LA DIFERENCIA ENTRE EL DOLOR Y EL SUFRIMIENTO
ANTES de seguir hablando sobre la sanación, creo que es muy importante distinguir entre dolor y sufrimiento. ¿Qué es exactamente lo que intentamos sanar: el dolor o el sufrimiento?
Hablé una vez con una mujer que padecía unos dolores terribles y a la que le habían dado unas semanas de vida. Había sido desde siempre una buscadora espiritual. Había estudiado con distintos maestros espirituales e incluso había vivido varios años en un ashram en la India como parte de su búsqueda de la iluminación. Se consideraba bastante evolucionada espiritualmente, pero ahora, que tenía que hacer frente a la enfermedad, toda aquella fachada había empezado a desmoronarse. Me dijo que se sentía una fracasada. Después de tantos años de búsqueda espiritual, seguía siendo incapaz de aceptar profundamente lo que le estaba pasando. En medio del dolor, su imagen de sí misma se iba haciendo añicos.
Le daba un miedo atroz la posibilidad de no seguir viva al día siguiente, se sentía frustrada por el estado de su cuerpo (sentía que le había fallado), se lamentaba de todo lo que no había conseguido en su vida y la embargaba una profunda tristeza al pensar en todo lo que ya no volvería a ver ni a sentir cuando muriera. ¿Qué había sido de todas sus ideas sobre afrontar con ecuanimidad los retos de la vida? ¿Qué había sido de su convencimiento de que estaba plenamente presente e integrada en cada momento? ¿Qué había sido de la idea de que una persona que ha despertado experimenta paz absoluta incluso en medio de la devastación? ¿Qué había sido de su convicción de que no era «nadie»? Se sentía un fracaso y un fraude, a la vista de la realidad que la vida le estaba presentando. Sentía que la vida la había humillado. Ella, que pensaba que todo lo había resuelto, se encontraba ahora con que todo lo que creía saber la vida lo ponía en entredicho.
Su fachada de persona iluminada se estaba desmoronando por momentos. ¡Qué maravilla!, al final, todas las fachadas que la mente construye se acaban desintegrando. Esta era una invitación de la vida a trascender su imagen de sí misma y descubrir quién era realmente en este momento. No mañana, no ayer, sino en este momento.
Mientras todo le había ido bien —estaba sana, en forma y llena de energía—, le había resultado fácil sentirse iluminada y decir cosas como: «Este no es mi cuerpo» o «No hay un yo». Pero ahora, postrada en cama el día entero, frágil, dolorida y dependiente de la medicación para seguir viviendo, le parecía que todo su progreso espiritual se había ido por el retrete. Me contó que se sentía como si hubiera regresado a como era antes de iniciar la búsqueda espiritual. Se sentía como una recién nacida, totalmente incapacitada para hacer frente a la vida, identificada por completo con su cuerpo físico; y estaba increíblemente enfadada consigo misma por «haber fallado». ¿Por qué no era capaz de estar más «presente», más «despierta» a la situación, más en paz con lo que estaba sucediendo? Le resultaba obvio que nunca había despertado, que se había estado engañando durante los últimos treinta años. Así que se pasaba el día tendida en la cama flagelándose mentalmente por no estar espiritualmente más evolucionada de lo que estaba.
Esta dulce mujer estaba muy apegada a sus conceptos y creencias sobre el despertar y la iluminación. Tenía una idea fija sobre lo que debía de significar el despertar. Había hecho suyo el concepto de que una persona despierta debía sentirse realizada, feliz, en paz o incluso bien, todo el tiempo, y estas creencias prestadas, que no eran fruto de su experiencia, le estaban causando un sufrimiento enorme, la hacían sentirse un absoluto fracaso y un fraude. Recuerda, sentir algo «todo el tiempo» es sencillamente imposible en el océano que eres.
A duras penas conseguía sobrellevar el dolor y la debilidad física, pero la pérdida (muerte) de su identidad la angustiaba todavía más. Eran todas las ideas que había ido haciendo suyas durante años sobre cómo debían y no debían ser las cosas, todas las ideas sobre la apariencia que hubiera
debido tener este momento lo que quizá le hacía todavía más daño que el dolor en sí. Intentaba desesperadamente sentirse bien con las cosas tal como eran, pero la realidad era que no se sentía bien y que se torturaba por ello. Intentaba desesperadamente mantenerse entera, pero el dolor amenazaba con hacer pedazos su realidad. Y cada día libraba una batalla para seguir aferrada a su identidad.
Eran los relatos que se contaba sobre el dolor —sobre lo terrible que era, cuánto podía empeorar, cómo terminaría por matarla— lo que hacían la situación intolerable, insufrible, desesperada. Era su identidad de mujer derrotada por el dolor lo que representaba la verdadera carga, no el dolor en sí. Era su relato de sí misma, que la definía como víctima del dolor, como prisionera del dolor, como persona atrapada en el dolor e incapaz de encontrar una salida lo que de verdad la hacía sufrir; era eso lo que necesitaba sanar. El origen de su sufrimiento eran sus tentativas frustradas de escapar mentalmente del momento, su necesidad desesperada de dominar la situación y el hecho de no tener ningún dominio sobre ella. El origen de su sufrimiento era su incapacidad para aceptar profundamente su total vulnerabilidad ante la vida.
El dolor físico tiene una manera de traernos, del modo más ineludible, a la realidad, y puede ayudarnos de verdad a que nos abramos paso a través de todas las imágenes, siempre que estemos dispuestos a sentir y vivir realmente su significado más profundo.
Decimos: «Tengo un dolor ahora mismo», pero, en realidad, ¿a qué nos referimos con eso? Vamos a intentar desarmar nuestro relato del dolor y regresar a lo que de verdad está ocurriendo en el momento. (Y, en última instancia, todo lo que digo puede aplicarse no solo al dolor físico, sino también a todas las clases de dolor: el miedo, la ira, la tristeza, la culpa, los celos, la frustración, el aburrimiento, el pesar... El dolor es lo que duele en el momento.)
Regresa a la experiencia presente, a lo que de verdad está sucediendo ahora mismo. ¿Qué hay aquí? Hay todo tipo de pensamientos, sentimientos, sonidos y sensaciones que aparecen y desaparecen en lo que eres.
Vete al dolor, y por el momento, como experimento, deja a un lado tu relato del dolor —despréndete de tus conclusiones, de tus suposiciones, de todo lo que sabes sobre el dolor, de tus descripciones de él, de tus recuerdos de experiencias dolorosas pasadas— y explora la experiencia presente, como si fuera la primera vez que sientes dolor. ¿Qué hay realmente aquí, más allá de tus ideas sobre lo que hay aquí? ¿Cuál es la verdad de este momento?
Tal vez empieces a darte cuenta de que eso a lo que hasta ahora habías llamado dolor no es en realidad dolor. ¿Qué quiero decir con esto? Quiero decir que no hay nada aquí que sea estático, sólido, inmutable, nada que esté separado; no vas a encontrar nada sólido llamado dolor. Incluso aunque el dolor parezca sólido, míralo más de cerca..., y más de cerca todavía. Como ya hemos visto, en la realidad, la experiencia del momento presente nunca está inmovilizada. Una ola siempre está en movimiento, aunque desde la distancia pueda parecer estacionaria. Decimos: «Eso es una ola, y sé lo que es una ola», pero para cuando hemos acabado de pronunciarlo, la ola ya no es la misma. La palabra parece inmovilizar las cosas, pero la realidad nunca está inmóvil; siempre es una ola nueva, y otra ola nueva. La realidad cambia de forma constantemente. En el momento que intentas describir una ola diciendo «es así» o «es de este otro modo», el momento va se ha ido, la forma de la ola ya ha cambiado, y lo que expresabas un momento atrás ya no es aplicable a este momento.
La vida está en movimiento, y el pensamiento siempre se esfuerza por alcanzarla. La vida precede al pensamiento. En este sentido, ¡todo pensamiento es un añadido a posteriori!
Así que regresa a estas olas de experiencia, regresa a lo que llamas dolor, y fíjate en que no es sólido, sino que de hecho consiste en toda clase de olas más pequeñas, toda clase de sensaciones cambiantes, que fluctúan, que danzan. En el instante que llegas a una conclusión sobre una sensación, en cierto sentido has dejado de ver y de sentir, de sentir de verdad, lo que hay aquí; has entrado en un relato mental sobre tu experiencia. Así que vuelve a lo que está sucediendo realmente y mira de nuevo.
Deja a un lado la conclusión de que eso que experimentas ahora se llama dolor, y redescubre lo que es en realidad. ¿Cómo son en realidad esas sensaciones a las que llamas dolor? Siéntelas..., realmente siéntelas hasta el fondo. Préstales una atención directa y afectuosa, sin esperar que cambien en modo alguno ni intentar hacerlas desaparecer. Encuéntrate con lo que hay aquí sin esperanza. ¿Son estáticas las sensaciones, son sólidas, fijas, o se mueven y danzan en la experiencia presente? ¿Cómo se mueven? ¿Lo hacen rápido o despacio? ¿A dónde van? Síguelas. ¿Da la impresión de que vayan en una dirección determinada, o en todas las direcciones a la vez? ¿Viajan en pequeños círculos, suben y bajan, van de lado a lado, o entran y salen? ¿Tienen bordes afilados, como pequeñas cuchillas, o son más bien blandas, redondeadas, dúctiles?
¿Sientes que son profundas, o superficiales? ¿Tienen distintas texturas o algún diseño que se repita? ¿Son ásperas, suaves, irregulares, tienen protuberancias, pinchan? ¿Vibran, golpean con fuerza, aletean con irregularidad, tiemblan, se ondulan, oscilan, se sacuden, laten o palpitan? ¿Tienen ritmo? ¿Tienen temperatura? ¿Sientes que están ardiendo, calientes, templadas, frías o heladas? ¿Están confinadas en cierta área, constreñidas de algún modo, encerradas, o fluyen libremente, como el agua? ¿Son sensaciones semilíquidas, líquidas, duras, gruesas, descoloridas, viscosas, puntiagudas, delicadas? ¿Hay algún color, forma o sonido asociado a ellas? ¿Son rojas, moradas, anaranjadas, amarillas, verdes? ¿Son negras, blancas o transparentes? ¿Son circulares, cuadradas, triangulares, elípticas o de alguna forma totalmente distinta? ¿Cantan, chillan, emiten un zumbido, o están en silencio? ¿Son tímidas o confiadas? ¿Parecen jóvenes o viejas?
No estés tan seguro de lo que hay aquí; no finjas que lo sabes. Sé siempre un explorador. Entabla siempre una relación íntima con lo que está de verdad presente. Préstales amorosa atención a estas pequeñas olas, a estas pobres olas que se han visto rechazadas, descuidadas, sin hogar y sin amor durante tanto tiempo, y, cuando lo hagas, fíjate en que a todas se les ha permitido estar aquí. Lo que eres ya las ha dejado entrar, por muy extrañas o desagradables que te parezcan. Las sensaciones no son tus enemigas, por muy intensas que sean.
Cuando traspasas la palabra «dolor» —una palabra que arrastra tal bagaje—, ¿qué es lo que encuentras tú, en tu propia experiencia presente? Nunca encuentras un bulto genérico, inmóvil, estático llamado dolor. El dolor nunca es algo que exista en tu cuerpo; está siempre mucho más vivo
que eso. La experiencia real es siempre infinitamente más rica que el relato sobre la experiencia. Nunca encuentras una cosa; encuentras una danza de sensaciones, formas, texturas temperaturas del momento presente que, al final, no puedes poner en palabras. Incluso las palabras que antes he usado —«afiladas», «suaves», «cálidas»— son meras descripciones. Quizá parezcan acercarse un poco más a la experiencia real, pero siguen siendo solo descripciones, y ni siquiera ellas pueden captar lo que está sucediendo realmente. Deja que duerman todas las descripciones, y explora a partir de aquí.
Sin el relato, ¿tienes realmente alguna forma de saberlo que es el dolor?
Y podemos ir aún más lejos: sin el relato, ¿tienes alguna forma de saber lo que son en realidad las sensaciones?
Sin el relato, la vida es un misterio total, ¿te das cuenta? Sí, hay misterio incluso dentro de la experiencia del dolor. El dolor no lo destruye ni lo impide; está saturado de misterio. Incluso el dolor está hecho de misterio. Incluso el dolor está hecho de consciencia. Todo está formado por lo que eres.
Y fíjate en que, en este lugar que está más allá del relato, no puedes decir que las sensaciones estén ocurriendo dentro de algo llamado «mi cuerpo». Otro de los muchos supuestos comúnmente aceptados sobre la realidad es que las sensaciones suceden dentro del cuerpo; pero cuando vuelves a tu experiencia presente de la vida, ¿encuentras realmente ese cuerpo sólido y separado en el que supuestamente se producen las sensaciones, o lo único que encuentras es una danza de sensaciones del momento presente increíblemente viva, una especie de cosquilleo, una masa amorfa que se contrae y se dilata y cuyas fronteras son imposibles de detectar, que aparece en la capacidad ilimitada que eres? ¿Podría ser que «el cuerpo» fuera tan solo una idea más, una imagen, una representación mental, un pensamiento, un recuerdo, que también aparece en lo que eres? ¿Pueden el pensamiento o la imagen de «mi cuerpo» rozar siquiera la increíble vitalidad e inmediatez de la experiencia presente? ¿Puede la vastedad de la experiencia presente reducirse jamás a un pensamiento?
Si le pides a alguien que se detenga un momento, cierre los ojos y sienta su cuerpo —que sienta de verdad desde dentro los brazos, las piernas, los pies, el pecho, los dientes y la lengua—, y te describa lo que siente, casi inevitablemente empezará a contarte un relato sobre su cuerpo. En vez de sentir los brazos, las piernas, los pies, el pecho, los dientes y la lengua en este mismo instante, en vez de estar realmente presente con esas sensaciones, de explorarlas, de entablar una relación íntima con ellas, de abandonar todas las descripciones y descubrir que es inseparable de ellas y está en contacto íntimo con ellas, empezará a pensar en sus brazos, sus piernas, sus pies, su pecho, sus dientes y su lengua. Se perderá en imágenes y representaciones de su cuerpo, en recuerdos, en lo que sabe, en lugar de prestar atención directa a su cuerpo, en lugar de volver de verdad a las sensaciones presentes. Pensará acerca de su cuerpo; hablará con rodeos sobre él, en lugar de percibir directamente todo lo que hay en este momento.
¿Qué siente tu mano derecha justo ahora?
¿Te ha llegado de repente la imagen de tu mano derecha y has empezado a describir esa imagen? ¿Has sentido la mano durante un momento y luego has caído en descripciones genéricas de distintos sentimientos? Es más fácil describir una imagen que poner en palabras el misterio de lo que siente un pie, o de lo que siente un brazo, o de las sensaciones en que se concreta un dolor de cabeza. ¿Quién puede capturar realmente el misterio de un dolor de cabeza con palabras? Quizá por eso recurramos con tanta rapidez a nuestros relatos; son más fáciles, más seguros. Tal vez queramos darle a otra persona la respuesta «correcta». Tal vez recurrir a nuestros relatos forme parte de la búsqueda de un yo sólido y coherente.»Quién sabe!
Con frecuencia, cuando le pides a alguien que te hable de su dolor o su malestar, se lanza de inmediato a contarte un relato sobre su dolor, en vez de sentir realmente el dolor en este momento. Hablará acerca del dolor, y no desde él. Te contará lo terrible que es, cuánto le hace sufrir, cuánto ha mejorado o empeorado desde ayer, cuándo le incomoda, hasta qué punto está interfiriendo en los planes que tenía, lo horribles o lo maravillosos que han sido los cuidados que ha recibido, etcétera. Contar un relato sobre el dolor pasado, sobre el dolor futuro, sobre todo lo que uno sabe acerca del dolor, comparando su dolor con el de otros, es una magnífica manera de eludir sentir dolor justo ahora.
El relato es siempre una burda imitación de lo que realmente está ocurriendo, una «burda imitación de la celebración», la llamo yo. Todo relato es un reductor despiadado; intenta reducir el misterio a unas pocas palabras. Ahora mismo, por ejemplo, puede que estés sentado en una silla o tumbado en la cama. «Estoy sentado en una silla» o «estoy tumbado en la cama» es el relato sobre tu experiencia. Déjalo a un lado. ¿Cómo es, en este momento, estar aquí donde estás? El relato dice que el cuerpo está tendido o sentado, pero si nos olvidamos de él solo un instante y regresamos a las sensaciones reales del momento presente, ¿qué hay aquí? ¿Qué está ocurriendo justo ahora, en la inmediatez de la experiencia presente? Vuelve al cosquilleo, a la calidez, al latido de la sensación presente. ¿Hay alguna posibilidad de capturar de verdad esta experiencia presente con palabras o con imágenes?
Cuando devolvemos la atención a la experiencia real del momento presente y olvidamos todas las conclusiones y relatos, y empezamos a explorar de cero, por así decirlo, esa experiencia, con la inocencia de un recién nacido, solamente encontramos una asombrosa danza de sensaciones, que nunca es la misma en un momento que en el momento siguiente. La realidad es siempre mucho más misteriosa, mucho más incognoscible que nuestro relato de la realidad. Además, decimos que las sensaciones ocurren dentro de nuestro cuerpo sin haber investigado si es verdad o no. En el relato, el dolor me sucede a mí. En el relato, el dolor está localizado dentro de mi cuerpo. En la realidad, hay una asombrosa danza de sensaciones eternamente cambiante que tiene lugar en lo que soy.
En la realidad, las sensaciones simplemente danzan en el espacio que eres —el espacio de la consciencia en sí—. No experimentas que estén claramente dentro y no fuera, ¿verdad? Simplemente están aquí, presentes, vivas. ¿Acaso no es un pensamiento añadido posteriormente que las sensaciones están «dentro de mi cuerpo»? ¿Encuentras realmente esa frontera, esa brecha, esa división entre el interior y el exterior del cuerpo, aquí, en esta experiencia presente? Cierra los ojos. Regresa a la masa amorfa de sensaciones danzantes que hay ahora mismo. ¿No te parece que la propia idea de que tienes un cuerpo es solo una imagen más que aparece en este espacio? Deja atrás la imagen por un momento, y vuelve a la experiencia real. Solo existe la sensación del momento presente, ¿verdad? Cuando dejamos que se nos desprenda la idea de que las sensaciones ocurren dentro del cuerpo, estamos alineados con la realidad.
Por otra parte, como el pensamiento opera en el mundo de los opuestos, en cuanto califica de «dolor» la sensación presente, se lanza de inmediato a compararla y contrastarla con algo a lo que llama «placer» o «falta de dolor». Así que la palabra «dolor» lleva ya un juicio implícito. El dolor es ahora lo opuesto de algo y, para mucha gente, tiene toda clase de connotaciones negativas: el dolor es malo, el dolor es peligroso, el dolor es cruel, el dolor es un castigo de Dios, el dolor significa que nadie me ama..., significa que soy débil, que he fallado, que algo estoy haciendo mal. «Dolor» es una palabra que arrastra un bagaje muy pesado. Se podría decir que, para cuando pronunciamos la palabra «dolor», ya hemos dejado de ver lo que hay en realidad; hemos entrado en el relato de lo que hay. Se podría decir que llamarlo dolor es la primera capa de ilusión. Ocultos en esa palabra hay todo tipo de juicios, creencias y miedos. La palabra «dolor» es en realidad un juicio, una opinión, no algo que existe separado de ti.
La segunda capa de ilusión es la propiedad del dolor. «El dolor» pasa a ser «mi dolor». (La ilusión de la propiedad puede aplicarse igualmente a otros sentimientos: «mi miedo», «mi tristeza», «mi aburrimiento», «mi confusión», etcétera.) En un principio, como hemos visto, el dolor —o al menos eso a lo que llamamos dolor— es solo un puñado de sensaciones que danzan en lo que somos, sensaciones que todavía no le pertenecen a nadie. La vida las ha aceptado profundamente, y no son personales. ¿Puede una sensación ser propiedad de alguien? ¿Pueden ser propiedad de alguien un sonido, un sentimiento, una respiración, el canto de un pájaro? ¿Puede alguien ser propietario del calor del sol en el rostro? ¿Puede alguien ser dueño de la vida? Cuando ves la vida como lo que es, te das cuenta de que nadie puede ser su dueño, puesto que nadie puede separarse de ella. Nadie puede volverse y decir: «Es mía». La propiedad es, así pues, la segunda capa de ilusión. La vida en sí, incluidas las sensaciones más íntimas y aparentemente personales, no le pertenece a nadie.
Pero nunca nos paramos a cuestionar este proceso, así que, antes de que nos demos cuenta, literalmente se ha convertido en «mi dolor». Cuando el dolor no se acepta profundamente, entramos en el relato de «yo y mi dolor»: «El dolor es mío», «Soy dueño de mi dolor», «Tengo dolor», «Estoy sumido en el dolor», «Soy yo el que sufre el dolor». Cualquier versión que elijamos, ese relato es ahora nuestra nueva identidad. Nos convertimos en víctimas del dolor, y este es el principio del sufrimiento que rodea al dolor.
El mecanismo de la búsqueda nace enteramente de la ilusión de separación y propiedad —de la idea de que la vida te sucede—. En la raíz de nuestro sufrimiento está la sensación de que algo malo nos está sucediendo a nosotros. De hecho, eso es lo que la palabra «sufrir» significa literalmente: «padecer» o «soportar», lo cual tiene una connotación de pasividad (derivada del término latino passio, que significa «sufro»), la connotación de no tener dominio sobre nada, de ser una víctima de la vida. Pero esta pasividad —la idea de que la vida, de que el dolor, te ocurre a ti— es precisamente la ilusión, la apariencia engañosa. En realidad, el dolor no te ocurre a ti, no le ocurre a una entidad separada; simplemente aparece en lo que eres. El dolor no te ataca, sino que danza en el espacio abierto. La idea de que te está ocurriendo a ti no es más que otra idea que aparece en lo que eres. Se podría decir, por tanto, que el dolor es real, pero el sufrimiento es una ilusión, puesto que es el relato del dolor que te está sucediendo, cuando en realidad no es así. El sufrimiento, definido como la propiedad del dolor, es una ilusión.
La tercera capa de ilusión es nuestro intento de escapar del dolor. Cuando el dolor no se acepta profundamente en este momento, me convierto en el que «está sumido en el dolor»; y entonces la búsqueda se pone en marcha. No quiero ser el que está sumido en el dolor. Quiero escapar de él. Quiero ser «el que no está sumido en el dolor», No quiero ser su víctima. ¡Quiero una nueva identidad! De modo que el que está sumido en el dolor empieza a buscar una manera de escapar de su condición de víctima.
La mente, debido a su dualidad, toma entonces el dolor y crea el concepto opuesto: la ausencia de dolor; y ahora intentará desplazarse del dolor (lo que es) a la ausencia de dolor (lo que no es). Como ya hemos visto, en realidad no existen los opuestos. La experiencia real del momento presente, como danza de sensaciones, momento a momento, no tiene opuesto. Lo que intentamos hacer con nuestra búsqueda es desplazarnos de nuestras sensaciones presentes a la ausencia de esas sensaciones. Intentamos desplazarnos del dolor del momento presente a la imagen de la ausencia de dolor. Está claro que es un movimiento imposible, ya que escapar del dolor y entrar en un lugar donde no haya dolor va a requerir tiempo, y es en este momento, ahora mismo, cuando quiero estar libre de dolor. Pero la vida no puede darme lo que quiero justo ahora. Intento desplazarme de aquí a allí en este momento intemporal; intento desplazarme de lo que es a lo que no es, de lo que es a mi imagen de lo que debería ser..., y ese es mi sufrimiento, esa es mi frustración, esa es mi desesperación.
Sufrir es intentar hacer un movimiento que es imposible, y por eso duele tanto.
Creemos que la sanación es la ausencia de dolor, de enfermedad, de malestar, pero la sanación verdadera nada tiene que ver con escapar de estas olas de experiencia. La sanación que de verdad anhelas es la plena aceptación del dolor, el final de todas las ilusiones. La sanación que de verdad anhelas consiste en liberarte de tu identidad de víctima del dolor. No es librarnos del dolor lo que de verdad queremos, sino escapar de la imagen que albergamos de ser «el que está sumido en el dolor». No es librarnos del dolor lo que de verdad queremos, sino experimentar una profunda aceptación en el dolor.
Descubrir que eres el espacio plenamente abierto en el que el dolor aparece, y no el relato de alguien a quien el dolor ataca, es la verdadera sanación —la sanación de la identidad—, y sus efectos van mucho más allá de la sanación física.
La gente que experimenta dolores terribles dice cosas como: «Parece que mi cuerpo se haya vuelto en mi contra». Pero cuando descubres quién eres realmente, ves que no es posible que tu cuerpo se vuelva contra ti. Hace unos años, me practicaron una operación en una parte muy sensible del cuerpo, y, pasé varias semanas en cama en medio de un dolor extremo. Aparecía una sensación aguda, punzante, que a menudo hacía que se me saltaran las lágrimas. Hoy en día, como ser humano inteligente, sé que no tiene sentido experimentar más dolor del necesario. Ese es otro de esos conceptos espirituales que hemos ido adoptando: la idea de que, cuanto más suframos, más cerca estaremos de la libertad. Pero sufrir no es el camino a la libertad futura; sufrir es una invitación a la libertad presente. Así que, naturalmente, pedí un sedante para mitigar el dolor. Me administraron morfina, y sin duda fue una ayuda. A pesar de todo, seguía habiendo dolor.
La gente suele preguntarme: «Dime, Jeff, si de verdad lo permitías todo, incluido el dolor, ¿por qué recurrir a un sedante?». La respuesta que normalmente doy es: «Todo está permitido aquí, incluidos los sedantes». También los sedantes forman parte de la vida. No me parece una postura inteligente experimentar más dolor del necesario. Y si eliges no recurrir a los medicamentos, también eso está bien.
Al final, ni los sedantes ni la ausencia de ellos conduce a la verdadera sanación, que es lo que de verdad anhelamos y sobre lo que trata este libro. Los sedantes quizá consigan aliviar el dolor físico, pero el verdadero dolor de la vida está en el sufrimiento, en la búsqueda, en la identificación, en el intento de controlar la experiencia presente. Y para eso no hay ninguna píldora mágica. No existe ninguna píldora que ponga fin al sufrimiento. Si la hubiera, los maestros espirituales, los gurús y los terapeutas se habrían quedado sin trabajo hace ya muchos años. No, este libro trata sobre una clase de sanación que ninguna sustancia o persona (ni la ausencia de ellas) puede procurarte; trata sobre el todo completo que eres. Las pastillas pueden acallar una sensación o un sentimiento. Las pastillas pueden alterar la química del cerebro. Las pastillas pueden «colocarte». Pero las pastillas no podrán jamás procurarte la integridad; nunca podrán ofrecerte la aceptación más profunda. Quizá puedan hacer que te sientas más a gusto, pero no despertarte de las imágenes que tienes de ti mismo.
¿Puede encontrarse la más profunda aceptación de la vida incluso en la experiencia del dolor más extremo? Postrado en cama todos aquellos años, con continuas descargas de dolor agudo que atravesaban una zona muy delicada de mi anatomía, lo que descubrí es que, en el nivel más profundo, todo estaba bien, incluido el dolor. Fue un descubrimiento impactante que incidió de lleno en la esencia del sufrimiento. El dolor no era el enemigo. El dolor era sencillamente la vida, que aparecía en forma de dolor..., e incluso más allá de este relato, era sencillamente una danza de sensaciones eternamente cambiante. El dolor no obstaculizaba la vida; era la vida, en el momento. El dolor no interfería en la vida; era una expresión plena y completa de la vida. El dolor estaba intensamente vivo; era el océano, que aparecía en forma de ola de dolor. Seguía siendo doloroso, no vamos a negar la realidad ni a fingir que no era así. Seguía doliendo, pero, en el nivel más profundo, estaba bien, no era un problema. Dolía, pero yo no era «el dolorido». Dolía, pero, inexplicablemente, no podía dolerme a mí, y tenía permiso para seguir estando todo el tiempo que quisiera; tenía en mí un hogar.
Fue verdaderamente impactante descubrir la vastedad, la inclusividad total y la naturaleza omnímoda de esta profunda aceptación. Todo estaba profundamente bien tal como era. Había una total aceptación del dolor..., y también una total aceptación de mí, del personaje Jeff, que no quería que hubiera ningún dolor. Creo que hay un gran malentendido
entre los buscadores espirituales, y es la idea de que ellos, personalmente, han de estar de acuerdo con todo lo que sucede. Qué carga tan enorme creer que todo tiene que parecerte bien todo el tiempo..., tener que aparentar que todo te parece bien incluso cuando no es así! Como he dicho, la aceptación profunda no exige necesariamente que estés de acuerdo con que haya dolor. Que el dolor no te parezca bien es algo que la vida acoge totalmente. ¡Esta profunda aceptación te «saca» de escena! Es un «todo está bien» de naturaleza cósmica, que va más allá de que a mí me parezca bien o no.
El dolor está presente, y lo que también puede aparecer es un rechazo, una aversión hacia el dolor. ¡Fue tal alivio —y tal revelación— ser capaz de estar en cama y no tener que hacer valer ninguna imagen de mí mismo, ni siquiera una imagen de mí mismo de persona iluminada o despierta, o de alguien a quien el dolor no le importaba! Era totalmente libre de volver a responder al dolor de una manera auténtica, sincera, humana otra vez, después de años de evasivas espirituales^ y de fingir y negar la realidad. Era libre de decir: «No me gusta este dolor», de admitir mi aversión hacia el dolor; y, en un nivel más profundo, experimentar una aceptación total de la situación entera. Por debajo de todo, hay un saber que todo está bien tal como es, un saber cósmico que no puede morir.
No se trataba de que me dijera a mí mismo que el dolor me era indiferente cuando en realidad no era así. No se trataba de fingir que todo me parecía bien, ni de intentar que todo me pareciera bien..., intentar ser espiritual, intentar estar en calma, intentar ser algo diferente de lo que era. Se trataba de ser radicalmente sincero. Se trataba de percibir el dolor, de reconocerlo, de admitirlo y de descubrir que la vida lo aceptaba plenamente. Y admitir la existencia del dolor significó admitir el dolor. Así que había dolor, y a Jeff no es que le gustara, precisamente; a fin de cuentas, ¿a quién le gusta el dolor? ¿Quién lo elegiría, si tuviera elección?
Pero el dolor es un maestro incomparable, porque te enseña que, al final, en el momento, no tienes elección. No tienes control sobre nada. «Hágase tu voluntad, no la mía», como dijo Jesús. Y ahí está la liberación, justo ahí.
Fue acogido el dolor, y también el que intentaba inútilmente escapar de él. Fue acogido el dolor, y también el que quería estar libre de él. ¿Había entonces algún problema? En el dolor, en el malestar, me descubrí completo. En el dolor, en el malestar extremo, me curé, me curé totalmente; me curé más allá de lo que se pueda comprender, más allá de todo lo que pueda entender la mente. Me curé de la carga de ser «el que estaba sumido en el dolor». Me curé del relato de «mi dolor pasado y futuro». Me curé de la ilusión de que el dolor me estaba ocurriendo a mí. La sanación no significó que el dolor desapareciera de inmediato, pero misteriosamente pasó a ser algo secundario. Esta sanación eternamente presente era lo que de verdad había estado buscando.
«Y por su herida fuisteis sanados», dice la Biblia... Y por mis heridas, sané. Este fue el descubrimiento verdaderamente impactante: que la sanación —en otras palabras, la integridad, la completud, el hogar que de verdad buscamos— está en realidad justo aquí, en las heridas, en medio del dolor, justo en el fondo de cada experiencia de la que tratamos de escapar. Sanamos en medio de todo aquello de lo que huimos. No es que sanemos del dolor; sanamos, estamos ya sanados, en nuestro dolor.
Podríamos ir todavía más lejos y decir que de hecho el dolor nos sana. Visto como lo que es, el dolor redirige nuestra atención al aquí y ahora, y al espacio plenamente abierto que abarca toda experiencia que viene y va. Trae nuestra atención de vuelta al hecho de que nadie está sumido en el dolor, sino que simplemente hay dolor que aparece aquí, en el espacio que soy. Así que el dolor te sana de la idea de que eres una víctima del dolor. Te sana de la ilusión de que puedes controlar las cosas. Te trae de vuelta a este momento, a tu verdadero hogar. Dice: «Se me permite estar aquí, pienses lo que pienses. Mira, ya se me ha permitido entrar en lo que eres. Ya estoy presente. No has sido capaz de impedirme entrar. Pero no hay nada que temer. Estoy hecho solo de ti. No puedo destruir a quien de verdad eres».
Así es, de un modo que nunca comprenderemos, el dolor te sana del dolor. La sanación forma parte intrínseca de todo aquello de lo que intentamos escapar. La tristeza te sana de la tristeza. El miedo te sana del miedo. La ira te sana de la ira. En el fondo del miedo más intenso, no hay «nadie» que esté sumido en el miedo. No hay nadie que esté separado del miedo. Nadie que esté asustado. En el centro de la crucifixión, en el centro del dolor físico más atroz, hay sanación. Quizá, al final, todas las religiones y enseñanzas espirituales apunten a esta verdad.
La profunda aceptación de la que hablo revoluciona la actitud que tenemos frente al dolor, la relación que tenemos con él, los miedos de los que lo rodeamos. De repente el dolor, por muy doloroso que sea, ya no es un enemigo, es una señal que nos indica el camino de vuelta a quienes somos realmente en este momento, que destruye todas nuestras ideas
falsas sobre quiénes somos. El dolor es en cierto modo compasivo., en el verdadero sentido de la palabra; destruye todas las ilusiones que albergamos sobre nosotros mismos. Nada que sea irreal puede sobrevivir a la fiereza de su amor.