El maestro
Arcadio está inquieto y da vueltas en círculo por el estudio. No es muy grande, la habitación, así que, cuando las da muy rápido, se marea un poco y tiene que parar y contar hasta diez. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez. Está tan nervioso como aquella vez que vino el amo y le dijo que tenía que enseñar, a leer y escribir y a hacer cuentas, a todos los habitantes de Belfondo.
¿A todos?, preguntó Arcadio temiéndose la respuesta.
A todos, contestó el amo con indiferencia.
Cuando marchó de su casa, que era de las mejores de la aldea, Arcadio se puso a mirar por la ventana y a hablar por debajo de la nariz. Su mujer salió por la puerta tras el amo, para no dar un segundo portazo y pasar desapercibida. Cuando su marido hablaba con el amo, siempre se quedaba un par de horas silencioso y pensativo. Y encontró en aquella visita inesperada la oportunidad que venía días esperando. Arcadio se fue al estudio y empezó a dar vueltas, como ahora. Aunque, ahora que lo piensa, está casi más inquieto que aquella vez del amo. Pensó, entonces, que se estaba volviendo loco, el dueño de todo, si pensaba que iba a poder enseñarles a todos esos campesinos a leer y escribir y a hacer cuentas. Pero el amo decía y decidía cualquier cosa. La aldea era suya. Él mismo era más suyo que de su padre que en paz descansara. Ellos habían llegado allí porque no tenían otro lugar donde caer muertos. Ni vivos. El resto del mundo parecía haber enloquecido. Y allí, en aquel pueblo del amo, parecía que las cosas iban más lentas. No mejor, pero sí más lentas. O que se dirigían hacia otra parte. El amo un día cogió las tierras que tenía en Belfondo y construyó el pueblo.
Es un tipo listo, el amo.
Después les dio trabajo. Y después ellos obedecieron en todo. Así funcionaba la pequeña aldea. Y después siempre fue todo igual. Y afuera, en el resto de mundo, las cosas siempre con tanta prisa. Y tan inexplicables, porque los cambios tan grandes que había no se entendían nunca. Por eso mismo estaban todos ahí metidos, como enjaulados pero sin rejas pero enjaulados. Y Arcadio aceptó, qué otra cosa podía hacer, qué otra cosa podía hacer, frase que se repitió a sí mismo y a su mujer sin descanso, qué otra cosa puedo hacer. No podía hacer otra cosa, ciertamente. La mujer nunca contestaba y pensaba que, si no podía hacer otra cosa, mejor que dejara de lastimarse de esa forma. De cualquier forma, pero sobre todo de esa forma. Cambió los muebles de la casa y consiguió tener un espacio bastante grande para poder colocar algunos pupitres.
A las clases que había formado para enseñarles acudían familias enteras. Ése fue el primer error: dentro de una familia hay una jerarquía, dentro de una clase también: el profesor y los alumnos. Pero si dentro de los alumnos hay otra, las cuentas no salen. Un día un hijo aprendió antes a sumar que su padre y éste le dio una bofetada. El niño era el preferido de Arcadio porque cazaba todo como si fueran mariposas, alguna vez había pensado en enseñarle no sólo a lo que el amo quería, enseñarle todo lo que pudiera para ser el siguiente profesor, y salió en su defensa, como maestro, siempre como maestro.
¿O como qué?
El padre lo miró desafiante y le dio otra bofetada a él. La esposa de Arcadio estaba espiando, como siempre que daba clases, a través de la puerta. El señor Arcadio, que así se hizo llamar desde el primer día a pesar de las quejas, tuvo que estar sin dar la lección dos días. Cuando volvió, aquel hombre lo esperaba para seguir con sus clases, sentado cabizbajo en el pupitre. Se acercó a él y le dijo: váyase de aquí. Pero sin dureza y esperando una segunda bofetada, acaso más fuerte todavía, con más desprecio y rencor. Él dijo que más quisiera no estar, pero que el amo le había obligado a seguir aprendiendo. A nadie se le puede obligar a aprender, se decía el maestro, aunque sabiendo que eso el amo no lo entendería, o lo entendería pero le daría lo mismo. En cuanto acabó con aquella tanda de alumnos, Arcadio se acercó a la casa del amo para quejarse. No quería enseñarle nada a ese hombre. A ése, al que le pegó. El saber, para él, es un tesoro, un regalo. Y, enseñar, un poco también. Era una especie de relevo hacia… hacia el saber. Y no quería darle eso al hombre que había pegado a su hijo y, después, a él mismo. Pero el amo no hizo caso, como ya se esperaba de él. El amo quería que todos los de Belfondo supieran leer y escribir y hacer cuentas. Muchos del pueblo decían que aquello que hacía el amo era por puro egoísmo. Belfondo era de él. Y los que estaban en Belfondo, en parte, también. Por eso no quería que nadie fuera analfabeto, que fue una palabra que pasó de boca en boca durante toda una semana. Dice el amo que no va a haber ni un sólo analfabeto en Belfondo, que le ha pagado un montón de dinero al maestro para que nos enseñe a todos.
¿Y analfabeto qué quiere decir?
Los más sabios contestaban que ser analfabeto significa no saber qué quiere decir analfabeto. Ser analfabeto significa no saber que uno lo es. Así que, cuando llegaban los analfabetos a la clase del maestro Arcadio, lo primero que preguntaban era qué significada ser analfabeto. Cuando el maestro recitaba ya de memoria su definición, todos se enfadaban y dejaban de atender. Arcadio no perdía la calma. Y siempre contestaba a todas sus preguntas, aunque en realidad no quisieran saber la respuesta. Algunos de Belfondo pensaban que era por egoísmo del amo, que no quería tener nada bajo su mando que no fuera de su agrado, que no estuviera por encima de ese mundo loco que había fuera de su territorio, porque si había un mundo loco, era el de la frontera para allí, y si había un mundo donde se podía más o menos vivir, ése era Belfondo. Así fue madurando la idea en el interior de todos: si hay un sitio es éste, si hay un sitio, ah, es éste y ninguno otro. Y lo hicieron rumor de adentro, para siempre. Otros pensaban que aquello que hacía el amo por ellos era admirable, era hermoso. Confiaban en la bondad del amo, en su desinterés. El resto del pueblo simplemente no se preguntaba por qué lo hacía el amo. Acudían a sus clases, aprendían lo que significaba analfabeto, se esforzaban por dejar de serlo, leían, escribían, sumaban, restaban. Ésos eran los más felices.
El maestro no estaba en ninguno de esos tres grupos. El maestro se preguntaba únicamente una y otra vez por qué tenía que ser él quien enseñara a todo el pueblo. Era verdad que la cantidad de dinero que le daban por enseñar era generosa, pero no le importaba el dinero del amo.
¿Era cierto que no le importaba el dinero del amo?
Tampoco le importaba si lo hacía por sí mismo o por los demás. Sólo maldecía ser el intermediario de las dos partes, el mediador entre la sabiduría del amo, porque el amo no era ni mucho menos tonto, y la incultura del pueblo. Por qué tenía que regalarles a los desagradecidos la clave de todas las cosas. Porque el saber es la clave de todas las cosas, decía una y otra vez el maestro a todo aquel que le preguntara por qué debían aprender a leer y escribir y a hacer cuentas. Una vez pasadas las primeras semanas de dudas y enfados, el maestro se tranquilizó y se tomó la enseñanza como un trabajo más. El cocinero cocinaba, el trabajador de la fábrica se levantaba a las seis y se colocaba en su puesto, el campesino trabajaba la tierra, el amo mandaba. Y él enseñaba. No había más.
Pero otra vez había vuelto a él el nerviosismo y otra vez estaba dando vueltas al estudio preguntándose por qué él. Su mujer, que nunca se había molestado en cultivarse nada, de repente también quería aprender a leer y escribir y a hacer cuentas. Aunque lo de hacer cuentas le daba un poco más de igual, pero sobre todo quería saber leer y escribir. El maestro nunca se había preguntado por qué su mujer no tenía ningún interés en dejar de ser analfabeta. Ni siquiera la había visto espiar sus clases. A él, en el fondo, en lo más fondo de su ser, en ese sitio donde todos escondemos nuestras más bajas bajezas, a él ya le venía bien que su mujer se conformara, simplemente, con ser la mujer del maestro, la analfabeta mujer del maestro. No quería dejar a su esposa en la inopia, no quería arrinconarla, no quería menospreciarla. Eso era lo que se decía una y otra vez. No era por su mujer, no es por ti, no es por ella. Era por el amo.
Siempre, todo, el amo, el maldito amo.
Ésa era su estúpida forma de vengarse de él: no enseñándole a su esposa. Aprenderían todos a leer y escribir y a hacer cuentas menos ella. El deseo del amo jamás se cumpliría, mientras él viviera. Nunca, mientras él viviera, la orden del amo se llevaría a cabo. Ja-ja-ja, reía por dentro, reía y se sentía satisfecho de su idea macabra. Y el pueblo no se preguntaba por qué la esposa del maestro no acudía a las clases a las que acudían todos. Ni siquiera el amo había incluido a la mujer en el bulto de los analfabetos. Porque todos daban por hecho que, siendo la señora del maestro, sabría leer y escribir y hacer cuentas. Nadie puso en duda su analfabetismo. Pero aquella noche, la anterior, con la luz apagada y los cuerpos ya uno al lado del otro, sin tocarse, aquella noche su esposa dijo:
Enséñame a leer, por favor, y también a escribir, si quieres dejamos para más adelante lo de las cuentas.
Y un temblor recorrió todo el cuerpo del profesor. Por qué, se preguntaba, pero a sí mismo, que no quería hacerle ningún tipo de cuestión a su mujer. Quería aprender, era normal, él mismo gustaba de ese placer, pero por qué no podían salirle las cosas como él quería, como él deseaba. Por qué no podría borrarle de un plumazo las inquietudes intelectuales a su esposa. Ahora estaba dando vueltas por el estudio buscando una trampa para no hacerlo, para dejar a su mujer sin ese bien que es el saber. Pero no lo encontraba. Y las vueltas cada vez eran más rápidas y a veces hasta le daba un poco de vértigo. Paraba un segundo, el mundo daba vueltas, justo como el de fuera de Belfondo, y se reía un poco dentro de su locura y su ataque.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez.
En ese momento su mujer dio tres golpes a la puerta y entró. Con el ocho, un golpe, con el nueve, otro golpe, con el diez, otro golpe. Cuando el maestro se detuvo para ver quién era, todo el mundo se balanceó a sus ojos y cayó al suelo. Así imaginó que sería salir de Belfondo, así se figuraba que sería volver a la vida que tenía antes, que ya apenas, de tanto como había luchado por esconder y enterrar, ya apenas recordaba, pero todavía, todavía un poco, sentía el mareo remoto y, al caer al suelo, dijo que no quería perder al amo, llorando por dentro, indefenso e inútil, sirviéndole. En ese momento vino una ola de aire calientísimo y voló algunos papeles que parecía que iban a volar. Y ambos, el maestro en el suelo y la esposa de pie, envidiaron lo leve del papel, lo efímero del viento. Su mujer, que ansiaba como la libertad que no tenía en Belfondo saber leer y escribir, se abalanzó sobre él pensando que, ahora que estaba tan cerca de aprender, no podía pasarle nada malo al profesor. Se alejó, por unos momentos, unos momentos que la mantuvieron avergonzada durante días, se alejó de la figura de esposa y pensó, como hacía ya algunas semanas, pensó por ella misma.