EL RELATO DE MÍ MISMO

NO solo no tienes un dentro y un fuera, sino que tampoco has experimentado nunca real y directamente que seas una persona, (¡intenta contarle esto a un psiquiatra!). Lo único que encuentras son pensamientos que aparecen, sonidos y sentimientos que aparecen en lo que eres. Y luego el pensamiento dice: «Estos son mis pensamientos, mis sentimientos, mis emociones. La vida me está sucediendo a ». Ahí es donde empieza el relato de la persona: en la identificación con las formas que pasan por la pantalla de la consciencia, la identificación con los pensamientos y sentimientos, con las olas que aparecen y desaparecen en el océano que eres tú.

Busca una fotografía de cuando eras niño. ¿Quién es ese de la fotografía? Puedes responder: «Soy yo». Pero esa respuesta nos obliga a preguntarnos: ¿qué es ese «yo» que dices ser? ¿Es ese yo de la fotografía el mismo yo que está aquí ahora?

Los pensamientos, sentimientos, creencias e ideas que aparecen y desaparecen en tu experiencia actual no son de ningún modo los mismos que aparecían y desaparecían hace todos esos años. El relato de ti mismo ha cambiado desde entonces, quizá hasta el punto de que ni siquiera puedas reconocer el de antes. Antes querías ser bombero o bailarín de ballet. Antes te aterraba el monstruo que podía haber escondido en el armario, y creías que en el jardín de tu vecino vivían bajo tierra unos pequeños dinosaurios rosas.

Hoy en día, tus prioridades han cambiado. Ya no te preocupa el monstruo del armario; te preocupa ganar suficiente dinero para pagar el colegio de tus hijos, tu pensión, el mercado bursátil, la guerra, el último ataque terrorista, no iluminarte en esta vida. ¿Puedes decir realmente que seas el mismo «yo» que eras entonces? Tu aspecto físico ha cambiado por completo; de hecho, no queda en tu cuerpo ni sola célula de aquel yo. Tu cara, tu voz, tu pelo..., todo se ha transformado.

Pero, por alguna razón, sigues sintiendo que eres tú, de una manera que no sabrías explicar. Hay cierta sensación de estar aquí que no ha cambiado. El sentimiento de «yo soy» ha permanecido constante. El océano sigue igual, son las olas las que se han modificado. Millones de pensamientos han ido y venido; han aparecido y desaparecido toda clase de sentimientos. Pero este sentimiento básico de Ser se ha mantenido intacto... Y, sin embargo, no podemos en realidad decir nada sobre lo que es ese Ser. Sientes que es algo íntimo, algo que de algún modo es totalmente tú, y es a la vez misteriosamente incognoscible; enigmáticamente te supera.

Detente un momento ahora y, con delicadeza, dirige tu atención a la sensación que de hecho te produce ser tú. Y por «tú» no me refiero a los pensamientos y juicios sobre ti mismo que vienen y van, ni a las sensaciones y emociones que ascienden y descienden a lo largo del día. No me refiero a las imágenes e instantáneas de tu pasado ni a las preocupaciones que tienes por tu futuro incierto. A lo que apunto es a algo que existe antes que todo eso. Apunto a la sensación de ser tú, simplemente tú, aquí y ahora, una sensación que ha estado presente desde que eras un niño. Es un sentimiento de presencia muy sutil pero muy vivo que nunca te ha abandonado, independientemente de lo que hayas logrado, de lo que hayas perdido, de cuántos vislumbres o experiencias espirituales hayas tenido. No hablo de un tú superior, de un tú iluminado ni de una versión especial de ti mismo, sino del sentimiento simple y completamente ordinario de ser tú, en este momento. Ni siquiera es necesario que entiendas de qué hablo para saber cuál es la sensación básica de yoidad. Tanto si crees que entiendes como si no, e incluso si te sientes confundido y frustrado en este instante, fíjate en que, detrás de esa lucha, sigue estando el simple sentimiento de ser tú. A lo que en realidad apunto es a algo muy sencillo..., demasiado sencillo, de hecho, para que la mente lo comprenda. Ya sabes quién eres realmente; ya eres completamente tú, ocurra lo que ocurra. Este reconocimiento tan sencillo constituye la esencia en torno a la cual gira este libro.

Siempre es extraño en la actualidad encontrarme con alguien que me conocía cuando era más joven. Siento que he cambiado tanto en los últimos años..., tanto que apenas reconozco al yo que aparentemente solía ser. Y, sin embargo, aquel antiguo yo parece seguir existiendo para los demás. Me encuentro con compañeros de colegio o familiares a los que no he visto desde que era adolescente, y siempre me sorprende descubrir que todavía viven con un viejo relato de Jeff Foster basado en lo que experimentaron hace muchos años. Cada persona vive con su propia versión de mí. Aunque hayas cambiado hasta el punto de que sea imposible reconocerte —¡incluso aunque hayas muerto!—, la gente seguirá llevando consigo su relato individual de quién eres, basado en la memoria. Vivimos cada uno en nuestros relatos de los demás. ¿Nos encontramos alguna vez de verdad unos con otros?

Entro en la sala, y tú proyectas tu relato de mí sobre este cuerpo. Pero el hecho de que conozcas el relato de mi vida, los detalles, la historia ¿significa que sabes realmente quién soy? El hecho de que sepas sobre mí ¿significa realmente que me conoces? Si me pides que te hable de mí y yo respondo con un relato sobre cómo me gano la vida, sobre mis relaciones, mis éxitos y fracasos, mis gustos y aversiones, ¿te estoy contando la verdad de quien soy, o te estoy ofreciendo simplemente un relato sobre quién soy la historia del personaje de una película?. ¿Acaso contarte lo que he hecho en el pasado y lo que espero hacer en el futuro te dice realmente algo sobre el que está aquí ahora mismo, en este momento? ¿Pueden el pasado o el futuro capturar de verdad este momento presente?

Sin hacer referencia al pasado ni al futuro, ¿quién eres, ahora mismo?

Cuando hablamos de nosotros, lo que solemos contar es el relato de quiénes somos: «Soy bueno»; Soy malo»; «He triunfado»; «Soy un fracaso»; «Soy generoso»; «Soy fuerte»; «Soy inteligente»; «Soy negro, blanco, bajo, alto, guapo, agraciado, rico, pobre»; «Soy judío»; «Soy cristiano»; «Soy budista»; «Soy abogado, tendero, médico, político, artista»; «Soy tímido»; «Soy extravertido»; «Soy espiritual»; «Soy un melómano»; «Soy deportista»; «Estoy iluminado»; «No estoy iluminado», etcétera.

Pero, como espacio abierto, ni todos los relatos del mundo pueden captar lo que soy: Como espacio abierto, soy lo que soy ahora mismo, en este momento, y nada más. No soy lo que he sido, fui o seré. Como espacio abierto, no soy el relato de una persona en el marco del tiempo. No soy la

imagen de una persona dentro de un mundo. No soy un buscador incompleto empeñado en encontrar en el futuro algo que me complete. Soy lo que aparece ahora.

Hablamos sobre descubrir nuestra «verdadera identidad», pero nuestra verdadera identidad no reside en el relato de nuestras vidas. Yo no soy el relato de mis logros y fracasos. No soy el relato de mi estatus social. No soy el relato de mi riqueza o de mi pobreza, de mis relaciones florecientes o fallidas, de mi enfermedad o incapacidad. No soy el relato de mi niñez ni de mis vidas pasadas o futuras. No soy el relato de mi raza, de mi color ni de mi religión. No soy el relato de mis creencias, de mi búsqueda de la iluminación ni de mi éxito o mi fracaso al intentar alcanzarla.

Soy únicamente lo que sucede en este momento. Ahí es donde en verdad reside mi identidad: en el aquí y el ahora, no en un relato de mí enmarcado en el tiempo. Soy idéntico a este momento. Ese es el verdadero significado de la palabra «identidad»: «ser idéntico a». Lo que soy es idéntico a la vida tal como aparece ahora, lo mismo que el océano es siempre idéntico a sus olas.

En El rey Lear, de Shakespeare, hay una famosa escena en la que el hombre que en otro tiempo fue un gran rey deambula desnudo por un prado en medio de una tormenta infernal. El viento aúlla y la lluvia azota su cuerpo frágil. El formidable poder de la naturaleza le impacta hasta el punto de hacerle darse cuenta de su total insignificancia frente a la vida. Se ve obligado a contemplar la vida desde una perspectiva más amplia: ve que no es un rey en modo alguno. Es un ser humano mortal, frágil, vulnerable; en última instancia, sin poder para controlar el universo. Simplemente había estado interpretando el papel de rey... y se había olvidado de que lo estaba interpretando. Había estado viviendo con una falsa imagen de sí mismo. «Rey Lear» no era más que una forma temporal que la consciencia había adoptado en él, y no quien era en realidad, en esencia. Despojado de su papel monárquico —de su vestimenta, su castillo y su poder—, despojado de todas las imágenes, azotado por la tormenta, ¿quién era en realidad en este momento? ¿Quién era el rey Lear sin su imagen de «rey Lear»?

No es de extrañar que sea una escena tan impactante, puesto que aborda algo profundo y esencial sobre la condición humana. Por debajo de nuestros respectivos papeles —de reyes, reinas, madres, padres, hermanas, hermanos, esposas maridos, personas sin techo, médicos, abogados, terapeutas tenderos, bailarines, artistas, buscadores o maestros espirituales..., ¿quiénes somos en realidad? Como olas individuales del océano de la vida, es posible que todos seamos diferentes en cuanto a forma, tamaño, color, creencias, pasado, experiencias, conocimientos, capacidades, pero ¿acaso no somos todos agua? Puede que seamos distintos en apariencia, que cada uno seamos una expresión única del océano, pero nuestra esencia es la misma. ¿Es un rey realmente más poderoso, en el verdadero sentido de la palabra, que su bufón?

Por debajo de nuestros roles, por debajo de todas las imágenes que tenemos de nosotros, aunque seamos reyes o vasallos, santos o pecadores, ¿acaso no somos todos simplemente este íntimo espacio abierto de consciencia? ¿Acaso no somos todos simplemente idénticos a este momento?

Como espacio abierto, de hecho me resulta muy difícil decir nada sobre mí mismo. Es muy complicado contar un relato sobre una identidad permanente, cuando me doy cuenta de que aquí, en el espacio abierto de la percepción consciente, todo está constantemente cambiando. Los pensamientos aparecen y desaparecen. Aparecen y desaparecen los sentimientos. Sensaciones, sonidos, olores y sabores de todas las clases vienen y van. Aquí, todo está vivo, siempre en movimiento. Tendría que pulsar el botón de pausa en este paisaje eternamente cambiante para poder empezar a contar un relato inmutable de mí mismo. Necesitaría inmovilizar de algún modo el río de la vida, fijar este momento, señalarlo v decir: «Este sentimiento, este pensamiento... ¡esto soy yo!». Pero la belleza de la vida radica en que no se puede inmovilizar ni fijar. Existe en constante movimiento, en una danza eterna. El río de la vida no lo puede parar nadie.

No es de extrañar que la palabra «momento» y la palabra «movimiento» tengan la misma raíz (del latín movere, que significa «mover»). Este momento es inseparable del movimiento de la vida. La quietud está enamorada del movimiento. El océano está enamorado de sus olas.

Es de esperar que en este momento seamos capaces de entender con claridad a qué se refieren las enseñanzas espirituales cuando dicen que «no hay un yo» o «no hay un ego». Profundiza en la experiencia presente, y descubrirás que no hay algo separado, independiente, llamado yo en este espacio abierto que eres. Lo único que hay es la danza de la vida, la danza de las olas..., pensamientos, sensaciones, sentimientos, que aparecen y desaparecen todos, que llegan y se van. Y, en última instancia, «no hay un yo» es solamente otro pensamiento, otro punto de vista, que aparece y desaparece; es una ola más, que viene y se va como cualquier otra ola. ¡Ni siquiera el pensamiento «no hay un yo» puede definir lo que soy!

El pensamiento «no hay un yo» puede de hecho confundirnos mucho si no entendemos con claridad a lo que apuntan esas palabras. Si no vas con mucho cuidado, simplemente empiezas a creer que no hay un yo. Ahora, «no hay un yo» es tu nueva religión, i tu nueva imagen de ti mismo! Un yo empieza a creer que no hay yo. Una ola, que sigue considerándose una ola separada, que sigue sufriendo y añorando el reposo, se dice a sí misma: «No hay ola». Es ingenioso el buscador, ¿a que sí?

Recuerdo que hace unos años, cuando me consideraba un buscador espiritual muy serio, un día mi hermano me pidió que lavara los platos, y yo, con toda seriedad, le contesté que no había «nadie aquí para lavar los platos». Le dije que, si creía que hacía falta lavar los platos, era porque todavía estaba atascado en el mundo ilusorio de la dualidad. En aquellos tiempos, yo estaba muy estancado en los conceptos espirituales. La no dualidad se había convertido en mi nueva religión, aunque pensaba que me había liberado de las religiones por completo. Creía haber encontrado la verdad de toda la existencia. Yo no era nadie; había perdido la identidad con mi yo, y vivía en un mundo lleno de fastidiosos seres que no reconocían quién era yo realmente y, lo que era aún peor, que querían que lavara los platos por ellos! Ahora, al mirar atrás, veo mi arrogancia..., y mi inocencia también, por supuesto. Secretamente pienso que lo único que quería era no tener que lavar los platos, y utilizaba conceptos espirituales para evitar el auténtico compromiso humano.

Algo que parece ser también fuente de confusión entre los buscadores espirituales es la idea de que el yo es una ilusión. Puede que sea una ilusión, pero cuando accidentalmente me doy un golpe en la cabeza al salir del coche, ¡vaya si duele! O como cantaba Neil Young: «Though my problems are meaningless, that don’t make’em go away», (Aunque mis problemas sean insignificantes, no por eso desaparecen).

Quizá sea de ayuda saber lo que significa en realidad la palabra «ilusión». Se deriva del término latino illudere, que significa «reírse de» o «jugar con», compuesto de i, «de», y ludere, «jugar». Luego ilusión significa simplemente «un juego» o «una apariencia engañosa»; no significa «no existencia». Esto puede aclarar mucho la confusión. El yo, el ego, es una ilusión, no porque no exista, sino porque no existe de la manera en que lo imaginamos. Imaginamos que hay un yo sólido y separado —una entidad separada aquí, en el centro de la vida, una entidad que está al mando de la vida—, pero cuando investigamos, esa idea tan arraigada se desmorona, y vemos a través de la ilusión que lo que de verdad soy es intimidad con la vida en sí. No es que la ola no exista, sino que la ola es inseparable del océano.

La idea de que el «yo» (o ego) está separado de la vida en sí es la ilusión, pero el yo, como expresión única, incomparable e irrepetible del océano, sigue pareciendo que existe. «We are one, but vve’re not the same» (Somos uno, pero no iguales), como canta Bono en la preciosa canción de U2 One. No hay integridad sin la aparición de la diversidad. La integridad se expresa, de hecho, como la extraordinaria diversidad y multiplicidad de la vida.

Así que no es que no haya un yo, sino que, cuando miro de nuevo con atención, ahora mismo, no encuentro algo separado de la vida llamado «yo». No encuentro nada aquí que sea sólido y perdurable en el tiempo y el espacio. No encuentro nada separado de este momento. Solo encuentro formas pasajeras —olas de experiencia que aparecen y desaparecen—. Solo encuentro pensamientos, recuerdos, imágenes, sonidos, sensaciones, olores, sentimientos... que vienen y van en el espacio que soy. Y el relato de mí mismo es también algo que viene y va en el espacio que soy. ¡«Yo» voy y vengo en lo que soy!

La ilusión es que existe aquí algo sólido, fijo, separado. En definitiva, puedo decir que «no hay un yo fijo»; o, en realidad, podría decir que «todo es yo», puesto que todas las olas son inseparables de lo que soy. Las palabras que emplees dejan de importar cuando de verdad ves lo que está pasando. Todas las palabras del mundo vuelven a disolverse en el espacio, en el silencio.