Borman le recorrió un estremecimiento por la espalda cuando pasó por la curva donde se despeñó el coche de su padre, recordó al joven judío enterrado en el sótano de la casa, quizás pronto sus solitarios huesos tendrían compañía.

El gran portalón de Villa Zafira se abrió automáticamente, era una de las novedades de la casa, que, no obstante, había cambiado poco desde que en ella vivían los Borman, el pesado vehículo hizo crujir la gravilla del camino de entrada y se detuvo en uno de los laterales, frente a la puerta del garaje, nadie salió a recibirles, lo que extrañó un poco a Strasser que, con una mirada, advirtió al conductor que estuviera atento, llamaron a la puerta de la cocina, un joven alto y corpulento, vestido de negro, abrió, no era uno de los hombres de Strasser, que quedó parado por la sorpresa, entonces Borman le metió la pistola en el costado al conductor, mientras el que había abierto encañonaba a Strasser, que levantó instintivamente las manos, Borman sonrió satisfecho a la vez que ordenaba a ambos que pasaran, inmediatamente se unieron a ellos otros tres jóvenes de negro, uno de ellos registró al conductor y a Strasser, desarmando al primero.

—¿Qué significa esto Borman? — Strasser estaba visiblemente nervioso.

—Explícamelo tú, Erik ¿Dónde están todos?

—Llegarán esta tarde.

Borman cambió su irónica sonrisa de triunfo por una verdadera mueca de ira, le gritó.

—¿Crees que soy idiota? No va a venir nadie, me teníais preparado un bonito comité de recepción, pero no os ha salido la jugada.

Strasser se rindió a la evidencia, se sentó sin que la pistola del hombre de negro dejara de apuntarle, ni siquiera preguntó por los dos hombres que había enviado para que se le unieran a su llegada, sabía que estarían ya bajo tierra, Borman se les había adelantado enviando a cuatro sicarios que le habían limpiado el terreno y que les esperaban, sin duda fue uno de ellos el que envió el mensaje al móvil de Borman minutos antes: “la costa está despejada”. Ahora le tuteó.

—Roberto vas a empeorar las cosas, podemos arreglarlo, la Orden…

La agresividad del tono de Borman iba en aumento.

—¿La Orden? Ese inútil vejestorio en silla de ruedas y esos carcamales que le rodean se van a enterar de quien es Roberto Borman.

—No seas loco, tus desatinos han puesto en peligro a toda la organización, la policía se nos echará encima, podemos facilitarte un refugio en Sudamérica.

—¿Sudamérica? ¿Dónde nos queda ya ningún refugio?, perdimos España, perdimos Chile, perdimos Argentina, ¿qué nos queda ya?, sólo nos puede salvar encontrar la fuente de poder.

—Tú y tus locuras, ¿acaso crees en serio en esas paparruchas del Grial?

—¡Eres un traidor!

—No Roberto, sé sensato, lo que nos ha mantenido unidos han sido nuestra discreción, nuestros fructíferos negocios, nuestra hermandad, todos añoramos una Europa nueva y nacional socialista, pero buscar quimeras esotéricas no nos llevará a ello.

—Traicionas la memoria de nuestro Führer, de nuestros camaradas muertos…

—No, no, Hitler se pegó un tiro en el bunker hace casi sesenta años, las cosas ahora son de otra manera, por supuesto que tenemos nuestra memoria y nuestros ideales, pero la lucha en estos momentos no es con armas en las manos.

—Sin embargo, Erik, pensabais liquidarme.

—Te equivocas Roberto, quería traerte aquí para que te encontraras cómodo, para que pudiéramos charlar tranquilamente y hacerte entrar en razón.

Roberto se enfundó la Walter en su pistolera y sacó un cigarrillo, uno de sus hombres, sin dejar de encañonar a Strasser y al chofer, le dio fuego, tras una profunda calada Borman se acercó al gran ventanal del salón desde el que se divisaba la playa, perdió su mirada en el horizonte como queriendo descubrir un barco a lo lejos. Sin volver la mirada dio una orden.

—Bajadlos al sótano.

Todos se perdían por la puerta que conducía a la cocina, Borman llamó a uno de sus hombres.

—¡Willhem! — El hombre se acercó a su jefe, que le susurró — Quitadles la ropa antes.

Fuera, a cierta distancia, una patrulla camuflada esperaba instrucciones desde el coche de Navarro. La voz del capitán sonó por la emisora.

—¿Alguna novedad cabo?

—Ninguna mi teniente, los tres sospechosos siguen en la casa, sin novedad aparente.

—Bien, no hagan nada, pero no descuiden la vigilancia, esos tipos pueden ser peligrosos. Estamos a una media hora de camino.

—Mi capitán, hay movimiento. Los tres hombres que llegaron en el Mercedes salen de la casa y se suben al coche, parece que se marchan.

—Síganles discretamente y manténganme informado.

El Mercedes pasó lentamente por delante del coche de los guardias civiles, las lunas tintadas no permitieron a estos ver a los ocupantes, pero habían visto subirse al coche a los mismos que, esa misma mañana, habían llegado a la casa, o al menos, a tres hombres vestidos con las mismas ropas.

En la casa reinaba el silencio, Willhem sirvió a Borman un Jägermeister con naranja que éste paladeo sentado en un sillón frente al gran ventanal. Mientras, el Mercedes alejaba a la patrulla de la Guardia Civil de la casa.

Navarro pensaba que los tres hombres del Mercedes habían hecho un viaje demasiado largo para estar tan poco tiempo en la villa, de pronto sintió que estaban siendo objeto de una hábil jugarreta, pidió al conductor que acelerara.

Borman acabó su copa y se dirigió junto con Willhem al garaje, éste abrió el portalón del mismo y subió a un Audi A 3 que allí se encontraba, previamente se habían despojado de sus chaquetas quedándose en mangas de camisa que remangaron antes de subir y partir a toda prisa, al llegar a Zahara, en vez de seguir hacia la autopista giraron en dirección a Tarifa, habían esquivado a los agentes. Cuando Navarro y sus hombres llegaron en Villa Zafira no quedaba absolutamente nadie, al menos, nadie con vida. Los hombres de Navarro entraron en la casa, registraron por todas partes, aparentemente allí no había nadie, ni siquiera parecía que lo hubiese habido recientemente, no descubrieron la puerta camuflada de la siniestra habitación del sótano, el capitán encendió un pitillo y lanzó una maldición ante la atónita mirada de sus agentes.

Los ocupantes del Audi siguieron camino hacia Algeciras, continuando su ruta hasta Málaga, Willhem dejó a Borman en el aeropuerto, donde tomaría un avión de regreso a Madrid. En la sala de espera volvió a sonar el beep, beep, de su móvil: “En Sevilla sin novedad, ni rastro de los verdes”. Sonrió satisfecho, sus hombres habían dado esquinazo a la Guardia Civil.

Mientras tanto, en su piso de Madrid, el casi centenario Christian Bauer esperaba noticias de Strasser, mala señal que aún no se supiera nada, sus manos delataban un leve temblor sobre los brazos de su silla de ruedas, había querido al joven Borman como a un hijo desde la trágica muerte de su padre, su viejo camarada de armas, pero las circunstancias le habían hecho tomar drásticas medidas, su secretario le informó de que el teléfono de Strasser no respondía, el viejo marino empezó a sospechar que algo no iba bien. Horas después, ya avanzada la noche sonó el timbre de la puerta, en pocos segundos el fiel secretario de Bauer entró en el salón con las manos en alto, tras él caminaba Borman con su Walter PPK en la mano, esta vez llevaba puesto el silenciador, apenas se escuchó el disparo, el corpulento cuerpo del secretario hizo un ruido sordo al desplomarse sobre la mullida alfombra, el viejo ni le miró, tenía los ojos clavados en Borman.

—Roberto, todo ha sido por la causa.

Borman no le contestó, apretó el gatillo, la cabeza del viejo cayó hacia atrás y sus manos se descolgaron junto a las ruedas de su silla, un hilo de sangre caía de la herida que tenía entre los ojos recorriéndole la frente y precipitándose espesamente a la alfombra. En unos minutos un eficaz equipo de limpieza no dejaría rastro de lo allí sucedido.

Al día siguiente, en el reservado del restaurante Hoffman, los hermanos de la Orden Negra, rigurosamente vestidos de oscuro, se pusieron respetuosamente en pie y, brazo en alto, saludaron a su indiscutible jefe, Roberto Borman.