El cartero

Leoclino fue elegido como cartero. No es que tuviera algo para merecer el puesto que el resto no, simplemente se pidió un voluntario y ahí estaba la mano de Leoclino alzada entre las cabezas de los habitantes de Belfondo, esperando la aprobación del amo. Y no tardó en llegar, porque fue el único. El interés que tenía Leoclino por la faena tenía que ver más con un descarte: simplemente no quería trabajar ni en la fábrica ni en el campo. Después, cuando definitivamente fue cartero, pensó que no estaba tan mal. Y, con los días, pensó que no solamente eso sino que estaba bien, estaba muy bien, estaba fenomenal. Iba por las casas, tocaba la puerta y entregaba la carta. Sencillo. Al principio no eran más que informes del amo: el día doce habrá una representación teatral, el día veinte habrá una reunión, el día uno recibirá el sueldo, el día veinticinco es navidad y sólo se trabajará hasta el mediodía. Cosas así. Pero pronto la gente empezó a pensar que, si el amo podía mandar recados, ellos también. Tenían esa absurda manía de compararse con el amo, sabiendo que estaban, no se sabía de qué pirámide, un escalón por debajo. Y, en algunos casos, más de uno. Pero con unas cuantas semanas de lección del maestro, todos sabían escribir, como mínimo, su nombre y un pequeño resumen de lo que era su vida: quiénes eran sus padres, dónde vivían, con quién. Esas cosas. Y todos querían hacer uso de sus conocimientos recién adquiridos. Orgullosos.

Oye, Leo, ¿podrías hacerme el favor de acercarte a casa de Társila y darle este sobrecito?, anda, majo, muchas gracias.

Porque todo el mundo se dirigía a Leoclino por su nombre o por su diminutivo.

Leoclino, hijo, ¿me cobras algo si te doy esto para mi hermana?

Y la carta sólo decía: ya sé escribir y casi leer de seguidilla, ¿tú?

No, señora, claro que no, me paga el amo por los servicios, pero ¿quién diablos es su hermana?

Diablos, dice, ojito con esa lengua que te va a arder, muchacho.

Fue Benáclito el primero en dudar de la profesionalidad de Leoclino. A decir verdad, fue el primero y el último, porque con nadie contrastó su opinión. Y todo por no reconocer que había escrito una carta, por no reconocer que quería mandarla, por no reconocer que quería hacérsela llegar a la mujer del maestro. Y cuando entregó la carta a Leoclino, se encendió una llama en sus ojos. En parte de nervios, en parte de desconfianza. Porque aquéllas no eran unas letras cualquiera: se trataba de confesiones. Casi tenía decidido presentarse directamente ante la mujer del maestro y dársela, pero no fue capaz finalmente. Y un día que Leoclino pasaba por ahí silbando, le pidió el favor. Pero la llama en sus ojos no sólo podía notarla Benáclito, también Leoclino la vio. Toda la desconfianza que se podía tener en él, ardió en aquel mismo momento, con aquella llama de Benáclito, de sus ojos pequeños como dos cortes en un cartón.

Leoclino habría entregado aquella carta como lo había hecho con el resto, pero cualquiera hubiera sentido curiosidad por aquel sobre. Y más tratándose del destinatario que se trataba.

¿Qué diablos, porque Leoclino usaba mucho la expresión qué diablos, podría decirle Benáclito a la mujer del maestro?

Y, como no tenía ni idea, se la llevó a casa y por la noche, con una vela, puso la carta a contraluz para poder leerla. O por lo menos intentarlo. Estuvo durante horas descifrando aquella madeja de palabras: las líneas se cruzaban unas con otras, estaban del revés unas, del derecho otras. Y Leoclino no era capaz de entender más que el principio, que quedaba por encima, o por debajo, según se pusiera el sobre, del resto de la carta.

Decía: querida Otile. Y Otile era, efectivamente, el nombre de la esposa del maestro.

Una mujer sencilla, siempre alegre, con las mejillas sonrosadas aunque no pasara vergüenza ni calor, peinada siempre de la misma manera, con un moño, con las manos regordetas y los tobillos hinchados: y, sin embargo, atractiva. No había dos como Otile.

Mientras Leoclino pensaba todo esto y sostenía la carta al trasluz de la vela, una llama alcanzó la esquina donde Benáclito había escrito, aunque Leoclino no fuera capaz de descifrar: a las nueve en el campanario, esta noche. El sobre, con las hojas dentro, porque había más de una, ardió como los mismísimos ojos del autor. Leoclino hizo aspavientos con ella, avivando el fuego, y después la tiró al suelo y la pisó.

No quedó nada. Nada aprovechable por lo menos. Y un ataque de pánico lo agarró por dentro, por las tripas. En ese mismo momento, las nueve de la noche, Benáclito estaba en el campanario, solo, esperando a Otile, retumbándole las campanadas por todo el cuerpo. Con las manos en los bolsillos, sudadas, contaba: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y nueve. Por si se había equivocado de hora. Pero no, eran las nueve. Y, después de un rato, se preguntó si había citado a Otile a otra hora y se había confundido. Por suerte había hecho dos copias de la carta porque en la primera la letra no le salió demasiado bien. La sacó, la leyó:

A las nueve en el campanario, esta noche.

No se había equivocado. Inmediatamente empezó a justificarse ante sí mismo, por lo estúpido que se sentía: pensaba que le miraba, pensaba que la atracción era mutua. Pensaba, pensaba, pensaba. A quién diablos se le podía ocurrir pensar en nada. ¡En nada!

Y, mientras, Leoclino pensaba en qué podría decirle Benáclito en la carta a Otile, porque estaba dispuesto a escribir él mismo una. Se sentó en la mesa, cogió un papel, cogió una pluma, tosió un poco, se arremangó los puños de la camisa y escribió:

Querida Otile.

Y, seguidamente y de corrillo, garabateó una carta de amor. Cuando la acabó y le dio un repaso, decidió volver a escribirla en otra hoja, pero con mejor letra. Al llegar a la firma de la ya definitiva, con todo lo orgulloso que se sentía de su declaración a Otile, puso:

Tu admirador.

Tu admirador en vez de poner Benáclito, como suponía que aparecería en la original. Porque aquello no era ninguna mentira: Leoclino admiraba a la mujer del maestro. Y por completo se le olvidó que aquella carta debía sustituir a la de Benáclito. Claro que, aunque no lo supiera, ambas se parecían. También se parecía mucho lo que la señora Otile suscitaba, por igual, a hombres y mujeres. Al mismo tiempo, Leoclino y Benáclito estaban en la cama releyendo ya casi de memoria sus declaraciones, cada cual la suya, se entiende: uno lloraba y deseaba marchar de Belfondo para siempre, olvidar, sanar, andar hacia adelante, otro mundo, otros ojos, otros pañuelos; y otro sonreía sintiendo que Belfondo era el lugar más maravilloso.

Al día siguiente Leoclino se acercó a la casa del maestro y preguntó por Otile. Apareció y llevaba un pañuelo azul en la cabeza, azul, cómo se diría, un azul como el del cielo cuando está a punto de echarse a llover, un azul que podría decirse gris, pero se sabe azul. Así era el pañuelo de Otile y Leoclino no dejaba de mirarlo como si fuera la primera vez. Y en el fondo, así sucedía: era la primera vez que lo veía desde que se había confesado a sí mismo lo que sentía por la esposa del maestro. Esa mezcla de ternura y embeleso. Cuando le tendió el sobre, algo tembloroso, ella estuvo a punto de decirle que no sabía leer. Si no lo hubiera pensado dos veces, lo habría hecho. Pero se sintió absurda y, como había visto al resto de gente al recibir una carta, la abrió inmediatamente. Leoclino se puso a temblar y le pidió que por favor la leyera en la intimidad, que el hombre que se la había dado para ella así lo había pedido. Enseguida, como era de suponer, Otile preguntó quién era el que le había escrito. Entonces Leoclino salió corriendo y casi se cae bajando las cuatro escaleras, uno, dos, cuatro, que hay al salir de la casa. Exactamente como el miedo que atrapó a Leoclino por las tripas cuando la carta se quemó. Exactamente como el ruido de las campanadas en el interior de Benáclito. Así se sentía Otile con aquel sobre entre las manos, escondida en el baño, sentada en el váter, sin quitarse las calzas porque lo que quería era llorar y no usarlo. Algo la estaba quemando por dentro y la estaba devorando.

No sabía leer.

Se levantaba, se miraba en el espejo, no sé leer, volvía a sentarse en el inodoro, apoyaba los codos en sus rodillas, acercaba los ojos a las letras, como si así pudieran decirle qué significan.

Soy consciente de que es una osadía dirigirme a usted en estos términos, querida Otile, pero creo que voy a volverme loco si no le confieso todo lo que siento por usted, toda la admiración que, por las noches, me devora sin ningún tipo de piedad, porque es piedad lo que necesito cuando de usted se llena mi corazón.

Y Otile en el cuartito de baño, tan grande, con tantos detalles inútiles, queriendo saber leer, deseando, también, saber escribir.

Otile empezando a llorar, preguntándose en qué momento había ella aceptado aquella condición de analfabeta, intentando buscar el principio de toda esa situación, de toda esa vida suya diminuta y perdida.

¿Se puede saber dónde está la señora Otile?

Porque el maestro la estaba buscando y no la encontraba por ninguna parte. Lo que no sabía el maestro era que su esposa estaba perdida incluso para ella misma.

Todas las veces que Otile había espiado al profesor dar clase, tantas veces como se había preguntado por qué no podía ella también aprender, como el resto, no pedía un imposible, un imposible era pedir ser feliz o ser inmortal, pero no aquello.

Créame, señora Otile, que cuando la miro un remolino de aire frío, congelado, me sube por dentro y no puedo frenarme.

Una casa tan grande para un corazón tan pequeño como el del maestro, eso era lo que ocurría, que sobraba espacio por todas partes, pero dónde se había metido Otile que no la encontraba. Y no es que quisiera decirle nada, no la buscaba en serio, como se busca a alguien que se necesita, simplemente pensaba que sabía el lugar en el que iba a encontrarla y, al no ser así, sentía una necesidad imperiosa de saber dónde estaba.

Y quisiera.

Quisiera frenarlo.

Quisiera encontrarla.

Quisiera saber leer.

Quisiera desaparecer.

Quisiera querer.

Quisiera.

Y Otile, mientras, en el retrete, sintiendo un calor entre las piernas, olvidándose de que no se había bajado las calzas, olvidándose de que la tapadera estaba bajada, olvidándose de cuál era el motivo de su pena. Meándose encima. Mojándose entera.