NO EXISTEN LOS PENSAMIENTOS NEGATIVOS
INTENTAMOS con todas nuestras fuerzas controlar los pensamientos, ¿verdad? Tratamos de tener pensamientos positivos, afectuosos, generosos, compasivos, espirituales, y desterrar los malos pensamientos, los perversos, destructivos, egoístas, violentos y pecaminosos. Hay pensamientos que consideramos incluso impensables. No debo pensar en matar. No debo tener malos pensamientos sobre las personas a las que quiero. No debo juzgar. No debo pensar en el sexo. No debo pensar en lo que sucederá en el futuro. No debo tener pensamientos negativos. No debo pensar demasiado. No debo hacer caso de mis pensamientos. Debo estar iluminado, y libre de todo pensamiento.
Intentar controlar los pensamientos —intentar controlar las olas del océano— acabará generando en última instancia un inmenso sufrimiento, ya que tal intento está basado en una idea ilusoria de quién eres. Si alguna vez has meditado durante más de cinco segundos, probablemente te hayas dado cuenta de que los pensamientos no están bajo tu control. Ni siquiera puedes saber cuál será el pensamiento siguiente, no hablemos ya de los de mañana. Los pensamientos aparecen libremente en el vasto espacio de la vida; pasan flotando por la pantalla de la consciencia como las nubes en el cielo. E incluso en mitad de los más ruidosos pensamientos, hay algo aquí que está totalmente en silencio..., algo que está profundamente en paz. Es lo que eres. Y lo que eres observa todos esos pensamientos que vienen y van. Permite que todos los pensamientos vayan y vengan.
No puedes saber cuál será el próximo pensamiento. Ni siquiera tienes la facultad de no pensar en algo. Cuando intentas no pensar en algo, ¿qué sucede? Que ese pensamiento, esa imagen, aparece; tiene que aparecer. No puedes no pensar en ello. El simple hecho de que sepas en qué no deberías pensar significa que ese pensamiento ya ha aparecido, ¡incluso aunque no quieras admitirlo ante ti mismo ni ante nadie!
Esta es una de las muchas ilusiones con las que vivimos: que somos dueños de nuestros pensamientos. La realidad es que los pensamientos simplemente aparecen en el vasto silencio que eres, y que no es más que otro pensamiento el que dice: «¡He pensado esto!». Los pensamientos son impersonales, por más que creamos que somos sus propietarios y que, aparentemente, hay dos cosas: el pensamiento y el que alberga ese pensamiento, es decir, yo. Pero esto no es más que una suposición que hemos dado por hecha. En realidad, tú no percibes jamás esa división entre el pensamiento y el pensador; lo único que encuentras son pensamientos que vienen y van en lo que eres. No hay un pensador que tenga un pensamiento; no hay más que un pensamiento que aparece ahora. ¡«Yo soy el que piensa» es solamente otro pensamiento!
Esta es la esencia de la verdadera meditación: simplemente relajarse en el vasto espacio en el que los pensamientos vienen y van, y darse cuenta de que los pensamientos no son personales.
Ahora imagina esto: un niño se acerca a su madre y a su padre y les dice: «¡Mamá, papá, he tenido un pensamiento! Mi hermano se va a morir porque no me deja jugar en el ordenador!». Los padres le reprenden: «¡No! ¡Ese es un pensamiento horrible! No deberías pensar eso. Eres malo por haber pensado eso. ¡Eres un niño muy malo! Estás castigado sin cenar esta noche. ¡Vete a tu habitación!». Lo que están dando por hecho es que el niño es responsable de haber tenido ese pensamiento: hay un pensador malo, y ese pensador malo es inadmisible y hay que castigarlo. Lo que dan por sentado es que, si aparece un pensamiento «malo» (un pensamiento que ellos consideran malo), lo ha producido un pensador igual de malo.
Desde el punto de vista del niño, él no eligió tener ese pensamiento; apareció de la nada. Era una expresión de ira contra su hermano, una ira que no se había aceptado profundamente en el momento presente. Cuando la ira no se acepta aquí y ahora, entramos en el relato de «soy una persona irascible», olvidándonos de quiénes somos realmente; cuando eso ocurre, la persona irascible, buscando una manera de aliviar el malestar que le causa esa ira no aceptada, se enfurece con otra persona. «Quiero pegarle a mi hermano» significa nada más que: «Estoy muy enfadado con mi hermano..., tan enfadado que en este momento, y solo en este momento, siento que quiero pegarle. Esto es lo que intento comunicaros. Lo único que busco es oír que no pasa nada, que todo está bien».
Pero ahora al niño se le ha dicho que es un pensador malo que produce malos pensamientos. Es casi como si alguien te dijera que estás poseído por el demonio (o al menos que eres una persona fundamentalmente retorcida y peligrosa): un pensador macabro que alberga pensamientos macabros; un pecador pecaminoso que alberga pensamientos pecaminosos; tienes un cerebro trastornado, que crea pensamientos enfermizos.
Así que el niño piensa para sí: «No debo tener malos pensamientos (aunque en el fondo sé que yo no elegí tener esos pensamientos en ningún momento). No debo ser malo, porque mamá y papá no me quieren cuando soy malo».
Ahora los malos pensamientos —y posiblemente la ira— van a quedar reprimidos de un modo u otro. «Los pensamientos sobre que alguien se muera, sobre hacer daño a otras personas, los pensamientos desconsiderados no están bien. Eso me dijeron mamá y papá, y no quiero arriesgarme a perder su amor y su aprobación teniendo pensamientos como esos».
Y así comienza la guerra contra los pensamientos.
No siempre ocurre de la manera en que lo he descrito en este ejemplo angustioso, pero, a medida que vamos haciéndonos mayores, a todos se nos condiciona a creer que ciertos pensamientos son malos, tétricos, demenciales, enfermizos, pecaminosos y negativos, y, lo que es aún más importante, a creer que somos los pensadores de esos pensamientos
espantosos. Aprendemos que algunos pensamientos no están bien, y que sencillamente no deberíamos tenerlos, de modo que intentamos con todas nuestras fuerzas desterrarlos, hacer que se vayan.
Tal vez entremos en guerra con nuestros pensamientos debido a otra superstición. Al igual que creemos que, si pensamos algo durante demasiado tiempo o con demasiada intensidad, o sencillamente lo pensamos, nos convertiremos en eso, creemos también: «Si lo pienso, se hará realidad. Si lo pienso, sucederá. Si lo pienso, lo atraeré. Si lo pienso, me convertiré en eso mismo. Si lo pienso, mi madre y mi padre lo descubrirán (o lo descubrirá mi profesora, mi jefe, mi gurú, mi pareja, Dios) y me castigarán. Si lo pienso, la gente sabrá que lo estoy pensando, y me juzgarán por ello. Descubrirán quién soy en realidad, y el mundo me rechazará. Me verán como el ser impuro e imperfecto que soy».
Si descubren lo que estoy pensando, no me querrán.
Una vez conocí a una mujer de amplia sonrisa. Me contó lo positiva que era. i Era la persona más positiva del mundo! Era tan positiva que irradiaba positividad allí a donde iba. Iluminaba el mundo con su positivismo. Era un faro de amor, de alegría y de felicidad. Según sus propias palabras, era un «ser de luz».
Solo había una cosa que le preocupaba: una extraña «entidad» negativa, una especie de fantasma desdichado que la seguía constantemente. Se encontrara donde se encontrase, con quienquiera que estuviera hablando o en medio de lo que quiera que estuviera haciendo, siempre estaba allí, justo a su lado, y extendía su energía negativa hasta llenarle la cabeza de pensamientos negativos. La mujer no entendía
por qué la perseguía ni por qué era imposible echarlo de su vida. Era una persona tan positiva que... ¿cómo podía merecer vivir acosada por aquella desgraciada aparición? Lo había intentado todo para hacerlo desaparecer, pero no se inmutaba. ¿Cómo es que no era capaz de hacer que desapareciera el fantasma?
La entidad, como quizá hayas adivinado, era ella misma. Todas las partes de sí misma que le parecían demasiado negativas, todas aquellas olas que no concordaban con su identidad (su imagen) de «soy la persona más positiva del mundo», las proyectaba en este triste fantasma, al que luego percibía como si estuviera fuera de ella: «La negatividad no está en mí, ¡está en él!».
¿Te das cuenta de lo ingenioso que es el buscador en este caso? Lo que no concuerda con la imagen que tenemos de nosotros, lo desterramos como sea. La mujer no era consciente de su comportamiento, y el trabajo que hice con ella la ayudó a ver que no había ningún fantasma en el exterior, sino que, en realidad, el fantasma era ella. Acabó por comprender que la negatividad estaba bien, que tenía también su parte de verdad y que no representaba un peligro para quien ella era. Lo único que tenía que hacer era amar al fantasma con todo su corazón, integrarlo en lo que era ella. Acabaría por descubrir que quien realmente era permitía toda positividad y toda negatividad, que quien realmente era estaba más allá de ambas polaridades, y que en ese lugar no había ninguna necesidad de mantener una imagen de persona positiva, ni, de hecho, ninguna imagen en absoluto.
En cierto modo, somos todos como esta mujer. Desterramos las olas de experiencia que no concuerdan con cómo queremos vernos y que nos vean los demás. Y cuando nos empeñamos en mantener una imagen positiva de nosotros, es inevitable que entremos en guerra con lo que percibimos como negativo.
Sin embargo, quien realmente eres no distingue entre pensamientos positivos y negativos; no ve que haya positivo ni negativo. Todos los pensamientos tienen permiso para ir y venir en lo que eres. Puedes proyectar cualquier película en una pantalla de cine —una comedia romántica, un documental de guerra, un largometraje de terror, una película alegre y positiva o una negativa y turbadora—, y la pantalla permanecerá intacta. La pantalla no puede sufrir ningún daño, sea cual sea la película que se proyecte sobre ella. Tú eres como esa pantalla de cine, y no puede hacerte daño, contaminarte, corromperte ni malograrte ningún pensamiento, por muy «negativo» que sea. A todos, absolutamente a todos los pensamientos se los autoriza a aparecer en la pantalla de la consciencia. Tú no eres el pensador; los pensamientos simplemente aparecen.
Cuando surge un pensamiento tal como «no valgo para nada» o «soy un fracaso total», o incluso uno violento como «odio a mi amigo» u «ojalá se muera», nos entra una especie de pánico: «No debería pensar estas cosas. ¡Madre mía!, ¿de dónde ha salido ese pensamiento? Igual es que estoy mal de la cabeza. ¡Pero si soy una buena persona! Quiero a mi amigo, y lo último que desearía es que le pasara algo así. ¡Ay, Dios mío, igual significa que voy a matarlo de verdad! No puede ser. No soy un asesino, ¿verdad? ¡Qué horror!, necesito quitarme de la cabeza este pensamiento. Este pensamiento no soy yo. ¡Es un pensamiento macabro!». Nos creemos el pensamiento «no debería haber tenido ese pensamiento» y sufrimos.
Tenemos miedo de que pensar en algo acabe por hacerlo realidad, pero, como ya he dicho, esto es solo superstición. La verdad es que cuanto más permito que un pensamiento aparezca, menos posibilidades hay de que acabe poniéndolo en práctica; y cuanto más me empeño en ignorar un pensamiento, en reprimirlo, en destruirlo, más entro en guerra con él, más lucho contra mí mismo y mayor sensación tengo de que quizá podría acabar haciendo eso que temo hacer. Cuanto más estoy en guerra en mi interior, más probabilidades hay de que el conflicto se exprese en el mundo.
Esta es la dinámica que veíamos funcionar en el padre que tenía explosiones de ira hacia sus hijos. Debido a su inseguridad, a su desesperación y su imposibilidad para controlarlos, se le pasaban por la cabeza toda clase de pensamientos..., pensamientos que un padre «nunca debería tener». Tenía pensamientos de hacer daño a sus hijos, incluso de matarlos, o de matarse él (y tuvo que hacer acopio de un verdadero valor y una despiadada honestidad para admitir ante mí que había tenido aquellos pensamientos). Albergaba pensamientos que uno jamás imaginaría revelar, pensamientos que uno piensa que nadie más tiene, pensamientos que a uno le hacen dudar de su cordura.
Surgían aquellos pensamientos «violentos», y el padre se espantaba de verse pensar semejantes barbaridades. ¡Qué pensador tan inhumano era, tan cruel, tan monstruoso! Los pensamientos contradecían todo aquello en lo que creía..., todo lo que defendía como padre, como hombre, como ser humano. Y, no obstante, aparecían, y no tenía control sobre ellos.
Y entonces era cuando se desataba de verdad el pánico: «¡Dios mío, no debería pensar esto! ¿Qué me pasa? Soy el peor padre del mundo. Soy un fracaso como padre. Soy abominable. ¡Estoy tan lejos del despertar espiritual...! ¡Soy repugnante! ¿Qué hago para detener estos pensamientos? ¿Cómo me libro de ellos? ¿Qué puedo hacer para destruirlos? ¡Igual estoy trastornado! ¡Ayuda, por favor! ¡Ayuda!».
Y cuando llegaba a este punto de pánico e impotencia total, arremetía contra sus hijos. Como decía, montar en cólera y gritar es una manera de encontrar alivio y liberarse de los pensamientos «peligrosos». La ironía es que el verdadero peligro está en ese arranque de cólera con el que escapar de los pensamientos, no en los pensamientos en sí. Los pensamientos son inocentes; es en nuestro juicio y rechazo de ellos donde empieza el problema.
¡El pensamiento «quiero matar a mis hijos» no concuerda con la imagen de buen padre! «Este no es el tipo de pensamiento que un padre —ni nadie— debería tener». Pero la verdad era que, en aquel momento, esos eran los pensamientos que aparecían. Esa era la realidad. ¿Y quién querría negar la realidad, por muy terrible que sea? Solo el buscador. El buscador se crece con la negación de los hechos. Dejar de negarlos y simplemente admitir lo que es verdad puede resultarle terrorífico a un buscador, pues destruye la imagen que intenta dar de sí.
En lo más hondo, el hombre sabía que nunca les pondría la mano encima a sus hijos, pero los «malos» pensamientos seguían apareciendo a pesar de todo..., expresión de su frustración e impotencia, de su necesidad desesperada de dominar la situación. El buscador intentaba encontrar la manera de salir de su malestar, y la mente le ofrecía la solución extrema: «Si matara a mis hijos, estaría en paz». El buscador estaba cada vez más desesperado por encontrar una salida, y empezaban a aparecer pensamientos atormentados, que él rápidamente calificaba de «infames», de «abominables», de «enfermizos», y, dando por hecho que era él quien los había creado, ahora no solo era un padre incapaz de controlar a sus hijos, sino que era además un enfermo, un hombre despreciable, una persona infame, que no estaba capacitada para tener hijos, que no estaba capacitada para vivir. Un sufrimiento encima de otro.
Si sencillamente hubiera permitido que los pensamientos le pasaran por la cabeza, probablemente no se habría desatado el pánico, no se habría enfurecido tanto consigo mismo, no se habría asustado de esa manera, y no habría acabado chillándoles a sus hijos por pura impotencia. Nos da miedo permitir que aparezcan los pensamientos más «negativos» porque tememos lo que dicen de nosotros, e imaginamos que, sin saber bien cómo, permitirles estar presentes en el espacio que somos significará que se apoderarán de nosotros. Lo que ocurre, de hecho, es todo lo contrario: cuando rechazamos los pensamientos, cuando intentamos escapar de ellos y nos castigamos por tenerlos, tienden a crecer y crecer en tamaño e importancia. La búsqueda, la desesperación por escapar, se vuelve tan intensa que incluso la persona aparentemente más pacífica puede acabar siendo violenta. Si no, piensa en esas noticias televisivas sobre una persona común que de repente ha empezado a matar gente a tiros. Cuando los periodistas entrevistan a los familiares y amigos del asesino, todos dicen: «No sé, parecía un hombre tan tranquilo, tan atento...».
Es muy extraño, pero cuando a los pensamientos violentos se les da permiso total para existir en nosotros, la violencia termina. La verdadera paz no está en guerra con ¡a violencia. La pantalla de cine no tiene preferencias; todas las películas —la positiva, la negativa, la de amor, la violenta—, todas tienen permiso para representarse en la pantalla. Una película violenta no hace a la pantalla ser más violenta. La pantalla nunca se estremece, porque sabe que a todos los pensamientos se les permite proyectarse en ella.
Ninguno de esos pensamientos que rechazamos sería un problema si no tuviéramos tal empeño en dar determinada imagen de nosotros mismos: «Soy una persona pacífica», «Soy una persona positiva», «Soy una persona alegre», «Soy, todo yo, un amoroso ser de luz»... Bien, ¡magnífico!, pero esa imagen significa que entrarás en guerra con cualquier pensamiento que no concuerde con esa imagen.
Si la imagen que intentas dar de ti es la de una persona positiva, lo más probable es que no permitas que entren pensamientos negativos. Una persona triunfadora tal vez no se permita tener pensamientos de fracaso. Una persona espiritual, iluminada, quizá no se permita tener pensamientos faltos de espiritualidad e iluminación —pensamientos de rabia, sexuales, temerosos...—. Quienes intentan ser puros no se permitirán tener ninguno de los pensamientos que están condicionados a considerar impuros; o lo que es aún peor, si se consideran a sí mismos seres iluminados que han trascendido por completo el pensamiento, ni siquiera se permitirán tener pensamiento alguno. En el momento en que tengas cualquier imagen de ti mismo, estarás en conflicto con los pensamientos. Los individuos que más crean ser ejemplo de la no violencia entrarán en guerra con los pensamientos que hagan peligrar su imagen no violenta de sí mismos. Entramos en guerra para defender las imágenes, y parece ser que los pensamientos son siempre una amenaza para ellas.
Hablamos mucho de pensamientos «positivos» y «negativos», pero ahora vemos que no existe tal cosa como un pensamiento negativo. El pensamiento «soy feo» no es un pensamiento negativo; es un pensamiento que hemos calificado de negativo porque no nos gusta lo que dice de nosotros. El pensamiento «soy feo» nos hace sentir mal porque no queremos admitir la fealdad en nuestra experiencia. El pensamiento «soy un fracaso» nos disgusta porque no queremos abrazar profundamente el fracaso, dado que ese abrazo pondría en peligro nuestra imagen de persona triunfadora. Así que intentamos desterrar todos los pensamientos «negativos» y tener solo pensamientos «positivos».
El pensar positivo se ha convertido en una auténtica obsesión en los últimos años; pero es una táctica que al final no funciona, ya que los opuestos siempre aparecen juntos. La mayoría de las veces, cuando creemos que estamos pensando «en positivo», lo que en realidad estamos haciendo es utilizar lo positivo para encubrir lo negativo. ¡Lo negativo sigue estando donde estaba, gruñendo desde abajo, listo para estropearnos toda la diversión en el momento más inesperado! Nos sentimos feos, no aceptamos ese sentimiento que consideramos feo, y nos esforzamos por sofocar la fealdad intentando pensar y sentir «en positivo», pero la belleza resultante es entonces una belleza superficial, vacía, lo mismo para nosotros que para los demás, y no nos da lo que realmente anhelamos.
Podría decirse que, al buscar lo positivo, en realidad creamos lo negativo, dado que no puede existir lo uno sin lo otro. El pensar positivo crea de hecho un pensar negativo.
Hay quienes dicen que se sienten atacados o invadidos por pensamientos negativos. Recuerda, sin embargo, que no se puede atacar lo que somos, solo la imagen de ello. Así que si alguna vez te parece que un pensamiento es negativo, si alguna vez te sientes atacado personalmente, es señal de que estás defendiendo una imagen de ti. Cuando no defiendes ninguna imagen, todos los pensamientos tienen permiso para aflorar y desvanecerse; entonces ves que todos los pensamientos son verdad..., o, mejor dicho, que en todos los pensamientos hay verdad. Si eres sincero, puedes encontrarlo todo en ti mismo..., y entonces el pensamiento no puede ser tu enemigo. Cada uno de esos pensamientos que consideras «negativos» es en realidad un buen amigo que trata de mostrarte la falsa imagen de ti mismo que sigues intentando defender.
Es casi como si la vida, en su compasión infinita, intentara destruir cualquier imagen falsa que tengas de ti. Si te aferras a la de la belleza, lo feo llegará y tratará de destruirte. Si te aferras a la del éxito, el fracaso empezará a vapulearte hasta que veas la realidad. Es como si la vida quisiera estar en perfecto equilibrio; quiere lo bello, lo feo, no lo uno o lo otro; lo quiere todo, puesto que lo es todo. Así que quizá lo que experimentamos como un pensamiento negativo sea simplemente la vida, intentando equilibrarse. Si escuchamos de verdad al sufrimiento, siempre nos muestra aquello con lo que todavía estamos en guerra. Siempre nos muestra lo que buscamos.
Por lo tanto, el pensamiento «soy feo» es una simple invitación a que permitas profundamente los sentimientos de fealdad. El pensamiento «soy un fracaso» nos invita a permitir profundamente los sentimientos de fracaso en el momento. Olvidamos con tanta facilidad quiénes somos —la vasta capacidad para la vida en sí— que entramos en guerra con un pensamiento, que calificamos de «negativo», en vez de buscar su verdad inherente. Si estamos abiertos, receptivos, siempre podemos encontrar la verdad en un pensamiento, incluso en los pensamientos más «negativos» sobre nosotros mismos. Vemos entonces que no somos quienes creemos ser. Somos ilimitados y libres, lo bastante inmensos como para contener la vida entera.
Con frecuencia, intentas proteger una imagen de ti y ni siquiera te das cuenta de ello. Una mujer me contó una vez lo «libre de identidad» que estaba. Había estudiado la no dualidad —Advaita— durante años, había sido alumna de docenas de maestros espirituales famosos, había tenido toda clase de experiencias de despertar, y finalmente se había desecho por completo de su identidad. Ya no era «alguien»; ahora era «nadie». Estaba totalmente libre de imágenes. Era tan solo un ilimitado espacio de consciencia. Había trascendido todos los roles: de madre, de esposa, de hija, de buscadora espiritual.
A pesar de todo, había algo que la inquietaba.
—Son mis hijos —dijo—. No los entiendo. ¡Me ven como madre suya! ¿No se dan cuenta de que, en última instancia, no soy nada ni nadie?
—Me contó que la negativa de sus hijos a aceptar su visión de la realidad le estaba causando mucho sufrimiento y confusión, lo cual la confundía aún más, ya que pensaba que, después del «despertar», ¡no era posible volver a estar confuso!— ¿Por qué no son capaces de ver quién soy en realidad? ¿No se dan cuenta de que no soy realmente su madre? ¿No se dan cuenta de que estoy libre de toda identidad, de que ya no tengo un relato sobre mí misma?
—Pero sí tienes un relato —le dije—. Tu relato es que no tienes relato. Estás completamente identificada con no ser su madre, y cada vez que tus hijos te llaman mamá, ponen en peligro tu identidad, tu imagen de «no soy una madre». Por eso te duele tanto que te llamen mamá. Su imagen entra en conflicto con la tuya.
Comprendió de dónde provenía el sufrimiento: buscaba algo que sus hijos no podían darle. Intentando mantener su imagen de «no madre», estaba mentalmente en guerra con ellos; había dejado de escucharlos. Pensaba que estaba libre de identidad, libre de toda búsqueda, y sin embargo comprendió que seguía buscando.
Así es, incluso una identidad espiritual como «no tengo identidad» o «no soy nadie» puede convertirse en una identidad más, una trampa más, una imagen más que sostener en pie, un relato más que defender. Si tienes la imagen de que no eres nadie, entrarás secretamente en guerra con cualquiera que no se crea esa imagen. Empezarás a decir cosas como: «Yo no soy nadie, pero tú todavía eres alguien», y surgirá el conflicto interno. La defensa de una imagen siempre desemboca en conflicto, y, como consecuencia, en sufrimiento..., por muy «despierto» que pienses que estás. Fue el sufrimiento de esta mujer lo que, al final, le indicó la dirección de vuelta a casa. Todas las imágenes se desmoronan cuando se encuentran frente a frente con la vida.
¿Qué pensamientos y juicios, procedentes de ti mismo y de otros, te hacen daño? ¿En qué pensamientos percibes negatividad? ¿Puede esa percepción decirte qué imágenes de ti sigues defendiendo en el momento? ¿Qué te hace entrar en guerra para defender una falsa imagen de ti? ¿De qué olas de experiencia intentas protegerte? ¿Qué no permites que entre? Y ¿es posible que reconozcas que a eso que no permites que entre ya se le ha dejado entrar?
Todo sufrimiento, todo conflicto, contiene una invitación a que dejes de identificarte con una imagen y descubras i a más profunda aceptación en la experiencia presente.
Ahora sabemos ya cuáles son los aspectos básicos de la búsqueda:
• Al sentir que somos olas que existen separadas en el océano y no darnos cuenta de nuestra completitud en la experiencia presente, buscamos completitud en el futuro.
• El dinero, el sexo, la iluminación, la fama, la belleza...: ¿cuál de ellos simboliza para ti el final de la búsqueda? Otorgamos poder a todos estos elementos; pensamos que tienen el poder de completarnos, de modo que los mistificamos, los anhelamos, los perseguimos, los adoramos, queremos convertirnos en ellos. Nos hacemos adictos a una completud futura. Pero no encontramos lo que de verdad vamos buscando hasta que descubrimos quiénes somos en realidad, en el momento presente.
• Intentamos escapar de ciertas experiencias —la fealdad, la debilidad, el fracaso, la impotencia—, de cualquier experiencia que consideremos una amenaza para nuestra completitud. Pero ninguna de ellas lo es. Como olas del océano, ya se han aceptado profundamente, y lo único que hemos de hacer es reconocer esa aceptación en el momento. Todos los pensamientos y sentimientos tienen permiso para ir y venir en lo que eres.
• La aceptación profunda no es algo que tengas que lograr; es lo que eres en esencia. Lo que eres es el espacio abierto en el que se permite a las olas de experiencia ir y venir. Y ese espacio abierto es inseparable de todo lo que aparece en él; es el océano, inseparable de todas sus olas. Esta es la intimidad y el amor que siempre hemos añorado..., una intimidad que palpita justo en el corazón de nuestra experiencia presente.
• Como espacio abierto que eres, ninguno de los opuestos que aparentemente existen —bueno— malo, sano-enfermo, iluminado-no iluminado— pueden definirte. Escapamos de lo negativo e intentamos alcanzar lo positivo, y a este intento de escapar de la vida lo llamamos sufrimiento. Por eso el sufrimiento es siempre una invitación a que descubramos, en el momento, qué es lo que no aceptamos profundamente y a que comprendamos que eso que no queremos aceptar ya se ha aceptado.
• Como espacio abierto, lo que eres no es el buscador; eres lo que ve cómo se representa la búsqueda. No eres una entidad incompleta que intenta completarse con el tiempo. El final de la búsqueda no es algo que el buscador vaya a encontrar en el futuro. Tú eres el final de la búsqueda, ahora. Tú eres lo que buscas, en este momento.
La metáfora del mecanismo de búsqueda tiene un asombroso poder explicativo; puede ayudarnos a entender un sufrimiento que, de otro modo, nos resultaría incomprensible.
Y una vez que hemos entendido el funcionamiento básico de este mecanismo, vamos a estudiar ahora con más detalle cómo se manifiesta esta dinámica en nuestras vidas cotidianas.
Durante el resto del libro, a partir de algunas de las ideas y percepciones de las que ya hemos hablado, exploraremos la búsqueda que tiene lugar en nuestras relaciones más íntimas: cómo buscamos amor y aceptación en otras personas, y cómo esto conduce al conflicto, la falta de autenticidad, la falta de sinceridad y una comunicación tensa. Veremos cómo el mecanismo de búsqueda da lugar a adicciones y a comportamientos repetitivos y dañinos, y cómo, debido a esa búsqueda, acabamos sacrificando nuestro poder y sometiéndonos a las normas que nos imponen otras personas —gurús, líderes de movimientos religiosos, gente a la que consideramos poderosa, y que de hecho carece de poder real...—. Veremos cómo, en el instante en que intentamos escapar del dolor físico, aparece el sufrimiento, y cómo rechazar el momento presente conduce a todo aquello que calificamos de violento y maligno en el mundo.
Veremos también cómo es posible hallar la más profunda aceptación incluso en los lugares donde nos habría parecido totalmente imposible que estuviera. Encontraremos la luz incluso en los lugares más oscuros..., la luz que somos, la propia iluminación.
Al poner al descubierto al buscador en todas sus manifestaciones sutiles y no tan sutiles, al enfocar la luz sobre el buscador en todos los aspectos de su experiencia humana, veremos cómo nos hemos creado un sufrimiento innecesario y cómo se lo hemos creado a los demás, y al mismo tiempo encontraremos una manera de salir de ese sufrimiento.
La salida del sufrimiento es la puerta por la que entramos en él. Comprueba si puedes reconocerte en cualquiera de las situaciones que te presento en las páginas siguientes. Si eres un ser humano como yo lo soy, ¡estoy seguro de que te verás reflejado en lo que voy a contarte!
No puedes encontrarte a ti mismo ni en el pasado ni en el futuro. El único lugar donde puedes encontrarte es en el Ahora. Ser un buscador significa que necesitas un futuro. Y si eso es lo que crees, se convierte para ti en una verdad: necesitarás tiempo para darte cuenta de que no necesitas tiempo para ser quien eres.
Eckhart Tolle