EL AUTOBÚS
Hora y pico más tarde compro una botella en un restaurante de carretera. Saco un billete. Me devuelve. Levanto el auricular y llamo a casa. Mis padres bien, mi hermana bien, y mi sobrina, que cogió un empacho de helado anoche, tiene treinta y nueve de fiebre pero está bien. Cuidaros. Besos. Abro la cartera y saco un papel con el teléfono de Gisela de Dublín. Marco. Cuánto número.
—Jai?
—¿Cómo que jai? Ei, que soy Lucas
—¡Qué pasa, mi niño!
—Bien, de viaje
—¿Dónde estás?
—Ahora en un restaurante de carretera
—¿En España?
—Sí
—¡Ay, qué ganas tengo de verte!
—¿A qué hora llegas a Castellón?
—No lo sé, el viernes por la mañana estaré en Barcelona que he quedado con Sandra, ayer le envié un mail y todavía no me ha contestado. Yo no sé qué os pasa en España, cuando estuve en Nepal este invierno habían cibers por todas partes, tirabas una piedra y salía uno, y eso que casi no tienen para comer. Y tú, xiquet, a ver cuándo te compras ordenador que ya va siendo hora
—Sí, pero ¿a qué hora llegas a Castellón?
—Por la noche, salgo de la Estación de Sants a las diez y media, así que calculo que llegaré sobre las dos de la madrugada
—Ya miraré la hora de llegada
—¿Cómo estás?
—Muy bien, ¿y tú?
—Yo acelerada, como siempre, suerte que ya he acabado los exámenes, aunque todavía me faltan por saber dos notas y espero que por lo menos una la tenga aprobada porque la otra seguro que la llevo a septiembre, me estudié la mitad de temario porque no llegaba a todo y de cinco preguntas cuatro me las han puesto de la otra mitad, ¿cómo lo ves, chani?, además es la parte de programación analítica la ostia de chunga
—Pues entonces quedamos así, el viernes sobre las dos te espero con el Dani en la estación
—No hace falta que vengáis, que no quiero ser una molestia, yo cogeré un taxi que por seis euros me lleva al Grao y no tengo que depender de nadie
—Que no nos molestas Gisela, que tenemos muchas de ganas de verte
—De verdad, que no hace falta que vengáis, yo saldré de Sants a las diez y media y llegaré a Castellón sobre las dos
—Sí, lo que tú digas
—¿Ya te has ligado a un osito?
—Bueno…
—A ver si encuentras a uno que te dé caña y te ponga los pies en la tierra de una vez que…
—Sí
—… estás demasiado en la parra, Lucas, ten cuidado con los de Castellón porque tú te crees que entienden y no es así y como…
—Ya
—… te coja por banda uno de esos tíos enormes te puede dejar tieso de un guantazo. Y abre un poco la mente que aparte de gorditos hay más…
—Vale
—… gente interesante en este mundo, no te limites tío, yo no me cierro porque sea un tío rubio, moreno, alto o bajo, tienes que ver más allá
—Te recuerdo que tú sólo sales con guiris y si llevan pelo rasta mejor
—Hombre, una tiene que cuidar su imagen, que no, que es broma
—Bueno, ya hablamos
—Sí, que la conferencia te va a salir por un pico
—Ah, Dani ya tiene las entradas del FIB
—¿Cuánto son?
—Ya se lo pagarás
—Un beso
—Con lengua
—Chao
—Adiós
Marco un nueve seis cuatro. El padre del Dani coge el teléfono.
—¿Quién es?
—¿Está Dani?, soy Lucas
—Ahora se pone
Se oye Radio 3.
—¿Pasa, chani, cómo estás?
—Bien —le digo—, en Burgos
—Al final te has ido
—Sí, pero vuelvo mañana viernes
—¿Sabes algo de Gisela?
—Acabo de hablar con ella
—¿Qué cuenta motoret?
—Nada, que ha terminado los exámenes y que le quedará una para septiembre, bien, como siempre
—¿Cuándo viene?
—El viernes, sale de Sants a las diez y media y llega a Castellón sobre las dos de la madrugada
—Joder
—Le he dicho que íbamos a recogerla
—¿Qué ha dicho?
—Lo de siempre
—Que no hace falta que nos molestemos, ¿no?, pero que llega sobre las dos
—Eso mismo
—¿Y tú, Lucas, cuándo llegas?
—Más o menos como Gisela, si puedo un poco antes para ver a mis padres
—¿Nos tomamos una cerveza en el Rico y la recogemos?
—Eso había pensado yo
—Pues nada chani, quedamos, cuídate por esas tierras que yo sigo con la silla que me he dejado a medias
—Lo haré, un beso
—Un beso
Cuelgo. Recojo las monedas que han caído en la máquina. Echo una de ellas en la tragaperras. No hay premio. Cojo la mochila y salgo del restaurante. En el parking cuatro o cinco camiones. Me siento en las escaleras y bebo agua. Llega un autobús de abuelos. Me echo a un lado. Cierro los ojos y tomo el sol. Se oye el tumulto de gente. Pongo la mochila entre las piernas.
—Joven, ¿le importaría hacernos una foto? —me pregunta una voz de mujer
Abro los ojos. Me mira fijamente.
—Claro —contesto mientras cojo la cámara
—Sólo tiene que apretar el botón de arriba
Cierro un ojo. El otro en la mirilla. Encuadro.
—Un poco a la derecha —les ordeno
Dan tres pasitos y se paran.
—Patata —dicen
A la derecha una señora bajita con una sonrisa de oreja a oreja que aprieta con fuerza su bolso de terciopelo. La de la falda blanca con círculos rojos que me mira como si estuviera esperando una respuesta, en el centro. A la izquierda un señor mayor con cara de bonachón se rasca la barriga como si yo no me diera cuenta de que se mete el dedo por dentro de la camisa debajo del ombligo todo lleno de pelos. Aprieto el botón.
—¿Otra? —pregunto
Como no cambian el gesto me coloco de rodillas y pongo la cámara de fotos en vertical. Un par de amigos se suman a la fotografía. Vuelvo a girar la cámara en horizontal. Ahora la más bajita, que ha dejado de serlo, mira a su izquierda a un hermoso caballero vestido de azul que no sé porqué me da que se trata del autobusero. Hombre gordo al que se le adivina pelo por todo el cuerpo especialmente en su enorme barriga caída sobre el pantalón. Sonríe con las manos atrás. A su izquierda y mirando hacia arriba una señora mayor con ojos saltones coge del cuello al señor con cara de bonachón. Hacen buena pareja. Aprieto de nuevo el botón. El autobusero se coloca las gafas de sol y viene a por la cámara.
—Gracias —me dice con una sonrisa marcada por un espeso bigote
Entran en el restaurante. La última pareja iba cogida de la mano pero como si no quisieran que los vieran. Miro tras el cristal. Se han soltado. Toman asiento. El camarero se acerca. Hay tres chicos jóvenes con ellos. Les coge nota. Dos gordos. Un señor mayor ayuda al camarero. Dos chicas piden bebida. Sigue tomando nota. Les dejo en paz. El autobusero sale del restaurante con una cerveza en la mano. Me hago el loco. Me mira de reojo. Yo estoy tomando el sol. Vuelve a girarse. Me creo importante. Saca un cigarro. Si mi cara es el reflejo del alma debe creer que soy gilipollas. No le funciona el mechero. Me llevo las manos a los piratas. Lo tira a la papelera. Cartera, tabaco, que dura la tengo, el mechero.
—¿Llevas fuego? —me pregunta
—Creo que sí
Me tiembla el cuerpo entero. Mejor le dejo el mechero y que se lo encienda. Demasiado tarde, ha puesto las manos alrededor del cigarro. Aprieto el dedo. No funciona. Se agacha. Enciendo. Chupa y me mira por encima de las gafas. Además de gilipollas seguro que tengo la cara roja.
—Gracias —me dice
Me estremezco al contacto con sus dedos. Creo que lo ha notado. Me hago el duro. Él simplemente respira para no morirse, sin hacer nada del otro mundo. Me encantaría ser tan auténtico como él. Por lo menos que no se me fueran tanto los huesos por un hombre gordo con pelo. No puedo. No puedo hacer nada para evitarlo y creo que ahora no es el momento de contrariar mis sentimientos. Me dejo llevar. No puedo. Intento hacerle ver que no me importa. Intento creerlo por lo menos. Creo que acaba de darse cuenta que me tiene dentro. Entra en el restaurante. Me siento en las escaleras. Dejo que el sol queme mis pensamientos. Los calienta. Cojo la mochila. Entro en el restaurante. Abro la puerta del aseo, la del baño, la de mis deseos. Limpio el semen de la taza con el papel higiénico que he cogido previamente. Me lavo las manos y salgo de nuevo al sol. Ahora no pienso. El sol me quema la piel. Silencio por un momento. Tarareo una canción de Radiohead del elepé The Bends. Se la lleva el viento. Noto los labios secos. Bebo agua. Guardo la botella. Enciendo un cigarro. Todavía me tiemblan las manos, pero no los pensamientos. Comienzan a salir los abuelos. Hago como que no va conmigo. Alargo la vista y de vuelta rápido. Como un yoyó. Bajan las escaleras. Uno con bastón. Yo disimulando pero son ellos los que no me hacen ni puñetero caso. Al final unos zapatos. Traje azul.
—¿Vienes con nosotros? —me pregunta el autobusero
—No, gracias —contesto como si no fuera en serio
—Como quieras
Baja escaleras. Saca las llaves del bolsillo y abre el maletero lateral del autobús. Guardan mochilas. Cierra. Suben. Rezo para que me lo pregunte otra vez. Baja el parasol. Sube el último abuelo. Arranca. La gente se acomoda en sus asientos. Quita el freno de mano. Ruego porque mire por el espejo retrovisor. Sale humo del tubo de escape. La señora bajita de la sonrisa de oreja a oreja que apretaba con fuerza el bolso de terciopelo a la derecha de la fotografía me dice adiós. Suplico al autobusero con ojos de perro muerto en carretera por un camión. Se abre la puerta. Veo a Dios. Lanza el cigarrillo y cierra. Mi cuerpo no responde a mi voluntad y perplejo veo cómo el autobús se va. Un camarero sale del restaurante corriendo con una cámara de fotos en la mano. Desde la última ventanilla el señor mayor con cara de bonachón que se rascaba la barriga como si yo no me diera cuenta de que se metía el dedo por dentro de la camisa debajo del ombligo todo lleno de pelos da la voz de alarma. Mi cuerpo salta como si preso se encontrara. El camarero detrás con la cámara y yo detrás del camarero con la mochila. El señor con cara de bonachón cambia de cara. La misma que pongo yo cuando subo las escaleras del autobús. Me siento en primera fila. Delante un enorme cristal y al volante algo en que creer. La puerta se cierra. Mi voluntad se reconcilia con mi cuerpo. Mi quiero con puedo. Aquí y ahora soy feliz. Entra aire por la ventana. No cierra bien. Me recuesto en el asiento. Sería un bonito momento y lugar para morir. Mi cerebro procesa un deja vu. Me entran escalofríos por las piernas. La gente comenta. Giro la cabeza. Gente normal y corriente, con virtudes y defectos. Como tú y como yo. Puedo preguntar al autobusero si quiero. Espero un momento. Antes prefiero disfrutar de esto. Desaparece la magia. Además me meo. Miro la botella de agua. Casi vacía. Puede que haya aseo. Me aprieta la vejiga. Me giro. Un chico gordito. Baja. Pelo en el cuello. Las escaleras. Y con michelines a los costados. Despacio. Barriga. Escalón. Buen culo. A escalón. Me levanto y voy por el pasillo. Llego. Miro hacia bajo. El chico espera. Yo no tengo prisa. El vaivén mueve sus tetas. Noto el bulto en mi entrepierna. Disimulo. El chico serio. Me siento en la escalera. Mi pene se sale fuera de los calzoncillos. Se me dilata el agujero del culo. Levanto la vista y miro al espejo retrovisor del autobusero. Conduce tranquilo. Vuelvo al asunto. El temblor de mis manos ha pasado a mis piernas. Bailan en su camiseta. Yo las acompaño. Nos marcamos un vals. Mejor un rock and roll. Su propietario me mira mal. Quién es el chico tan raro con el que vas. Se abre la puerta. Me resigno y las dejo marchar. Ante mí el señor con cara de bonachón. Le miro las tetas. Las invito a bailar pero me deniegan. Las dejo pasar. Su barriga me guiña el ojo del ombligo y me promete una danza del vientre en la próxima fiesta. Yo sentado. Mi zapatilla al fondo de la escalera. Como cenicienta. Bajo, me agacho, el chico abre la puerta. Mi cara en su entrepierna. Su paquete me promete una noche de juerga. El chico se cabrea. Entro y me miro en el espejo. Lloro. Meo llorando. Sólo sexo y juego. Me lavo la cara y salgo. Voy a mi sitio. Guardo la mochila en el maletero de arriba y me siento. Callo. El autobusero cambiando el dial de la radio. Mi cabeza entre el respaldo y el cristal. Me quedo frito. Sueño. Camino por un pasillo oscuro hasta una sala redonda cubierta de vapor de agua. En la piscina un grupo de hombres. Mi piel desnuda se acerca. Yo mirando desde fuera. Con otro punto de vista. Los hombres dejan sitio para que pueda sentarme. Se echan agua. Cuerpos redondos. En silencio. Cubiertos de pelo. Toallas blancas. El tiempo se ha tomado su tiempo. El hombre más gordo se aproxima al último que ha llegado. Éste deja el cuerpo a su merced. Le echa agua en la frente. Su cuerpo inerte. Lo sumerge en el agua. La piscina en calma. Salen burbujas. Lo saca, le besa en la boca, lo deja en la piedra y se hace el muerto en el agua. A su lado, otros dos se besan. Sus barrigas flotando. El recién bautizado mete la cabeza por debajo de la toalla de uno que espera que cumplan sus deseos. El que flota se le acerca por detrás remando despacio con el falo fuera del agua. Los que se besan le observan. Saben lo que va a pasar. El chupado se gira. El que cumple sus deseos introduce la mitad inferior de su cuerpo en el agua. Salgo de la sala. Sin cuerpo. Como en un videojuego. Me apoyo en la pared. Cojo aire. Lo echo. Guardo un poco dentro por si desaparezco con mi último aliento. Caigo al suelo. Lloro. Sin lágrimas. Por dentro. Me voy hundiendo. Desaparezco. Intento agarrarme al suelo pero no puedo. Miro a los lados. Nadie me ayuda. En un pasillo oscuro me desintegro. Pienso en tantas cosas que al final no pienso en nada. Es cuando mi descenso para. Suspendido en el centro de mi universo. En equilibrio. Sobrevivo. Crezco. Veo mi cuerpo. Brazos, manos, piernas, dedos. En contacto con el suelo. Una luz en mi cerebro. Ha vuelto mi estrella. Es cuando despierto. Joder, cómo me duele el cuello. A mi izquierda el autobusero. Detrás los abuelos y algún que otro chico que bonito sería morir por sus huesos. No me atrevo. No debo. Sí. Es el momento de vivir.
—¿Vuelven a casa? —pregunto al autobusero
—Sí
—¿Dónde han estado?
—Hemos pasado la mañana en Logroño
—Bien
—Probando vinos
—¿Y ayer?
—En Segovia
—No he estado nunca, ¿es bonita?
—Lo es
—Va bien acompañado
—¿Te estás burlando?
—No, perdone si ha parecido
—Son la mejor compañía, tranquilos, educados y no hacen comentarios tontos
Dejo de hablar. El silencio entra en la conversación. Conduce como si no pasara nada. Hago lo mismo y me sorprendo porque lo he conseguido. Me siento limpio, como al principio.
—Bonito día —le digo
—Bonito es
Miro al salpicadero.
—Tiene muchas cintas —observo
—Una colección de mis favoritas
—Como en mi coche
—Casualidades
—Pero sin sencillos
—¿Cómo?
—Sólo elepés
Cojo una cinta. Leo la carátula.
—¿Te gusta? —me pregunta
—¿El Punk rock?
—No, el muñeco con el traje de Elvis estilo las vegas del salpicadero
—Sí
—Es que ahora se lleva el rollo revival
—Estoy totalmente a favor
—¿De qué?
—De ti
—¿De mí?
—De tus gustos musicales
Coloca el índice en los labios y me pide silencio. Yo que estaba eufórico. Parto de cero. Lucho para que mi subjetividad no gane la batalla. Me desplomo como una montaña de cartas. Busco el comodín. Se ha marchado con el rey de espadas. Miro hacia atrás. Nadie se da cuenta de lo que pasa. Mantengo la calma. Todo está en mi cabeza. Pienso que todo sería más sencillo si dentro no hubieran dos al mismo tiempo. Me dejo llevar. Ya se unirán cuando les dé la gana.
—¿Es usted de por aquí? —pregunto al autobusero
—De Vitoria
—¿Son todos de Vitoria?
—La mayoría
—¿Cuándo volvemos a parar? —pregunta un chico detrás de mí El autobusero le mira por encima de sus gafas a través del espejo retrovisor.
—Es que mi abuela —continúa el chico— necesita ir al aseo
—¿No puede esperar?
—Eso le he dicho hace media hora
—Ahora paramos
—Gracias
Me mira el chico. Yo a él desde que ha abierto la boca. Se ruboriza. No aparta la vista. Su barriga de asiento a asiento en el pasillo. Trago saliva. Chándal marcando tetas hacia los lados y pantalón ceñido a sus piernas. Giro. El autobusero se ha dado cuenta. Acepto. No disimulo. El chico se va rozando los asientos con el culo. Vuelvo a mi posición inicial. Pensador y pensamiento reconciliados. Menos susceptible. Calmado. Sobre todo empalmado. Me dejo llevar. Sin nada que ocultar.
—¿Desde cuándo te gustan los gordos? —me pregunta el autobusero en voz baja
—Siempre —le digo valiente—, desde siempre
—¿Desde pequeño?
—Desde que me acuerdo, cinco o seis años
—¿Cómo puedes acordarte de eso?
El autobusero para en una gasolinera. Bajan casi todos a estirar las piernas. El chico de antes ayuda a su abuela a bajar las escaleras.
—¿Por qué no ha meado en el aseo? —pregunto al autobusero
—Tiene claustrofobia
—Joder
—Antes no podía ni subir al autobús
—La conoce bien
—Solemos coincidir
—Pues me acuerdo porque era yo un enano cuando mis padres me llevaban al baile con sus amigos del pueblo. Uno de ellos era gordito, con barba. Yo le miraba. Él me hacía caras. Yo como si fuera su hijo. Él como si de mi padre se tratara. Me enseñaba trucos de cartas. De magia. Encima de una mesa llena de cubatas. Sonaba la música de la orquesta. Tocaban canciones de toda la vida, pasodobles, rock, sevillanas. Verano. Camisa corta. Y su ser me arropaba. Mientras su mujer dormía yo pasaba los momentos más bonitos de mi vida. Aunque de vez en cuando me pellizcaba en el muslo y yo daba un salto en la silla que hacía que en su cara volviera esa sonrisa que tengo grabada y aún hoy en día la veo en algunos chicos gorditos y me hace pensar que existe algo universal más allá del cuerpo y del sexo. Algo para dedicar una vida
—Me parece un tanto efímero gastar una vida en eso, ¿no? —observa el autobusero
—No sé
—Hombre, hay más cosas
—¿Y por qué no ir directamente a la esencia de lo que te gusta?
—Porque la esencia es nada
—No te comprendo
—Que no hay esencia, que lo esencial es ir a buscarla
—¿Nada más?
—¿Te parece poco?
—Hombre, tendrá que haber algo, ¿no? Uno no va en busca de nada
—Nada
—¿Ni sonrisa universal?
—Ni sonrisa universal, ni un más allá del cuerpo y del sexo… nada
—¿Y qué me queda?
—Nada
—¿Nada?
—¿Te parece poco?
—Otra vez, ¿cómo si me parece poco?
—Si tienes nada, lo tienes todo
—¿Por qué?
—Porque eres libre
Miro por el retrovisor de fuera cómo el chico del chándal ayuda a su abuela. Le cuesta subir porque le resbala el bastón. Bajaría a ayudarles. El chico levanta el brazo para auparla y se le sube la camisa del chándal. Su abuela no puede. La camisa para arriba dejando su barriga, negra del pelo que la cubre, al descubierto. Aparto la vista y les dejo vivir. Pero la imagen del chico se engancha a las células de mi cuerpo y mi genética se identifica con ellos, como anticuerpos. Mi organismo las rechaza hasta el punto que ya no puede luchar más contra sí mismo. Qué difícil cuando la vida y la muerte van de la mano. Acepto que el anticuerpo forma parte de mi organismo y no es un agente externo. Reconocimiento producido entre una misma esencia de fuera denominada experiencia y otra que llevo dentro. Sigo viviendo. Corto y cierro.
—¿Qué piensas? —me pregunta el autobusero
—Nada, bueno muchas cosas
—Dime una
—No sé, ¿y usted?
—Tutéame por favor
—¿Tú, qué quieres de la vida?
—Buena pregunta
—¿Y la respuesta?
—Tampoco la sé
—Pues estamos buenos
—Pero buscando siempre se encuentra algo
—¿Me quieres decir que no viene por sí solo?
—Eso faltaría
—Tenía entendido que así sucedía
—Vamos a ver, es cierto que las cosas llegan cuando uno menos se lo espera, pero detrás de ese descubrimiento siempre hay una búsqueda
—Creo que hablamos de lo mismo, de conseguir algo
—Más bien del camino
—¿Te apetece un refresco? —pregunto
—Rápido que salimos
Salto del asiento y corro hasta el bar de la gasolinera. Saco un par de monedas del bolsillo y las meto en la ranura de la máquina. Se las traga como si estuviera seca. Caen las botellas y brinco hasta el autobús cual gacela. Es que estoy de buen ánimo. La puerta se cierra y salimos. Conecta el aire acondicionado. Bebemos. Fresquitos. Suenan Los Sencillos en la radio. Imagino a Miqui cantando. Ahora en solitario, con Jeanette, Vasallo y amigos. Me encantaría conocerle. Bailando en una disco. Lourdes, Nacho y Jesús pinchando. El que escribe moviéndose al ritmo de una canción bailonga de bonita melodía. Todo un sueño pop que empieza con amor y acaba, espero que acabe bien.
—¿Qué pasa por tu mente? —me pregunta
—Nada, música. ¿Qué me querías decir antes, que siempre hay que ir hacia delante?
—Más o menos
—¿Y cuándo sabes que vas por buen camino?
—Casi siempre después, quiero decir, cuando llevas algo recorrido
—Ponme un ejemplo
—Pues hasta que no te tiras a la piscina no sabes si hay agua, y si puedes nadar, claro
—¿Y si no hay?
—Es porque no vas bien
—Sí, pero la ostia te la das
—Pero no has perdido el tiempo. ¿Acaso prefieres darte cuenta cuando seas viejo? ¿Cómo crees que se aprende si no?
—Y, como tú lo propones, ¿no parece que esté todo demasiado dirigido, predeterminado?
—Bueno, yo sólo digo que sigas el camino, pero el que lo elige, el que da el primer paso eres tú
—Ya, pero si me dices que si te sales te das una ostia contra el suelo me lo pienso antes. Imagino, azul, cemento, y mi cara golpeando de lleno
—¿Y para qué tenemos las manos?
—¿Para amortiguar?
—Entre otras cosas
—Ya, pero
—Pero el piño te lo das igual
Reímos. Pienso que hace tiempo que no me río. En lo bueno que es reírse. Dejo de pensar y me dejo llevar por la risa. Él sonríe a medias. Para mí suficiente. Me alegra. Cojo aire y pregunto:
—¿Dónde nos habíamos quedado?
—En el fondo de la piscina
—Vale, ahora me levanto y sigo
—Bien
—¿Hacia delante?
—Tú sabrás
—Pero ¿no hay que seguir el camino?
—Primero tendrás que andar
—Bueno, ando
—Antes tienes que subir las escaleras de la piscina
—Subo. Me curo la herida
—Ya no hace falta
—¿Por qué?
—Porque ya estás arriba
—Ah, vale, subo las escaleras hacia otro trampolín más alto
—O más bajo
—¿Cómo?
—Depende de tus aspiraciones, pero sigue
—Un pie y después el otro. Llego hasta arriba. Camino por la madera hasta la punta
—¿Y?
—Y todavía me duele la cara
—Eso es sólo recuerdo
—¿La herida que tenía?
—Sólo pensamiento
—Bueno, miro hacia abajo y no veo el agua
—Como siempre
—¿Y qué hago? —pregunto
—Tú sabrás, yo ahora estoy conduciendo
—¿Me tiro?
—Recapacita un momento, no te precipites
—Vale, he saltado antes y me la he pegado. ¿Qué había hecho mal? No lo sé, creo que ahora estoy haciendo lo mismo. ¿Por qué tendría que salir bien?
—Tú sabrás
—¿Lo tengo que saber yo?
—Es tu vida
—¿Me arriesgo?
—Recapacita
—¿No salto?
—Yo no he dicho eso
—Ah, que piense un momento. Vale. Vengo de un piño. Aprendo de mis errores. He subido las escaleras con cuidado. Voy vestido para la ocasión. Es el día y la hora perfecta. He trabajado duro. Me dispongo a saltar. Pienso en todo lo que voy a dejar atrás. No tengo miedo. Estoy preparado. Levanto los brazos y me doy cuenta que ya estoy nadando. Que no ha habido salto. Que mis brazos se deslizan por el agua como dos remos. Que mis miedos han dejado de serlo. Que la realidad no es tan diferente como la había pensado. Que el tiempo ha pasado y debería haberlo hecho mucho antes. Que más vale tarde que nunca. Que nunca es tarde si la dicha es buena. Y qué buena está el agua donde nado. Y que quien nada no se ahoga.
—Bonita reflexión —observa
—Ah, pensaba en voz alta
—Pues me ha gustado
—¿Y tú, qué opinas?
—¿Sobre qué?
—De lo que estamos hablando
—¿De tirarse a la piscina?
—Sí
—Yo me he tirado muchas veces
—¿Y?
—En la mayoría no había agua
—Pero ¿merecía la pena?
—A veces me daba cuenta cuando ya era demasiado tarde para plantearlo
—¿Cuando estabas abajo en la piscina?
—Cuando estaba en el aire
—¿Y qué pensabas?
—Pues que me había equivocado
—¿También en el amor?
—Principalmente
—Cuéntame algo
—Me da vergüenza
—¿Por?
—No suelo hacerlo con gente que conozco de un día
—Por eso mismo, quizás no me vuelvas a ver nunca
—Tienes razón
—¿Entonces?
—Tenía diecisiete o dieciocho años
—¿Quién, tú?
—¿Quién si no?
—La otra persona
—Teníamos los dos la misma edad
—¿Y qué pasó?
—Si te callas te lo cuento
—Perdona
Él era delgado, muy guapo. Yo gordito, como ahora, bueno, no tanto. Estudiábamos juntos Bachillerato. Él entendía y creo que no hacía nada por disimularlo. No es que tuviera mucha pluma pero lo llevaba muy natural ya por entonces cuando las cosas no eran como ahora. Jugábamos en el mismo equipo de fútbol, y siempre nos quedábamos hablando en el vestuario al final del partido cuando se iban los demás chicos. Él sin camisa. Yo no me quitaba el chándal ni en verano, y ducharme lo hacía en casa. A él no le importaba ducharse delante de mí. Pero bueno, que me estoy adelantando a los hechos. Éramos muy buenos amigos. Él, además, se relacionaba con otros chicos y con una pandilla de chicas. Yo, aparte de él, sólo tenía a mi amigo Juanfran, un chico más bien callado pero con sentido del humor. Tenía una colección de chistes que iba renovando y me partía de risa. De todas formas, con quien más disfrutaba era con él. Decía de sí mismo que era artista, así, como quien se come una rosquilleta y luego tira la bolsa al suelo. No le importaba lo que de él pensaran los demás, era así y punto. Yo le quería a la vez que le odiaba. Me explico. A veces no soportaba su ego, su manera de mirar a las personas por encima del hombro, como si todo girara alrededor suyo. Y de pronto, de la noche a la mañana, ¿qué digo?, en segundos, se convertía en la persona más maravillosa y sensible del mundo, capaz de transformar una simple conversación en algo mágico, trascendental, y te subía hacia las estrellas para que pudieras verlas y te hacía sentir como un artista, un poeta en la tierra, como si el universo no fuera completo sin tu presencia. Yo me iba para mi casa, imagínate, flotando. Y al día siguiente, de repente, te hacía sentir como una mierda. Yo no sé cómo lo hacía pero parecía como si se estuviera burlando de ti en la cara, te miraba con desprecio, como si fueras un ser inferior. Entonces era cuando le odiaba. Se creía tan perfecto que la cagaba. Además que no escuchaba, por una oreja le entraba y por otra le salía. Él como mariposa de flor en flor. Utilizando a la gente a su conveniencia para sentirse mejor. Ahora es cuando vuelvo al vestuario. Él descamisado. Yo mirándole de arriba abajo tapándome la entrepierna con la toalla. Pero él se daba cuenta. Aquel día aprovechó el momento y me dio un beso. Yo no supe que hacer. Me dejé llevar por él. Mis pies se balanceaban en la tabla de madera de la piscina. Nos metimos en un aseo y ocurrió. Y me impulsé. Yo tranquilo. Él como si lo hubiera hecho por primera vez. Cegado. Lo tenías que ver. Nos corrimos. Me puse el chándal y para casa. Al día siguiente leí una nota en la que me decía: este sábado no hay nadie en mi casa. Yo veía por donde iba y le dije que estaba ocupado, además, ese fin de semana, el sábado para ser más exacto, había quedado con mi amigo Juanfran para ver un estreno en el cine y no podía dejarle tirado. Le mandé una nota diciéndole que no podía. A los cinco minutos abro otra nota suya: pues si no puedes el sábado el domingo por la mañana. Qué pesado era el tío, yo no sé qué había visto en mis carnes rollizas, aunque por la cara que ponía en el vestuario cualquiera diría que le habían encantado. Contesté: he quedado con mis amigos para ver el campeonato de fórmula uno. Era mentira, claro, para que no me presionara. No volvió a contestarme, menos mal, me podría haber pasado toda la mañana dando largas a sus cartas y no me hubiera enterado de las clases. Pasaron los días. Él se fue de viaje y al volver no se le ocurre mejor idea que faltarse con mis genitales en una postal que ni si quiera se había dignado a enviarme por correo, menos mal, si alguien la llega a leer. Pues eso, así fue, me la lanzó con desprecio y superioridad encima de la mesa de clase delante de mis amigos. Se iba a enterar. Su postal se convirtió en una carta de más de tres hojas poniéndolo en su sitio, pero qué coño se había creído él, le dejaba claro de qué calaña se trataba, que sólo se había fijado en aquello más bajo de la especie humana, que no tenía sentimientos, que se había dejado llevar por lo más rastrero de su cerebro y así hasta completar mi bomba epistolar para que le estallara de lleno en sus manos. Es entonces cuando ya me encontraba con los pies en el aire en la piscina. Me había equivocado. No tuve que darle el beso en el vestuario, ni mucho menos meterme con él en el baño. Porque no lo tenía claro. Nuestra relación cambió a partir de ese momento. Algo dentro de mí me decía que le había fallado. Él nunca me reprochó nada. Años después le pedí perdón. Espero que él lo aceptara. Por eso le sigo queriendo. Después de aquello empecé a salir con una chica
—Qué historia tan triste y bonita a la vez —le digo
—Así es la vida
—¿Lo volviste a ver?
—El día de mi boda
—¿Te casaste?
—Sí
—¿Con esa chica?
—Tres años después
—Pero ahora, estás divorciado, ¿no?
—Sí
—¿Y ella?
—Se volvió a casar con un profesor de universidad
—¿Lo sabe?
—Claro
—Qué tía más de puta madre
—Siempre me ha aceptado todo
—¿Y eso?
—También
—¿Hace mucho que os separasteis?
—Diez años
—¿Y tú tenías relaciones aparte?
—Sí
—¿Antes de casarte?
—Y después
—¿Por qué me contestas a todo?
—Porque quieres saber
—¿No me mientes?
—Todavía no lo he hecho
—¿Pensabas hacerlo?
—Depende
—¿De mis preguntas?
—Puede
—¿A qué no te hubieras atrevido a responder o me hubieras mentido?
—A nada
—Gracias
—¿Por?
—Porque para mí es importante
—¿Que no mienta?
—Y tu vida
—¿Por qué te interesa tanto?
—Para aprender
—No vas a aprender nada
—¿Por?
—Porque tú eres otra persona con otras necesidades, circunstancias, intenciones
—Si aprendo nada lo aprendo todo
—Por lo menos escuchas
—A veces
—Ha estado bien la respuesta
—La de todo y nada
—La de a veces
—¿No me mientes?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Antes me has dicho
—Que no te mentiría en nada
—Y si nada es todo, es porque todo es mentira
—No te ralles
—¿Hay más cosas?
—Claro, a parte de tu vida, la de la gente que te rodea
—Que también importa
—Efectivamente
—¿Cambio la cinta? —pregunto
—Vale
—¿Ésta?
—Bien, pero baja un poco el volumen
—¿Duermen?
—Algunos
—Me has dicho que los conoces
—A la mayoría
—¿De vista?
—De vista a todos
—¿Y a los otros?
—¿Quieres saber si he tenido relaciones?
—Sí
—Con dos de ellos
—¿Mayores?
—Uno mayor y otro joven
—¿En el autobús?
—En las habitaciones del hotel
—¿Anoche?
—Los cuatro días
—¿Ya los conocías?
—A uno no
—¿Quiénes son?
—Desde ahí no los ves
—¿Y tú, los ves?
—Al mayor
—¿Está el joven con él?
—No
—¿Quién es?
—El del fondo del pasillo, el del medio
—Le he hecho una foto antes
—Me he dado cuenta
—No sabía que
—Yo al principio tampoco
—¿Y el joven?
—Es el que ha venido a preguntar si podíamos parar para que meara su abuela
—Qué morbo, tampoco lo parece
—Pues te ha pegado una mirada
—De eso me había dado cuenta, pero como no lo conozco
—Es buena gente
—¿Habéis estado juntos los tres a la vez?
—Baja un poco la voz
—Perdona
—Las dos primeras noches no
—¿Y las dos siguientes?
—Piensa lo que quieras
—Me pongo enfermo sólo de pensarlo
—¿A quién prefieres?
—Depende
—Ahora mismo
—Ahora al joven
—¿Por qué?
—Me da más morbo, no sé, como me miraba me gusta pensar que yo también le gustaba
—No vas mal encaminado
—Pero también me pone el mayor
—¿Por?
—Porque no me ha hecho ni puto caso en las escaleras del baño
—Te ha mirado antes de arriba a bajo pero no te has dado cuenta
—¿Qué me dices? Estás en todo
—Lo que me interesa
—¿Y también le gusto?
—Yo diría que no le importaría
—Joder, esto es demasiado
—Los hombres vamos al grano
—Espera, espera, ¿cómo sé que no me estás engañando?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Por morbo
—¿Y yo, qué gano con eso?
—Ponerte en mi lugar
—Para qué, yo me he acostado con ellos
—Por eso mismo
—No sé que quieres decir
—Que lo tienes todo y no tienes nada
—Y dale
—No te rías, tú me lo has enseñado
—Pero hace rato que te estoy enseñando otras cosas y no haces ni puñetero caso, sólo lo que te interesa
—Perdona, me he obsesionado
—Está bien aceptarlo
—Lo siento
—Ya te he dicho que hay más cosas en la vida
—¿Más cosas? —pregunto
—Ahora podemos empezar de cero
—¿Y todo lo que me has contado?
—Era mentira
—Pero a mí no se me va a ir de la mente
—En eso consiste el morbo
—Yo creo que no me has mentido
—Es un acto de fe
—No, de humanidad
—El que va a creérselo eres tú
—Te creo a ti, porque eres otra persona, como yo
—Bueno, parece que estás mejorando
—¿Qué me quieres decir? —pregunto
—Te lo vas diciendo todo tú
—¿El qué?
—Que los demás existimos, que tenemos vida propia
—No entiendo, ¿qué quieres decir con eso?
—Pues que me estoy revelando
—¿De qué?
—Del corsé que me han puesto
—¿Quién?
—El que escribe
—Él sólo te describe
—Yo no estaría tan seguro
—Conmigo se porta bien
—¿Seguro?
—No sé, ¿a qué te refieres?
—Si te da libertad
—Eso no depende de mí —le digo
—¿De quién depende si no?
—¿Tú crees que yo podría hacer lo mismo que tú?
—Inténtalo
—Vale, ahora me voy atrás a conocer al chico joven
—Como quieras
—Mierda
—¿Ves como no puedes?
—Joder, ¿por qué no?
—Ya te lo dije
—Y qué, ¿tengo que seguir hablando contigo?
—Es lo que quiere
—Pues no me da la gana
—No insistas
—Parece que le da igual
—A mí me a tocado salir y darte el discurso
—Me lo había creído todo
—Hombre, hay mucha verdad en lo que te he dicho, y tú me has sorprendido
—¿Por?
—Porque el que escribe me ha dicho que te dijera que todo lo de antes era mentira y tú en principio tenías que hacerme caso
—No te sigo
—Pues que te lo he dicho y pese a todo me has creído, te he dicho que dependía de ti, de un acto de fe que me creyeras. El que escribe pensaba que tú ibas a decirme que pasabas de todo y sin embargo me has dicho que no es un acto de fe sino de humanidad
—Explícate
—Pues que me has creído a mí por lo que soy, una persona, más que por lo que te había dicho, en este caso, por lo que el que escribe me había dicho que te dijera
—Te comprendo, bueno, pero ahora ¿qué hacemos?
—Pues seguimos hablando
—Yo mejor duermo y así paso un poco de vosotros
Apoyo la cabeza en el respaldo. El autobús en silencio. La película de los abuelos terminando. Se me cierran los ojos. Descanso los brazos. Estiro las piernas. El autobusero desliza sus manos por el volante. No sé si sería capaz de conducir algo tan grande. Las curvas deben ser más chungas de tomar. Conduce con seguridad, aportando su personalidad a la máquina que nos lleva por la carretera. La luz que refleja al autobusero le hace parecer otra persona. Como si no lo conociera. Qué guapo está con traje azul. Mi príncipe azul. Yo cenicienta. El que escribe un cursi de mierda. Ya verás. Autobusero de mi amor. Dios no quiera que cambies nunca. Yo te seguiré a donde fueras. A tu lado por siempre hasta que muera. Ya sé que eres libre y tu libertad mi condena. Tus alas mis rejas. Sé que pronto no estarás a mi vera. Te marcharás lejos para no volver más. Pero te llevaré cerca. Aunque mis ojos no te vean mi alma esperará el día en que tu amor vuelva. Y volaremos los dos más allá de las estrellas. El universo tan cerca como lo que siento mientras te observo sentado en el autobús que al infinito me lleva.
Llegamos a Vitoria. Bajan los abuelos. Ayudo al autobusero a sacar el equipaje del maletero. Nos quedamos solos. Y el autobús. Me lleva. Paramos en la estación. De noche. No sé que va a ser de mis huesos. La mochila se me clava en la espalda mientras andamos. Hablamos. Me derrumbo por dentro. Creo que me he enamorado. Dependo de su voluntad. Las palabras mágicas o me convertiré en sapo, ah, no, que el príncipe azul era él. Da igual. Llegamos al cruce. Nos damos dos besos en la cara. No hay pico. Pero sí una mirada. Nos alejamos. Le digo adiós con la mano. Se para. Me giro. Parece que me dice algo. Agudizo el oído. Lo que me ha parecido oír es lo que quería oír.
—¿Qué? —pregunto
Se acerca. Espero parado. Me tiemblan las piernas.
—¿Quieres quedar para después de cenar? Voy a una fiesta
Se me caen las bragas. Ah, no, que no llevo. Ah, sí, que soy Cenicienta. Le digo que sí. Me besa en la cara. Yo como una sota de espadas. Él mi rey de copas. Memorizo la hora y la dirección. Se va. Camino. No sé si llevo mochila porque apenas pesa. Mano al bolsillo. Enciendo un cigarro. Joder, cuánto rato sin fumar. Qué bonita la noche en Vitoria. Me acuerdo de Castellón. Las calles del centro. El Ricoamor. Las fiestas de la Magdalena. El mesón. Las borracheras a media tarde con dos botellas de vino. Cacaus, tramusos. El choricito. El jamón serrano. Las olivas. Otra botella de vino. El primer día de primavera en camiseta. El olor a petardos. Banderitas en las calles. Las gaiatas. Más vino por la tarde. Esta noche no salgo. Mañana a disfrutar de la mañana cuando el sol calienta y despierta sentimientos cerrados durante el invierno que alteran mi organismo y mi cuerpo. Una lágrima de felicidad en mi cara. Que así sea mi último día en la tierra. Levanto la vista. El semáforo en rojo. Pongo los pies en el suelo. Espero. Muñequito verde. Paso. Si hubiera algún accidente. Chafo fuerte el camino. Llevo la mochila. Respiro. Sigo vivo.
—¿Lleva hora? —pregunto a uno que pasa
—Las nueve y media
—Gracias
Salto del bordillo a la acera. Creo que he matado a una cucaracha sin querer. No miro. Voy a buen ritmo. Acompañado por las sombras que de mí hacen las farolas. Estornudo. Hago bastante ruido. Tengo la nariz despejada. Inspiro. Espiro. Busco algún sitio para toma algo. Me estoy meando. Camino rápido. En la esquina el letrero de una marca de cerveza. Me acerco. Luz apagada. Cabreo. Me meo. Intuyo que en la próxima calle debe haber un bar abierto. Llego. Giro la cabeza y nada. Espera. A la izquierda dos bombillas rojas. Parece un bar. Da igual, lo que sea me meto. Bajo las escaleras. Barra a la derecha y cuatro o cinco mesas enfrente. Doy las buenas tardes al camarero y pregunto por el aseo. Me indica con el dedo. Dejo la mochila en el suelo junto a una silla y me voy directo. Abro la luz del aseo. Un señor me mira desde el urinario. Yo asustado. Él como en casa. Termina. Se sube la bragueta y sale. Pasa por delante de mí. No cabe. Demasiada barriga. Me aprieto a la pared. Por fin. Cierro la puerta. Bajo la cremallera de los piratas. No puedo sacarla. Desabrocho el botón y bajo los calzoncillos. Glande arriba. Bajo para no salpicar y me relajo. Sigue bombeando. Cuento del cuatro mil setecientos veintitrés hacia atrás. Lanzo un chorro. Abro el grifo del lavamanos con la mano que me queda libre. El agua cae. Consigo mear. La meto dentro. Me limpio las manos. Pienso en el señor que estaba meando. ¿A quién estaba esperando? Quizás la luz se había apagado en ese momento. Miro. No es temporizada. A lo mejor no le hacía falta conectarla, si ya se conoce el aseo. Hombre tranquilo. Respiraba paz. Como si hubiera encontrado hace tiempo lo que yo ando buscando. Salgo del aseo pensando. El camarero sigue en el mismo lugar que cuando he entrado. Limpiando el mismo vaso. Como si el tiempo no hubiera pasado.
—Buenas tardes —le digo otra vez
—Buenas
—¿Puede ser un bocadillo?
—¿De qué lo quieres?
—¿Qué tiene?
—Lo que ves en la barra
—¿No hay nada más?
—Si no quieres que te haga una tortilla
—¿De calabacín?
—Ahora la preparo
—Gracias
—¿Para beber?
—Agua
—¿Fría?
—Por favor
—Aquí tienes
—¿Cuánto es todo?
—Tres setenta y cinco
—Tome
—A ver
—Está bien, gracias
—¡Bote!
Entra en la cocina. Me siento. Dejo la mochila en otra silla. La televisión encendida. Delante de mí el señor que me he encontrado en el aseo mirándola. Ni antes ni ahora veo su cara. Espalda ancha. Me giro. Nadie más en el bar. Miramos la tele. Una cadena local transmite en diferido el concurso de levantamiento de piedras y tala de troncos organizado por el ayuntamiento de una población cercana a Vitoria. Los participantes van ocupando sus lugares. Empieza uno de ellos. La piedra debe pesar más de cien kilos por el esfuerzo que está haciendo. Hombre robusto. Peludo. Le toca el turno a uno más flacucho pero con fuertes piernas. Le sigue uno bien gordo, con las tetas por fuera de la camiseta de tirantes. El camarero me deja el bocadillo en la mesa.
—Gracias —le digo
—De nada —sin apartar la vista de la pantalla
No me había fijado bien cuando he entrado porque estaba detrás de la barra. Al camarero le cuelga una enorme barriga por encima del delantal blanco hasta la altura de un generoso montículo en su entrepierna que frena tan empicado descenso. Desde su barbilla hasta el cuello una capa de grasa con barba. Rostro serio iluminado por el destello del televisor. Miro el concurso. Por imaginar imagino a los dos hombres que respiran conmigo en el bar levantando piedras uno y con el hacha el otro. A la piedra, el que está sentado delante, con la camiseta de tirantes del que he visto antes. Así contemplar el pliegue de sus tetas que, apretadas por la camisa a punto de reventar, he relamido con la vista cuando nos hemos atascado en el aseo. Se acerca a la piedra embadurnándose las manos con polvos. El de mi derecha, enfocado por la cámara dos de la televisión local, empuñando el hacha y subiéndose al tronco. Pongamos que yo soy el que da la salida a las diferentes pruebas. Cámara tres, un primer plano, yo silbando. Cámara uno con el de delante, el levantador de piedras. Abre las piernas. Se agacha. La coge. Primero hasta sus muslos y luego hasta el hombro la lleva. Cara roja de esfuerzo. Toco el pito. El deportista la deja caer al suelo. Le doy el visto bueno y me lanza una sonrisa. Cámara dos al leñador. Primero yo. Instante seguido el que tengo a mi lado dando hachazos. Primer plano con cámara tres que viene corriendo del levantador a cubrir la información del leñador. Hachazo a la izquierda, hachazo a la derecha. Astillas y trozos de madera volando por los aires. Vuelvo l plano subjetivo en el bar. Pego un bocado al pan. Miro el brazo al de mi lado. Dudo si podría rodearlo con mis manos. Cámara dos plano americano. Barriga arriba, paquete ceñido a los pantalones de deporte, barriga abajo, no hay paquete. Imagino cómo puede ser el aparato empalmado. Cámara tres de nuevo con el de las piedras. Agarra la roca y para arriba. Se queda a medias. Me pongo el pito en la boca. Doy un mordisco al bocadillo. Nuevo impulso y se hace con ella. Relajo los dientes y las manos. Pito. Nueva cara de satisfacción del levantador al del silbato. Cámara dos enfocando al leñador. Sudor por todo su cuerpo. Casi puedo olerlo porque lo tengo a mi lado. Muerdo. Me llevo un trozo de servilleta. Más alimento. Cámara tres acompañando el filo del hacha hasta que llega a su destino. Yo acelerando el trayecto empuñando el bocadillo. Toco el bocadillo, perdón, el pito. El leñador deja clavada el hacha en el tronco y hace el signo de victoria. Cámara uno enfocando los aplausos del público. Cámara tres en el hombro del que tocaba el silbato acompañando a los dos al vestuario. Sale un nuevo equipo de leñador y levantador más gordo aún que el que acaba de terminar. El realizador no sabe dónde enfocar. Se me atraganta la tortilla de calabacín. Bebo agua. Al final se decide por la cámara tres en el vestuario. Baja escaleras. Entra detrás de ellos por la puerta donde se cambian de ropa. Se codifica la pantalla. Cinco eternos segundos de espera. No vuelve la imagen. Aprovechan para repetir los mejores momentos de estos dos. El leñador en cámara lenta dando hachazos y todo su cuerpo vibrando. El levantador realizando un solemne ritual antes de hacerse con su rival. La rodea con sus brazos. Levanta. Me viene a la mente cuando yo era pequeño y mis padres me llevaban a la feria y me tocaba un enorme oso de peluche y me lo llevaba a casa a rastras y lo dejaba en la cama y lo miraba dulce y cariñoso como un objeto sexual buscando al oso de verdad y no lo encontraba porque buscaba un ideal entre tanto pelo y lo acariciaba y lo cuidaba porque en el fondo era como quería que me trataran a mí mismo. El levantador deja caer la piedra. Imagino que soy el realizador y pulso el botón que da paso a la cámara del vestuario. Imagino que estoy abonado e inserto la tarjeta para descodificarlo. Imagino más fácil, soy el utillero que lleva la ropa limpia al del hacha y al de la piedra al vestuario. Además nos están grabando.
—Aquí tienen —les digo tirándoles la toalla
—Gracias —me responden
—Han hecho un buen campeonato
—Muchas gracias —me dice el levantador quitándose la camisa de tirantes sudada y tirándomela en la cara
—¿No van a ver a los demás finalistas?
—¿Para qué? —me pregunta el leñador
—Bueno, los cuatro están en la final
—Coge —me dice el levantador después de lanzarme sus pantalones de maya
—¿No les interesa?
—No —responde el leñador
—¿Por qué? —pregunto con los gallumbos del levantador en la cabeza
—Porque son mejores —dice el leñador
—¿Cómo lo saben?
—Los conocemos
—¿Son amigos?
—¿No estás haciendo demasiadas preguntas? —me increpa el leñador rascándose los huevos
—Perdona
—Déjame pasar —me aparta el levantador con su barriga entrando en la ducha
—Perdón —digo mientras me sube el olor de los calzoncillos
—Pásame el jabón —le pide el levantador desde la ducha al leñador
—Toma —se lo lanza
—Vaya —dice recogiéndolo del suelo—, cómo resbala
—¿Quiere que le ayude? —pregunto al levantador
—¿Por qué no te metes en tus asuntos? —me contesta enfadado persiguiendo con los dedos el jabón en el plato de la ducha
—Ven aquí —me pide el leñador sentado en el banco
—Voy —le dijo dejando la ropa en el cesto
—Quítamelo
Pega la espalda peluda en los azulejos blancos del baño y empiezo a estirar del esparadrapo pegado a sus dedos.
—¡Maldita sea! —gruñe el levantador que todavía no ha dado caza al jabón
Contengo la risa mientras observo el culo en pompa y el agujero cubierto de pelo negro.
—¿Quieres concentrarte? —me regaña el leñador
—Claro —digo mirando su pedazo de tronco empalmado
—Qué manos más pequeñas tienes —me dice a la cara
—Es que usted lo tiene todo grande —le digo consciente de haber metido la pata hasta el fondo
—Es de nacimiento
—Ya veo
—Por fin —dice el levantador cogiendo el jabón
—Más vale maña que fuerza —le dice el leñador
—A mí me gustaría verte en manos de una princesa
—Ja —me río pensando que esa soy yo
—Sí —dice el leñador—, pero a todas les gusta chupar mi centollo
—Ja —se me escapa mientras imagino descansando mis posaderas en tan hermoso ejemplar
—¡Toma polla princesa! —el leñador agarrándosela fuerte
—Ay —pienso, no me haga usted hacer daño que soy virgen y pura y así quiero llegar a nupcias
—Será que no ha visto ésta —dice el levantador desde la ducha descapullándosela
—Mmm —veo a mi Romeo desde el balcón bajo la lluvia ofreciéndome una rosa
—No vayamos a comparar —le contesta Robín Hood, apretando la piel de su flecha hacia atrás
—Gg —con la garganta pensando cuál de estos dos hermosos caballeros será el que se me lleve al huerto
—Qué te parece esto —nos la enseña Romeo levantándose la barriga
—Espera —dice Robín de los Bosques, masturbándose
—Uf —digo tragando tortilla de calabacín
—Mira, mira —replica Romeo frotándose con el jabón
—Aysss —digo sin decir en mí
—¿A que me corro primero? —le reta Robín, metiéndose un dedo en el culo con esparadrapo y todo
—Eso sí que no —contesta Romeo bajo una catarata de espuma
—Demasiado tarde —dice Robín mostrando el cáliz sagrado en sus manos
—Mierda
—Romeo eyaculando
—Ja, ja, ja —ríe el leñador
—¿Vas a ducharte, o no? —pregunta el levantador
—Cuando éste termine de quitar el esparadrapo —enfadándose conmigo
—Sí —le digo sumisa curando sus heridas de guerra
—Deja, que ya está
—Ahora os traigo la ropa —les digo
—Date prisa que tenemos que recoger la plata
—Sí —cogiendo camisetas, pantalones, calzoncillos y calcetines
—No es verdad ángel de amor —recita Romeo secándose con la toalla
—Que en esta apartada orilla —digo en voz baja
Entro con la ropa limpia.
—Dame —me coge el levantador
—Tome
Desposeída de toda voluntad observo cómo se ducha mi caballero vencedor.
—Átame los cordones —me pide el levantador
—Claro
Se me cae una lágrima.
—¡Quita de en medio! —me dice el leñador saliendo de la ducha
—Perdón —ruego al caballero vencedor que no desate su ira contra una pobre y desvalida princesa en el primer día de su nueva vida con su amor
Observo cómo mi caballero uniformado se presenta ante mí.
—¿Vamos? —pregunta el leñador
—Vamos —responden los poros de mi piel que se abren por la dulce brisa de la pasión
—¿Tú dónde vas? —me pregunta el leñador
—Donde su merced quiera —respondo inocente con las manos en mi corazón
—¡Tú, tú te quedas ahí, gilipollas! —mientras cierra la puerta
—¡No, no, no! —grito golpeando la puerta mientras el cámara sigue grabándome—. Ten piedad de mí, por favor, soy tu princesa. ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué me rompes el corazón? —digo llorando desconsolada y el cámara con un primer plano en mi cara.
Fuera se oyen gritos. Reparto de medallas. Acabo el bocadillo y doy el último trago de agua. El leñador y el levantador se van a su casa cogidos de la mano. Recojo las migas del plato. Cojo la mochila, pregunto la hora y me abro.