Completarnos en el futuro
EN la novela La carretera, de Cormac McCarthy, un padre y un hijo, andrajosos y famélicos, viajan juntos por la América post-apocalíptica. Los árboles y las flores se están secando; la mayoría de los seres humanos han muerto, y gran cantidad de los vivos han optado por el canibalismo. Lo que les da fuerza para seguir adelante a ese padre y su hijo es la esperanza de un Futuro mejor. Una de sus escasas posesiones es un viejo mapa destrozado. No saben en realidad adonde van; lo único que saben es que tienen que dirigirse hacia el sur. Desconocen lo que encontrarán allí, ni siquiera si hay algo que encontrar allí; solo saben que tienen que seguir caminando hacia el sur. El sur representa para ellos todo lo hermoso, bueno y verdadero de la vida.
No voy a desvelar el argumento, pero, al final, resulta que, si hubieran estado un poco más atentos a lo que iba sucediendo por el camino, a lo que la vida trataba de mostrarles una y otra vez, no habrían tenido tal ansia por llegar a su destino. Obcecados con el destino, se perdieron el viaje, que era donde de verdad estaban la vida y el amor.
Este relato es una magnífica metáfora de cómo vivimos todos, siempre intentando llegar allí, cuando es aquí donde está la vida. Todos tratamos de llegar a casa, cuando quizá, simplemente quizá, ya estemos en casa en nuestra experiencia presente, solo que no nos damos cuenta.
Es una dinámica en torno a la cual giran muchas novelas, obras de teatro, películas, mitos y cuentos espirituales. Los personajes, por lo general, viajan lejos de casa, descubren quiénes son realmente, y entonces regresan a su hogar, cambiados en cierto modo, en cierto modo iguales. En El mago de Oz, quizá la película más entrañable de todos los tiempos, una joven deja su ciudad natal, sosa, incolora, y emprende un viaje increíble, lleno de colorido; se encuentra con diversas facetas de sí misma, y regresa finalmente al mismo lugar..., solo que entonces ve lo que realmente hay en él. Su hogar no ha cambiado, pero sus ojos se han abierto a él. Al principio de muchos musicales de Disney, el personaje principal, que se siente desterrado en su propia tierra, canta una canción sobre su anhelo de aventuras, de amor, de algo que le resulta imposible encontrar en casa. Ese algo le hace partir, pero, al final, retorna, o encuentra un nuevo hogar..., su verdadero hogar, su verdadero sitio en el mundo. Se ha sugerido que, en el nivel más básico, todo relato tiene esta estructura en común: un héroe ya de lo conocido a lo desconocido, pero al final siempre regresa a casa. El buscador espiritual se marcha en busca de la iluminación, y a su regreso descubre que la iluminación que buscaba había estado allí desde el principio.
En la música, las notas y los acordes emprenden un viaje similar, alejándose de su hogar natural, creando tensión para el oyente cautivado, pero resolviéndose finalmente con el regreso a sus puntos de partida. Y nosotros, los oyentes, sentimos como si la música nos hubiera transportado de algún modo, como si nos hubiera alejado de lo ordinario y luego nos hubiera devuelto —en cierta manera cambiados, vivificados, transformados— al lugar donde estábamos. Algo se ha convulsionado en nosotros, a pesar de no habernos movido en absoluto.
Sentimos la imperiosa necesidad de marcharnos de casa en busca de lo que quiera que sea que nos haga sentirnos completos, pero sentimos la misma necesidad imperiosa de regresar. Después de un largo día, agotador, de guardería o de oficina, lo único que queremos es volver a casa, volver a estar con nuestra madre, con nuestro padre, con las personas queridas, volver a dormir. De niños, añoramos nuestro hogar cuando estamos lejos demasiado tiempo, lejos de las personas a las que queremos. Cuando alguien muere, decimos que «han vuelto a casa» o han encontrado un nuevo hogar donde poder descansar eternamente, donde poder, al fin, descansar en paz.
A lo largo de toda la historia humana, la búsqueda del hogar se ha expresado en todas y cada una de las facetas de nuestra vida: en nuestro arte, nuestra música, nuestra ciencia, nuestras matemáticas, nuestra literatura, nuestra filosofía, nuestra implacable búsqueda de amor, nuestra espiritualidad. La búsqueda del hogar nace de lo más profundo de la mente humana.
En el arte, la interacción del buscador y lo buscado, el primer plano y el fondo, la luz y la sombra, el espacio positivo y negativo crea tensión, drama. Un chiste busca el golpe de efecto; una frase busca completitud. Es nuestro inherente anhelo de resolución lo que hace que una obra de arte, un chiste, una frase sean tan atrayentes, tan dramáticos, tan satisfactorios. Quizá sea el mismo anhelo que ha llevado a los matemáticos, filósofos y físicos, durante toda la historia humana, a buscar algún tipo de gran teoría unificada y omnímoda de la realidad, integridad en el caos, amor en medio de la devastación, una conclusión cósmica. Según nos cuentan, incluso el universo se expande y se contrae, buscando de algún modo el equilibrio, buscando el hogar. Todo anhela entrar en reposo.
El hogar no es un sitio, una cosa ni una persona. Es descanso. Originariamente, la palabra «hogar» significa «descansan» o «yacer».
Somos como olas, anhelantes de retornar al océano del que nunca salimos. Una ola se percibe a sí misma separada del océano y, desde ese lugar de falsa identificación esencial, empieza a buscar el océano de un millón de maneras distintas. Se busca a sí misma sin saberlo. Su anhelo del hogar es su anhelo de sí misma. Tal es la condición humana.
¿Cómo se manifiesta este sentimiento de separación en nuestra experiencia presente? Vivimos con el sentimiento persistente de que algo nos falta en la vida, ¿verdad? Es un sentimiento de carencia, un extraño sentimiento vacío, como si hubiera en nosotros un agujero que es necesario llenar, como si no fuéramos lo bastante competentes tal como somos, como si estuviéramos fundamentalmente defectuosos.
A esta sensación básica de vacío se debe que nos lancemos al mundo del tiempo y el espacio en busca de nuestro verdadero hogar, en busca del reposo cósmico, en busca de alivio, en busca de la plenitud de las cosas. Siempre vamos en pos de la plenitud, algo que llene el vacío. A causa de nuestra añoranza cósmica del hogar, buscamos la unión con Dios, con el Espíritu, con la naturaleza, con un gurú. Ansiamos llenarnos la barriga y tener una cuenta bancaria rebosante. Lo masculino y lo femenino se buscan mutuamente, intentando completarse mediante la unión; buscamos a nuestras almas gemelas, nuestra media naranja que nos complete. Perseguimos nuestro destino, sin darnos cuenta de que ya lo estamos viviendo.
Por ese sentimiento de no estar completos, iniciamos la búsqueda de una completitud futura. Ciegos a nuestra verdadera identidad que es el océano de la experiencia presente, empezamos a buscar el océano, y creemos de verdad que lo encontraremos en el futuro, en ese «algún día». Nos decimos a nosotros mismos: «Ahora estoy incompleto, pero algún día, una vez que haya encontrado lo que busco, estaré completo».
«Algún día encontraré el amor, y entonces estaré completo. Algún día alcanzaré la iluminación espiritual, y estaré completo. Algún día triunfaré, y ese día estaré completo. Algún día seré rico. Algún día sanaré. Algún día todos me darán su beneplácito. Algún día estaré plenamente presente. Algún día seré consciente por completo. Algún día viviré en el ahora. Algún día encontrare la paz. Algún día seré plenamente yo mismo. Algún día me entenderán. Algún día seré una estrella. Algún día todos me querrán y me aceptarán. Algún día seré un individuo plenamente evolucionado. Algún día seré padre, o madre. Algún día seré libre. Algún día seré feliz. Sí, me sentiré completo algún día. Pero todavía no. Todavía no».
Buscamos riquezas, poder, amor, éxito e iluminación en el futuro, en el «algún día», porque todas estas cosas simbolizan para nosotros el hogar. Pensamos que conseguir lo que queremos, encontrar lo que buscamos, nos llevará de vuelta a casa. Nuestra añoranza cósmica del hogar es la raíz de todo.
A veces incluso conseguimos lo que queremos —el coche nuevo, una relación, el nuevo trabajo, el cuerpo esbelto y en forma, la nueva experiencia espiritual, la fama, la adulación, el éxito—, y nos sentimos íntegros y completos temporalmente. Pero pronto regresa ese sentimiento de vacío, de descontento, y la búsqueda vuelve a empezar. Es como si hubiera algo en nosotros que está perpetuamente insatisfecho con lo que es; siempre quiere más. Por mucho que obtenga, quiere más. Por mucho que posea o logre, quiere más. Por muchas experiencias que tenga, por mucho que se añada a sí mismo, quiere más.
Por muy completa que sea la historia de mi vida, siempre podría ser más completa. El trabajo siempre podría reportarme más beneficios y mi relación de pareja ser más satisfactoria; siempre podría tener más dinero, más éxito, recibir más halagos. La experiencia espiritual siempre podría ser más profunda, más duradera. Me digo que siempre fio— dría estar más cerca de la iluminación, o más iluminado, más presente; podría ser más consciente, más libre, más querido.
O podría haber en mi vida menos de lo que no quiero: menos dolor, miedo, tristeza, ira, sufrimiento, pensamientos, ego...
El relato de mi vida nunca estará completo, o, lo que es lo mismo, nunca me completaré en el tiempo.
Conocí a un hombre que era millonario antes de cumplir los cuarenta. Trabajaba con ahínco y siempre conseguía lo que quería: más dinero del que jamás podría necesitar; una casa grande y lujosa; una compañera cariñosa y muy bella; unos hijos encantadores, inteligentes, obedientes y trabajadores; montones de amigos; adulación, y respeto. Se retiró a los treinta y siete años. Literalmente el día después de haberse retirado, estaba sentado solo en casa y, de repente, aquel sentimiento vacío, incompleto, añorante del hogar afloró de nuevo..., el mismo sentimiento que había tenido siendo adolescente, el mismo sentimiento que le había hecho dejarse la piel trabajando para conseguir sus millones, el mismo sentimiento del que se había pasado la vida tratando de escapar. Era el sentimiento que, supuestamente, el dinero, la gran casa, la esposa y la familia harían desaparecer. Eso es lo que el mundo le había prometido.
Ahora se encontraba ante un serio problema. Tenía lo que quería, y aún se sentía incompleto. Aún añoraba el hogar. ¿Qué demonios le pasaba? Ya no contaba con la distracción del trabajo. Ahora, frente a frente de nuevo con el sentimiento de carencia, no tenía forma de escapar de él.
Aquella tarde, el joven millonario se tomó una copa. Luego otra. Y otra. Muy pronto se había hecho adicto a la bebida. Reemplazó su adicción al trabajo con una adicción al alcohol. Después de todo, tenía que eliminar como fuera su sensación de carencia cósmica.
La historia de este hombre es un perfecto ejemplo de cómo es imposible satisfacer al buscador, incluso cuando consigue lo que quiere. El sentimiento de carencia básico que experimentamos no lo puede acallar nada de cuanto existe en el mundo del tiempo y el espacio. Conseguir lo que deseas no erradica tu añoranza intrínseca de tu hogar.
Y hay otro problema, un problema que los budistas siempre han tenido presente: en un mundo que es totalmente impermanente, en un mundo de cambio constante, en un mundo que en última instancia escapa a cualquier tentativa tuya de controlarlo, incluso si consigues lo que quieres, puedes luego perder lo que tienes. En definitiva, la vida no ofrece ninguna clase de seguridad. Lo que aparece, siempre desaparece.
En lo más hondo, sabemos que nada, absolutamente nada, puede protegernos de la posibilidad de perder lo que tenemos, y por eso sentimos tal ansiedad en nuestra vida. Ahora que tenemos una casa nueva, nos preocupa la posibilidad de quedarnos sin trabajo y no poder atender los pagos en el plazo previsto. Ahora que tenemos dinero más que abundante en nuestra cuenta bancaria, nos preocupa que pueda quebrar la economía y que nuestros ahorros se queden en nada. Por muy feliz que seas en la relación con tu pareja, te preocupa que pueda dejarte, enfermar o algo aún peor. Te preocupa que tus hijos se hagan daño. Te preocupa tu cuerpo, todo lo que podría ocurrirle. Y sabes que nada —ni tu gran casa, ni los muebles, ni tu vistoso automóvil, ni la piscina, ni todo el dinero que tienes en el banco, ni siquiera tu amado gurú espiritual— puede protegerte de una pérdida potencial, del cambio, de la impermanencia, del rumbo que toman las cosas.
Claro que las personas y los objetos pueden darte temporalmente un sentimiento de seguridad, de comodidad v placer, pero no pueden proporcionarte lo que de verdad anhelas, que es vivir a salvo de cualquier clase de pérdida, a salvo de cualquier carencia y, en última instancia, a salvo de la muerte. No pueden ofrecerte la seguridad cósmica que tan desesperadamente buscas; no pueden llevarte de vuelta a casa. No hay nada en el exterior que pueda llevarte de vuelta a casa.
Pero hay otra manera de contemplar nuestra búsqueda del hogar. Imagina que eres un recién nacido. Nunca antes has visto el mundo; todo te resulta nuevo y misterioso: ¡todas esas extrañas visiones, sonidos y olores!, ¡todos esos extraños sentimientos y sensaciones a los que todavía no puedes dar nombre! Te despiertas en mitad de la noche. Estás solo, y tienes hambre y miedo (aunque aún no dispongas de palabras para referirte a ninguno de esos sentimientos). A cierto nivel no estás bien, y la única manera que tienes de comunicarlo es llorando y chillando. No puedes decir: «¡Disculpad! ¡No me siento bien! ¡Por favor, que alguien me ayude!». Solo puedes chillar y esperar a que la ayuda llegue.
Ti madre entra, te toma en brazos, te calma y te amamanta. De repente, todo vuelve a estar bien. De repente, el malestar no parece tan terrible. El miedo no parece tan terrible. Ya no estás solo. Te sientes seguro de nuevo. Te sientes protegido por fuerzas exteriores a ti. Tuno estar bien se ha tornado en estar bien. Algo, fuera de ti, ha venido y ha hecho que todo vuelva a ser perfecto.
Si el bebé pudiera hablar, tal vez diría algo parecido a: «Cuando el sentimiento de no estar bien aparece, chillo. Antes o después, mamá viene, y entonces desaparece el no estar bien como por arte de magia. Mamá me quita el no estar bien. Mamá hace que el no estar bien se vaya».
Pero en realidad no era mamá quien hacía que todo volviera a estar bien. Mamá no tiene realmente el poder de hacer que desaparezca el sentimiento de no estar bien..., eso es simplemente lo que le parece a un recién nacido. Es una preciosa ilusión, pensar que los objetos, las personas o cualquier cosa exterior a nosotros pueden hacemos sentir bien, pueden devolvernos al hogar. Rápidamente empezamos a creer que buscar algo fuera de nosotros acabará por hacer que desaparezcan todos los malos pensamientos, sensaciones y sentimientos. El mecanismo de búsqueda se ha puesto en marcha, probablemente desde una edad muy temprana, y buscamos en el exterior algo que lo arregle todo. Quizá el apego a nuestras madres sea la primera expresión de esa búsqueda..., pero no es a nuestras madres a quienes estamos apegados, sino al hogar. Para la mayoría de los bebés, imagino que su madre es la primera persona que simboliza el hogar.
Me pregunto si, de un millón de maneras diferentes, lo que intentamos con nuestra búsqueda no es simplemente volver al vientre materno, al lugar de la no separación. Allí, no había separación entre el vientre y yo, no había separación entre mi madre y yo; solo había integridad, sin fuera ni dentro. Allí, no existía el «otro», es decir, todo era el vientre. Es como si el mundo entero estuviera allí, como si estuviera allí el universo entero, para cuidar de mí, para protegerme. Me sentía inmerso en un océano de amor, siempre. Era el hogar, sin ningún opuesto, ya que en él yo no conocía los conceptos de dentro y fuera. Era el océano en el que todas y cada una de las olas de experiencia se aceptaba profunda y absolutamente. Era yo mismo.
De hecho, ni siquiera estaba en el vientre; yo era el vientre. Así de completo estaba. No existíamos el vientre^ yo (dos cosas); solo existía el vientre (una cosa, todas las cosas). De manera que, en verdad, no salí del él. En mi esencia más profunda, era —y soy— el vientre. Soy la integridad que añoro.
Pero, de este lugar de completud total siempre presente y sin opuesto, parece que se me expulsó sin previo aviso. De repente, toda aquella seguridad natural desapareció. De repente, me encontré ante un mundo de objetos separados, un mundo azaroso, impredecible, un lugar donde la comodidad, la seguridad —el estar bien— podían aparecer y desaparecer en cualquier momento. Ahora estaba en un mundo donde el estar bien batallaba con el no estar bien.
No es irracional sugerir que, puesto que todo ser humano que existe o ha existido estuvo en el vientre materno, puede que todavía alberguemos un vago recuerdo preverbal de aquel profundo sentimiento de bienestar, y que todos anhelemos intensamente regresar a él. Quizá la búsqueda del hogar sea también la búsqueda del vientre..., no del lugar físico, sino de la integridad que allí había. Añoramos sentirnos a salvo, protegidos, ser uno con todo. Añoramos volver a estar profundamente bien.
Ahora que somos adultos, ya no chillamos, literalmente reclamando a nuestras madres; en vez de eso, tenemos maneras más sofisticadas de buscar alivio para nuestro malestar. Metafóricamente, chillamos por el siguiente cigarrillo, la siguiente copa, la siguiente conquista sexual, el siguiente ascenso en el trabajo, la siguiente experiencia espiritual, la siguiente vía de escape: cualquier cosa que haga que todo vuelva a estar bien, cualquier cosa que haga desaparecer el no estar bien.
Ni siquiera los niños que han tenido una infancia idílica y llena de afecto escapan a este sentimiento básico de separación, de carencia. Se diría que es inherente a la experiencia de ser un individuo. Ningún padre ni madre es culpable de haber creado este sentimiento de separación, esta sensación de carencia; nadie hace intencionadamente de su hijo un buscador. Los organismos recién nacidos que tienen capacidad de pensamiento abstracto acaban buscando, de un modo natural, una completud conceptual en el futuro, elaborando todo tipo de ideas sobre lo que les hace sentirse bien y mal en sus experiencias, e intentan escapar de todo aquello que perciben como causante del no estar bien, a fin de llegar al lugar del estar bien. Visto así, desarrollar un sentimiento de separación y, luego, buscar la manera de corregirlo encontrando integridad forma parte de la evolución natural de la vida. Buscar no es un error, y no es el enemigo. Es simplemente una cuestión de identidad equivocada.
LA RESISTENCIA QUE OPONEMOS AL MOMENTO PRESENTE
Estaré completo,.,
cuando finalmente encaje
entre mis semejantes, entre mis compañeros de trabajo, en la sociedad, cuando finalmente la gente me entienda y apruebe lo que hago,
cuando toda la gente de mi alrededor cambie,
cuando haya creado una obra maestra que todo el mundo alabe,
cuando tenga un cuerpo perfecto,
cuando finalmente haya manifestado mi destino,
cuando haya encontrado a mi alma gemela,
cuando haya experimentado el pleno despertar;
cuando gane una medalla de oro,
cuando tenga un hijo,
cuando por fin encuentre lo que busco.
Buscamos completud en el futuro porque, a cierto nivel, nos sentimos incompletos en el momento presente.
¿Quieres que te comprendan en el futuro? Eso significa que, a cierto nivel, ahora te sientes incomprendido. ¿Quieres alcanzar la iluminación en el futuro? Eso significa que, a cierto nivel, ahora sientes que no estás iluminado. ¿Quieres encontrar amor en el futuro? Eso significa que, a cierto nivel, ahora no te sientes querido. La pregunta «¿qué buscas en el Futuro?» es idéntica a la pregunta «¿de qué huyes ahora mismo?».
Es crucial que entendamos que nuestra búsqueda de algo abstracto en el futuro —la iluminación, riqueza, poder, éxito, amor— está siempre profundamente enraizada en la resistencia que oponemos al momento presente. La búsqueda de completitud futura siempre tiene sus raíces en una experiencia de incompletitud presente. Es en la incompletud del momento presente donde empiezan todo nuestro sufrimiento y nuestra búsqueda; y en una profunda aceptación del momento presente es donde pueden terminar.
A veces la gente acude a mí y me pregunta cómo pueden iluminarse. Creen que estoy iluminado (aunque yo nunca diría que lo esté) y que puedo enseñarles a ser como yo. Suelo contestar simplemente: «Bueno, ¿qué significa para ti la palabra «iluminación»? Cuando te ilumines, ¿en qué se diferenciará tu experiencia de la de este momento?», y, en respuesta a mi pregunta, suelen decir algo como: «Creo que, cuando esté iluminado, ya no tendré miedo. Creo que la tristeza y el dolor desaparecerán. Creo que la iluminación se llevará todo lo malo que hay en mí».
¿Te das cuenta? En realidad, nadie quiere «iluminarse»; lo que desean es escapar de los sentimientos presentes de insatisfacción, tristeza, dolor, ira, frustración, aburrimiento, vacío, o de no sentirse queridos o valorados. Lo único que quieren es poner fin a su sufrimiento; pero, en vez de hacer frente a ese sufrimiento en este mismo instante y de ver la integridad que hay en él, viven esperando a que un acontecimiento o un estado futuros lleguen y le pongan fin por ellos. Lo único que ansían es volver al hogar, que es lo que queremos todos..., solo que, en su caso, están obcecados con la idea de que la iluminación será su futuro hogar.
No queremos que llegue el dolor, y sin embargo llega. No queremos que aparezca el miedo, y sin embargo aparece. Debido a nuestro condicionamiento, no vemos que el dolor, el miedo, la tristeza, la ira y todos los demás tipos de sentimiento forman parte de la completud, forman parte de la integridad de la vida. Se nos ha condicionado a considerar que ciertas áreas de nuestra experiencia son imperfecciones, contaminaciones, aberraciones, impurezas, expresiones de incompletud. Dicho de otro modo, se nos ha instruido, adiestrado e incluso hecho un lavado de cerebro para que veamos en ellas una auténtica amenaza para la vida en sí. Creemos que esas áreas de nuestra experiencia están de algún modo en contra de la vida..., que no merecen ocupar un lugar dentro de nosotros. A la ira, el miedo, la tristeza, el malestar, el dolor no se les debería dejar entrar. Si los rechazo es porque creo que no deberían existir en mí, porque no considero que formen parte de la integridad de la vida. Creo que son peligrosos para mi bienestar. Así que me paso todo el tiempo escapando de ellos.
¿Qué partes de tu experiencia sientes que no te pertenecen? ¿Qué pensamientos, sensaciones y sentimientos consideras que son ajenos a ti? ¿Cuáles te parece que están juera de lugar, que no deberían existir en ti, que no son realmente tú?
Sencillamente, buscamos pureza, perfección y completitud fuera de la experiencia presente porque tenemos la impresión de que nuestra experiencia presente está incompleta, es defectuosa, imperfecta, de algún modo no íntegra. Buscamos integridad porque no vemos integridad en el momento presente. No vemos que haya integridad en los pensamientos, sensaciones y sentimientos actuales, así que la buscamos en el futuro. Nos hacemos buscadores de integridad, y ahora necesitamos un futuro para completarnos. El buscador siempre necesita tiempo para encontrar lo que busca. El momento presente se convierte así en un medio para lograr un fin.
Y aquí es donde empieza todo el sufrimiento: en la pérdida del momento presente, la pérdida de nuestro verdadero hogar.