La fábrica

Hermenegildo, mientras trabaja, se pone a pensar en su esposa. Cualquiera diría, si contara las horas que le dedica en su mente, que la ama con locura. Pero es, exactamente, todo lo contrario. Hermenegildo piensa en su mujer porque ha dejado de amarla, si es que lo hizo alguna vez. No sabe cuándo ocurrió. Ni cómo. Sólo sabe que, una mañana, se despertó, la miró y ya no sentía nada.

Así de sencillo y de complejo al mismo tiempo.

Trabajar en la fábrica le permite eso: pensar. Antes, cuando no vivía en Belfondo ni trabajaba en la fábrica, no pensaba tanto. Porque no tenía tiempo. Porque dejaba que pasara, el tiempo, como el que deja que pase el agua del río hacia abajo, sin prestarle mucha atención, sin que dependa de uno. Se ponía a buscar cosas que hacer. Ahora, aunque esté trabajando, puede pensar. Y por eso lo hace. Con desgana, silencioso, tan cansado. Pero lo hace. Las primeras semanas tenía que atender a lo que el amo le había enseñado pero, después de tantas horas, una tras otra, una tras otra, había aprendido a hacerlo sin reparar en ello. Como respirar o parpadear. De la misma odiosa manera inconsciente. Y de la misma silenciosa manera que un día se dio cuenta de que no amaba a su mujer, supo que ésta estaba embarazada. Un día, un día como otro cualquiera, no diferente al resto de días en nada, se lo dijo, un día como otro y a la vez diferente a todos, lo que le separaba de los demás días tan sólo era la noticia:

Estoy embarazada.

Y Hermenegildo se sintió extraño como podría sentirse ante una lluvia de ranas. Esa idea se le vino a la cabeza, incomprensible: si llovieran ranas, me sentiría igual. Extraño, sorprendido. ¿Ilusionado? No la amaba, era verdad, pero iban a tener un hijo. Y, en la fábrica, Hermenegildo no deja de pensar en su esposa. Y en el bebé que lleva dentro. Se pregunta, por si pudiera huir algún día, si el nene es suyo. Pero sabe que sí.

Társila, en cambio, no deja de pensar en ser madre, en que desea serlo como pocas cosas ha deseado en su vida. Lleva varios meses intentando quedarse embarazada y no puede. Mientras trabaja en la fábrica, se pregunta, una y otra vez, una y otra vez, si la culpa será suya o de su marido. Al principio se torturaba con la idea de tener una barriga seca. Así se refiere Társila a las mujeres que no pueden tener niños. En su barriga no podía crecer nada. Nada bueno, por lo menos. Al rato ya intenta convencerse de que la culpa la tiene su marido. Sus co-si-tas. Que andan medio dormidas. Y es normal que se duerman, hasta a ella le dan ganas de cerrar los ojos y hasta mañana. No conoce ningún hombre que haga el amor tan lento como su marido. No lo conoce. Y, Társila, aunque no se lo ha confesado a él, ha hecho el amor con más hombres. Y ninguno lo hacía tan lento como su marido. A veces piensa que es por eso que no puede quedarse embarazada.

El marido de Társila, Amento, también trabaja en la fábrica. Está unos puestos más allá de Társila y, cuando puede, la observa. Se pregunta en qué estará pensando. Pero lo sabe de sobras. La ha visto acariciarse la barriga con dulzura. La ha escuchado llorar cada vez que le viene el periodo. Amento cree conocer a las mujeres. Amento cree conocer a su esposa, Társila. Y sabe que lo que ansía de verdad es quedarse embarazada. No se lo ha confesado nunca, pero ha hecho el amor con más mujeres. Piensa, porque está convencido de que sabe como es Társila, que no podría soportarlo. Y por eso no se lo dice. Ni tiene ninguna intención de hacerlo. Por eso no es capaz de decirle que no puede tener hijos, que ya sabe que no puede tenerlos. De pequeño tuvo paperas. Y por eso sus co-si-tas están dormidas. Están, diría él, muertas. Se lo dijo un médico. Porque, a una de las mujeres con la que hizo el amor, quiso dejarla embarazada. Porque la amaba, porque deseaba tener nenes con ella. Pero no pudo, porque sus cositas estaban muertas, completamente muertas. Podría decirse que a aquella mujer la quiso más de lo que quiere a Társila, que es tan buena Társila, tan desesperante buena, mucho más que la otra. Y eso se lo reconoce sólo algunas veces, las menos.

Pero en la fábrica no sólo trabajan personas adultas que se preguntan qué carajo han venido a hacer a la vida y por qué a ellos les pasan las cosas que les pasan. También hay niños. No se debe decir en público, pero hay niños. No debe saberlo nadie de fuera de Belfondo, pero hay niños.

¿Pero es que hay alguien que quede ahí, afuera de Belfondo?

Algunas familias no pueden sobrevivir sólo con el sueldo del padre y de, si trabaja, la madre, así que le pidieron al amo ayuda o consejo o solución. Y el amo puso a los niños a trabajar en la fábrica. Algunos tienen seis años. Otros tienen catorce. No los ponen juntos porque entonces, como niños que son, se ponen a jugar. Así que los ponen todo lo lejos, unos de otros, que pueden. Pero cada vez hay más, muchos más, y cada vez, también, están más juntos. Porque más no pueden alejarlos. Porque más fábrica no hay.

Calilo, cuando trabaja, piensa en lo que hará cuando suene la sirena. Unas veces va al río, otras veces se esconde de nadie, simplemente busca un sitio donde nadie pudiera encontrarlo, sabiendo que nadie le está buscando, pero le divierte, se esconde, se inventa un perseguidor. Es feliz con eso, por qué va a cambiarlo. Y, mientras trabaja y lo piensa, también es feliz. Aunque un poco menos.

Felicia piensa únicamente en que no le baja el periodo. Justo lo que quisiera Társila, que no le bajara el periodo. A Felicia no le baja porque está embarazada. Justo lo que Társila necesita: un bebé en su barriga seca. Felicia es de esa tanda de nenes que tienen catorce y quince años. Ella tiene catorce y medio. El medio es importante, la hace sentir un poco mayor. Sólo le ha venido el periodo dos veces. En ese tiempo, su padre ha abusado de ella. Pero su padre sólo piensa que le ha hecho el amor. Por supuesto no sabía que hacía dos meses que le venía el periodo. Si lo hubiera sabido… habría actuado de igual manera, sólo que, al eyacular, se habría apartado un poco. Lo justo para no dejar a Felicia embarazada.

Pero esta mañana ha ocurrido algo que nadie esperaba. Y han tenido todos que apartar sus pensamientos individuales de su cabeza para atender a la visita de un inspector. El amo ya había avisado de ello. No de que vendría esa mañana, pero sí de que alguna vez, no se sabía cuándo, aparecería. Por eso había tantos cestos como niños en la fábrica. Tenían ordenado que, cuando el inspector apareciera, se escondieran bajo los cestos de mimbre y no hicieran ruido.

¿Pero por qué?

Porque está prohibido que los niños trabajen.

¿Y entonces por qué trabajamos?

Porque lo necesitan. Es así de triste, aunque al amo no le despertara compasión ninguna. Lo necesitan y necesitan desobedecer las normas para poder sobrevivir.

El inspector ha llegado de improvisto pero, aun así, les ha dado tiempo a todos los niños de esconderse debajo de los cestos que, a su vez, están también escondidos. Felicia ha cogido el que estaba al lado de su padre: ahí, cerca de él, se siente segura. Casi no le da tiempo de esconderse porque su padre está lejos de ella en la fábrica y, además, cuando ha conseguido alcanzarlo, un niño ha intentado quitarle el cesto. Pero no se pueden entretener demasiado, así que Calilo ha acabado buscándose otro para él. El inspector se ha paseado por toda la fábrica.

Busca los niños. Sabe que están. Nadie se lo ha dicho, pero esas cosas un inspector las huele, las intuye, las ve, sin que estén visibles. Se pasea por los pasillos sin decir nada a nadie. Sólo eso, se pasea, observa. Y busca los niños.

¿Dónde estarán?

Se lo pregunta. Si yo fuera el amo de esta fábrica, ¿dónde los pondría? Pero él no es amo: es inspector. No tiene que esconder a los niños, tiene que encontrarlos. Los cestos, por supuesto, están bien escondidos. Calilo, por su parte, está feliz. Ha llegado, antes de tiempo, la hora del escondite. Felicia intenta mirar, a través de los huecos que quedan, a su padre. Pero no lo ve. El inspector da una segunda vuelta a la fábrica. Debería irse ya. Lo piensan todos. Nadie quiere mirar el sitio donde están colocados los cestos, escondidos, muy bien escondidos, por si el inspector les observa y se acerca donde están. Ya nadie tiene tiempo de pensar en nada. Sólo desean que se vaya ese hombre. Y se prometen, porque consideran que aquello es un problema real, de los de verdad, que no volverán a quejarse por tonterías. Lo mismo que cuando murió Petronilo. Porque quedarse sin el trabajo es mucho peor que estar embarazada o no, es peor que ser padre o no serlo. Sueñan con un mundo donde no haya inspectores, como si sus vidas se redujeran a ese puesto de trabajo y sólo tuvieran un pesar que fuera ése, que hay un inspector, y sueñan con ese mundo y se preguntan si estará en otro lugar.

Pero nadie sabe que a Felicia le empieza a faltar el aire dentro del cesto. El inspector va por la tercera vuelta. Nadie se atreve a decirle nada, ni a meterle prisa. Algunos se han puesto a trabajar porque no soportan la presión de estar ahí, quietos, sin moverse, esperando a que acabe. Y, mientras, Felicia se va ahogando bajo el cesto.

El inspector oye un ruido: es Feli ahogando sus quejas. Sabe, porque una vez el amo en una reunión habló de aquel día, el que estaban viviendo, sabe que no debe hacer nada de ruido. Pero no puede evitarlo, le falta el aire, se siente morir, aunque tampoco sabe cómo es morir, pero sospecha que la vida, a ella, se le está acabando. El padre de Felicia la maldice.

Ha hecho un ruido, maldita sea, ha sido ella, reconocería sus gemidos entre el resto de gemidos del mundo.

El inspector se acerca a la zona de los cestos, adonde está Felicia mareándose y sintiendo miedo. El inspector se acerca y ve cómo algo se está moviendo.

Los niños, ahí están los niños.

Y se acerca, satisfecho, adonde el ruido. Ve, porque lo está buscando, el cesto. El cesto y su movimiento. Lo levanta, con los ojos muy abiertos, orgulloso. Se encuentra a Felicia. Muerta. Hecha un ovillo. Muerta. Tan quieta que parece más que muerta, caso de haber algo. Felicia muerta. Su padre la ve. Se acerca y siente como si alguien le arrancara algo de muy adentro. Se acerca más. Se agacha a mirarla de más cerca. Se está chupando el dedo pulgar, como si acabara de nacer. Y a lo mejor así es.